lunes, 30 de junio de 2025

«El príncipe de los actores» y «Calle Frederick, 10» de Philip Dunne, un ilustre desconocido.

 

Título original: Prince of Players

Año: 1955

Duración: 102 min.

País; Estados Unidos

Dirección: Philip Dunne

Guion: Moss Hart. Libro: Eleanor Ruggles

Reparto: Richard Burton; Maggie McNamara; John Derek; Raymond Massey; Charles Bickford; Elizabeth Sellars; Eva Le Gallienne.

Música: Bernard Herrmann

Fotografía: Charles G. Clarke.

 



Título original: Ten North Frederick

Año: 1958

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Philip Dunne

Guion: Philip Dunne. Novela: John O´Hara

Reparto: Gary Cooper; Diane Varsi; Suzy Parker; Geraldine Fitzgerald; Tom Tully; Ray Stricklyn; Philip Ober; John Emery; Stuart Whitman; Linda Watkins; Barbara Nichols.

Música: Leigh Harline

Fotografía: Joseph MacDonald (B&W).

         

Un drama histórico sobre una saga teatral del XIX en Usamérica y un melodrama de primera.

 

 

Philip Dunne no suele estar entre los nombres de los directores que aparecen en las conversaciones de los cinéfilos o de los buenos aficionados, a pesar de que, como reputado guionista,  su nombre permanecerá por siempre unido a películas inmortales como Qué verde era mi valle, de John Ford y El fantasma y la señora Muir, de Joseph L. Mankiewicz, por ejemplo, por no hablar de éxitos de público como La túnica sagrada, de Henry Koster o películas tan singulares como Pinky, de Elia Kazan. Sumémosle su valiente posición combativa contra el comité de actividades antinorteamericanas y su decisión de colaborar con algunos represaliados por McCarthy, y tendremos, entonces, el retrato de un hombre de cine sobre cuyos valores profesionales se necesita urgentemente una reevaluación que le sitúe donde le corresponde.

          De las dos películas que he visto, la primera a renglón seguido de haber visto la segunda, un melodrama majestuoso con una extraordinaria actuación de Gary Cooper, es El príncipe de los actores la más singular, no solo porque creo que, tras su estreno en España en 1959, muy poca memoria quedó de ella, sino porque, a pesar del rechazo que Richard Burton sintió hacia la película, me parece una obra muy estimable e históricamente muy interesante, porque la saga de los Booth, actores chespirianos en los tiempos heroicos del teatro en el Far West, por ejemplo, incluye un miembro, John Wilkes Booth, que ha pasado a la historia por el magnicidio que cometió contra Abraham Lincoln. Aquí está interpretado por John Derek, quien expresa magníficamente su fanatismo sureño que lo lleva, acabada la guerra, a vengar al Sur vencido. La película, no obstante, no se centra en ese terrible episodio, que es marginal en la historia, aunque da pie a un final magnífico.

          Un poco al modo de El viaje a ninguna parte, de Fernán Gómez, una obra magistral, esta película de Dunne cuenta la historia del patriarca de la saga, interpretado por Raymond Massey de un modo soberbio, porque la locura alcohólica del patriarca está muy ligada a su magnífico desempeño profesional y a sus excentricidades, como la de hacer esperar al público, a sabiendas de que enfurecerlo era el preludio de maravillarlo con su actuación. Le acompaña su hijo mayor, quien, además de asistir al padre como ayudante, recita, al tiempo, todos sus papeles, de ahí que, en la madurez, se convierta en su heredero, no sin competir con su otro hermano, John, a quien, finalmente, acaba superando. Los escenarios improvisados, los camerinos inverosímiles, las cantinas-refugio, los públicos analfabetos…, todo colabora para mostrarnos los tiempos heroicos de la profesión teatral, aunque, también, con el viaje a Londres, se nos ofrece la otra cara de la profesión. Quizás el mayor atractivo —que en la crítica del estreno el crítico del New York Times consideró un defecto: «demasiado Shakespeare»— sea, precisamente, la abundante cantidad de textos de obras de Shakespeare recitados por actores de tantísima categoría como Massey o el propio Burton. No quiero dejar de mencionar que la mejor escena de la película se produce, curiosamente, fuera del teatro, cuando la joven Julieta, ¡excelente y seductora Maggie McNamara!, va a buscar a Romeo para acudir a un ensayo. Invirtiendo los lugares de la clásica escena, Romeo en lo alto, Julieta en lo bajo, en el patio donde se hospeda el actor, comienzan ambos a recitar una escena de la obra, dicha con tal delicadeza, pasión y sutileza armónica, que el espectador vibra en cada una de las conocidas expresiones de ese amor inmortal. Me pareció una feliz ocurrencia llevar la escena fuera de las tablas, porque se corresponde con el proceso amoroso que se inicia entre ambos y que desembocará en un matrimonio que supone cierta estabilidad para el levantisco actor, tan dado a los cambios de humor, siguiendo, en parte, lo que él reconoce como la «maldición paterna», cuyo máximo exponente es el magnicidio cometido por su hermano. Richard Burton, a pesar de sus reticencias, realiza una interpretación magnífica, porque Shakespeare en su voz adquiere una dimensión entrañable, incluso en el conocido grito del Ricardo III, My kingdom for a horse!, por no hablar del monólogo de Hamlet o de otros papeles que interpreta a lo largo de la obra.

          La película tiene una dimensión histórica innegable, no solo por el descubrimiento de la saga de actores, sino por ofrecernos un retrato, creo que bastante fidedigno, del teatro en Usamérica a lo largo del siglo XIX. La dirección está muy atenta a la evolución de los personajes, y no desperdicia ni un solo plano de a hermosa y trágica historia de amor entre Burton y McNamara, actriz esta de extraña carrera profesional y triste final, tras dedicarse profesionalmente a la mecanografía, los últimos años de su vida, antes de suicidarse con una sobredosis de pastillas. Recordemos que McNamara fue nominada al Oscar por su actuación en La luna es azul, de Otto Preminger, ya criticada en este Ojo.

          Calle Frederick, 10 es una película filmada en poderos cinemascope, que ensancha el plano hasta lo panorámico en interiores y dota al relato de una suerte de estatus social acorde con la familia protagonista, la muerte de cuyo fundador abre la historia para retroceder con el flashback pertinente a la vida de la familia «noble» y los avatares no siempre dignos que esconde cualquier fachada familiar distinguida. La relación privilegiada entre padre e hija, que no soportará la triquiñuela barata de comprar al músico que se casó con ella con una suculenta oferta si se divorciaba; la exigencia, al hijo, de ir a estudiar leyes antes de dedicarse a la música, disciplina para la que está más que cualificado, y el desapego hacia su esposa, interesada exclusivamente en que su marido haga carrera política, el paso previo de la cual es invertir una generosa suma de dinero para ser escogido candidato por el partido republicano, se entiende, conforman las líneas maestras de una historia que constituyó un éxito de ventas para la novela en la que se basa, y que amplía los orígenes a la familia del protagonista, tan rota como acaba siéndolo la suya. La descomposición se advierte, desde el inicio, en la llegada del gobernador al funeral, cuando los fotógrafos le piden una sonrisa: «Chicos, esto es un funeral…», dice, justo antes de esbozar la sonrisa de rigor.

          Lo sorprendente es que el declive de la vida del protagonista comience a partir de su quincuagésimo aniversario, una edad que hoy nos parece, francamente, casi el inicio de la madurez. Es evidente que su unión matrimonial no fue el fruto de una relación apasionada, porque ni siquiera hay rescoldos de aquel matrimonio, sino muy frías cenizas que incluyen, en una de esas conversaciones de matrimonios que tan rentables son, en términos dramáticos, en los melodramas, una relación adúltera de la esposa, que se sentía abandonada por a dedicación a sus negocios del marido.

          En una visita a su hija, quien trabaja en Nueva York, acaba conociendo a su compañera de apartamento, con quien, por sus pasos contados, y casi de forma inercial, acaba entablando una relación que no tarda en convertirse en una relación amorosa muy particular: es la primera vez que el protagonista se enamora real y verdaderamente, lo que convierte su matrimonio en un simulacro, de donde se infiere que la frialdad, la distancia y el interés de figurar políticamente de su mujer constituyen un proyecto ajeno completamente a sus propios intereses. De hecho, sigue el juego de la dedicación política hasta que en una reunión se sugiere que el matrimonio de su hija con un músico de orquesta itinerante es un desdoro para un candidato, una situación que solo puede restarle votos. Esa aventura política es importante en la medida en que nos permite escarbar en el sistema de captación y encumbramiento de candidatos a través de la fortuna personal y el éxito social de cada cual. De hecho, son «amigos» suyos quienes lo promocionan, conscientes de que tienen un mirlo blanco, a fuer de honesto, al que pueden dirigir sin que se dé cuenta, pero, al final, no le cuesta caer en la cuenta de la inmensa deshonestidad de los propietarios de la doble moral.

          La historia de amor, a pesar de la diferencia de edad, es creíble y está perfectamente pautado su desarrollo para llegar a un desenlace sobre el que los espectadores habrán de pronunciarse. No se le pida a la película, de 1958, planteamientos de hoy, ni se vea con otros ojos que con los de la época en que se filmó, porque los personajes, sus costumbres, su moral y sus estándares éticos son los que son, y desde ellos se ha de juzgar si actúan adecuadamente. La dirección en modo alguno subraya los acontecimientos, ni siquiera para destacar ciertas situaciones conflictivas. Todo transcurre, dentro de lo que cabe, con una asombrosa naturalidad, y es ese el valor dominante, y el que nos permite valorar ciertas entregas y ciertas renuncias. Sí, estamos en presencia de un melodrama, porque todas las vidas equivocadas, construidas sobre la indiferencia hacia lo que no sea el desempeño de la propia labor profesional, están usualmente abocadas al drama que obliga a replanteamientos y a decisiones insospechadas. Descubrirse a uno mismo a partir de la cincuentena no es bocado de gusto para nadie, porque a nadie le gusta la implacable sensación de haber vivido con el piloto automático puesto y, por ello mismo, haber hecho infelices a los más cercanos, a los integrantes del núcleo familiar. Pecado, arrepentimiento y cierta penitencia son fases de ese proceso de recuperación de lo que quede de la identidad perdida o gastada. Esta película, vista desde nuestro presente de 2025, puede hasta parecernos risible o, como poco, muy trasnochada, pero Dunne ha sabido transmitir honestamente la aguda crisis de conciencia y de identidad del protagonista, y Gary Cooper ha sabido interpretarla como el gran actor que era cuando tenía un papel en el que poder volcar sus generosas dotes interpretativas, con un encanto que solo podía competir con el de Cary Grant, por cierto.

viernes, 27 de junio de 2025

«El destino también juega», de Fielder Cook o el precedente de «El golpe», de Roy Hill.

Una perfecta comedia de enredo en torno al verde tapete, los naipes galos y los avatares humanos…

 

Título original: A Big Hand For the Little Lady

Año: 1966

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Fielder Cook

Guion: Sidney Carroll

Reparto: Henry Fonda; Joanne Woodward; Jason Robards; Charles Bickford; Burgess Meredith; Paul Ford; Robert Middleton; Kevin McCarthy.

Música: David Raksin

Fotografía: Lee Garmes.

 

          Autor de El precio del triunfo y, en el reverso de la exigencia, de Cómo salvar un matrimonio,  un drama corporativo aún vigente y una comedia de enredo tan perfecta como políticamente incorrecta en nuestros días, Fielder Cook es un director muy desigual , pero cuando tiene una perita en dulce entre manos, sabe cómo sacarle el mejor de los partidos y dejar al espectador archicomplacido. Ese es el caso de esta delicada pieza de orfebrería montada en tono de comedia en torno a la pasión por el juego, al amor a las tradiciones y a la entronización de la partida de póker como institución de la vida usamericana, como se demuestra en acaso cientos de películas en las que la trama se articula en torno a esas partidas, algo que, como acabamos de decir, trasciende el género del western y se extiende a otros muchos, desde la comedia hasta el género de gánsteres. Por recordar dos, citemos un clásico, El póker de la muerte, de Henry Hathaway y un éxito comercial, Maverick, de Richard Donner.

          La película de Cook juega en la división de la de Hathaway, está claro. Y un pequeño detalle nos orienta ya sobre el juicio favorable que pudiera merecernos antes de verla: la participación de Joanne Woodward, porque no era actriz que hiciera cualquier cosa, y supongo que el hecho de compartir estrellato con Henry Fonda, un inmortal del cine, debió de convencerla para aceptar un papel que borda como lo hacen todos los demás intérpretes, una auténtica constelación, con los ya nombrados: Bickford, Robards, Meredith… ¡Esa es la gran baza de la película, junto con un guion milimétrico que nos va atrapando en una espiral de angustia y suspense hasta que… Eso ya han de verlo por ellos mismos, los espectadores. Bien puede decirse que esta es una de esas películas en las que se avisa al espectador de que no divulgue el desenlace para no arruinarles el disfrute a quienes entren a verla. Y ello demuestra, además, que un buen final ennoblece casi cualquier película.

          Lo sorprendente es la habilidad del guion, de los intérpretes y de la dirección para que disfrutemos de la historia mucho antes de llegar al desenlace, porque, de hecho, el grueso de la cinta se sustancia en esa fase previa en la que se sigue un crescendo potentísimo que nos lleva detrás como arrastra a los bailarines la exaltación rítmica del Bolero de Ravel [Por cierto, acabo de ver un biopic sobre Ravel y la creación de ese Bolero más que satisfactorio…], por ejemplo.

          La película se abre con la exigencia de que los jugadores autoconvocados a la partida el año dejen todos sus quehaceres en el acto, aunque sea la boda de la propia hija, y se presenten en el reservado de la cantina donde van a encerrarse para jugarse auténticas fortunas, porque los convocados son, en efecto, los hombres más ricos de la comarca. Todo el mundo está al tanto de lo que se cuece en ese reservado y se presiona al cantinero para que, por sus entradas al lugar para servir a los reunidos, bebida y comida, les diga quiénes pierden y quiénes ganan, ¡y cuánto!

          Estando ya la partida comenzada, irrumpe en el hotel una familia del Este que busca hospedaje: Henry Fonda, Joanne Woodward y el hijo pequeño de ambos, Jean-Michel Michenaud. Su atuendo, sus maneras educadas y pulidas, su forma de hablar presentan un contraste absoluto con los lugareños y  no tardamos en descubrir, acaso porque uno de los participantes en la partida le echa el ojo a la hermosa señora, que su marido ha superado una fortísima adicción a los naipes y no puede ni acercarse a ellos, porque su debilidad podría ponerlos en un aprieto. Es sublime el modo como Henry Fonda no solo acaba metiéndose en el reservado, sino la transformación vital que experimenta al contacto con el hecho de una partida, de las que se supone que lleva ya un largo tiempo apartado. Se ha de ver esa súbita aparición de la fiebre por las apuestas, por el contacto con la tersa superficie de los naipes y la emoción de quienes llevan una mano con la que poder hacer maravillas, sea cual sea, porque es bien sabido que el póker y el farol son dos realidades que se exigen la una a la otra: crear un envite convincente es una obra de arte. y perseverar en él, sin desmayo y con tesón, otra…

          Como sabemos de antemano que estamos hablando de colonos que van a usar sus ahorros para comprar un terreno cultivable, es lógico adelantarnos a los acontecimientos: el hombre sufre el hechizo de las cartas, se ciega y va a perder los ahorros en la partida. Y sí, claro, el guion nos lleva precisamente a ese punto con absoluta naturalidad dramática, porque todos sabemos lo que es la adicción, la recuperación y la recaída, y nos parece completamente normal la fragilidad de una persona que, cegada, puede echarlo todo a rodar porque cree tener una mano imbatible, algo con lo que, en el póker, todos sus jugadores sueñan, y da igual qué mano sea, si una escalera de color o un repóker de ases, porque bien puede ser un full o un trío más la inspiración de que los demás contemplan basura en sus manos. Todo ello se vive, sin embargo, con un dramatismo que no excluye ni el ataque al corazón que dará pie incluso a un cambio de reglas, votado, para la partida: que pueda sentarse en ella ¡una mujer!

          Como se advierte, se multiplican las vicisitudes y no solo será esa regla la que se quebrante, porque todos los participantes en la partida irán en procesión hasta el banquero de la localidad, ante quien la poseedora de esa mano «imbatible» pedirá un crédito, al interés pertinente, para poder seguir apostando y honrar al marido en riesgo de muerte…

          Como comedia, es excelente, y buena parte de la responsabilidad cae en los actores que sacan adelante papeles que rozan a veces el esperpento, como el de Jason Robards, quien convence al novio de su hija para que no se case con una «carga» como acabará siendo para él, una de las grandes escenas de la película.

          Como nada puedo decir del desenlace, aunque algo, por alusiones, ya he dicho, siéntense a verla los candidatos a querer pasar un buen rato, sin más, ¡ni menos!

miércoles, 25 de junio de 2025

«El confidente», de Jean-Pierre Melville, el «polar» más usamericano.

Un espléndido guion sobre los severos códigos del hampa.

 

Título original: Le doulos (The Finger Man)

Año: 1962

Duración: 108 min.

País: Francia

Dirección: Jean-Pierre Melville

Guion: Jean-Pierre Melville. Novela: Pierre Lesou

Reparto: Jean-Paul Belmondo; Serge Reggiani; Michel Piccoli; Monique Hennessy; Jean Desailly; René Lefèvre; Carl Studer; Marcel Cuvelier; Philippe Nahon.

Música; Paul Misraki

Fotografía: Nicolas Hayer (B&W).

 

          ¡Qué enorme placer, el de ir descubriendo poco a poco, sin prisas ni pausas, las grandes películas de mis directores favoritos! Aun siendo consciente del paso vertiginoso de los días, ¡con qué gusto me relamo en la visión de obras aún no descubiertas! Es el caso de El confidente, con un actor Jean-Paul Belmondo, que, en las antípodas del estilismo de Delon en El silencio de un hombre, compone un personaje, a medio camino entre el pícaro, el justiciero y el hombre fiel a ciertos principios sagrados del código de honor de los maleantes, que atraviesa la película con una presencia soberbia, un experto nadador en las aguas bravas de la colaboración con  la policía y en las salvajes de los delincuentes sin escrúpulos.

          Ya el trávelin del comienzo, que sigue a un personaje, Maurice Faugel a través de un camino en las afueras de París, junto a las vías del tren, camino del refugio de un compañero de atracos, preludia una película intensa, densa, capaz de generar atmosferas de las que atrapan al espectador y lo conducen a interesarse profundamente por los motivos de las conductas de los distintos personajes. De piedra nos quedamos cuando Varnove, el depositario de las joyas de un atraco perpetrado no hace mucho, quien recibe con los brazos abiertos a Faugel, es asesinado por este, tras haberle indicado previamente el futuro cadáver dónde estaba el arma que el otro pretextaba necesitar para entrevistarse con un colega, y aun a pesar de no gustarle el hecho de ir armado. Tras la ejecución impasible, le roba cuanto dinero tiene, las joyas y, junto con la pistola, lo entierra todo bajo una farola, no muy lejos de la casa, una escena entre londinense y romántica, con fuerte poderío visual, una composición fotográfica que continuaremos viendo a lo largo de la película en numerosas ocasiones, ya sea en plano estático, ya en persecución automovilística, ya en los trávelin que recuerdan el del inicio, cuando se acerca el ingenioso desenlace de la historia. De hecho, la «recuperación» del tesoro escondido, esta vez a cargo de Silien, el supuesto confidente, va a mejorar, estéticamente, la primera imagen.

          La irrupción del protagonista, Silien, en casa de Faugel, a quien entrega las herramientas para cometer un robo en la caja fuerte de un hombre que vive solo en un caserón, nos permite conocer las «maneras» intempestivas del protagonista, pues, tras haberse despedido, vuele al piso de Faugel, donde vive su amante, y tras golpear inmisericordemente a la joven, la ata a un radiador y la convence de que tiene dos opciones: revelarle la dirección de donde se producirá el atraco, casa que ella ha vigilado en un coche previamente, o sufrir una violencia que acaso pueda incluso desfigurarla. La policía, lógicamente, se presenta en el lugar del atraco y los dos ladrones han de huir a la carrera. Se enfrentan, a tiros, a la policía, y uno de ellos es herido de muerte. Faugel, también herido, logra escapar y cuando ya pierde el conocimiento, para a su lado un coche que lo recoge y o lleva a un médico que lo asiste y cura.

          Nada sabe Faugel de quién lo ha salvado, pero de lo que está seguro es de que quiere vengarse de Silien, el «confidente». Para hacernos a la idea de lo que significa ser tachado de «confidente» en el mundo del hampa, solo tenemos que pensar en esa maravillosa película de John Ford titulada El delator, si bien esas delaciones tienen como referente el mundo de la política revolucionaria irlandesa contra los británicos. A efectos prácticos, delator o confidente, política o hampa, el mismo rechazo moral sufren quienes son etiquetados de ese modo.

          Me parece que, de toda la obra de Melville, esta es la película más usamericana de todas, no solo por la trama y por un virtuosismo del guion que habrá de ver el espectador que se deje seducir por esta crítica  y que le permitirá ver el desarrollo de la trama desde una perspectiva que ni siquiera había imaginado, y ahí es donde entra la fatalidad para convencernos de que nunca ningún relato construido por los seres humanos es capaz de atar todos los cabos. A esa filiación trasatlántica contribuye el mismo vestuario, las gabardinas largas, los sombreros, las luces indirectas, la penumbra y sobre todo los dos coches tipo Cadillac que «marcan» los orígenes genéricos de este polar que lo es, fundamentalmente, en la relación de Silien con los policías, cuando lo amenazan con enchironarle si no colabora con ellos.

          La parte del león de la película tiene que ver con el desenlace que no presenciamos en  directo, sino en diferido, cuando todo lo que ha sucedido resulta conforme con el minucioso plan trazado por Silien para ajustar unas cuentas a varias bandas sobre cuyo resultado ya he dicho que no revelaré nada. Y, francamente, la primera sorpresa es reconocerle a Silien la capacidad de urdirlo y ejecutarlo con tanta precisión y limpieza.

          Jean-Paul Belmondo luce el palmito canalla de sus primeras películas y domina la escena con una naturalidad que parece haberse criado entre rufianes y ser capaz de mantener una simpatía natural que no excluye, obviamente, la «necesidad» de hacer cuanto mal convenga a sus intereses, aunque todo su afán consiste en dejar inmaculado su nombre y rechazar el remoquete de «confidente» que tanta importancia tiene, sin embargo, en el dinámico y extraordinario desenlace de la película. Una manera perfecta de acabar una historia como la de este brillante polar usamericanizado.

martes, 24 de junio de 2025

«Sirāt», de Oliver Laxe o los «graves» del fin de los tiempos.

 

Viaje muy accidentado a ninguna parte: una road movie apocalíptica.

 

Título original: Sirāt

Año: 2025

Duración: 114 min.

País:  España

Dirección: Oliver Laxe

Guion: Oliver Laxe, Santiago Fillol

Reparto: Sergi López; Bruno Núñez; Jade Oukid; Stefania Gadda; Richard Bellamyun; Tonin Javier; Joshua Liam Herderson; Kangding Ray.

Música: Kangding Ray

Fotografía: Mauro Herce.

 

 

«Cualquier experiencia es mejor que ninguna experiencia», nos dice la protagonista de Song to Song, de Terrence Malick al inicio de su aventura estéticoexistencial, una película que se abre con una danza salvaje en buena parte similar a la que abre la película de Laxe. En Malick estamos en el mundo de los conciertos «ordenados»; en Sirāt, en el de las rave, fiestas salvajes con música electrónica en las que se danza con afán orgiástico en busca del trance, al que se llega a través de la profunda vibración, básicamente, de los bajos cavernosos de la música, amplificada hasta el ensordecimiento por potentes columnas de sonido. Y en una de ellas, en Marruecos, aparece un padre con su hijo repartiendo fotografías de su hija, a la que busca desesperadamente, porque ha huido de casa y quiere reintegrarla a la vida familiar, y en un momento dado el hijo, de unos doce o trece años, insiste en que su hermana se alegrará de verlos, a él y a su padre. La situación exige un buen acopio de buena voluntad asentidora para permitir que la historia —y ese mínimo esqueleto es, en realidad, «toda» la historia— continúe hasta donde podamos entender qué se ventila en ella.

En cuanto el ejército detiene la rave en curso y exige que todos regresen a sus autos y los sigan en caravana, se entiende que hasta la ciudad o pueblo más próximo, dos camiones deciden, en un momento dado, perderse por un camino lateral que los separa del grueso de la caravana. El padre no sabe si seguir la caravana o seguirlos a ellos, quienes, en el breve intercambio de palabras que tuvieron en un receso de la rave, le dijeron que pudiera ser posible que su hija estuviera en otra rave que se iba a celebrar no lejos de en la que estaban. Guiado por esa promesa, decide seguirlos y desaparecer con ellos, se entiende que porque lo pueden llevar junto a su hija. Y aquí comienza, de hecho, la película.

Pasamos del inicio descriptivo de una realidad común, las raves y sus devotos asistentes —no es un fenómeno extraño a nuestra realidad nacional, porque son frecuentes en pueblos recónditos de nuestra geografía, donde, casi de la noche a la mañana, se organiza una a la que pueden llegar a asistir seis o siete mil personas, con los consecuentes problemas que generan en las localidades adyacentes, y el dispositivo policial que los acordona para impedir que vaya a más, impidiendo el acceso, pero sin entrar a disolver para evitar mayores problemas—; pasamos, digo,  a una película que podría clasificarse de road movie en un terreno tan bello como inhóspito —el desierto y lo que parecen ser las estribaciones primeras del Atlas (localizados en Marruecos, Teruel y Zaragoza)—y en el que habrá levísimos apuntes de película psicológica sin explicaciones que nadie pide y nadie da, porque ese grupo de vidas al margen de la sociedad, llevan una existencia alternativa que cifra sus momentos gloriosos en las raves, en la música, en la danza y en la conciencia alterada mediante el uso de alucinógenos.

El juego de contrastes es evidente: por un lado, una «tribu» con códigos transgresores entre quienes hay dos tullidos, un manco y un cojo, dos mujeres muy recias y esqueléticas y un par de colegas; por el otro, el padre y el hijo, absolutamente tradicionales. De hecho, Sergi López tiene tan poco papel, que pasea casi ofensivamente su look a lo Depardieu sin saber exactamente ni cuál es su lugar, ni su papel ni estar preparado, interpretativamente,  para el golpe traicionero al espectador que sobreviene cuando menos este se lo espera: la pérdida del hijo, en el curso de una travesía por caminos de tierra en una altísima sierra en la que los camiones tienen serios problemas, como si en El salario del miedo, de Clouzot, estuviéramos. El proceso de acercamiento entre ambos mundos  viene dictado por la necesidad, aunque el «egoísmo» del padre con sus víveres es más forzado  que la admiración que siente el hijo por esa forma de vida libre y «molona» de unos seres desafiadoramente marginales, y es de obligada reseña que uno de ellos, el manco, vista una camiseta con un fotograma de Freaks, de Tod Browning. El hijo  incluso se arregla  el pelo al estilo de sus anfitriones, mientras que el padre, al final de la película, se iniciará en los primeros pasos de la danza orgiástica.  Gracias a ellos, oímos en la radio que se ha declarado la Tercera Guerra Mundial, o que está a punto de declararse —¡menudo problemón el del sonido directo en las películas españolas, no hay quien entienda nada…!—, no me quedó claro.

Ello deja a nuestros protagonistas en terreno de nadie, yendo hacia ninguna parte y encontrándose las huellas del conflicto aquí y allá, escasos como van de provisión de gasolina. Perdidos en la inmensidad del desierto, parece algo retorcido que, sin comerlo ni beberlo, los protagonistas se vean en un terreno desértico lleno de minas —¡pero qué frente estratégico en tierra de nadie son toneladas de arena en medio de la nada…!—. Como si intuyeran un final apocalíptico o verse forzados a cumplir las simbologías que exige el guion, descargan los altavoces de uno de los camiones y de nuevo la música propia de las raves —he tenido que informarme para determinar que suele ser una mezcla de  acid house, new beat, breakbeat,  hardcore rápido y alguna forma de techno…—, tras haberse «colocado» con unas semillas, atruena en el desierto para que contemplemos la danza liberadora a la que se entregan los protagonistas. ¡Y comienza el baile de las explosiones! Hasta llegar al tren que cruza el desierto velozmente, y con los tres supervivientes occidentales, gracias a una elipsis de obligado cumplimiento, sentados junto a los nativos marroquíes, por unos raíles cuyo final parece perderse en las propias arenas del desierto…

Doy fe de que, animado por el absurdo existencial de esas vidas a la deriva, he querido empatizar con los protagonistas, y hacerme cargo del mensaje apocalíptico que nos transmitía la historia: somos un detritus de la Historia, estamos condenados y no hay futuro para la especie sobre el planeta, porque de eso se trataba, ¿no?; pero no lo he conseguido: ajenos me han resultado todos, con no poca impostación y un mucho de absurdo realismo, muy lejos de aquel potente absurdo de Ionesco, de Beckett, de Jarry que seguí complacido en mi juventud. No he sentido en ningún momento el conato de interés que suele atarte a las historias de la pantalla, y me era indiferente su destino, porque no hay historia a la que ceñirse ni destino que justifique la trama de la vida, más allá de la supervivencia en un aquí y ahora muy adverso, pero que ni siquiera invita a la «rebelión», ni a la interior ni a la exterior. El conformismo conservador de los personajes,  con la clamorosa ausencia de «destino» o ficción que se le parezca, hace muy difícil «sentir» y «consentir» con y a esas vidas tan lejanas de la realidad común, como próximas no tanto el desengaño como al engaño artificial de su propia liberación.

Acaso en la indeterminación genérica, a medio camino de varios géneros: el familiar perdido, las «tribus» sociológicas, las road movie, el género apocalíptico, las películas de aventuras, etc., radique el desapego que este crítico ha sentido frente a situaciones un poco traídas por los pelos, y en las que apenas se profundiza —¿huye la hija?, ¿y de quién?, por ejemplo…— y que, lógicamente, generan no poca insatisfacción. Sí, sí, por supuesto, «hay lo que hay» y «es lo que es», pero… salvo tomas panorámicas nocturnas del viaje de la comitiva, hay muy poca poesía que nos permita acogernos al aquí y ahora de lo que no acabamos de entender y ante lo que no nos queda otra que la indiferencia. Una lástima, porque con una historia algo más potente y unos personajes mejor perfilados, bien hubiéramos podido disfrutar de una excelente película. Faltaban los mimbres, cierto.

miércoles, 18 de junio de 2025

«Sangre en las manos», de Norman Foster o el «noir» moral.

 

La fatal herencia de la guerra y el amor redentor. 

Título original: Kiss the Blood Off My Hands

Año: 1948

Duración:79 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Norman Foster

Guion: Leonardo Bercovici, Ben Maddow, Walter Bernstein. Novela: Gerald Butler

Reparto: Joan Fontaine; Burt Lancaster; Robert Newton; Lewis L. Russell; Aminta Dyne;

Grizelda Harvey; Jay Novello; Colin Keith-Johnston; Reginald Sheffield; Campbell Copelin; Leyland Hodgson; Peter Forbes.

Música: Miklós Rózsa

Fotografía: Russell Metty (B&W).

 

          Producida por Burt Lancaster para su recién creada productora, Norma, Sangre en las manos es una película rodada con códigos de cine negro, por la iluminación y la opresiva puesta en escena, que no tarda en derivar hacia el cine de carácter psicológico y los conflictos morales, más una historia de amor muy particular. La acción transcurre en Inglaterra y el protagonista es un exsoldado que ha vivido la experiencia terrible del campo de concentración y que incluso ha sufrido en sus carnes la severidad del sistema penitenciario británico, donde es sometido a un castigo de latigazos filmado con poderoso efectismo compositivo. Se trata de un ser desarraigado, violento, que responde enseguida con los puños ante cualquier mínimo desafío o provocación, en parte porque, por sus traumas, enseguida se advierte que, como se dice coloquialmente, se le cruzan los cables, una expresión de incapacidad de raciocinio que Burt Lancaster expresa facialmente con absoluta propiedad.

Nada más iniciarse la historia, estando él acodado en la barra de un bar, se produce un altercado que lo lleva a golpear a su agresor, quien cae con tan mala fortuna que se golpea en la nuca y fallece. El instinto lo lleva a huir, pero, antes de salir, otro parroquiano del bar se ha fijado en él con insólita fijeza, recordándole que el hombre que yace en el suelo está muerto. Sí, el presagio se cumple. Estamos en presencia de un extorsionador, cuya aparición está sabiamente dosificada para crear un acoso, un asedio y una intriga que va a determinar, como no podía ser de otro modo, el rumbo de la acción. Huyendo de la policía por unos callejones llenos del típico smog londinense, y en esa huida demuestra Lancaster sus reconocidas dotes atléticas, el hombre, desesperado, se mete por una ventana en la habitación de una enfermera, a la que amordaza para que no chille, aunque le garantiza que no quiere hacerle nada, salvo esconderse hasta que llegue el nuevo día y pueda marcharse. Al final, claro, porque hay patrullas de policía rondando por el barrio, la estancia se alarga un poco más, pero no tardamos en intuir el preceptivo acercamiento sentimental entre esos dos «corazones solitarios» a los que la guerra les ha interrumpido la vida de forma fatal, pero todo se andará, porque el proceso de acercamiento no tarda en iniciarse, y solo cuando percibimos que va fraguando la relación, aparece el maleante depravado que quiere explotar la debilidad del soldado que puede llevarlo a la horca.

Si la pareja Lancaster/Fontaine resulta algo chocante, por el contraste entre la rudeza del soldado con estrés postraumático y la dulzura sentimental de ella —aunque la trama da de sí para que incluso lleguen a intercambiar esos  roles—, lo que sorprende es la perfección absoluta del villano encarnado por Robert Newton, a quien se recordará fácilmente como Long John Silver en la adaptación de La isla del tesoro, de Byron Haskins, rodada apenas dos años después de esta, en 1950. La caracterización del villano, quien aparece en dos escenarios perfectamente elaborados: los billares y el hipódromo, amén de junto al túnel de salida de Londres, cuando, supuestamente, habían convenido la entrega del material sanitario sustraído por Bill para venderlo de contrabando y quedar Bill, Lancaster, y el maleante, Harry, Newton, en paz; la caracterización, ya digo, es espléndida, sobre todo en lo que a su vestuario se refiere. Como al viaje del camión se suma a última hora la enfermera, porque llevan vacunas para niños a una localidad cercana y muy necesitada, el negocio se complica y la dimensión de la amenaza se multiplica.

No quiero desvelar en exceso la trama, porque, sabiendo Newton que la enfermera es el eslabón débil mediante el que puede doblegar la oposición del ahora conductor de camiones de medicinas para hacerse con su carga, será a ella a quien presione para  hacerle entender que su «enamorado» ha de hacerle el servicio que él espera de él o no tendrá más remedio que  denunciarlo a la policía por asesinato. La secuencia en que Harry Carter entra en la habitación de Jane es de lo mejorcito de la película, y en ella Newton les roba la película a los dos, porque con ambos acabará relacionándose en unas escenas tensísimas, llenas de angustia, miedo y desesperación. Ahora, no obstante, la «culpabilidad» ha cambiado de persona, y en la tensión del momento se fragua el ser o no ser del futuro de ambos, de Jane y de Bill, pero no entraré en un desenlace que a unos les parecerá coherente, a otros, timorato, y a unos pocos, descabellado. Tengamos muy presente que Bill es la incomunicación hecha precaución, por lo que bien puede decirse que Jane se embarca en una relación amorosa a ciegas, ignorándolo todo de quien, sin embargo, parece tener un excelente fondo de honestidad y capacidad de amar, que no es poco.

Sin querer atreverme a calificarla como película de terror, es evidente que esa ciudad cubierta por la niebla, los instintos asesinos desatados y las calles con pavimento de cantos rodados, por las que se mueven los personajes amparándose en la oscuridad que apenas penetran las débiles farolas que pretenden iluminarlas, sí que se nos presenta como un escenario que no tardará en convertirse en señal de identidad de la productora Hammer y sus célebres películas de terror victoriano. Aquí podeos disfrutar de un aperitivo muy bien llevado por Norman Foster, de quien tengo otra excelente película criticada en este Ojo: La fugitiva.

lunes, 16 de junio de 2025

«Vuelve, pequeña Sheba», de Daniel Mann o el poder de lo teatral en su ópera prima.

La vida sórdida en la cuesta abajo de la vida…

 

Título original: Come Back, Little Sheba

Año: 1952

Duración: 92 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Daniel Mann

Guion: Ketti Frings. Obra: William Inge

Reparto: Burt Lancaster; Shirley Booth; Terry Moore; Richard Jaeckel; Philip Ober; Edwin Max; Lisa Golm; Walter Kelley.

Música: Franz Waxman

Fotografía: James Wong Howe (B&W).

 

          El cine es, a efectos artísticos, omnívoro: consume cualquier contenido, adapte la forma que adapte, desde una canción o un artículo o noticia periodísticos hasta otra película, una ópera o una representación teatral. El teatro lo ha abastecido durante mucho tiempo, sobre todo en Usamérica, donde no se concebía que un éxito de Broadway no acabara teniendo su versión cinematográfica. Es el caso de esta triste película, un punto sórdida y excelentemente ambientada e interpretada. De su autor, William Inge, se han hecho dos adaptaciones que han de entenderse como obras mayores: Picnic y Bus Stop, ambas de Joshua Logan, con cuatro intérpretes en estado de gracia: William Holden. Kim Novak, Marilyn Monroe y Don Murray.

          Se dice que, a pesar de la diferencia de edad, que tanto afecta a la verosimilitud de la historia, Burt Lancaster peleó por que le adjudicaran el papel de esposo alcohólico que lleva un año sin beber y que, tras la llegada a su casa de una joven que busca piso para asistir a la universidad, inicia una deriva del desengaño, la decepción y la desolación que alimenta una situación imposible, patética y muy dolorosa, tanto para él mismo como para la auténtica intérprete de la película: la mujer, Lola, con quien se casó muy joven, tras dejarla embarazada, aunque luego perdieran la criatura. Los espectadores intuyen que no fue, precisamente, una decisión libre, la de casarse, de ahí que Doc no solo arrastre ese pasado, sino que también lo sufra hasta la perdida total de la ilusión y la esperanza, y de ahí ese pasado alcohólico sobre el que no se nos dan demasiadas explicaciones.

          La película se abre con la llegada de la joven a la casa, la exploración de la misma y su decisión de quedarse con la habitación, pero la de la planta baja. Es Lola quien le enseña a casa; pero es Doc quien la acepta y le coge el dinero del anticipo, ante su sorpresa. La posterior vida de amistad y coqueteo de la joven, desde el punto de vista puritano de Doc, afectará notablemente a su comportamiento no solo para con la joven, sino también para con su esposa. El otro episodio inicial que nos avisa de por dónde pueden ir los tiros es la celebración, en Alcohólicos Anónimos, de su primer año entero sin probar una gota de alcohol, aunque en la casa del matrimonio haya siempre una botella en un armario de la cocina, para afianzar el compromiso con su lucha para erradicar la drogadicción; algo que, sin embargo, nos inquieta, como viejos zorros de la narrativa.

          Doc, y de ahí el apodo con que se refiere a él la esposa, es quiropráctico, y se nos dice que ha conseguido recuperar la clientela que perdió cuando se sumergió en la densa niebla de la adicción. Todo parece fluir normalmente, pero cuando vamos conociendo la relación que mantienen ambos esposos, de total frialdad y distanciamiento, como si Doc le reprochara constantemente su radical infelicidad presente a la mujer que cedió, en la juventud, a sus requerimientos sexuales, se nos va ensombreciendo la historia hasta unos niveles que se ven acrecentados por lo que parece un trastorno mental de la mujer, dado su comportamiento, el modo infantiloide como trata a su marido, su incapacidad para levantarse de la cama y arreglar la casa, su indumentaria desaliñada, su ausencia de la más mínima preocupación por realzar la mucha o poca belleza que le queda… Estamos en presencia, pues, de dos supervivientes en una relación insatisfactoria que les ha pasado la más gravosa de las facturas.

          El modo como ambos esposos contemplan los coqueteos de su inquilina con un joven deportista de la universidad, y la escena en que lo pinta en pantalones cortos y camiseta de tirantes es uno de los grandes momentos de la película, determina la evolución de la trama hacia una tensión suscitada por ella, del mismo modo que su fallida estancia nocturna en la casa la vive Doc como un fracaso que le hace rememorar el suyo de juventud y le anima, para salir de la tensión, a refugiarse de nuevo en la bebida. La mezcla de solicitud, admiración y complicidad con que la mujer vive esos escarceos venatorios de la joven, lo que la lleva a revivir su juventud como el gran momento de su vida, deshecho tras la perdida, los revive Doc como una imposible relación con la joven, dado que es algo que salta a la vista la gran diferencia de edad entre ambos esposos.

          Tras la terrible recaída de Doc, hay otra escena crucial en la película: una mujer de más de cincuenta años que llama a su casa para saber si sus padres, dado que no sabe cómo evolucionará el estado de su marido, pueden acogerla en ella. La respuesta es un no rotundo. A pesar de la inhumanidad aparente de la decisión, se nos dice que fue el padre quien echó de casa a la hija tras quedarse embarazada y, por otro lado, cuando los hijos dejan la casa familiar, se entiende que es para ya no volver, algo que en Europa, ¡y más aún en España!, nos parece inconcebible. Esa escena telefónica le rompe el alma a cualquiera. Y en ella la actriz, Shirley Booth, eximia actriz de teatro, y con solo cuatro películas en su haber, tiene muchísimo que ver, porque es a través de ella que vemos cuanto la rodea y cómo sabe ella tratar de sobrevivir en ese declive emocional que es la frágil relación con su esposo, a quien siempre teme perder, como perdió a su perrita, Sheba, por la que no deja de preguntar durante toda la película, hasta el final.

          Esta adaptación al cine supuso el debut de Daniel Mann, un director irregular, pero curioso, con filmes en su haber como La rosa tatuada, acaso más logrado que esta, y con una película que me metió el miedo en el cuerpo hasta donde no está escrito: La revolución de las ratas, que vi en un cine de la Gran Vía de Madrid, al poco de ser estrenada, allá por mis quince años...

          El prodigio narrativo de la película, que apenas rueda en exteriores, porque todo o casi todo ocurre en los pocos espacios de la casa, ¡hasta el cartero es invitado a entrar, aunque no tenga correspondencia para ella!, y sale de la casa, prometiéndole  a Lola que le escribirá él mismo para tener un pretexto para volver a visitarla, aunque se sienta incómodo, en parte, por la excesiva obsequiosidad de la mujer.

          La película, de 1952, sugiere ya un cambio de comportamiento en la juventud que se opone a la rigidez puritana de las generaciones anteriores, y ahí la joven Terry Moore juega un papel extraordinario, lleno de naturalidad y encanto, lo mismo que Richard Jaeckel, cuya muerte en Casta invencible, de Paul Newman es de las que no se olvidan…

viernes, 13 de junio de 2025

«Megalópolis», de Francis Ford Coppola o el desvarío.

Una «fábula» en la que sobran humanos logorreicos y faltan animales razonables…

 

Título original: Megalopolis. A fable.

Año: 2024

Duración: 128 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Francis Ford Coppola

Guion: Francis Ford Coppola

Reparto: Adam Driver; Nathalie Emmanuel; Giancarlo Esposito; Aubrey Plaza; Shia LaBeouf: Jon Voight; Laurence Fishburne; Dustin Hoffman; Talia Shire; Jason chwartzman; Kathryn Hunter; Grace VanderWaal; Chloe Fineman; James Remar; D.B. Sweeney; Isabelle Kusman; Madeleine Gardella; Balthazar Getty; Sonia Ammar; Charlene Amoia; Charlie Talbert; Bailey Coppola; Sean Hankinson; Matthew James Gulbranson; Jade Albany Pietrantonio; Muretta Moss.

Música: Osvaldo Golijov, Grace VanderWaal

Fotografía: Mihai Malaimare Jr.

         

          Bueno, al final la he acabado viendo. En televisión, claro, porque cuando me quise espabilar para verla en pantalla, donde se debe ver, no había posibilidad humana de hacerlo, tras las críticas despiadadas que cortaron en seco lo que podía haber sido una carrera comercial.

Me senté ante la película con la más favorable de las predisposiciones, un poco por ese espíritu de pepito grillo contestón contra el parecer general, tan extendido, de que Coppola nos había entregado un fiasco, una chapuza, algo que de ningún modo estaba a la altura de sus grandes obras, ¡y ni aun de las menores, como Tetro!  Acabada de ver, decisión que tomé por respeto al autor de El padrino, Apocalypse now o Cotton Club, entre otras, he de rendirme a la evidencia y reconocer que, en efecto, Coppola, acaso con la mejor intención vanguardista, nos ha entregado un truño muy difícil de digerir.

He tenido la sensación, desde el arranque, que el subtítulo, «una fábula», era algo así como la «licencia para matar» de 007, es decir, la libertad de desarmar y atropellar narrativamente una historia que no acaba de funcionar, ni como parodia, ni como sátira, ¡y mucho menos como drama!, en ningún momento. Y todo ello a pesar del derroche de imaginación que advertimos en una puesta en escena a la que parece fiarse toda la capacidad de sorpresa, porque el trasplante de la Roma antigua a la Nueva York del futuro, a pesar, insisto, de las buenas intenciones, cae en el más triste de los ridículos, lo cual me parece un insulto —autoinsulto, en este caso— a la carrera de un director fundamental en la historia del cine.

Cualquier capítulo dela serie Yo, Claudio, de Herbert Wise, tiene bastante más interés que esta larga historia de un diseñador de mundos interpretado por un Adam Driver convenientemente latinizado, un poco al estilo de James Mason y Marlon Brando en Julio César, de  Mankiewicz, y aun estoy dispuesto a reconocer que es el único que destaca en un reparto en el que hay multitud de papeles ingratos, por decir algo suave, que dejan en ridículo a quienes intentan sacar partido fílmico de ellos, como Voight o Hoffman, por no hablar de la Livia de tercera clase que es Aubrey Plaza, una periodista cercana al poder, al que accede a través del sexo.

Lo sorprendente es que una historia de la decadencia de Roma se nos muestre aquí como el fundamento de la sociedad del futuro, en la que todas las bajas pasiones humanas tienen su asiento. Sí, es cierto que hay un intento de forjar un discurso sobre la responsabilidad del artista que diseña espacios urbanos como el marco de utopías sociales, pero el desarrollo de las escenas de la vida de la ciudad nos traen los mismos viejos ritos de siempre, las mismas relaciones de poder de siempre y las mismas vacuidades de siempre, y a través de ellas percibimos esa sensación de hormiguero público ajeno a los problemas esenciales de la población, que aquí figura como mera espectadora de las vidas glamurosas de los poderosos, de sus fiestas, de sus ritos, de sus choques, de sus ambiciones y de sus seducciones. Diríase que no existe la vida privada, que todo transcurre ante los ojos de los espectadores, quienes, tras vallas y en rigurosos colores obscuros, contemplan el espectáculo de los poderosos como el único circo posible.

No voy a negar que la imaginería visual de Coppola, ayudado por las nuevas tecnologías, hace posible un mundo futurista que llama la atención cansada del espectador, pero hay tantísimo movimiento desordenado de personajes, tantísimas escenas de torpe relleno y nulo interés que la trama queda totalmente desdibujada, y te desinteresas de ellas desde los primeros compases, por incapacidad para sacarle un jugo conceptual o emocional que no aparece por ningún lado: parece una galería de tarados exhibidos en un circo romano, ¡lejísimos del interés soberbio que despierta el dramático, humano y compasivo de Tod Browning en Freaks!

          La retórica del exceso, curiosamente, ha de estar muy medida, si no se quiere caer en la trampa del caos, del matalotaje. Y la puesta en escena no cubre, ¡afortunadamente!, la distancia tremenda que nos separa de la hipotética empatía que los espectadores han de sentir con algo al menos de lo que ocurre en pantalla y con quienes lo protagonizan. Coppola no deja en ningún momento que haya el más mínimo resquicio por el que se cuele esa empatía: todo es apabullante, excesivo, desmesurado, inabarcable…, y el resultado es el de una frialdad que nos vuelve ajeno cuanto ocurre en pantalla: monstruos, sí, pero encerrados en una mónada en la que se agitan como en el famoso saco de la poena cullei el mono, el perro, el gallo y la víbora…

          ¡Cómo me hubiera gustado escribir una crítica en que convenciera a propios y extraños de la maravilla que deberían ver, no tanto por ser de Coppola y por haberse este empeñado hasta las cejas, cuanto por la historia maravillosamente contada que nos hubiera propuesto! No ha sido así, y, con todo, hay en la película suficiente imaginación como para, desentendiéndose de la fábula, disfrutar de algunos hallazgos visuales y algún que otro número circense muy notable. Aún recuerdo, de Tetro, la maravillosa escena de la danza, que valía por toda la película, un momento mágico muy difícil de encontrar incluso en las películas excelentes, pero no realizadas por un genio. No digo, con todo, que eso solo invite a ver la película, pero servirá de consuelo, al menos, para quienes, por fidelidad a Coppola, verán la película, a pesar de las críticas, esta incluida.