miércoles, 18 de junio de 2025

«Sangre en las manos», de Norman Foster o el «noir» moral.

 

La fatal herencia de la guerra y el amor redentor. 

Título original: Kiss the Blood Off My Hands

Año: 1948

Duración:79 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Norman Foster

Guion: Leonardo Bercovici, Ben Maddow, Walter Bernstein. Novela: Gerald Butler

Reparto: Joan Fontaine; Burt Lancaster; Robert Newton; Lewis L. Russell; Aminta Dyne;

Grizelda Harvey; Jay Novello; Colin Keith-Johnston; Reginald Sheffield; Campbell Copelin; Leyland Hodgson; Peter Forbes.

Música: Miklós Rózsa

Fotografía: Russell Metty (B&W).

 

          Producida por Burt Lancaster para su recién creada productora, Norma, Sangre en las manos es una película rodada con códigos de cine negro, por la iluminación y la opresiva puesta en escena, que no tarda en derivar hacia el cine de carácter psicológico y los conflictos morales, más una historia de amor muy particular. La acción transcurre en Inglaterra y el protagonista es un exsoldado que ha vivido la experiencia terrible del campo de concentración y que incluso ha sufrido en sus carnes la severidad del sistema penitenciario británico, donde es sometido a un castigo de latigazos filmado con poderoso efectismo compositivo. Se trata de un ser desarraigado, violento, que responde enseguida con los puños ante cualquier mínimo desafío o provocación, en parte porque, por sus traumas, enseguida se advierte que, como se dice coloquialmente, se le cruzan los cables, una expresión de incapacidad de raciocinio que Burt Lancaster expresa facialmente con absoluta propiedad.

Nada más iniciarse la historia, estando él acodado en la barra de un bar, se produce un altercado que lo lleva a golpear a su agresor, quien cae con tan mala fortuna que se golpea en la nuca y fallece. El instinto lo lleva a huir, pero, antes de salir, otro parroquiano del bar se ha fijado en él con insólita fijeza, recordándole que el hombre que yace en el suelo está muerto. Sí, el presagio se cumple. Estamos en presencia de un extorsionador, cuya aparición está sabiamente dosificada para crear un acoso, un asedio y una intriga que va a determinar, como no podía ser de otro modo, el rumbo de la acción. Huyendo de la policía por unos callejones llenos del típico smog londinense, y en esa huida demuestra Lancaster sus reconocidas dotes atléticas, el hombre, desesperado, se mete por una ventana en la habitación de una enfermera, a la que amordaza para que no chille, aunque le garantiza que no quiere hacerle nada, salvo esconderse hasta que llegue el nuevo día y pueda marcharse. Al final, claro, porque hay patrullas de policía rondando por el barrio, la estancia se alarga un poco más, pero no tardamos en intuir el preceptivo acercamiento sentimental entre esos dos «corazones solitarios» a los que la guerra les ha interrumpido la vida de forma fatal, pero todo se andará, porque el proceso de acercamiento no tarda en iniciarse, y solo cuando percibimos que va fraguando la relación, aparece el maleante depravado que quiere explotar la debilidad del soldado que puede llevarlo a la horca.

Si la pareja Lancaster/Fontaine resulta algo chocante, por el contraste entre la rudeza del soldado con estrés postraumático y la dulzura sentimental de ella —aunque la trama da de sí para que incluso lleguen a intercambiar esos  roles—, lo que sorprende es la perfección absoluta del villano encarnado por Robert Newton, a quien se recordará fácilmente como Long John Silver en la adaptación de La isla del tesoro, de Byron Haskins, rodada apenas dos años después de esta, en 1950. La caracterización del villano, quien aparece en dos escenarios perfectamente elaborados: los billares y el hipódromo, amén de junto al túnel de salida de Londres, cuando, supuestamente, habían convenido la entrega del material sanitario sustraído por Bill para venderlo de contrabando y quedar Bill, Lancaster, y el maleante, Harry, Newton, en paz; la caracterización, ya digo, es espléndida, sobre todo en lo que a su vestuario se refiere. Como al viaje del camión se suma a última hora la enfermera, porque llevan vacunas para niños a una localidad cercana y muy necesitada, el negocio se complica y la dimensión de la amenaza se multiplica.

No quiero desvelar en exceso la trama, porque, sabiendo Newton que la enfermera es el eslabón débil mediante el que puede doblegar la oposición del ahora conductor de camiones de medicinas para hacerse con su carga, será a ella a quien presione para  hacerle entender que su «enamorado» ha de hacerle el servicio que él espera de él o no tendrá más remedio que  denunciarlo a la policía por asesinato. La secuencia en que Harry Carter entra en la habitación de Jane es de lo mejorcito de la película, y en ella Newton les roba la película a los dos, porque con ambos acabará relacionándose en unas escenas tensísimas, llenas de angustia, miedo y desesperación. Ahora, no obstante, la «culpabilidad» ha cambiado de persona, y en la tensión del momento se fragua el ser o no ser del futuro de ambos, de Jane y de Bill, pero no entraré en un desenlace que a unos les parecerá coherente, a otros, timorato, y a unos pocos, descabellado. Tengamos muy presente que Bill es la incomunicación hecha precaución, por lo que bien puede decirse que Jane se embarca en una relación amorosa a ciegas, ignorándolo todo de quien, sin embargo, parece tener un excelente fondo de honestidad y capacidad de amar, que no es poco.

Sin querer atreverme a calificarla como película de terror, es evidente que esa ciudad cubierta por la niebla, los instintos asesinos desatados y las calles con pavimento de cantos rodados, por las que se mueven los personajes amparándose en la oscuridad que apenas penetran las débiles farolas que pretenden iluminarlas, sí que se nos presenta como un escenario que no tardará en convertirse en señal de identidad de la productora Hammer y sus célebres películas de terror victoriano. Aquí podeos disfrutar de un aperitivo muy bien llevado por Norman Foster, de quien tengo otra excelente película criticada en este Ojo: La fugitiva.

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