Durísimo retrato de un superviviente de los campos de
concentración nazis. Acaso la mejor película de Lumet.
Título
original: The Pawnbroker
Año:
1964
Duración:
115 min.
País:
Estados Unidos
Dirección:
Sidney Lumet
Guion: David Friedkin, Morton Fine (Novela:
Edward Lewis Wallant)
Música:
Quincy Jones
Fotografía:
Boris Kaufman (B&W)
Reparto: Rod Steiger, Geraldine Fitzgerald, Brock Peters,
Jaime Sánchez, Thelma Oliver,
Marketa Kimbrell, Baruch Lumet, Juano Hernandez, Linda Geiser,
Nancy R. Pollock, Raymond St. Jacques.
Sorprendente drama de una devastación
emocional y psicológica, el retrato de un prestamista judío cuya vida ha sido
destrozada por los campos de concentración a los que ha sobrevivido, pero en
donde ha perecido toda su familia, padres, mujer y dos hijos. Desde un estado catatónico
diríase que perpetuo, disminuido física, psíquica y socialmente, el
protagonista —acaso el mejor papel que hiciera nunca en el cine Rod Steiger—
desempeña su trabajo con una falta de vitalidad total, con un espíritu mecánico
que lo lleva a conducirse con un desapasionamiento absoluto. La película
arranca con un flashback que nos muestra la llegada, no expresa
visualmente, de los nazis a la aldea donde la familia disfruta de una salida
campestre. El presente, en Nueva York, en una urbanización al borde de vías
rápidas de comunicación, con unos backyards de urbanización de medio
pelo, pero con la pulcritud de lo recién
construido y unos habitante de clase media con un cierto poder adquisitivo, nos
muestra al protagonista en casa de su hermana, pendiente de decidir si quiere o
no quiere ir a visitar Europa con ellos en un viaje de 17 días.
Contrasta la visión idílica que tiene
el cuñado de la «vieja Europa», una «fragancia» que cree oler desde donde
están, con la «pestilencia» que percibe el protagonista, Sol. Los títulos de crédito, con una potente banda
sonora de Quincy Jones, nos permiten acompañar al protagonista en el recorrido
hasta su trabajo, una casa de préstamos donde tiene como asistente a un
puertorriqueño ambicioso y fantasioso que quiere abrirse paso en el mundo de
los negocios, pero a quien el protagonista desprecia, o mejor dicho, por quien
no siente ninguna simpatía.
Nazerman, el protagonista, presta su
negocio como tapadera para el blanqueo de los fondos de un mafioso —interpretado
por el acusado de Matar a un ruiseñor,
Brock Peters, con un registro en las antípodas de aquel otro personaje— y saca
de ello unos fondos con los que ayuda a su amante y al padre enfermo de esta,
que prácticamente viven de él, aunque el padre acuse a Sol de haber sobrevivido
al horror de los campos de concentración.
A lo largo de la película, vemos
desfilar por la tienda una serie de personajes que retratan una realidad social
muy degradada, aunque, más allá del intercambio económico, cabe también la
aparición del «factor humano», como es el caso de una trabajadora social o del
impecable Juano Hernández, que triunfó con Intruder in the dust («Han
matado a un hombre blanco») de Clarence Brown, sobre una historia de William
Faulkner, una película poco conocida, pero excelente y de visión obligada. Geraldine Fitzgerald, la trabajadora social
que intenta deshelar el témpano viviente que es Sol Nazerman, tiene una
entrevista con él en su casa que parece, de principio a fin, un breve cuento de
Kafka.
Acosado por las visiones cada vez más
recurrentes que sufre Sol de la experiencia vivida en el campo de
concentración, donde incluso fue obligado a ver cómo usaban a su mujer como
esclava sexual, acaba apareciendo en el apartamento de la trabajadora social,
quien lo recibe estando el prestamista en pleno estado de shock e incapaz de
abrirse a la comunicación. Hemos de poner en antecedentes al futuro espectador
de que, con anterioridad, Sol había rechazado los intentos de establecer
contacto de la trabajadora social. Su aparición, por lo tanto, en unos bloques
despersonalizados, en un espacio frente al río totalmente desangelado y
degradado, supone una lectura de la puesta en escena que subraya la crisis
existencial profunda, la desolación absoluta en que vive el personaje, de
imposible redención.
La salida a la terraza, junto a esos
bloques gigantescos con miles de terrazas vacías a las que nadie se asoma,
constituyen un momento espectacularmente inhumano. Si le sumamos el plano en el
que, tomados de espaldas, ella alarga su mano para establecer un contacto
humano que pueda ayudarlo a superar su sufrimiento inenarrable, y advertimos la
violencia insufrible de la negación de él, que se levanta y desaparece por la
puerta, nos hacemos a la idea de la perfecta plasmación del dolor que ha
conseguido Lumet.
Como estructura narrativa paralela,
una vez que el ayudante puertorriqueño sabe que su jefe guarda 5.000 dólares en
la caja fuerte y una vez que le ha manifestado la nula consideración en que le
tiene, el plan para atracarlo y hacerse con el dinero, a través de unos
delincuentes de medio pelo que tienen su “sede social” en unos billares, unas
imágenes que sin duda José Luis Garci habrá degustado con delectación, se pone
en marcha con caracteres de urgencia, antes de que se le ocurra trasladar el
dinero.
La atmósfera que rodea la tienda del
prestamista, en pleno barrio de Harlem, cuyo recorrido fílmico incluye un
anuncio de la actuación de Nina Simone en el Apollo, por ejemplo,
contribuye a esa atmósfera de degradación moral que incluso se representa en la
figura de la prostituta que pretende convencer sexualmente a Sol de que le
mejore el precio de una prenda que quiere empeñar. En ese momento, cuando ella
se desnuda —un desnudo polémico, estando aún en vigor el código Hays—
intentando seducirle, es cuando a Sol se le mezclan las imágenes de la
violación de su esposa por los oficiales alemanes… Lumet fue el primero, al
parecer, en reflejar en la pantalla el holocausto y los efectos de este en los
supervivientes. Las escenas de los campos están conseguidísimas, rebosantes de
amarga veracidad, y el ritmo vertiginoso de su irrupción en el primer plano de
la memoria del protagonista de aquellos hechos insufribles, actúan como una
taladradora en la mente del hombre destrozado, llevándolo a un paroxismo que le
hace desear la muerte cuando los atracadores se enfrentan a él armados para
robarle.
Diríase que la película transita desde
el plano general con que nos acercamos al protagonista y el plano medio,
distante, en el que le vemos actuar en la tienda y el primer plano de su
angustia, con los sudores fríos del deseo de la muerte, la crispación
exasperada de su rostro e incluso el vaho metafórico que le empaña las gafas y
le priva de la visión, todo lo cual se acentúa cuando el dependiente se
interpone entre la bala y él, frustrando el atraco. La visión de una vida
segada por la defensa de quien no deseaba sino morir nos lleva a una última
escena en que el prestamista sopesa si
atravesarse la palma de la mano con el hierro donde va colocando los
comprobantes de las transacciones…
Para los aficionados queda aún un dato
curioso de la película por registrar: en ella hizo su debut cinematográfico
Morgan Freeman, apenas un figurante a quien ni se reconoce por la amplitud del
plano. Queda decir, finalmente, que la
presencia de las calles de Nueva York en
la película recuerda mucho, pero que mucho, a la película de Cassavetes, Sombras, escenas nocturnas de Nueva York
que se acompañaban con una banda sonora de Charles Mingus; y ambas a la nueva
técnica de rodaje, cámara al hombro de los innovadores de la nouvelle vague francesa. El prestamista es, no hace falta
insistir en ello, una película angustiosa en la que se refleja a la perfección
lo que significó, en términos de destrucción de la persona, el paso por los
campos de concentración nazis. Pero hay que verla.