No tanto «descenso», cuanto pomposa entrada por el arco triunfal del más acogedor de los infiernos… El crudo abrazo con el abrasador Outback australiano.
Título original: Wake in Fright (Outback)
Año: 1971
Duración: 114 min.
País: Australia
Dirección: Ted Kotcheff
Guion: Evan Jones. Novela: Kenneth
Cook
Reparto: Gary Bond; Donald Pleasence; Chips Rafferty; Jack Thompson; Sylvia
Kay; Al Thomas; Peter Whittle; John Meillon; John Armstrong.
Música: John Scott
Fotografía: Brian West.
La película se
abre con un trávelin circular de la cámara que nos muestra un desierto como una
condena, atravesado por unos raíles ferroviarios, y, posteriormente, a un
condenado a galeras en el sistema educativo australiano, en una escuela rural
donde Cristo dio las tres voces y el tiempo está suspendido en los brazos de un
denso silencio que se rompe cuando el elegante profesor, vestido de traje en
una atmósfera abrasadora, da la señal de abandono del aula para cerrarla, por
las vacaciones de Navidad, hasta dos semanas después. Tras apalabrar la reserva
de su habitación en un destartalado hotel sin clientes, sube a una plataforma
de madera que hace las veces de andén y coge al tren que lo lleva a Bundanyabba,
«Yabba» para los locales, donde ha de pernoctar para después coger un avión a
Sidney y disfrutar de las vacaciones en compañía de su novia surfera, a juzgar
por la foto de ella que lleva en la cartera.
Un recorrido por la animada
vida alcohólica de la localidad, ¡de la mano del jefe de policía!, a quien no
puede rechazarle sus constantes invitaciones a sumar nuevas cervezas a una
ronda que se inicia en esa tarde y ya no va a detenerse hasta días después,
como si hubiera de purgar el rechazo a la invitación a hacerlo que le llega en
el tren, apenas se ha subido a él. Diríase que el consumo continuo de cervezas
es un rasgo singular de la acogedora y hospitalaria Yabba, pero, no tardará en
conocer una de las grandes atracciones
de los «lugareños», un juego de apuestas simplicísima a cara y cruz y sus
respectivas combinaciones con dos monedas que se han de lanzar por encima de la
cabeza y que despierta una auténtica pasión de garito perverso. En efecto,
cuanto mayor es la simplicidad del juego, mayor la pasión de los apostantes,
que ganan y pierden cuantiosas sumas de dinero en un ir y venir de apuestas en
las que el reparto de los dineros apostados sobre el suelo, alrededor del
espacio donde se lanzan las monedas, se respeta con inverosímil limpieza.
Ya
se advierte que nuestro remilgado y exquisito protagonista, un ser con
educación superior, choca en el acto con un medio que se le representa como la expresión
más primitiva de los instintos humanos. Al calor del alcohol, del constante
trasiego de cervezas, veremos como irán cayendo las capas de la civilización
para irse asimilando a su entorno, hasta acabar formando parte —pobre, eso sí…—
de él, casi sin darse cuenta. Y todo empieza por su tímida participación en el juego
de apuestas, en el que no tarda en sonreírle la fortuna con su vaga promesa de
redimirlo de su puesto de humilde profesor, que tiene porque ha abonado una
fianza de mil dólares para asegurar a las autoridades educativas que va a seguir
en su puesto, sin desertar, so pena de perderlos, en caso de abandonar el
destino y dejar a los alumnos sin profesor. En dos golpes de suerte gana el
importe de esa fianza y comienza a soñar con un futuro distinto. La suerte del
principiante es, como no se ignora en los relatos sobre ludópatas, su condena.
Y eso es lo que vamos a ver en la película.
Hemos
de señalar sin más demora que estamos ante una película de ambientes en el que
se destaca el proceso psicológico de devastación de un ser extraño al medio extremo
y primitivo en el que se desarrolla la historia: una ciudad en medio del
desierto central australiano sin otro aliciente que la consumición incesante de
cerveza y alcohol que mantiene a sus habitantes en un estado de embriaguez
perpetua, como comprobará cuando, perdido todo su dinero, acabe siendo huésped de
un borrachín que no tarda en invitar a otros dos briagos para «disfrutar» de su
compañía, a la que se añadirá un curioso personaje, Doc Tydon, interpretado magistralmente por
Donald Pleasence, acaso en uno de sus mejores papeles, y hace poco lo vi
magnífico también en El demonio y la carne, de John Gilling. El doctor
sobrevive como puede y reconoce que su alcoholismo pasa desapercibido en Yabba,
pero que en ningún otro sitio podría ser tan libre como ahí, a pesar de la
brutalidad visceral de sus convecinos, porque se ha liberado de las máscaras de
la «civilización».
Esa
brutalidad viene a cuento del último y espectacular tramo de la película: la
excursión cinegética de canguros, unas escenas rodadas en clave de western,
y en el que el caballo para perseguir a los búfalos ha sido sustituido por un
destartalado automóvil con un foco encima de la cabina para sorprender de noche
a los canguros, cegándolos y convirtiéndolos en presa fácil de los rifles. En
esas tremendas y desgarradoras secuencias, llenas de una crueldad indescriptible,
asistimos a los últimos coletazos de la lucha del protagonista por no dejarse
arrastrar hacia el pozo sin fondo del salvajismo y de la perdida de la
compasión por la vida, por cualquier forma de vida. El hecho de que se
insertara una leyenda al final de la película en la que se nos dice que ese
exterminio ha sido llevado a cabo por cazadores debidamente autorizados por el
Gobierno, no nos consuela en absoluto del horror contemplado. Dramáticamente,
sin embargo, sí que tiene un poder narrativo claro, pues fija estupendamente el
conflicto último de un ser que, sin grandes decisiones, sino por el simple
hecho de seguir aceptando las amables invitaciones a beber y hospedarse de los
hospitalarios vecinos de Yabba, acaba encerrado en una suerte de círculo
infernal en el que descubre facetas de su personalidad absolutamente insospechadas.
Ni
que decir tengo que la puesta en escena, tanto en la sala de apuestas, como en
la habitación de su hotel, la casa del rico hacendado a la que es invitado y
donde tiene un patético encuentro sexual con la hija de su anfitrión, o la
choza inmunda de Doc Tydon, están a la altura de la fotografía del paisaje
desértico y de las polvorientas calles, muy escasas, que aparecen en la
narración. La historia, por otra parte, está llena de pequeñas observaciones
que nos permiten calibrar la naturaleza del lugar y de los lugareños, como
cuando los dos invitados del padre de la chica donde el protagonista se hospeda
le preguntan: «¿Por qué no bebe, y prefiere hablar con una mujer?» «Es un profesor
de literatura», responde el viejo. Del mismo modo que cuando le pide agua al
alcoholizado Tydon, este le dice que el agua es para lavarse, nada más, y que
si tiene sed beba lo que debe: alcohol.
Ted
Kotcheff es todo un descubrimiento para mí, aunque dirigió una película que
tuvo un éxito mundial casi sin precedentes, Acorralado, el debut de un
personaje, Rambo, que tendría varias secuelas. Esa historia, sin embargo, está
directamente inspirada en la película de David Miller Los valientes andan
solos, protagonizada y producida por Kirk Douglas. Del Kotcheff acabó de
descubrir que filmó La voz humana ¡nada menos que con Ingrid Bergman! Y una
continuación de Un lugar en la cumbre, de Jack Clayton: Vivir en la
cumbre, películas que no tardaré en ver y de las que traeré noticia a este Ojo,
si ellas lo valen, claro.
Despertar
en el infierno pasó sin pena ni gloria en su estreno y los negativos de la
película se daban por perdidos, hasta que se descubrieron en un almacén y, con
el patrocinio de Scorsese, se remasterizaron, versión esplendorosa que ahora
contemplamos con los ojos absortos de quien admira la joya que ha estado tanto
tiempo alejada de los espectadores. Cabe advertir de que la película en modo
alguno es un «documental» ni una película «antropológica», por o que hacer
cualquier inferencia acerca de los australianos de ese Outback descrito
en la historia sería una tremenda injusticia. Ya aviso, sin embargo, que su
crudeza no la hace apta para todos los paladares.
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