domingo, 19 de enero de 2020

«No matarás», de Krzysztof Kieślowski, una amarga reflexión sobre el asesinato y la pena de muerte.



El autor de la trilogía Azul, Blanco y Rojo,  Krzysztof Kieślowski,  alargó uno de los mediometrajes de su Decálogo rodado para la televisión polaca: El raro hechizo de la pulsión de muerte temblando en cada plano…

Título original: Krótki film o zabijaniu (A Short Film About Killing)
Año: 1988
Duración: 85 min.
País: Polonia
Dirección: Krzysztof Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski, Krzysztof Piesiewicz
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Slawomir Idziak
Reparto: Miroslaw Baka, Krzysztof Globisz, Jan Tesarz, Zbigniew Zapasiewicz, Barbara Dziekan, Aleksander Bednarz, Krystyna Janda, Artur Barcis, Olgierd Lukaszewicz.

Esta fue la película que dio a conocer al realizador polaco en Europa y la que le permitiría, poco después, rodar la trilogía Azul, Blanco y Rojo, con una buena aceptación crítica y de público. No matarás es la ampliación de uno de los capítulos del decálogo que Kieslowski dirigió para la televisión polaca y reconozco que fue todo un acierto, porque ha construido una película llena de misterio, de tensión y de temblor, teniendo en cuenta el arranque de la misma: un gato ahorcado por unos chiquillos que juegan a torturar animales en un barrio degradado. En el mismo, un taxista limpia su coche para disponerse a realizar su jornada laboral. Una pareja requiere sus servicios, pero él desaparece sin llevarlos, con una expresión de malicia indefinida que culmina el breve retrato de su desagradable figura, con la que de ninguna de las maneras puede simpatizar el espectador. Al poco, la cámara se entra en un joven que deambula por las calles de Varsovia, sin aparente rumbo, y entra en un cine, allí le pregunta a la taquillera qué tal es la película. Le dice que “aburrida”, aunque no la ponen hasta la noche, porque en esos momentos se está celebrando una asamblea en el local. La cámara enfoca el perfil del protagonista y observamos el cartel de la película: Wetherby, de David Hare, aquí traducida como Un pasado en sombras, un mensaje inequívoco sobre el desarrollo de la película -a pesar de lo explicito del título-, porque ella arranca con la presencia de un extraño que se cuela en una celebración de amistad en una casa y allí, delante de la anfitriona, sin ningún tipo de explicación se quita la vida. Desde ese momento, la película se centra en la reacción de los invitados frente a tal hecho y en la posibilidad remota de tener alguna relación con el suicida. Con este antecedente, pues, y con el título propio de la obra, tardamos un decir amén en percatarnos de que el joven que va a protagonizar la historia, y en quien reconocemos enseguida un cierto trastorno mental cuyo alcance no estamos en disposición, de momento, de evaluar con suficientes garantías como para temernos lo peor, acabará llevándose a alguien por delante. De forma paralela se nos cuenta la situación de otro joven, con una estética muy diferente de la del joven protagonista, que tiene un aire más “usamericanizado”, y al que se nos presenta en el día de su examen final para sacar el título de abogado y poder ejercer. Más adelante, cuando el joven sea acusado de asesinato, el abogado será el responsable de llevar su defensa, por el turno de oficio. La película sigue los pasos del joven perturbado a través de Varsovia, fotografiada de un modo casi expresionista y con un plano de bordes alterados por un filtro como la banda tintada del parabrisas de algunos coches que distorsiona la percepción de la ciudad, dándonos a entender la propia perturbación del joven. Es desoladora la imagen de la ciudad que nos ofrece el director, del mismo modo que es desalentadora la presencia del protagonista, mudo durante la larga primera parte de la película, la gestación del asesinato que  acabará perpetrando, si bien en no pocos de sus gestos a lo largo de ese metraje, casi de cine mudo de su deambular por la ciudad y su entrada en un bar, lleva a cabo actos de gratuita maldad, próximos a la mera gamberrada, que nos alertan de lo que vendrá después. Con un crescendo de irritación cuyos orígenes desconocemos, el protagonista coge el taxi del taxista desagradable que hemos conocido al comienzo de la película y lo dirige hacia una dirección a las afueras de la ciudad en pleno campo, momento en el que lleva a cabo el pecado contra el quinto mandamiento con una crueldad que mete el espanto en el cuerpo, todo sea dicho. ¡Qué contraste el del intuido desvalimiento del joven perdido en la gran ciudad y la crueldad infinita de su pecado! El director no nos ahorra crudeza ninguna, ciertamente y consigue una suerte de naturalismo dostoievskiano que preludia el arrepentimiento que habrá de venir.
         La segunda parte de la película, pues la elipsis nos ahorra la investigación y la detención del joven, tiene que ver con el juicio y la sentencia del joven a morir en la horca. Esta segunda parte, estamos en 1986, se convierte en un alegato contra la pena de muerte. Y en ella logramos saber cuál es la raíz del impulso asesino que sufre el protagonista y cuyo conocimiento bien puede decirse que es el verdadera «desenlace» de la obra. Todo lo relativo a la actuación del abogado en relación con el acusado y el procedimiento protocolario para la realización de la ejecución tienen mucho que ver con el lado trágico de la película El verdugo, de Berlanga.
         La música  de Zbigniew Preisner que va subrayando los diferentes momentos de la acción, desde su comienzo, ya nos pone sobreaviso de la dimensión espeluznante del suceso en el que se basa la obra, algo que se adensa especialmente al final, con la interpretación de la voz sola que probablemente pueda relacionarse con su Réquiem for my friend, del que es eminentemente deudora, si es que no ha reproducido una parte del mismo.
         Hay en la visión desoladora del espacio degradado una suerte de correspondencia con el alma estragada del joven protagonista, y ahí es donde el Director se esmera para transmitirnos fielmente el abismo en que cae el protagonista, como si el vacío interior, reflejado en la ciudad, se metiera en él como un desierto inmoral. Los encuadres y los planos fijos que abundan en la realización nos dan, también, la sensación de ese “tiempo suspendido” en el que parece habitar el protagonista, al margen completamente de la realidad, de ahí el desasosiego que va creciendo, plano tras plano, hasta esa secuencia brutal del asesinato.
         En fin, en pocas películas se mezcla tan efectivamente el mejor arte cinematográfico con la más desagradable de las realidades, pero ello mismo hace de No matarás una obra excepcional, valiente y necesaria.


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