martes, 20 de mayo de 2025

«El prestamista», de Sidney Lumet o la maldición del Holocausto.

 

Durísimo retrato de un superviviente de los campos de concentración nazis. Acaso la mejor película de Lumet.

 

Título original: The Pawnbroker

Año: 1964

Duración: 115 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Sidney Lumet

Guion: David Friedkin, Morton Fine (Novela: Edward Lewis Wallant)

Música: Quincy Jones

Fotografía: Boris Kaufman (B&W)

Reparto: Rod Steiger,  Geraldine Fitzgerald,  Brock Peters,  Jaime Sánchez,  Thelma Oliver, Marketa Kimbrell,  Baruch Lumet,  Juano Hernandez,  Linda Geiser,  Nancy R. Pollock, Raymond St. Jacques.

 

Sorprendente drama de una devastación emocional y psicológica, el retrato de un prestamista judío cuya vida ha sido destrozada por los campos de concentración a los que ha sobrevivido, pero en donde ha perecido toda su familia, padres, mujer y dos hijos. Desde un estado catatónico diríase que perpetuo, disminuido física, psíquica y socialmente, el protagonista —acaso el mejor papel que hiciera nunca en el cine Rod Steiger— desempeña su trabajo con una falta de vitalidad total, con un espíritu mecánico que lo lleva a conducirse con un desapasionamiento absoluto. La película arranca con un flashback que nos muestra la llegada, no expresa visualmente, de los nazis a la aldea donde la familia disfruta de una salida campestre. El presente, en Nueva York, en una urbanización al borde de vías rápidas de comunicación, con unos backyards de urbanización de medio pelo,  pero con la pulcritud de lo recién construido y unos habitante de clase media con un cierto poder adquisitivo, nos muestra al protagonista en casa de su hermana, pendiente de decidir si quiere o no quiere ir a visitar Europa con ellos en un viaje de 17 días.

Contrasta la visión idílica que tiene el cuñado de la «vieja Europa», una «fragancia» que cree oler desde donde están, con la «pestilencia» que percibe el protagonista, Sol.  Los títulos de crédito, con una potente banda sonora de Quincy Jones, nos permiten acompañar al protagonista en el recorrido hasta su trabajo, una casa de préstamos donde tiene como asistente a un puertorriqueño ambicioso y fantasioso que quiere abrirse paso en el mundo de los negocios, pero a quien el protagonista desprecia, o mejor dicho, por quien no siente ninguna simpatía.

Nazerman, el protagonista, presta su negocio como tapadera para el blanqueo de los fondos de un mafioso —interpretado por el acusado de Matar a un ruiseñor, Brock Peters, con un registro en las antípodas de aquel otro personaje— y saca de ello unos fondos con los que ayuda a su amante y al padre enfermo de esta, que prácticamente viven de él, aunque el padre acuse a Sol de haber sobrevivido al horror de los campos de concentración.

A lo largo de la película, vemos desfilar por la tienda una serie de personajes que retratan una realidad social muy degradada, aunque, más allá del intercambio económico, cabe también la aparición del «factor humano», como es el caso de una trabajadora social o del impecable Juano Hernández, que triunfó con Intruder in the dust («Han matado a un hombre blanco») de Clarence Brown, sobre una historia de William Faulkner, una película poco conocida, pero excelente y de visión obligada. Geraldine Fitzgerald, la trabajadora social que intenta deshelar el témpano viviente que es Sol Nazerman, tiene una entrevista con él en su casa que parece, de principio a fin, un breve cuento de Kafka.

Acosado por las visiones cada vez más recurrentes que sufre Sol de la experiencia vivida en el campo de concentración, donde incluso fue obligado a ver cómo usaban a su mujer como esclava sexual, acaba apareciendo en el apartamento de la trabajadora social, quien lo recibe estando el prestamista en pleno estado de shock e incapaz de abrirse a la comunicación. Hemos de poner en antecedentes al futuro espectador de que, con anterioridad, Sol había rechazado los intentos de establecer contacto de la trabajadora social. Su aparición, por lo tanto, en unos bloques despersonalizados, en un espacio frente al río totalmente desangelado y degradado, supone una lectura de la puesta en escena que subraya la crisis existencial profunda, la desolación absoluta en que vive el personaje, de imposible redención.

La salida a la terraza, junto a esos bloques gigantescos con miles de terrazas vacías a las que nadie se asoma, constituyen un momento espectacularmente inhumano. Si le sumamos el plano en el que, tomados de espaldas, ella alarga su mano para establecer un contacto humano que pueda ayudarlo a superar su sufrimiento inenarrable, y advertimos la violencia insufrible de la negación de él, que se levanta y desaparece por la puerta, nos hacemos a la idea de la perfecta plasmación del dolor que ha conseguido Lumet.

Como estructura narrativa paralela, una vez que el ayudante puertorriqueño sabe que su jefe guarda 5.000 dólares en la caja fuerte y una vez que le ha manifestado la nula consideración en que le tiene, el plan para atracarlo y hacerse con el dinero, a través de unos delincuentes de medio pelo que tienen su “sede social” en unos billares, unas imágenes que sin duda José Luis Garci habrá degustado con delectación, se pone en marcha con caracteres de urgencia, antes de que se le ocurra trasladar el dinero.

La atmósfera que rodea la tienda del prestamista, en pleno barrio de Harlem, cuyo recorrido fílmico incluye un anuncio de la actuación de Nina Simone en el Apollo, por ejemplo, contribuye a esa atmósfera de degradación moral que incluso se representa en la figura de la prostituta que pretende convencer sexualmente a Sol de que le mejore el precio de una prenda que quiere empeñar. En ese momento, cuando ella se desnuda —un desnudo polémico, estando aún en vigor el código Hays— intentando seducirle, es cuando a Sol se le mezclan las imágenes de la violación de su esposa por los oficiales alemanes… Lumet fue el primero, al parecer, en reflejar en la pantalla el holocausto y los efectos de este en los supervivientes. Las escenas de los campos están conseguidísimas, rebosantes de amarga veracidad, y el ritmo vertiginoso de su irrupción en el primer plano de la memoria del protagonista de aquellos hechos insufribles, actúan como una taladradora en la mente del hombre destrozado, llevándolo a un paroxismo que le hace desear la muerte cuando los atracadores se enfrentan a él armados para robarle.

Diríase que la película transita desde el plano general con que nos acercamos al protagonista y el plano medio, distante, en el que le vemos actuar en la tienda y el primer plano de su angustia, con los sudores fríos del deseo de la muerte, la crispación exasperada de su rostro e incluso el vaho metafórico que le empaña las gafas y le priva de la visión, todo lo cual se acentúa cuando el dependiente se interpone entre la bala y él, frustrando el atraco. La visión de una vida segada por la defensa de quien no deseaba sino morir nos lleva a una última escena en que el prestamista sopesa si  atravesarse la palma de la mano con el hierro donde va colocando los comprobantes de las transacciones…

Para los aficionados queda aún un dato curioso de la película por registrar: en ella hizo su debut cinematográfico Morgan Freeman, apenas un figurante a quien ni se reconoce por la amplitud del plano. Queda decir, finalmente,  que la presencia de las calles de  Nueva York en la película recuerda mucho, pero que mucho, a la película de Cassavetes, Sombras, escenas nocturnas de Nueva York que se acompañaban con una banda sonora de Charles Mingus; y ambas a la nueva técnica de rodaje, cámara al hombro de los innovadores de la nouvelle vague francesa. El prestamista es, no hace falta insistir en ello, una película angustiosa en la que se refleja a la perfección lo que significó, en términos de destrucción de la persona, el paso por los campos de concentración nazis. Pero hay que verla.

martes, 6 de mayo de 2025

«La bella Maggie», de Alexander Mackendrick, o la vieja lucha entre la tradición y la modernidad.

Una comedia agridulce de la Ealing, a cargo de un excepcional director, digno de mayor reconocimiento: Alexander Mackendrick

 

Título original: The Maggie

Año: 1954

Duración: 92 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alexander Mackendrick

Guion: William Rose. Historia: Alexander Mackendrick

Reparto: Paul Douglas; Alex Mackenzie; James Copeland; Abe Barker; Tommy Kearins; Hubert Gregg; Geoffrey Keen.

Música: John Addison

Fotografía: Gordon Dines (B&W).

 

          Apenas diez películas bastaron para que un director perfeccionista se hartara de las exigencias de la industria a la hora de llevar sus historias desde la imaginación a la realidad. No siempre fue así, y en las dos etapas de Mckendrick, una inglesa y la otra usamericana, supo lidiar con todas esas dificultades y conseguir obras de una categoría indiscutible, como Chantaje en Broadway, con, acaso, las mejores interpretaciones de que fueron capaces Burt Lancaster y Tony Curtis, y El hombre del traje blanco y El quinteto de la muerte como excelsa representación de lo que se ha dado en llamar la comedia Ealing, por los estudios que las produjeron, y en las que destacó otro peso pesado del cine británico: Charles Crichton, autor de obras geniales como Hue and Cry  («Clamor de indignación»)y La isla soñada, aunque fue con Un pez llamado Wanda, con la que le llegó el reconocimiento popular, a punto de convertirse en octogenario.

          La bella Maggie es una historia ambientada en Escocia, lugar originario de la familia de Mackendrick, quien, sin embargo, hijo de emigrantes, nació en Usamérica. Huérfano a los dos años, la madre lo envió con sus abuelos a Escocia y ya no volvió a verla nunca más. El título no hace alusión a ninguna mujer, sino a una barcaza de transporte, típica de los innumerables puertos escoceses, propiedad de dos hermanos, uno de los cuales es el capitán que, desautorizado para trabajar si no hace los arreglos correspondientes, se hace con un cargamento, por una serie de malentendidos, que ha de entregar en destino al día siguiente, para un transportista usamericano que representa la modernización de los negocios en un mundo aún anclado en el pasado de unas relaciones humanas y profesionales que lo posponen todo a una comprensión cordial de la vida que pasa por encima incluso de los compromisos firmados. Siempre con tiempo para parar en cualquier puerto de las docenas de ellos que hay en las Hébridas escocesas, el nerviosismo creciente del cliente usamericano, que quiere tener a tiempo el cargamento de sanitarios para la casa que tienen en una de las islas, va a chocar permanentemente con las dilaciones de una tripulación que parece sacada de un tebeo y que incluso puede distraerse cazando faisanes mientras atraviesan un canal. El consignatario que, por el malentendido, fio el flete a la bella Maggie, es otro de esos papeles que cumplen una función cómica magnífica en esta película tan bienhumorada, como espejo de un modo de entender la vida que los nuevos tiempos han acabado arrumbando. Por el camino, no obstante, digamos que hay un proceso como el del Quijote y Sancho, cuyos papeles se intercambian a lo largo de su aventura. El empresario irá poco a poco calando el espíritu tradicional de esos marineros escoceses impermeables a los avances de la modernidad y con un sentido del tiempo y de las relaciones sociales que chocan frontalmente con los valores modernos del empresario expeditivo y todopoderoso, quien alquila un helicóptero para perseguir al barco y quien contrata un nuevo buque para trasladar la carga y abandonar a su suerte a la barcaza. Las relaciones personales que se establecen entre el cliente usamericano y la tripulación no deja bien a ninguno, desde luego, y refleja las flaquezas, humanas, demasiado humanas, de todos ellos, el grumete incluido, un cerril ejemplo de devoción a un capitán sin luces y sin escrúpulos, a juzgar por cómo ha pasado por alto invertir en los arreglos que la barcaza ha ido necesitando por el desgaste propio de los años.

          En una de las muchas paradas que desesperan al empresario, un magnífico Paul Douglas, tan secundario en tantas películas y aquí con un protagonismo que me recuerda al de Broderick Crawford en la estremecedora película de Fellini, Almas sin conciencia, aunque aquí Douglas representa a un dinámico empresario y Crawford a un estafador de poca monta en horas extremadamente bajas. Pero sus intervenciones son, ambas, de extraordinaria calidad. En una de las secuencias clave de la película, ¡no se diga que en todo el divertimento no hay una moraleja de altura…!, el señor Calvin Marshall, y supongo que ni el apellido ni el nombre son casuales, en la Europa de 1954, es invitado a la celebración del centenario de uno de los marineros de esos puertos en los que recala la bella Maggie, y en el transcurso de ese momento auténticamente «mágico» y antropológico, el protagonista tiene una entrevista con una joven que le dice que ha de escoger enamorado para casarse entre dos jóvenes, uno emprendedor y próspero, capaz de darle todos los caprichos y lujos, y el otro, un marinero que nunca dejará de serlo, por falta de ambición. Ante la sorpresa de su interlocutor, la joven confiesa que escogerá al segundo, al marinero, porque piensa, y con razón, que el primero estará más pendiente de su ambición que de ella, pero que el segundo siempre estará a su lado… Tengamos presente que, en ciertas conversaciones telefónicas, fundamentales en el devenir de la trama, se intuye un desencuentro matrimonial entre Marshall y su mujer que tiene mucho que ver con la duda que le plantea la joven a la hora de escoger pareja. 

          Acabo de ver, para «ambientarme», la primera película de Mackendrick, Whisky Galore!, en la que se narra la «sequía» de güisqui de una localidad en las remotas islas escocesas y la «tristeza» sombría que se apodera de los lugareños. En cuanto un buque que llevaba a Jamaica veinticinco mil botellas del preciado licor naufraga frente a las costas del pueblo, los habitantes se organizan para saquearlo y recobrar ese estado iluminado de beatitud gozosa que proporciona el «agua de vida», que es lo que, al parecer, significa Whisky. La lucha entre el comisionado del ejército para defenderse frente a una posible invasión alemana y los vecinos del apartado lugar está llena de una visión crítica de los «estirados» ingleses cuyo retrato crítico frente a los escoceses tanto juego ha dado siempre en la comedia británica, ya desde los tiempos de Johnson y su biógrafo escocés, por cierto.

          En todo caso, ambas películas merecen ser vistas en un amenísimo programa doble que nos acercaría a la obra de un autor desconocido para muchos.

«La duda de Darwin», de Jon Amiel, más allá del «biopic».

 

 

Un científico en su contexto casi determinante…

 

Título original: Creation

Año: 2009

Duración: 105 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jon Amiel

Guion: John Collee. Libro: Randal Keynes

Reparto: Paul Bettany; Jennifer Connelly; Toby Jones; Jeremy Northam; Benedict Cumberbatch; Jim Carter.

Música: Christopher Young

Fotografía: Jess Hall.

 

          Es curioso que la recepción crítica de la película haya sido negativa en muchos aficionados al cine por el hecho de no haber respondido la película a «sus» expectativas, fundamentalmente que la película dedicara poco menos que una atención dominante a la tarea científica del gran naturalista inglés, cuya obra cambió nuestra manera de entender la vida sobre el planeta. Ya imagino que asociar a Darwin a El origen de las especies es casi de obligado cumplimiento, pero hay en esa asociación un reduccionismo que no nos permite conocer a la persona en su totalidad, sino, exclusivamente, en el aspecto en que ha destacado social, artística o científicamente. Más allá del naturalista hay, pues, un hombre casado con una mujer y padre de diez hijos, ¡nada menos!, dos de los cuales murieron, y la película se centra en uno de ellos, su hija Anne, que murió a los diez años y dejó una huella de inmenso dolor en el corazón del padre solícito y cariñoso que, al parecer, fue el científico, según se nos muestra oportunamente en la película. Casado con una prima suya, Darwin siempre creyó que ese grado de consanguinidad era responsable de ciertas enfermedades, entre ellas la que acabó con su hija. Él mismo tenía una salud debilitada, con padecimientos de origen desconocido, que lo llevan a probar hidroterapias como la del agua a presión, en escenas de especial impacto estético. La propia vida del matrimonio en una casa cerca de la costa, en la que la vida cotidiana, con sus minucias domésticas, tiene un interés dominante, ocupa el grueso de la historia, sobre todo la evocación de la hija fallecida, en quien el padre parecía haber puesto grandes esperanzas, a juzgar por su capacidad crítica y su complicidad intelectual. Las apariciones constantes de la niña, en diálogo activo con el padre, algo que acaba desesperando a la madre, son uno de los grandes ejes de la película, porque, en un momento dado, el padre, sin esperar a la madre, que duda entre acompañarlo a quedarse a cuidar del resto de los hijos, , se lleva a la hija a un sanatorio donde le aplican ciertas curas de hidroterapia que no logran atajar el mal que la va consumiendo hasta la muerte. Lo esencial de todo esto es la absoluta «naturalidad» de las apariciones de su hija en el desarrollo de la vida familiar y la facilidad con que aceptamos esos diálogos de ultratumba entre padre e hija.

          Darwin estaba casado con una mujer muy religiosa, y el título de la película alude a la resistencia que hubo de vencer el científico para dar el gran paso que lo convertiría en el escándalo de su generación y de las muchas por venir, porque «destronar» a Dios y la versión bíblica de la creación del mundo no era una empresa sin terribles consecuencias.  Desde este punto de vista, está claro que la película adquiere, más allá de que se centre o no en los estudios biológicos del autor, un interés enorme, capaz de permitirnos vivir lo que debió ser, en su momento, ese «asalto a los cielos» del creacionismo, y que, un siglo después de haber sido publicada, aún da pie a debates entre el evolucionismo y el creacionismo como el que se recoge en la famosa película La herencia del viento, de Stanley Kramer.

          No obstante, no son pocos los momentos en que el trabajo científico de Darwin ocupa el metraje, y nos trae a la memoria esos gabinetes naturalistas en que se almacenan muestras biológicas y minerales de todo tipo que son estudiadas con paciencia para dotarlas de un contexto que explique su lugar entre las especies. Dentro de la exaltación de la vida que supone la película, por más que la hija muerta, revivida en su cariño, sea parte primordial de la historia —no en vano la película está inspirada en la novela biográfica de Randal Keynes, descendiente de Darwin: La caja de Annie. Darwin y familia—, llama poderosamente la atención la agonía de la chimpancé Jenny, en brazos de su cuidador, porque en esa escena de poderosa intimidad y respeto se establece un nexo entre especies que nos habla de algo más que de cercanía evolutiva, desde luego. Los diversos flashbacks de la película, además, añaden contextos imprescindibles de su viaje a Sudamérica, y alguna breve digresión, como la de los dos niños indígenas extraídos de su comunidad para ser educados según los usos «civilizados» y a  quienes no les cuesta nada reintegrarse al supuesto edenismo de la tribu de la que fueron sacados sin su consentimiento, dan a entender ciertos mensajes de fondo que captamos fácilmente.

          Lo sustancial, con todo, ya lo hemos dicho, es la lucha entre la ciencia y la fe, encarnada por dos personas que comparten la vida y ocho hijos. La tensión entre ambos parece dar a entender la incompatibilidad radical entre un agnóstico y una creyente, para formar una vida en común, pero hemos de tener en cuenta que estamos a mitad del siglo XIX y que, por lo tanto, el grado de intolerancia religiosa era, por decirlo así, la «norma» social.

          Por otro lado, el de los aspectos técnicos de la película, y casi como cualquier producción de tipo histórico del cine británico, la ambientación está cuidadísima, el vestuario, la puesta en escena y ello redunda en la convicción de estar asistiendo casi como si de un documental se tratara al desarrollo de la vida familiar de Darwin y de sus seguidores, otros científicos que lo animan para publicar su trabajo, por polémico que sea. La película sostiene la tesis de que la mujer de Darwin fue decisiva en la publicación de la obra, a pesar de los pesares, pero ese desenlace es mejor que le vean los espectadores sin que le sea recontado. Las interpretaciones son ajustadísimas, y la intolerancia de la mujer, excelentísima Jennifer Connolly, da perfecta réplica a ese sabio hogareño descuidado y amante de su familia que compone su marido en la vida real, Paul Bettany, quien exhibe un increíble parecido con el científico. Insisto, más allá de frustradas expectativas, la película ha de verse como lo que es, el momento complicado de la redacción de su obra cumbre y de su intento de publicación, ¡que no es poco! Hablamos, pues, del duro contexto de la vida del científico, que comenzaba en su propio dormitorio…