Título original: Prince of Players
Año: 1955
Duración: 102 min.
País; Estados Unidos
Dirección: Philip Dunne
Guion: Moss Hart. Libro: Eleanor Ruggles
Reparto: Richard Burton; Maggie McNamara; John Derek; Raymond Massey; Charles
Bickford; Elizabeth Sellars; Eva Le Gallienne.
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Charles G.
Clarke.
Título original: Ten North Frederick
Año: 1958
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Philip Dunne
Guion: Philip Dunne. Novela: John O´Hara
Reparto: Gary Cooper; Diane Varsi; Suzy Parker; Geraldine Fitzgerald; Tom
Tully; Ray Stricklyn; Philip Ober; John Emery; Stuart Whitman; Linda Watkins;
Barbara Nichols.
Música: Leigh Harline
Fotografía: Joseph MacDonald
(B&W).
Un drama
histórico sobre una saga teatral del XIX en Usamérica y un melodrama de
primera.
Philip Dunne no suele estar entre los
nombres de los directores que aparecen en las conversaciones de los cinéfilos o
de los buenos aficionados, a pesar de que, como reputado guionista, su nombre permanecerá por siempre unido a películas
inmortales como Qué verde era mi valle, de John Ford y El fantasma y
la señora Muir, de Joseph L. Mankiewicz, por ejemplo, por no hablar de
éxitos de público como La túnica sagrada, de Henry Koster o películas
tan singulares como Pinky, de Elia Kazan. Sumémosle su valiente posición
combativa contra el comité de actividades antinorteamericanas y su decisión de
colaborar con algunos represaliados por McCarthy, y tendremos, entonces, el
retrato de un hombre de cine sobre cuyos valores profesionales se necesita
urgentemente una reevaluación que le sitúe donde le corresponde.
De las dos
películas que he visto, la primera a renglón seguido de haber visto la segunda,
un melodrama majestuoso con una extraordinaria actuación de Gary Cooper, es El
príncipe de los actores la más singular, no solo porque creo que, tras su
estreno en España en 1959, muy poca memoria quedó de ella, sino porque, a pesar
del rechazo que Richard Burton sintió hacia la película, me parece una obra muy
estimable e históricamente muy interesante, porque la saga de los Booth,
actores chespirianos en los tiempos heroicos del teatro en el Far West, por ejemplo,
incluye un miembro, John Wilkes Booth, que ha pasado a la historia por el
magnicidio que cometió contra Abraham Lincoln. Aquí está interpretado por John
Derek, quien expresa magníficamente su fanatismo sureño que lo lleva, acabada
la guerra, a vengar al Sur vencido. La película, no obstante, no se centra en
ese terrible episodio, que es marginal en la historia, aunque da pie a un final
magnífico.
Un poco al
modo de El viaje a ninguna parte, de Fernán Gómez, una obra magistral,
esta película de Dunne cuenta la historia del patriarca de la saga,
interpretado por Raymond Massey de un modo soberbio, porque la locura
alcohólica del patriarca está muy ligada a su magnífico desempeño profesional y
a sus excentricidades, como la de hacer esperar al público, a sabiendas de que
enfurecerlo era el preludio de maravillarlo con su actuación. Le acompaña su
hijo mayor, quien, además de asistir al padre como ayudante, recita, al tiempo,
todos sus papeles, de ahí que, en la madurez, se convierta en su heredero, no
sin competir con su otro hermano, John, a quien, finalmente, acaba superando.
Los escenarios improvisados, los camerinos inverosímiles, las cantinas-refugio,
los públicos analfabetos…, todo colabora para mostrarnos los tiempos heroicos
de la profesión teatral, aunque, también, con el viaje a Londres, se nos ofrece
la otra cara de la profesión. Quizás el mayor atractivo —que en la crítica del
estreno el crítico del New York Times consideró un defecto: «demasiado
Shakespeare»— sea, precisamente, la abundante cantidad de textos de obras de Shakespeare
recitados por actores de tantísima categoría como Massey o el propio Burton. No
quiero dejar de mencionar que la mejor escena de la película se produce,
curiosamente, fuera del teatro, cuando la joven Julieta, ¡excelente y seductora
Maggie McNamara!, va a buscar a Romeo para acudir a un ensayo. Invirtiendo los lugares
de la clásica escena, Romeo en lo alto, Julieta en lo bajo, en el patio donde
se hospeda el actor, comienzan ambos a recitar una escena de la obra, dicha con
tal delicadeza, pasión y sutileza armónica, que el espectador vibra en cada una
de las conocidas expresiones de ese amor inmortal. Me pareció una feliz
ocurrencia llevar la escena fuera de las tablas, porque se corresponde con el
proceso amoroso que se inicia entre ambos y que desembocará en un matrimonio
que supone cierta estabilidad para el levantisco actor, tan dado a los cambios
de humor, siguiendo, en parte, lo que él reconoce como la «maldición paterna»,
cuyo máximo exponente es el magnicidio cometido por su hermano. Richard Burton,
a pesar de sus reticencias, realiza una interpretación magnífica, porque Shakespeare
en su voz adquiere una dimensión entrañable, incluso en el conocido grito del
Ricardo III, My kingdom for a horse!, por no hablar del monólogo de
Hamlet o de otros papeles que interpreta a lo largo de la obra.
La película
tiene una dimensión histórica innegable, no solo por el descubrimiento de la saga
de actores, sino por ofrecernos un retrato, creo que bastante fidedigno, del
teatro en Usamérica a lo largo del siglo XIX. La dirección está muy atenta a la
evolución de los personajes, y no desperdicia ni un solo plano de a hermosa y
trágica historia de amor entre Burton y McNamara, actriz esta de extraña
carrera profesional y triste final, tras dedicarse profesionalmente a la
mecanografía, los últimos años de su vida, antes de suicidarse con una sobredosis de pastillas. Recordemos que McNamara fue nominada al Oscar por su actuación en
La luna es azul, de Otto Preminger, ya criticada en este Ojo.
Calle
Frederick, 10 es una película filmada en poderos cinemascope, que ensancha
el plano hasta lo panorámico en interiores y dota al relato de una suerte de
estatus social acorde con la familia protagonista, la muerte de cuyo fundador
abre la historia para retroceder con el flashback pertinente a la vida de la
familia «noble» y los avatares no siempre dignos que esconde cualquier fachada
familiar distinguida. La relación privilegiada entre padre e hija, que no
soportará la triquiñuela barata de comprar al músico que se casó con ella con
una suculenta oferta si se divorciaba; la exigencia, al hijo, de ir a estudiar
leyes antes de dedicarse a la música, disciplina para la que está más que
cualificado, y el desapego hacia su esposa, interesada exclusivamente en que su
marido haga carrera política, el paso previo de la cual es invertir una
generosa suma de dinero para ser escogido candidato por el partido republicano,
se entiende, conforman las líneas maestras de una historia que constituyó un
éxito de ventas para la novela en la que se basa, y que amplía los orígenes a
la familia del protagonista, tan rota como acaba siéndolo la suya. La
descomposición se advierte, desde el inicio, en la llegada del gobernador al
funeral, cuando los fotógrafos le piden una sonrisa: «Chicos, esto es un
funeral…», dice, justo antes de esbozar la sonrisa de rigor.
Lo
sorprendente es que el declive de la vida del protagonista comience a partir de
su quincuagésimo aniversario, una edad que hoy nos parece, francamente, casi el
inicio de la madurez. Es evidente que su unión matrimonial no fue el fruto de
una relación apasionada, porque ni siquiera hay rescoldos de aquel matrimonio,
sino muy frías cenizas que incluyen, en una de esas conversaciones de
matrimonios que tan rentables son, en términos dramáticos, en los melodramas,
una relación adúltera de la esposa, que se sentía abandonada por a dedicación a
sus negocios del marido.
En una visita
a su hija, quien trabaja en Nueva York, acaba conociendo a su compañera de
apartamento, con quien, por sus pasos contados, y casi de forma inercial, acaba
entablando una relación que no tarda en convertirse en una relación amorosa muy
particular: es la primera vez que el protagonista se enamora real y
verdaderamente, lo que convierte su matrimonio en un simulacro, de donde se
infiere que la frialdad, la distancia y el interés de figurar políticamente de
su mujer constituyen un proyecto ajeno completamente a sus propios intereses.
De hecho, sigue el juego de la dedicación política hasta que en una reunión se
sugiere que el matrimonio de su hija con un músico de orquesta itinerante es un
desdoro para un candidato, una situación que solo puede restarle votos. Esa
aventura política es importante en la medida en que nos permite escarbar en el
sistema de captación y encumbramiento de candidatos a través de la fortuna
personal y el éxito social de cada cual. De hecho, son «amigos» suyos quienes
lo promocionan, conscientes de que tienen un mirlo blanco, a fuer de honesto, al
que pueden dirigir sin que se dé cuenta, pero, al final, no le cuesta caer en
la cuenta de la inmensa deshonestidad de los propietarios de la doble moral.
La historia de
amor, a pesar de la diferencia de edad, es creíble y está perfectamente pautado
su desarrollo para llegar a un desenlace sobre el que los espectadores habrán
de pronunciarse. No se le pida a la película, de 1958, planteamientos de hoy,
ni se vea con otros ojos que con los de la época en que se filmó, porque los
personajes, sus costumbres, su moral y sus estándares éticos son los que son, y
desde ellos se ha de juzgar si actúan adecuadamente. La dirección en modo alguno
subraya los acontecimientos, ni siquiera para destacar ciertas situaciones conflictivas.
Todo transcurre, dentro de lo que cabe, con una asombrosa naturalidad, y es ese
el valor dominante, y el que nos permite valorar ciertas entregas y ciertas
renuncias. Sí, estamos en presencia de un melodrama, porque todas las vidas
equivocadas, construidas sobre la indiferencia hacia lo que no sea el desempeño
de la propia labor profesional, están usualmente abocadas al drama que obliga a
replanteamientos y a decisiones insospechadas. Descubrirse a uno mismo a partir
de la cincuentena no es bocado de gusto para nadie, porque a nadie le gusta la
implacable sensación de haber vivido con el piloto automático puesto y, por ello
mismo, haber hecho infelices a los más cercanos, a los integrantes del núcleo
familiar. Pecado, arrepentimiento y cierta penitencia son fases de ese proceso
de recuperación de lo que quede de la identidad perdida o gastada. Esta
película, vista desde nuestro presente de 2025, puede hasta parecernos risible
o, como poco, muy trasnochada, pero Dunne ha sabido transmitir honestamente la aguda
crisis de conciencia y de identidad del protagonista, y Gary Cooper ha sabido
interpretarla como el gran actor que era cuando tenía un papel en el que poder
volcar sus generosas dotes interpretativas, con un encanto que solo podía competir
con el de Cary Grant, por cierto.