martes, 16 de diciembre de 2025

«Yi Yi», de Edward Yang o la vida como intensa corriente en el seno del Dao.

El cuarto de siglo de una obra de arte del cine realista.

 

Título original: Yi Yi

Año: 2000

Duración: 173 min.

País:  Taiwán

Dirección: Edward Yang

Guion: Edward Yang

Reparto: Wu Nien-jen; Elaine Jin; Kelly Lee; Jonathan Chang; Chen Hsi-Sheng; Issei Ogata; Ko Su-Yun; z

Tao Chuan-Cheng; Hsiao Shu-Shen; Tsen Hsin-Yi; Joyce Tsui.

Música: Peng Kai-Li

Fotografía: Yang Wei-Han.

 

          «Uno por uno» o «Uno tras otro» sería la traducción del título chino Yi Yi de la última película de Edward Yang, un cineasta del que no conozco ninguna película anterior a esta. De obra corta, apenas seis largos, parece que en esta película se hubieran condensado sus habilidades, porque está considerada una obra maestra. Restaurada y presentada como tal, ganó el premio al mejor director en Cannes, me dije que acaso no hubiera visto antes ninguna película china de Taiwan, y quise remediar tal carencia. Vista la película y habiéndome informado de su vida y obra, descubro que sí, que había visto dos películas de otro director chino de la isla: El maestro de marionetas y La asesina, de  Hou Hsiao-Hsien, ambas excelentes, especialmente la segunda, de la que hice crítica en este Ojo. Pues como no hay dos sin tres, estoy encantado de haber acertado con la elección de Yi Yi, que tiene un comienzo, la boda del hermano del protagonista, que está a punto de tirar de espaldas al espectador, por la horterada del acto y la hiperpolícroma puestas en escena: como la abigarrada decoración de los primeros restaurantes chinos que se abrieron en España; pero la sabia dirección del desarrollo del acontecimiento te mantiene, sin embargo, pegado al asiento.

          No es fácil orientarse en el entramado de historias que se nos presentan de un modo tan natural que tenemos la impresión de estar ante un documental sobre una familia escogida al azar. Todo, sin embargo, se inicia en la boda y, a partir de ella, se van desarrollando las historias de esos personajes, las pequeñas vidas en las que no acontece nada extraordinario, aunque en algunos casos sea trascendental para ellos, como el encuentro del padre con quien fue su primer amor y a quien abandonó por creer que no estaba a la altura de lo que ella le exigía como futuro marido. Una vida después, vuelven a encontrarse y se nos narra un reencuentro complejo y no exento de dramatismo, porque, pasada ya la vida, y encarando el declive de la vejez, teniendo el protagonista dos hijos que aún lo necesitan, sobre todo el pequeño ―¡feliz descubrimiento!―, ¿cómo se abandona todo para rehacerla a partir de un malentendido que ha determinado la actual?

          Un descuido normal y corriente, bajar la basura al contenedor, lleva a que la abuela se sienta obligada a hacer lo que ha olvidado la nieta. La mujer tiene un accidente y queda en estado de coma, de tal manea que, no pudiendo hacer nada por ella en el hospital, la instalan en la casa de la familia, con el compromiso de que todos han de hablarle cada día, «contar con ella»  como un miembro más que requiere atención, además de cambiarla de posición para evitar que se llague. Las «charlas» con la matriarca suponen, indirectamente, un examen de conciencia de cada personaje, que no sabe ni qué decirle ni cómo, lo que les lleva a reflexionar sobre los limites de las relaciones humanas. Es curioso que, al final, el padre, un empresario exitoso que comienza a tener problemas en su empresa de alta tecnología, decida contratar una enfermera para que le lea la prensa. Su mujer, mientras tanto, ha entrado en una crisis existencial que, por consejo de una amiga, la lleva a convertirse en seguidor de un guía espiritual a cuyos retiros acude para buscar la serenidad que ha perdido, acaso porque se ha evidenciado la fría distancia que se ha interpuesto entre ella y su marido.

          En la medida en que no se olvida el contexto en que viven, ahí entra la vecina divorciada que mantiene relaciones con el profesor de inglés de su hija, lo que las lleva a un conflicto de carácter casi patológico. Esa hija, estudiante de violonchelo, es muy amiga de la vecina, hija de la familia protagonista, quien acaba oficiando de intermediaria entre ella y un novio que acabará apartándose de la caprichosa estudiante e iniciará un acercamiento romántico, el primer amor, a la vecina.

          El gran descubrimiento de la película es, sin lugar a dudas, la figura del hijo pequeño, que me ha recordado muchísimo a los protagonistas de la película He nacido, pero…, de Yasujiro Ozu, quien, mira por dónde, es uno de los grandes referentes de Edward Yang. Anticipo ya que a cargo del niño está un cierre de película como pocos, pero antes de llegar al desenlace, no importa avanzar que será el funeral de la abuela ―un círculo, a su manera, entre una boda y un funeral―, el crío tiene su propia historia de desencuentros con el sistema escolar, y especialmente con un profesor que se comporta como la Trunchbull, interpretada por Pam Ferris, de la Matilda de Danny de Vito. Al niño, sin embargo, el padre le regala una máquina de fotos y este comenzará a fotografiarlo todo, pero tiene una predilección: fotografiar de espaldas a sus familiares y a todo el mundo. Inquirida por el padre una explicación de tal proceder, el hijo se descuelga con una filosofada que deja estupefacto al padre y ganados para lo que resta de película a los espectadores, sobre todo porque la criatura, además de ser un encanto, tiene una vena científica que lo hace adorable: «si solo vemos lo que tenemos ante nuestros ojos, pero no lo que ocurre a nuestras espaldas, ¿no nos estamos perdiendo el cincuenta por ciento de la verdad?», viene a decir. Y ahí es donde comenzamos a mirar con otros ojos a ese pequeño diablillo a quien todo se lo perdonamos, haga lo que haga. He de confesar que todo lo relacionado con el hijo pequeño, una entre todas las historias que se cuentan, es extraordinariamente ingenioso y atractivo. Pero no le va a la zaga el primer enamoramiento y primer desengaño amoroso de su hermana, un ser acongojado por la culpa, pues su olvido motivó que la abuela se expusiera a ese accidente que, a la postre, acaba con ella.

          Capítulo aparte ocupa la figura del padre, eje, en realidad, del relato. Una persona que ha triunfado en los negocios, pero que contempla cuanto lo rodea como si él fuera la encarnación del fracaso, como si la vida le hubiera supuesto una invencible decepción contra la que es imposible luchar. La aventura comercial con un proveedor japonés le va a deparar el contacto con un vendedor tan singular que bien podemos decir que a él debe ese conato de cambio de vida que no se atreve a consumar, en parte porque su intuición de que de haber permanecido junto a su primera novia lo  hubiera conducido al mismo fracaso del que ahora ni se lamenta ni huye, sino que acepta con la serenidad de quien descubre, gracias al amigo, porque acaba fraguándose entre ellos una sólida amistad, la aceptación serena de cuanto ocurre, porque todo ocurre por primera vez, lo cual constituye el «método» para conducirse en la realidad. Que el empresario japonés tenga la pasión del piano, como el propio protagonista la tuvo, aunque renunciara a ella, da pie a unas secuencias emotivas y brillantes.

          Estamos ante la vida misma, sin adornos superfluos, sin recargamientos barrocos ni discursos crípticos, algo así como la famosa tranche de vie del naturalismo de Zola, y lo que nos sorprende, sobre todo, es la absoluta naturalidad con la que los acontecimientos se suceden y los representan actores y actrices de muchos quilates. El director uso mucho el plano panorámico en el que la acción transcurre lejos del observador, como si nos quisiera decir que se ha asomado a esas vidas con total discreción, viendo qué viven, pero respetando todos y cada uno de sus movimientos, como si no quisiera que la cámara interfiriera en esos destinos. Y se agradece. El novio de la hija de la vecina, cuando se acerca la hija del protagonista, le confiesa su afición al cine y le explica el porqué: «Vivimos tres veces más desde que el hombre inventó las películas».

          Testamento fílmico del autor, esta película suscita el interés por su obra anterior, a la que me acercaré así que tenga acceso a ella.

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