Don Juan visto por un austrohúngaro nacionalizado
inglés: La vida privada de don Juan,
de Alexander Korda o la vejez quijotesca del mito.
Título original: The Private
Life of Don Juan
Año: 1934
Duración: 89 min.
País: Reino Unido
Director: Alexander Korda
Guión: Frederick Lonsdale, Lajos Biró (Obra: Henry Bataille)
Música: Ernst Toch
Fotografía: Georges Périnal (B&W)
Reparto: Douglas Fairbanks,
Merle Oberon, Bruce Winston, Gina Malo, Benita Hume, Binnie Barnes, Melville
Cooper, Owen Nares, Heather Thatcher, Diana Napier, Joan Gardner, Gibson
Gowland.
Alexander Korda dirigió tres “vidas privadas”, la de
Helena de Troya, la de Enrique VIII, que fue el mayor éxito de su carrera, y la
de don Juan que es la que hoy se me mete en este Ojo. Los nombres de Douglas Fairbanks -excepcional actuación la
suya en El ladrón de Bagdad, de Raoul
Walsh-, de Merle Oberon -graciosísima en Lo
que piensan las mujeres, de Ernst Lubitsch-, y de Alexander Korda, amén de la
sinopsis certera de la carátula del CD me bastaron para desembolsar los 2€
habituales gracias a los cuales tantas maravillas ando viendo de un tiempo a
esta parte. Hablamos de la última película de la principal estrella del cine
mudo durante un buen puñado de años, Douglas Fairbanks, quien actuó, cuando ya
prácticamente solo ejercía como productor, en la última película de su
filmografía, esta Vida privada de don Juan que juega con el envejecimiento del
mito, incapaz de volver a las andadas, de las que se había retirado porque no
había manera de estar a la altura de tan agotadoras circunstancias. A su dorado
retiro en el que poco ha de preocuparse de su propia apariencia y de sus dotes retóricas,
le llega la noticia de que un usurpador don Juan ha aparecido y soliviantado a
todas las mujeres, que esperan en los balcones la visita del galán, en unas
secuencias iniciales llenas de gracia. Por si fuera poco, no tarda en vocearse
la aparición de una narración “verídica y definitiva” de las andanzas de don
Juan, vendida a escaso precio, que el protagonista, como un Quijote redivivo,
quiere leer cuanto antes, siguiendo el patrón de D.Quijote leyendo, en la
Segunda Parte, sus andanzas con Sancho en la primera. Ese paralelismo (recordemos,
además, que D.Quijote frisa la cincuentena cuando sale a hacer el ridículo
inmortal de su resucitada caballería y Fairbanks tiene 51 cuando rueda su
última película) se verá reforzado por la fatídica segunda salida del galán,
quien, harto de verse en boca de las gentes no por sus actos sino por su
leyenda, se lanza de nuevo a la aventura, para regocijo del mustio Leporello (y
el nombre ya nos indica claramente la fusión que han hecho los guionistas del
mito de El burlador de Sevilla , de
Tirso, con el Don Giovanni mozartiano,
de ahí, acaso, que la película empiece propiamente como un musical, aunque no
insista en esa línea, por la que se hubiera chocado con un fracaso descomunal,
aunque tampoco puede decirse que fuera, en su tiempo, un éxito de taquilla, la
verdad, sin llegar, eso sí, a los niveles de La reina de España, de Trueba, claro
está…) y esperanzas propias que pronto se verán desmentidas, al ir de fracaso en
fracaso y de risa en escarnio cuando le da por revelar su hidalga condición. El
apogeo del desengaño del protagonista, cuando reemprende sus andanzas, se pondrá
de manifiesto cruelmente en la romántica escalada de la torre donde cree que
seducirá a una joven casada que lo alentó en un apasionado -creyó él- cruce de
miradas que se resolvió en una petición filial de hacer llegar a un joven
enamorado su promesa de amor eterno. Quien subió como enardecido amante es
reducido en presencia de la joven al recuerdo del padre al que, en calidad de tal,
le pide un casto beso en la frente. Esta secuencia me parece que resume a la
perfección el desengaño del protagonista, aunque insiste en la reconquista de
los ya ajados laureles y se atreverá incluso a exponerse al escarnio público
cuando, en otra secuencia memorable, detiene la representación de una obra
sobre su vida, de vuelta en Sevilla, y se presenta como el “auténtico don Juan
en persona”. La justicia, antes de detenerlo, dirige la pregunta sobre la
mentira o veracidad de dicha pretensión a la única persona que puede dar fe de
ella, la abandonada mujer de don Juan, Antoñita, que asiste al espectáculo. Liberado,
finalmente, tras haber permanecido unos días encarcelado, a modo de venganza de
la resentida esposa, esta planea un final en el que don Juan haya de recuperar su
papel propio, mas con la lección que nunca quiso aprender: en el amor es lo
propio de él rendirse que rendir. La facha achacosa de quien se alberga en una
posada bajo el nombre supuesto de Capitán Mariano después de haber huido de
Sevilla tras haber asistido al entierro de quien usurpaba su nombre a manos de
un celoso marido. La secuencia en la que don Juan ha de confrontarse con el
desprecio de las mujeres que lo niegan radicalmente, enamoradas como lo están,
todas ellas, del don Juan mítico, no tiene desperdicio, no solo por el juego
teatral entre la realidad y la ficción, sino, sobre todo, por la profundidad
psicológica del desengaño barroco del personaje ante el paso inexorable del
tiempo, contra el que solo prevalece el mito, no la persona. La película,
rodada en estudio, nos ofrece una visión española muy propia del romanticismo
inglés, como si se tratara de un capítulo de Los españoles vistos por los…., que tan de moda se pusieran justo
al acabar la explosión viajera romántica en pos de lo genuino, lo incontaminado,
la pureza racial, lo auténtico. La alternancia de las escenas de interior y
exterior permiten un dinamismo que contagia toda la película. Bien puede
decirse que, a pesar de la melancolía propia de la reflexión sobre la
decrepitud del enamorado, sobre la vejez humana y sobre la insalvable distancia
entre el mito y la realidad, la película tiene un ritmo casi vertiginoso. La
ambientación es magnífica, como siempre lo ha sido en el cine inglés o hecho
allí, y el reparto se ajusta propiamente a lo que se espera de una película
inglesa, un cine que domina a la perfección, como el americano, el arte del
casting. La vida privada de don Juan, así pues, es un ejercicio de melancolía teñido
por un humor brillante y autocompasivo que puede atraer poderosamente al
espectador que sepa distanciarse de la tópica visión de España que aparece en
la película, por más que, en la versión original, le llamen la atención la
aparición de ciertas palabras españolas. De alguna manera, bien puede decirse
que la película plantea algo así como qué esperan las mujeres no tanto de un
amante, cuanto de un amante de leyenda. A ese respecto, ¡qué enorme gag el del
avejentado don Juan repitiendo a diestro y siniestro el mismo recurso retórico
para seducir a sus “víctimas”, sin que sea capaz de levantar ni la más
imperceptible onda de emoción en el cuerpo de sus pretendidas! Es muy atractiva
esta revisión del mito de don Juan, y Douglas Fairbanks, el galán por
excelencia de dos épocas de la historia del cine, el mudo y el sonoro, lo
encarna a la perfección en un ejercicio de autoparodia muy destacable. A través
del Trivia de IMDB me entero, a pesar de lo mucho que me gustó la película en
su momento, que en Flores rotas, de
Jim Jarmusch, el protagonista, otra revisión del mito de don Juan en decadencia,
está, en una secuencia, viendo esta película de Korda en la televisión. En fin…
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