miércoles, 11 de junio de 2025

«Un lugar en ninguna parte», de Sidney Lumet o la lucidez del cine político.

 

Una visión crítica de la rebeldía política de los 60 que incluso llegó a la idealización del terrorismo.

 

Título original: Running on Empty

Año: 1988

Duración: 116 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Sidney Lumet

Guion: Naomi Foner

Música: Tony Mottola

Fotografía: Gerry Fisher

Reparto: Christine Lahti,  Judd Hirsch,  River Phoenix,  Martha Plimpton,  Jonas Abry, Ed Crowley,  L.M. Kit Carson,  Augusta Dabney,  Steven Hill.

 


         Un lugar en ninguna parte es una película atípica, una suerte de ajuste de cuentas con una juventud airada que no dudó en llegar incluso a lo más parecido al terrorismo en los años 60,  cuando los conflictos raciales y la lucha contra la guerra imperialista en Viet-Nam removieron los cimientos de la sociedad usamericana y tuvieron lugar los «acontecimientos» del 68, de los que se hace eco narrativo, por ejemplo, la Pastoral americana, de Joseph Roth.

La película sigue los pasos de una pareja, con dos hijos, que, responsables de haber colocado una bomba a resultas de la cual un trabajador quedó herido y perdió la visión, decide huir y llevar una vida normal con la única salvedad del ojo avizor que han de mantener para evitar ser acorralados por el FBI, que sigue de cerca sus pasos. En esa labor contarán con la ayuda del hijo mayor, River Phoenix, en un papel hecho a su medida, porque tiene unos mimbres autobiográficos que debieron de facilitarle mucho la labor.

De hecho, la acción comienza in medias res, con Phoenix observando el sigilo de los movimientos de los coches del FBI que se sitúan a pocos metros de la casa para el asalto final. Con una habilidad especial, Phoenix consigue, a través del perro, dirigirle un mensaje a su hermano pequeño, con quien, una vez que ha dejado la casa, van a buscar a sus padres para cambiar de ciudad y empezar una nueva vida en otro lugar. Así llevan dieciséis años cuando la película nos narra el tipo de vida de dos jóvenes rebeldes que han formado una familia «ejemplar» y que se van sosteniendo gracias a su trabajo y, cuando llegan las dificultades, gracias a los antiguos compañeros de lucha, alguno de los cuales incluso llega a decir —¡sin sarcasmo ninguno!— cómo envidia que la pareja aún siga en la lucha, manteniendo los ideales izquierdistas y comunistas de la juventud.

La película enseguida se centra en la historia de desclasamiento del hijo mayor, cuyas habilidades con el piano, después de haber sido enseñado solo por la madre, lo llevan a luchar por una beca para la celebérrima escuela Juilliard. Sí, los cinéfilos lo han acertado, la misma donde estudia el protagonista de Whiplash, de Damien Chazelle. El nuevo profesor de música de la ciudad adonde llegan y donde se instalan, descubre los talentos del chico, pero este lo que descubre es el amor por la hija de su profesor, una historia de amor juvenil narrada con una delicadeza y con una ternura difíciles de conseguir tan acertadamente.

En la película hay un momento «cumbre» que reviste un carácter antológico. Me refiero a la entrevista en que la madre del joven se entrevista con su padre y, en calidad de abuelo del chico, le pide que lo proteja y que le financie los estudios, porque el chico tiene aptitud, al parecer, como se desvela en la entrevista, las mismas que la madre. La tensión, la emoción, la realidad, el desengaño, la distancia que se va reduciendo minuto a minuto, la emoción que consigue desbordarse sin que padre e hija hayan intercambiado un saludo, una caricia o un beso me ha parecido una obra de arte. Es difícil sustraerse al raudal de emoción que se va gestando a cada palabra, a cada reconocimiento de una equivocación vital, incluida la decisión de entregarse a la policía cuando haya «criado» a su segundo hijo, al que, sin duda, tardarán los abuelos mucho tiempo en conocer, si es que llegan a conocerlo.

La película es muy crítica con el idealismo que borra la frontera entre la protesta legítima y el terrorismo, y de ahí la incapacidad del espectador de empatizar totalmente con la pareja y con los hijos, aunque aparecen ante sus ojos como una familia normal, con dificultades, muy unida, pero con la «particularidad» de estar siendo perseguidos constantemente por el FBI y obligados a llevar una vida errante y casi clandestina. De hecho, hasta van a tener que falsificar el expediente de su hijo para poder presentarlo para matricularlo en el College, porque, como familia, han ido pasando por los sitios sin dejar memoria de ellos, de ningún tipo, como lo prueba el que los hijos no se presenten en la escuela cuando han de hacerse las fotos de grupo, por ejemplo.

La tensión entre un padre que quiere controlar al hijo, que quiere «formarlo» a su imagen y semejanza, y una madre que quiere que vuele solo, sin tener que pagar él por los «errores de juventud» de sus padres, forma parte de la tensión dramática de la narración. Del mismo modo, el joven, que no «debe» enamorarse de la hija del profesor,  porque está condicionado por la necesidad que tienen los padres de él, como ayuda, para preservarlos de ser atrapados, genera una ramificación de la narración en la que la verdad se acaba abriendo paso, ante la incomprensión de la joven, que no acaba de entender por qué su enamorado ha de supeditar su vida a la de sus padres.

Es hermosa, tristemente hermosa, la revelación de ese porqué que destroza a ambos adolescentes y que los separa a pesar del amor profundo, acaso del «primer amor de esa naturaleza» que ambos viven. Lumet observa a sus personajes y muestra sus contradicciones y sus fortalezas, pero en modo alguno inclina al espectador hacia la identificación con ellos. Son estos, en su vivir cotidiano, quienes van desgranando su pasado y cómo les condiciona el presente, y como, así mismo, van llegando, los miembros de la pareja, a conclusiones vitales diferentes. Se trata de una película muy meritoria y muy valiente, porque, aunque a 20 años de distancia de los hechos, poner en tela de juicio a los erráticos progresistas de las revoluciones «acomodadas» de los 60 no deja de tener su mérito. No hay crónica social, que conste; ni sociología de baratillo, sino vidas humanas truncadas, rehechas y deshechas, todo ello desde la objetividad que permite verlos desenvolverse en su vida corriente a través de la cámara como testigo insobornable de las mismas.

2 comentarios:

  1. Menuda historia tan llamativa. Tal como describes la historia de amor y el encuentro entre madre y abuelo es digna de verse. Muchas gracias

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    1. De siempre me ha llamado mucho la atención el extraño pudor usamericano a comunicar sus emociones y la fría distancia corporal que suelen marcarse unos respecto de otros, incluso en el mismísimo seno familiar, ¡tan lejos de nuestra efusividad mediterránea y latina! La película, en su vertiente política, es una crónica de los despedazados sueños de la rebeldía contra el sistema todopoderoso. Hay no poca melancolía impregnándolo todo y cierta desolación. Imagino que Lumet debió de compartir, no en la escalada terrorista, aquellos ideales, y de ahí la sentida necrológica por el sueño que engendró monstruos.

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