Un espléndido guion sobre los severos códigos del hampa.
Título original: Le doulos
(The Finger Man)
Año: 1962
Duración: 108 min.
País: Francia
Dirección: Jean-Pierre
Melville
Guion: Jean-Pierre Melville.
Novela: Pierre Lesou
Reparto: Jean-Paul Belmondo;
Serge Reggiani; Michel Piccoli; Monique Hennessy; Jean Desailly; René Lefèvre;
Carl Studer; Marcel Cuvelier; Philippe Nahon.
Música; Paul Misraki
Fotografía: Nicolas Hayer
(B&W).
¡Qué enorme
placer, el de ir descubriendo poco a poco, sin prisas ni pausas, las grandes
películas de mis directores favoritos! Aun siendo consciente del paso
vertiginoso de los días, ¡con qué gusto me relamo en la visión de obras aún no
descubiertas! Es el caso de El confidente, con un actor Jean-Paul
Belmondo, que, en las antípodas del estilismo de Delon en El silencio de un
hombre, compone un personaje, a medio camino entre el pícaro, el justiciero
y el hombre fiel a ciertos principios sagrados del código de honor de los maleantes,
que atraviesa la película con una presencia soberbia, un experto nadador en las
aguas bravas de la colaboración con la
policía y en las salvajes de los delincuentes sin escrúpulos.
Ya el trávelin
del comienzo, que sigue a un personaje, Maurice Faugel a través de un camino en
las afueras de París, junto a las vías del tren, camino del refugio de un
compañero de atracos, preludia una película intensa, densa, capaz de generar
atmosferas de las que atrapan al espectador y lo conducen a interesarse profundamente
por los motivos de las conductas de los distintos personajes. De piedra nos
quedamos cuando Varnove, el depositario de las joyas de un atraco perpetrado no
hace mucho, quien recibe con los brazos abiertos a Faugel, es asesinado por
este, tras haberle indicado previamente el futuro cadáver dónde estaba el arma
que el otro pretextaba necesitar para entrevistarse con un colega, y aun a
pesar de no gustarle el hecho de ir armado. Tras la ejecución impasible, le
roba cuanto dinero tiene, las joyas y, junto con la pistola, lo entierra todo
bajo una farola, no muy lejos de la casa, una escena entre londinense y
romántica, con fuerte poderío visual, una composición fotográfica que
continuaremos viendo a lo largo de la película en numerosas ocasiones, ya sea
en plano estático, ya en persecución automovilística, ya en los trávelin que
recuerdan el del inicio, cuando se acerca el ingenioso desenlace de la
historia. De hecho, la «recuperación» del tesoro escondido, esta vez a cargo de
Silien, el supuesto confidente, va a mejorar, estéticamente, la primera imagen.
La irrupción del
protagonista, Silien, en casa de Faugel, a quien entrega las herramientas para
cometer un robo en la caja fuerte de un hombre que vive solo en un caserón, nos
permite conocer las «maneras» intempestivas del protagonista, pues, tras
haberse despedido, vuele al piso de Faugel, donde vive su amante, y tras
golpear inmisericordemente a la joven, la ata a un radiador y la convence de
que tiene dos opciones: revelarle la dirección de donde se producirá el atraco,
casa que ella ha vigilado en un coche previamente, o sufrir una violencia que
acaso pueda incluso desfigurarla. La policía, lógicamente, se presenta en el
lugar del atraco y los dos ladrones han de huir a la carrera. Se enfrentan, a
tiros, a la policía, y uno de ellos es herido de muerte. Faugel, también
herido, logra escapar y cuando ya pierde el conocimiento, para a su lado un
coche que lo recoge y o lleva a un médico que lo asiste y cura.
Nada sabe
Faugel de quién lo ha salvado, pero de lo que está seguro es de que quiere
vengarse de Silien, el «confidente». Para hacernos a la idea de lo que
significa ser tachado de «confidente» en el mundo del hampa, solo tenemos que pensar
en esa maravillosa película de John Ford titulada El delator, si bien esas
delaciones tienen como referente el mundo de la política revolucionaria
irlandesa contra los británicos. A efectos prácticos, delator o confidente,
política o hampa, el mismo rechazo moral sufren quienes son etiquetados de ese
modo.
Me parece que,
de toda la obra de Melville, esta es la película más usamericana de todas, no
solo por la trama y por un virtuosismo del guion que habrá de ver el espectador
que se deje seducir por esta crítica y
que le permitirá ver el desarrollo de la trama desde una perspectiva que ni
siquiera había imaginado, y ahí es donde entra la fatalidad para convencernos
de que nunca ningún relato construido por los seres humanos es capaz de atar
todos los cabos. A esa filiación trasatlántica contribuye el mismo vestuario,
las gabardinas largas, los sombreros, las luces indirectas, la penumbra y sobre
todo los dos coches tipo Cadillac que «marcan» los orígenes genéricos de este
polar que lo es, fundamentalmente, en la relación de Silien con los policías,
cuando lo amenazan con enchironarle si no colabora con ellos.
La parte del león
de la película tiene que ver con el desenlace que no presenciamos en directo, sino en diferido, cuando todo lo que
ha sucedido resulta conforme con el minucioso plan trazado por Silien para
ajustar unas cuentas a varias bandas sobre cuyo resultado ya he dicho que no
revelaré nada. Y, francamente, la primera sorpresa es reconocerle a Silien la
capacidad de urdirlo y ejecutarlo con tanta precisión y limpieza.
Jean-Paul
Belmondo luce el palmito canalla de sus primeras películas y domina la escena
con una naturalidad que parece haberse criado entre rufianes y ser capaz de
mantener una simpatía natural que no excluye, obviamente, la «necesidad» de hacer
cuanto mal convenga a sus intereses, aunque todo su afán consiste en dejar
inmaculado su nombre y rechazar el remoquete de «confidente» que tanta importancia
tiene, sin embargo, en el dinámico y extraordinario desenlace de la película.
Una manera perfecta de acabar una historia como la de este brillante polar
usamericanizado.
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