Ese cine
social británico que se anticipa al neorrealismo italiano: los padecimientos de
la clase trabajadora en las zonas mineras.
Título original: Love on the Dole
Año: 1941
Duración: 94 min.
País: Reino Unido
Dirección: John Baxter
Guion: Walter Grenwood, Barbara K. Emary, Rollo Gamble. Novela: Walter
Grenwood. Obra: Ronald Gow
Reparto: Deborah Kerr; Clifford Evans; George Carney; Mary Merrall; Geoffrey
Hibbert; Joyce Howard; Frank Cellier; Martin Walker; Maire O'Neill; Iris
Vandeleur; Marie Ault; Marjorie Rhodes; Sebastian Cabot; Kenneth Griffith; Yvonne
Mitchell.
Música: Richard Addinsell
Fotografía: James Wilson
(B&W).
Curiosamente, en
la España de Franco que se mantuvo neutral durante la Segunda Guerra Mundial,
se estrenó una película como esta, que estuvo a punto de ser prohibida en
Inglaterra, por la realidad deprimente que se reflejaba en ella: la crisis
económica, el inicio de la Segunda Guerra Mundial, el recorte de los subsidios
y la policía reprimiendo manifestaciones de sindicalistas que protestaban por
la situación de miseria sin remedio a la que estaban abocados los trabajadores. Si fue permitida
su exhibición, ello se debió a que se optó por contemplarla como el esfuerzo heroico
de los trabajadores ingleses para superar una crisis económica, lo que,
suponían desde el Gobierno, insuflaría el ardor patriótico en quienes la
vieran.
La película, a mi juicio, se adelanta al neorrealismo, y nos describe una situación límite, en la que comprarse el hijo menor un traje para poder salir con alguna joven decorosamente vestido suponía endeudarse con prestamistas sin escrúpulos, vecinas del barrio, además. Y ese núcleo de mujeres que beben, comadrean y realizan sesiones baratas de espiritismo es uno de los grandes aciertos de la película, sombría se mire como se mire.
En la casa de la familia protagonista,
la hija mayor, Sally, Deborah Kerr en su primer papel protagonista, descuella
de forma sobresaliente, y sabe mantener el estándar de honestidad que, por su
belleza, siempre está en riesgo de asedio, como el que practica, casi sin
esperanza, el corredor de apuestas que le anda a la zaga, el mismo al que no le
queda más remedio que pagarle al hermano menor un boleto que ha acertado en las
carreras.
El interludio
del joven con su enamorada, quienes, gracias al premio, van a Blackpool y sus muchas atracciones
turísticas como el gran viaje de sus vidas, completa el retrato de unas vidas
que se mueven en las estrecheces de quienes dependen o de un salario de miseria
o de unos subsidios que, dada la crisis, dejan de percibir, con lo que ello
tiene de deriva última hacia la extrema necesidad y el único horizonte de la desesperación,
que pasa por el empeño de los pocos bienes, primero y, después…, después mejor
ni pensarlo.
La relación
del hijo con su novia nos lleva al embarazo de la joven y la imposibilidad de
ser acogido en su propia casa, donde carecen de todo. La hermana mayor, que
está a punto de casarse con el voluntarioso sindicalista que trata de encauzar
la ira de los obreros desesperados y acaba muriendo, para desesperación de la
joven, se ve frente a las terribles necesidades básicas no cubiertas de su
familia, con padre e hijo sin empleo y adopta una decisión heroica: hacerle
caso al corredor de apuestas que no solo le promete tratarla como a una reina,
sino también conseguirle trabajo al padre y al hermano.
El profundo
dilema moral que se le plantea a la protagonista, porque el corredor en ningún
caso habla de matrimonio, sino de mera convivencia, supuso un atrevimiento de
tal naturaleza que a punto estuvo la película de ser prohibida en Usamérica,
por la iniquidad de semejante relación pecaminosa. Ignoro, porque la he visto
en versión original, si en la España franquista el doblaje obró las maravillas
a que tenía acostumbrados a los espectadores el férreo departamento de censura
y ambos amantes se convirtieron en amantes esposos o no, pero, de no ser así,
hubiera sido una licencia social más que atrevida, aunque en aquella época del
estraperlo y la crisis económica, de la que no se empieza a salir hasta la
llegada de la ayuda usamericana en 1953, abundaban los estraperlistas con queridas
mantenidas, tal y como se ve en aquella película de Pedro Olea, Pim, pam, pum…
¡fuego!, la primera que inicia la revisión crítica, en este caso, de la
posguerra.
La película de
Baxter está rodada con un blanco y negro que bien podríamos calificar de
opresivo, una sensación de ahogo a la que contribuye la puesta en escena en las
casas modestísimas, en las calles desnudas y algunas secuencias en los centros
de trabajo. Blackpool, por el contrario, luminoso, esplendente, es el único
contraste con la vida amarga y sin horizonte del trabajo alienante del que se
depende para meramente sobrevivir, aunque de ese mundo se vuelve con un
embarazo que vuelve aún más negro y pesimista el futuro de los jóvenes.
La fecha del
estreno indica que la película se rueda recién iniciada la guerra, aunque por
el desarrollo de la trama y por la vida cotidiana de los personajes nos dé la
impresión de que estemos o a principio de siglo o incluso a finales del siglo
anterior. Pero la realidad de buena parte de la clase trabajadora que realiza
su labor en las minas no daba para grandes ni pequeñas comodidades, sino para
la mera supervivencia. En ese contexto es muy notable la división del
movimiento obrero entre los sindicalistas que buscan la negociación para
conseguir mejorar la situación y los demagogos que arrastran a las masas al
choque brutal, violento, con la policía, en defensa de las mismas
reivindicaciones. Lo cierto es que el espectador tiene el corazón dividido
entre ambas vías, porque la vida que llevan los personajes no es vida, y la
urgencia por cambiar de abajo arriba la situación que padecen va más allá de la
necesidad elemental.
La película
llamará la atención de quienes reflexionan hoy sobre la deturpación de los
sindicatos y sus chanchullos con los gobiernos de turno y el capital, una
tenaza que sofoca legítimas aspiraciones salariales y de promoción de jóvenes
que cada año que pasa ven más complicado poder vivir de su bajo salario,
adquirir un piso en propiedad o tener hijos.
Sí, la
película tiene más de ochenta años, pero ese «amor en la miseria», que sería
nuestro tradicional «contigo pan y cebolla», aún sigue siendo una realidad
lancinante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario