La fatal herencia de la guerra y el amor redentor.
Título original: Kiss the Blood Off My Hands
Año: 1948
Duración:79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Norman Foster
Guion: Leonardo Bercovici,
Ben Maddow, Walter Bernstein. Novela: Gerald Butler
Reparto: Joan Fontaine; Burt Lancaster; Robert Newton; Lewis L. Russell;
Aminta Dyne;
Grizelda Harvey; Jay Novello; Colin Keith-Johnston; Reginald Sheffield; Campbell
Copelin; Leyland Hodgson; Peter Forbes.
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Russell Metty
(B&W).
Producida por
Burt Lancaster para su recién creada productora, Norma, Sangre en las manos
es una película rodada con códigos de cine negro, por la iluminación y la opresiva
puesta en escena, que no tarda en derivar hacia el cine de carácter psicológico
y los conflictos morales, más una historia de amor muy particular. La acción transcurre
en Inglaterra y el protagonista es un exsoldado que ha vivido la experiencia
terrible del campo de concentración y que incluso ha sufrido en sus carnes la
severidad del sistema penitenciario británico, donde es sometido a un castigo
de latigazos filmado con poderoso efectismo compositivo. Se trata de un ser desarraigado,
violento, que responde enseguida con los puños ante cualquier mínimo desafío o provocación,
en parte porque, por sus traumas, enseguida se advierte que, como se dice
coloquialmente, se le cruzan los cables, una expresión de incapacidad de
raciocinio que Burt Lancaster expresa facialmente con absoluta propiedad.
Nada más iniciarse la historia, estando él
acodado en la barra de un bar, se produce un altercado que lo lleva a golpear a
su agresor, quien cae con tan mala fortuna que se golpea en la nuca y fallece.
El instinto lo lleva a huir, pero, antes de salir, otro parroquiano del bar se
ha fijado en él con insólita fijeza, recordándole que el hombre que yace en el
suelo está muerto. Sí, el presagio se cumple. Estamos en presencia de un
extorsionador, cuya aparición está sabiamente dosificada para crear un acoso,
un asedio y una intriga que va a determinar, como no podía ser de otro modo, el
rumbo de la acción. Huyendo de la policía por unos callejones llenos del típico
smog londinense, y en esa huida demuestra Lancaster sus reconocidas dotes
atléticas, el hombre, desesperado, se mete por una ventana en la habitación de
una enfermera, a la que amordaza para que no chille, aunque le garantiza que no
quiere hacerle nada, salvo esconderse hasta que llegue el nuevo día y pueda
marcharse. Al final, claro, porque hay patrullas de policía rondando por el
barrio, la estancia se alarga un poco más, pero no tardamos en intuir el preceptivo
acercamiento sentimental entre esos dos «corazones solitarios» a los que la
guerra les ha interrumpido la vida de forma fatal, pero todo se andará, porque
el proceso de acercamiento no tarda en iniciarse, y solo cuando percibimos que
va fraguando la relación, aparece el maleante depravado que quiere explotar la
debilidad del soldado que puede llevarlo a la horca.
Si la pareja Lancaster/Fontaine resulta
algo chocante, por el contraste entre la rudeza del soldado con estrés
postraumático y la dulzura sentimental de ella —aunque la trama da de sí para
que incluso lleguen a intercambiar esos
roles—, lo que sorprende es la perfección absoluta del villano encarnado
por Robert Newton, a quien se recordará fácilmente como Long John Silver en la
adaptación de La isla del tesoro, de Byron Haskins, rodada apenas dos años
después de esta, en 1950. La caracterización del villano, quien aparece en dos
escenarios perfectamente elaborados: los billares y el hipódromo, amén de junto
al túnel de salida de Londres, cuando, supuestamente, habían convenido la
entrega del material sanitario sustraído por Bill para venderlo de contrabando
y quedar Bill, Lancaster, y el maleante, Harry, Newton, en paz; la
caracterización, ya digo, es espléndida, sobre todo en lo que a su vestuario
se refiere. Como al viaje del camión se suma a última hora la enfermera, porque
llevan vacunas para niños a una localidad cercana y muy necesitada, el negocio
se complica y la dimensión de la amenaza se multiplica.
No quiero desvelar en exceso la trama,
porque, sabiendo Newton que la enfermera es el eslabón débil mediante el que
puede doblegar la oposición del ahora conductor de camiones de medicinas para
hacerse con su carga, será a ella a quien presione para hacerle entender que su «enamorado» ha de
hacerle el servicio que él espera de él o no tendrá más remedio que denunciarlo a la policía por asesinato. La
secuencia en que Harry Carter entra en la habitación de Jane es de lo mejorcito
de la película, y en ella Newton les roba la película a los dos, porque con
ambos acabará relacionándose en unas escenas tensísimas, llenas de angustia,
miedo y desesperación. Ahora, no obstante, la «culpabilidad» ha cambiado de persona,
y en la tensión del momento se fragua el ser o no ser del futuro de ambos, de
Jane y de Bill, pero no entraré en un desenlace que a unos les parecerá coherente,
a otros, timorato, y a unos pocos, descabellado. Tengamos muy presente que Bill es
la incomunicación hecha precaución, por lo que bien puede decirse que Jane se
embarca en una relación amorosa a ciegas, ignorándolo todo de quien, sin
embargo, parece tener un excelente fondo de honestidad y capacidad de amar, que
no es poco.
Sin querer atreverme a calificarla como película
de terror, es evidente que esa ciudad cubierta por la niebla, los instintos
asesinos desatados y las calles con pavimento de cantos rodados, por las que se
mueven los personajes amparándose en la oscuridad que apenas penetran las
débiles farolas que pretenden iluminarlas, sí que se nos presenta como un
escenario que no tardará en convertirse en señal de identidad de la productora
Hammer y sus célebres películas de terror victoriano. Aquí podeos disfrutar de
un aperitivo muy bien llevado por Norman Foster, de quien tengo otra excelente película
criticada en este Ojo: La fugitiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario