miércoles, 3 de septiembre de 2025

«Despertar en el infierno», de Ted Kotcheff, una joya rescatada milagrosamente de la destrucción.

 

No tanto «descenso», cuanto pomposa entrada por el arco triunfal del más acogedor de los infiernos… El crudo abrazo con el abrasador Outback australiano.

 

 

Título original: Wake in Fright (Outback)

Año: 1971

Duración: 114 min.

País: Australia

Dirección: Ted Kotcheff

Guion: Evan Jones. Novela: Kenneth Cook

Reparto: Gary Bond; Donald Pleasence; Chips Rafferty; Jack Thompson; Sylvia Kay; Al Thomas; Peter Whittle; John Meillon; John Armstrong.

Música: John Scott

Fotografía: Brian West.

 

          La película se abre con un trávelin circular de la cámara que nos muestra un desierto como una condena, atravesado por unos raíles ferroviarios, y, posteriormente, a un condenado a galeras en el sistema educativo australiano, en una escuela rural donde Cristo dio las tres voces y el tiempo está suspendido en los brazos de un denso silencio que se rompe cuando el elegante profesor, vestido de traje en una atmósfera abrasadora, da la señal de abandono del aula para cerrarla, por las vacaciones de Navidad, hasta dos semanas después. Tras apalabrar la reserva de su habitación en un destartalado hotel sin clientes, sube a una plataforma de madera que hace las veces de andén y coge al tren que lo lleva a Bundanyabba, «Yabba» para los locales, donde ha de pernoctar para después coger un avión a Sidney y disfrutar de las vacaciones en compañía de su novia surfera, a juzgar por la foto de ella que lleva en la cartera.

Un recorrido por la animada vida alcohólica de la localidad, ¡de la mano del jefe de policía!, a quien no puede rechazarle sus constantes invitaciones a sumar nuevas cervezas a una ronda que se inicia en esa tarde y ya no va a detenerse hasta días después, como si hubiera de purgar el rechazo a la invitación a hacerlo que le llega en el tren, apenas se ha subido a él. Diríase que el consumo continuo de cervezas es un rasgo singular de la acogedora y hospitalaria Yabba, pero, no tardará en conocer  una de las grandes atracciones de los «lugareños», un juego de apuestas simplicísima a cara y cruz y sus respectivas combinaciones con dos monedas que se han de lanzar por encima de la cabeza y que despierta una auténtica pasión de garito perverso. En efecto, cuanto mayor es la simplicidad del juego, mayor la pasión de los apostantes, que ganan y pierden cuantiosas sumas de dinero en un ir y venir de apuestas en las que el reparto de los dineros apostados sobre el suelo, alrededor del espacio donde se lanzan las monedas, se respeta con inverosímil limpieza.

          Ya se advierte que nuestro remilgado y exquisito protagonista, un ser con educación superior, choca en el acto con un medio que se le representa como la expresión más primitiva de los instintos humanos. Al calor del alcohol, del constante trasiego de cervezas, veremos como irán cayendo las capas de la civilización para irse asimilando a su entorno, hasta acabar formando parte —pobre, eso sí…— de él, casi sin darse cuenta. Y todo empieza por su tímida participación en el juego de apuestas, en el que no tarda en sonreírle la fortuna con su vaga promesa de redimirlo de su puesto de humilde profesor, que tiene porque ha abonado una fianza de mil dólares para asegurar a las autoridades educativas que va a seguir en su puesto, sin desertar, so pena de perderlos, en caso de abandonar el destino y dejar a los alumnos sin profesor. En dos golpes de suerte gana el importe de esa fianza y comienza a soñar con un futuro distinto. La suerte del principiante es, como no se ignora en los relatos sobre ludópatas, su condena. Y eso es lo que vamos a ver en la película.

          Hemos de señalar sin más demora que estamos ante una película de ambientes en el que se destaca el proceso psicológico de devastación de un ser extraño al medio extremo y primitivo en el que se desarrolla la historia: una ciudad en medio del desierto central australiano sin otro aliciente que la consumición incesante de cerveza y alcohol que mantiene a sus habitantes en un estado de embriaguez perpetua, como comprobará cuando, perdido todo su dinero, acabe siendo huésped de un borrachín que no tarda en invitar a otros dos briagos para «disfrutar» de su compañía, a la que se añadirá un curioso personaje, Doc Tydon, interpretado magistralmente por Donald Pleasence, acaso en uno de sus mejores papeles, y hace poco lo vi magnífico también en El demonio y la carne, de John Gilling. El doctor sobrevive como puede y reconoce que su alcoholismo pasa desapercibido en Yabba, pero que en ningún otro sitio podría ser tan libre como ahí, a pesar de la brutalidad visceral de sus convecinos, porque se ha liberado de las máscaras de la «civilización».

          Esa brutalidad viene a cuento del último y espectacular tramo de la película: la excursión cinegética de canguros, unas escenas rodadas en clave de western, y en el que el caballo para perseguir a los búfalos ha sido sustituido por un destartalado automóvil con un foco encima de la cabina para sorprender de noche a los canguros, cegándolos y convirtiéndolos en presa fácil de los rifles. En esas tremendas y desgarradoras secuencias, llenas de una crueldad indescriptible, asistimos a los últimos coletazos de la lucha del protagonista por no dejarse arrastrar hacia el pozo sin fondo del salvajismo y de la perdida de la compasión por la vida, por cualquier forma de vida. El hecho de que se insertara una leyenda al final de la película en la que se nos dice que ese exterminio ha sido llevado a cabo por cazadores debidamente autorizados por el Gobierno, no nos consuela en absoluto del horror contemplado. Dramáticamente, sin embargo, sí que tiene un poder narrativo claro, pues fija estupendamente el conflicto último de un ser que, sin grandes decisiones, sino por el simple hecho de seguir aceptando las amables invitaciones a beber y hospedarse de los hospitalarios vecinos de Yabba, acaba encerrado en una suerte de círculo infernal en el que descubre facetas de su personalidad absolutamente insospechadas.

          Ni que decir tengo que la puesta en escena, tanto en la sala de apuestas, como en la habitación de su hotel, la casa del rico hacendado a la que es invitado y donde tiene un patético encuentro sexual con la hija de su anfitrión, o la choza inmunda de Doc Tydon, están a la altura de la fotografía del paisaje desértico y de las polvorientas calles, muy escasas, que aparecen en la narración. La historia, por otra parte, está llena de pequeñas observaciones que nos permiten calibrar la naturaleza del lugar y de los lugareños, como cuando los dos invitados del padre de la chica donde el protagonista se hospeda le preguntan: «¿Por qué no bebe, y prefiere hablar con una mujer?» «Es un profesor de literatura», responde el viejo. Del mismo modo que cuando le pide agua al alcoholizado Tydon, este le dice que el agua es para lavarse, nada más, y que si tiene sed beba lo que debe: alcohol.

          Ted Kotcheff es todo un descubrimiento para mí, aunque dirigió una película que tuvo un éxito mundial casi sin precedentes, Acorralado, el debut de un personaje, Rambo, que tendría varias secuelas. Esa historia, sin embargo, está directamente inspirada en la película de David Miller Los valientes andan solos, protagonizada y producida por Kirk Douglas. Del Kotcheff acabó de descubrir que filmó La voz humana ¡nada menos que con Ingrid Bergman! Y una continuación de Un lugar en la cumbre, de Jack Clayton: Vivir en la cumbre, películas que no tardaré en ver y de las que traeré noticia a este Ojo, si ellas lo valen, claro.

          Despertar en el infierno pasó sin pena ni gloria en su estreno y los negativos de la película se daban por perdidos, hasta que se descubrieron en un almacén y, con el patrocinio de Scorsese, se remasterizaron, versión esplendorosa que ahora contemplamos con los ojos absortos de quien admira la joya que ha estado tanto tiempo alejada de los espectadores. Cabe advertir de que la película en modo alguno es un «documental» ni una película «antropológica», por o que hacer cualquier inferencia acerca de los australianos de ese Outback descrito en la historia sería una tremenda injusticia. Ya aviso, sin embargo, que su crudeza no la hace apta para todos los paladares.

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