El cuarto de siglo de una obra de arte del cine realista.
Título original: Yi Yi
Año: 2000
Duración: 173 min.
País: Taiwán
Dirección: Edward Yang
Guion: Edward Yang
Reparto: Wu Nien-jen; Elaine Jin; Kelly Lee; Jonathan Chang; Chen
Hsi-Sheng; Issei Ogata; Ko Su-Yun; z
Tao Chuan-Cheng; Hsiao Shu-Shen; Tsen Hsin-Yi; Joyce Tsui.
Música: Peng Kai-Li
Fotografía: Yang Wei-Han.
«Uno por uno» o
«Uno tras otro» sería la traducción del título chino Yi Yi de la última película
de Edward Yang, un cineasta del que no conozco ninguna película anterior a esta.
De obra corta, apenas seis largos, parece que en esta película se hubieran
condensado sus habilidades, porque está considerada una obra maestra. Restaurada
y presentada como tal, ganó el premio al mejor director en Cannes, me dije que
acaso no hubiera visto antes ninguna película china de Taiwan, y quise remediar
tal carencia. Vista la película y habiéndome informado de su vida y obra,
descubro que sí, que había visto dos películas de otro director chino de la
isla: El maestro de marionetas y La asesina, de Hou Hsiao-Hsien, ambas excelentes,
especialmente la segunda, de la que hice crítica en este Ojo. Pues como
no hay dos sin tres, estoy encantado de haber acertado con la elección de Yi
Yi, que tiene un comienzo, la boda del hermano del protagonista, que está a
punto de tirar de espaldas al espectador, por la horterada del acto y la hiperpolícroma
puestas en escena: como la abigarrada decoración de los primeros restaurantes
chinos que se abrieron en España; pero la sabia dirección del desarrollo del acontecimiento te mantiene, sin embargo, pegado al asiento.
No es fácil orientarse
en el entramado de historias que se nos presentan de un modo tan natural que tenemos
la impresión de estar ante un documental sobre una familia escogida al azar.
Todo, sin embargo, se inicia en la boda y, a partir de ella, se van
desarrollando las historias de esos personajes, las pequeñas vidas en las que
no acontece nada extraordinario, aunque en algunos casos sea trascendental para
ellos, como el encuentro del padre con quien fue su primer amor y a quien
abandonó por creer que no estaba a la altura de lo que ella le exigía como
futuro marido. Una vida después, vuelven a encontrarse y se nos narra un
reencuentro complejo y no exento de dramatismo, porque, pasada ya la vida, y
encarando el declive de la vejez, teniendo el protagonista dos hijos que aún lo
necesitan, sobre todo el pequeño ―¡feliz descubrimiento!―, ¿cómo se abandona
todo para rehacerla a partir de un malentendido que ha determinado la actual?
Un descuido
normal y corriente, bajar la basura al contenedor, lleva a que la abuela se
sienta obligada a hacer lo que ha olvidado la nieta. La mujer tiene un
accidente y queda en estado de coma, de tal manea que, no pudiendo hacer nada
por ella en el hospital, la instalan en la casa de la familia, con el
compromiso de que todos han de hablarle cada día, «contar con ella» como un miembro más que requiere atención, además
de cambiarla de posición para evitar que se llague. Las «charlas» con la
matriarca suponen, indirectamente, un examen de conciencia de cada personaje,
que no sabe ni qué decirle ni cómo, lo que les lleva a reflexionar sobre los
limites de las relaciones humanas. Es curioso que, al final, el padre, un
empresario exitoso que comienza a tener problemas en su empresa de alta
tecnología, decida contratar una enfermera para que le lea la prensa. Su mujer,
mientras tanto, ha entrado en una crisis existencial que, por consejo de una
amiga, la lleva a convertirse en seguidor de un guía espiritual a cuyos retiros
acude para buscar la serenidad que ha perdido, acaso porque se ha evidenciado
la fría distancia que se ha interpuesto entre ella y su marido.
En la medida
en que no se olvida el contexto en que viven, ahí entra la vecina divorciada
que mantiene relaciones con el profesor de inglés de su hija, lo que las lleva
a un conflicto de carácter casi patológico. Esa hija, estudiante de violonchelo,
es muy amiga de la vecina, hija de la familia protagonista, quien acaba
oficiando de intermediaria entre ella y un novio que acabará apartándose de la
caprichosa estudiante e iniciará un acercamiento romántico, el primer amor, a
la vecina.
El gran
descubrimiento de la película es, sin lugar a dudas, la figura del hijo pequeño,
que me ha recordado muchísimo a los protagonistas de la película He nacido,
pero…, de Yasujiro Ozu, quien, mira por dónde, es uno de los grandes
referentes de Edward Yang. Anticipo ya que a cargo del niño está un cierre de
película como pocos, pero antes de llegar al desenlace, no importa avanzar que
será el funeral de la abuela ―un círculo, a su manera, entre una boda y un
funeral―, el crío tiene su propia historia de desencuentros con el sistema
escolar, y especialmente con un profesor que se comporta como la Trunchbull,
interpretada por Pam Ferris, de la Matilda de Danny de Vito. Al niño,
sin embargo, el padre le regala una máquina de fotos y este comenzará a
fotografiarlo todo, pero tiene una predilección: fotografiar de espaldas a sus
familiares y a todo el mundo. Inquirida por el padre una explicación de tal
proceder, el hijo se descuelga con una filosofada que deja estupefacto al padre
y ganados para lo que resta de película a los espectadores, sobre todo porque
la criatura, además de ser un encanto, tiene una vena científica que lo hace adorable:
«si solo vemos lo que tenemos ante nuestros ojos, pero no lo que ocurre a
nuestras espaldas, ¿no nos estamos perdiendo el cincuenta por ciento de la verdad?»,
viene a decir. Y ahí es donde comenzamos a mirar con otros ojos a ese pequeño diablillo
a quien todo se lo perdonamos, haga lo que haga. He de confesar que todo lo
relacionado con el hijo pequeño, una entre todas las historias que se cuentan,
es extraordinariamente ingenioso y atractivo. Pero no le va a la zaga el primer
enamoramiento y primer desengaño amoroso de su hermana, un ser acongojado por
la culpa, pues su olvido motivó que la abuela se expusiera a ese accidente que,
a la postre, acaba con ella.
Capítulo
aparte ocupa la figura del padre, eje, en realidad, del relato. Una persona que
ha triunfado en los negocios, pero que contempla cuanto lo rodea como si él
fuera la encarnación del fracaso, como si la vida le hubiera supuesto una
invencible decepción contra la que es imposible luchar. La aventura comercial con
un proveedor japonés le va a deparar el contacto con un vendedor tan singular
que bien podemos decir que a él debe ese conato de cambio de vida que no se
atreve a consumar, en parte porque su intuición de que de haber permanecido
junto a su primera novia lo hubiera
conducido al mismo fracaso del que ahora ni se lamenta ni huye, sino que acepta
con la serenidad de quien descubre, gracias al amigo, porque acaba fraguándose
entre ellos una sólida amistad, la aceptación serena de cuanto ocurre, porque
todo ocurre por primera vez, lo cual constituye el «método» para conducirse en
la realidad. Que el empresario japonés tenga la pasión del piano, como el
propio protagonista la tuvo, aunque renunciara a ella, da pie a unas secuencias
emotivas y brillantes.
Estamos ante
la vida misma, sin adornos superfluos, sin recargamientos barrocos ni discursos
crípticos, algo así como la famosa tranche de vie del naturalismo de
Zola, y lo que nos sorprende, sobre todo, es la absoluta naturalidad con la que
los acontecimientos se suceden y los representan actores y actrices de muchos
quilates. El director uso mucho el plano panorámico en el que la acción transcurre
lejos del observador, como si nos quisiera decir que se ha asomado a esas vidas
con total discreción, viendo qué viven, pero respetando todos y cada uno de sus
movimientos, como si no quisiera que la cámara interfiriera en esos destinos. Y
se agradece. El novio de la hija de la vecina, cuando se acerca la hija del
protagonista, le confiesa su afición al cine y le explica el porqué: «Vivimos
tres veces más desde que el hombre inventó las películas».
Testamento
fílmico del autor, esta película suscita el interés por su obra anterior, a la
que me acercaré así que tenga acceso a ella.

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