Una visión algo
desprendida de la Fiesta y un hermoso homenaje plástico a la generosa bravura del toro mítico.
Título original: Tardes de
soledad
Año: 2024
Duración: 125 min.
País: España
Dirección: Albert Serra
Guion: Albert Serra
Reparto: Andrés Roca Rey
Música: Marc Verdaguer
Fotografía: Artur Tort.
Vaya por
delante una declaración: a mis 5 añitos, con las sillas del comedor y de la
cocina, mi familia creaba un ruedo donde este entonces mocoso con un trapo ad
hoc daba sus pases profundos a un toro imaginario entre los aplausos del
respetable… Andando el tiempo, con la llegada de la televisión, no me perdía
corrida, sentado entre una audiencia de hombres solos, siendo el único niño
entre los presentes, maravillados por una Fiesta que me fue calando como lo que
es: un rito de la luz y de la muerte, una lucha de bravos, uno de cuatro patas
y el otro bípedo, encerrados en el desierto circular del destino. Las corridas siempre
han sido caras y he visto muy pocas, pero la afición al toro y a la torería la
he vivido durante mucho tiempo. De entre los críticos que se han acercado a
este documental de Albert Serra, que yo he calificado como «faena de aliño», me
gustaría saber para cuántos son nombres de su cultura torera Mariví Romero ―hija
del famoso director del aperturista diario Pueblo durante el franquismo,
Emilio Romero― y Manolo Molés, la primera ya fallecida, el segundo, aún hoy perfilando retratos fidedignos de un mundo que conoce como pocos. Hasta estoy
en condiciones de aseverar que los críticos modernos que han ensalzado este
documental de Serra ignoran, entre otros muchos, un librito esencial sobre el
mundo del toreo como es La música callada del toreo, donde ha quedado
escrita, en imperecederas letras de molde, una de las más bellas interpretaciones
del toreo.
Viene este preámbulo a cuento de la ambivalente
sensación que le deja a uno en el cuerpo y en el alma este documental con
excesivos tiempos muertos y con un protagonista más soso que el consomé de
acelgas, con el que no acabo de conectar en ninguno de los excesivos minutos en
los que Serra se recrea con muchos aciertos ―todos los que tienen que ver con la liturgia de la Fiesta y, sobre
todo, ese momento mágico de la investidura de las «luces» textiles― y con el
error fundamental de la reiteración que se vuelve anodina y de escaso valor ―pongamos
por caso los encendidos elogios al torero de los miembros de su cuadrilla― a la que se repite casi sin
variaciones. Sí, es innegable que la cámara se ha acercado al toro algo más de
lo que se acerca el diestro, muy timorato a ese respeto, aunque todos los
respetos son pocos cuando uno se enfrenta a semejantes bichos, y Serra consigue
auténticas imágenes de impacto, sobre todo de la bestia herida y jadeante, así
como de su ritual agonía y muerte, no siempre consumada en el albero. Tan
crudas son las imágenes que mi Conjunta las «sufrió» y me consta que aun retiró
la mirada en alguna ocasión, a pesar de su belleza. Los aficionados al toro
hemos disfrutado con esas imágenes como una muestra de emotivo homenaje a un
animal nacido exclusivamente para ese rito, y no hace falta retrotraernos a los
mitos solares de la civilización minoica para justificar nada. Que el ritual de
la lidia incluya la muerte hace de nuestra Fiesta Nacional ―hasta la llegada
del animalismo que ha puesto fronteras en algunas comunidades, porque antes
vertebraba la Península de norte a sur y de este a oeste, sin perder de vista
su ramificación francesa, por supuesto…― algo tan singular que bien merece ser
conservada como lo que es, un bien de interés cultural.
Ignoro el proceso de selección del
protagonista y si hubo candidatos de más empaque, pero el torero moderno que
protagoniza Tardes de soledad, a pesar de su voluntarismo y profesionalidad,
se aleja, al menos para mí, de los estándares mínimos de calidad que se le han
de exigir a lo que siempre se ha calificado como un «maestro», «figura» o «artista»,
y cada cual que busque sus referentes cercanos o lejanos, pero el fervor casi
religioso que inspiraba un José Tomás, inspirado, está en otra dimensión
distinta de la que nos ofrece Roca Rey, y eso que se entrega con tesón a cada
faena, pero este aficionado al menos no ha empatizado con ese arte
excesivamente «ligero» y cauto, a pesar
de desplantes de manual y otras artes medianamente aceptables, como el toreo al
natural. Curiosamente, no se explota todo el valor plástico que tiene el toreo
con capa, al que se le pueden arrancar florituras vistosísimas. Serra parece llevarlo
todo al tercio de muerte, y ahí las limitaciones del diestro son muchas, porque
es donde más depende de la bravura del bicho y de que acompañe las tandas de
pases que han de ir envolviendo a la criatura en un engaño que le va a costar
la vida. Sí me ha llamado mucho la atención, y eso es algo muy singular de Roca
Rey, la gesticulación facial en el momento supremo de la estocada, porque me ha
parecido a medio camino entre el miedo cerval y la plenitud del orgasmo, cuando
se pierde el dominio de los rictus y hasta los labios le tiemblan de deseo en
el momento de «recibir» mortalmente al morlaco.
La reducción focal de Serra ha creado un
mundo aislado dentro del mundo general y extenso de la fiesta taurina, sin
acabar nunca ninguna faena ofrecida en su totalidad, sino combinando momentos
de unas y otras en sus momentos más emotivos o peligrosos. La proximidad del
toro a la cámara y al torero alimenta el miedo del respetable a que la
peligrosa cornamenta se desvíe lo justo para enganchar al torero y dejarlo en
el sitio, como más de una vez parece que vaya a suceder. Es la sombra de la
muerte que no se descuelga de la presencia luminosa del torero en la plaza,
como un reclamo efectivo para la necesidad del toro de acabar con el intruso en
su vida. Pero los gritos del torero: «¡Toro!, ¡toro!», rompen el silencio de esa
campana bajo la que los dos están aislados de su entorno e invitan al animal a
encontrarse de tú a tú en un diálogo de incierto desenlace. En esos momentos,
aun a fuer de repetidos, el clímax que consigue el documentalista sí que tiene
gran valor, pero, insisto, la reiteración cansa y aleja al espectador de la
comunión necesaria con el artista, quien, a la vista de los toros que le han
tocado en suerte, no le queda más remedio que hacer una faena como la dirigida
por Serra, «de aliño».
Incidentalmente, sí queda muy bien reflejado el estatus del torero, del maestro, del diestro, del matador, al que prácticamente se admira como a un consagrado en el altar de las musas. Está por encima de cuanto le rodea, y se permite muy pocas licencias con su cuadrilla, aunque, como no podía ser de otro modo, todos le rinden una pleitesía que incluso disculpa los momentos difíciles o deslucidos que haya podido tener, echándole la culpa al astado, porque eso lo sabe cualquier aficionado: el éxito o el fracaso del torero depende casi un ochenta por ciento del trapío de los toros que le han tocado en suerte, tras el preceptivo sorteo del lote.
Salvo las contundentes imágenes del sufrimiento del toro, nada de lo que aparece en el documental es novedoso y se ha vito antes tanto en formato documental como en formato fílmico de ficción, de ahí que la selección de momentos hecha por el director, como los viajes de ida y vuelta de la furgoneta donde va el matador con su cuadrilla, sin que haya interacción dramática del torero con su entorno, resulten algo pesados, máxime teniendo en cuenta que lo que el diestro pone en peligro es su vida, de la que depende cuanto lo rodea.

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