domingo, 30 de noviembre de 2014

Nunca es demasiado tarde: El club de los corazones, y los muertos…, solitarios.


                                                                        


Título original: Still Life
Año: 2013
Duración: 92 min.
País: Reino Unido
Director: Uberto Pasolini
Guión: Uberto Pasolini
Música: Rachel Portman
Fotografía: Stefano Falivene
Reparto: Eddie Marsan, Joanne Froggatt, Karen Drury, Andrew Buchan, Neil D'Souza, David Shaw Parker, Michael Elkin

            Comencemos por el título, porque es necesaria la aclaración. Still Life, en inglés, significa naturaleza muerta, esto es, el clásico “bodegón” del arte pictórico: el cuadro donde sólo hay restos de vida, no la vida tal y como la conocemos en la plenitud de su manifestación exuberante. La traducción que han hecho tiene un regusto moral y de deseo de felicidad que no se compadece con lo que veremos en la pantalla, aunque justo es decir que la esperanza aflora, pero con consecuencias turbadoras, como ya veremos, aunque no pretendo arruinarle al espectador la contemplación de la película, no tema, sino ponerle delante de los ojos de su imaginación una aproximación a esta notabilísima película que, desgraciadamente, no gozará de la aceptación general, porque se ha filmado con plena conciencia de satisfacer a un público minoritario, no necesariamente cinéfilo, pero sí con una cierta tradición en la contemplación de películas como esta Still Life que, sin exigir mucho del espectador, sí que pone a prueba su capacidad de asentimiento.
        La propuesta es arriesgada, porque la puesta en escena, aligeradísima de signos vitales, paree introducirnos en un cuadro de Magritte: un despliegue de arquitecturas ciudadanas de muy diversa fisonomía que atraviesa un oscuro funcionario municipal cuya tarea se nos revela, en principio, como algo sumamente ingrato: hacerse cargo de cómo contactar con los familiares de las personas que viven y mueren solas en la ciudad. El funcionario está magistralmente interpretado por un actor en estado de gracia como Eddie Marsan, a quien acabo de ver como repulsivo maltratador en una extraordinaria película de Pady Considine, Tyrannosaur (2011), aquí traducida como Redención,  y quien hace una interpretación de los que llamamos antológicas y que suelen ser merecedoras de cualquier premio de interpretación. A mí particularmente me ha recordado mucho la interpretación de Michel Blanc en Monsieur Hire (1989), de Patrice Leconte, una de las grandes historias del siempre imprescindible Georges Simenon. En ambas películas la música pone un subrayado que contribuye a la creación de un pathos muy especial. La de Michael Nyman, de Monsieur Hire, es fundamental; pero no podemos ignorar la efectividad de la de Rachel Portman. La música, además, tiene cierta importancia en la película, porque el funcionario es el encargado de organizar el funeral de los muertos solitarios, de ahí su tarea de localizarlos para que puedan asistir al mismos, porque habitualmente es él el único asistente, quien escribe las palabras que ha de leer el oficiante y quien escoge la música que ha de acompañar la ceremonia.
        Toda la obra tiene un tono triste que se corresponde con la galería de soledades que se nos muestran, comenzando, en primer lugar, por la del propio funcionario, la ritualizada vida del cual parece un presagio de la ausencia de vida con que trabaja: las visitas a las naturalezas muertas de las casas de las víctimas, donde el funcionario contempla las últimas señales de vida que subsisten pocas horas después de la muerte, son momentos poderosamente pictóricos que explican la razón de ser del título. Es curioso que lo que identifica una novela como de estilo anticuado, el exceso de descripción, sea lo que identifica, en cine, una película moderna, al tiempo que heredera de una tradición excepcional, como la del inmortal Max Ophüls, por ejemplo.
        La muerte de un vecino, del cual se ha de hacer cargo, como de cualquier otro se tratase, y la reestructuración municipal que suprimirá el servicio del que él se encarga, se unen para que la película, justo cuando al espectador se le estaba contagiando el  ambiente mortecino de la misma, dé un giro que le deje abierta la posibilidad, como dice el título bien intencionado, de que no fuese irremediablemente tarde. El último esfuerzo, así pues, de su carrera profesional consistirá en averiguar cómo ha sido posible que un hombre que ha dejado tras de sí un matrimonio y una hija no tenga a nadie que quiera ir a su funeral. El funcionario es un colector de historias, casi todas ellas la historia de un fracaso, y con las que solo él ha sabido empatizar. De hecho, uno de los momentos más delicados de la película es el que dedica, al anochecer, a revisar el álbum de fotografías de todas aquellas personas muertas en el olvido y la indiferencia, algo así como su propio álbum familiar.
        Aunque pueda parecer increíble, por todo lo que llevo expuesto, la película tiene unos sutiles toques cómicos que ayudan mucho a entender el tierno punto de vista irónico de realizador y la inmensa capacidad empática con el protagonista y los otros personajes, excepción hecha del funcionario superior que decide la supresión del servicio del protagonista desde un punto de vista economicista que revela la ausencia total de humanidad que alienta la confección de los presupuestos, de cualesquiera y a cualquier nivel, municipal, autonómico o nacional. Que nadie me acuse de haberlo confundido con unos elogios que sin duda Uberto Pasolini –productor de la aclamada Full Monty (1997) y director de otra película, Machan (2008) que no he tenido la oportunidad de ver– merece, así como los merece también su película, llena de sensibilidad, de habilidad para la creación de un personaje que no deja indiferente y lleno de un sutil sentido del humor que hará las delicias del espectador que tenga el coraje de ir a verla. Y dejo fuera la consideración de su final, porque la obligación de un crítico no es arruinar los golpes de efecto de ninguna película, sino atraer al espectador a su contemplación, si es que a él le parece digna de recomendación. Still Life, incluso a pesar del marco general de tristeza que abraza la narración, tiene en su interior muchas recompensas emocionales para los espectadores.




martes, 18 de noviembre de 2014

Sesión a la antigua usanza: corto + película.



La gran invención: El poder de la fábula o la moraleja de cajón.


                 





Diplomacia: El poder de la palabra o el sutil arte de la persuasión.



Título: La gran invención
Año: 2014
País: España
Director: Fernando Trías de Bes
Reparto: Xavier Boada, Oriol Rafel, Florence Golay, Xavier Noms, Oriol Cruz, Pep Ribas


Ttituo: Diplomatie
Año: 2014
Duración: 80 min.
País: Francia
Director: Volker Schlöndorff
Guión: Volker Schlöndorff, Cyril Gely (Obra teatral: Cyril Gely)
Música: Jörg Lemberg
Fotografía: Michel Amathieu
Reparto: André Dussollier, Niels Arestrup, Robert Stadlober, Paula Beer, Burghart Klaußner, Charlie Nelson, Jean-Marc Roulot.


           
Mucho tiempo hacía que no asistía a lo que antes era lo más normal, una sesión cinematográfica con un cortometraje y un largometraje, conviviendo en perfecta armonía. Desaparecieron un buen día, los cortos, y vuelven muy raramente, y lo suyo es que el aficionado al género corto del séptimo arte haya de ir a festivales específicos donde poder verlos. Sería bueno rescatar la antigua fórmula, porque aún guarda en la memoria el aficionado muchos de ellos, sin recordar siquiera cuál era la película a la que acompañaban, porque la eclipsaban. No es el caso del presente, porque Diplomacia es una película poderosa del reputado director Volker Schlöndorff, autor de obras que no se borran fácilmente de la memoria, como El tambor de hojalata, El honor perdido de Katharina BLum o la magistral Círculo de engaños, entre otras; pero La gran invención es una propuesta irónica y muy aguda que levantará ampollas en ciertos sectores políticos. El corto, obra del economista, prolífico escritor y ahora cineasta Trias de Bes, es una magnífica sorpresa y una buena introducción a la película que se ve a continuación, aunque la relación entre ambas no pasa de ser episódica. El corto plantea una fábula sobre la desaparición de la Unión Europea a raíz del descubrimiento de un documento hitleriano en el que, ante la inminente destrucción del Tercer Reich, economistas nazis diseñan la reconquista de Europa mediante el poder económico, siguiendo los pasos que todo el mundo conoce: hundimiento de los países del sur y la dependencia del sólido sistema económico alemán. El corto, que podríamos clasificar dentro del género del falso documental, como el Zelig de Woody Allen, o  docuficción, toma como punto de partida un documental de la RTF sobre cómo, a partir del descubrimiento de ese documento nazi por pate de un director español, Carlos Giró, éste realiza a su vez un documental en el que traslada al gran público la teoría conspiratoria nazi, lo cual sirve como pretexto que enciende la mecha de las protestas sociales populistas antialemanas que provocan la salida del euro, primero,  y la salida de la Unión Euroea, después, de los países del sur, para, más tarde, provocar el hundimiento final de la propia UE. El resto lo ha de ver el espectador y sacar sus conclusiones. Avanzo, no obstante, que habrá opiniones muy contrastadas, pero lo que no hará esta gran invención es dejar indiferente a nadie. A mí me ha gustado muchísimo el buen humor con que se ha planteado la fábula y la fuerte carga ideológica que tiene detrás y que te fuerza a tomar partido. Quizás, cinematográficamente hablando, no es una maravilla, y se ve enseguida la falta de inversión en según qué momentos; pero tiene un ritmo excelente, las interpretaciones no resultan grotescas, ni la del propio Hitler, y tiene un pulso narrativo que no decae en ningún momento. Acaso el final sea muy discutido, pero se ha de entender en clave metafórica, como todo el corto, en realidad.
Diplomacia es otra cosa, sin embargo. La majestuosidad de la puesta en escena, la convicción de la interpretación de los actores –es una película de hombres, al viejo estilo de las producciones bélicas– y la situación histórica de la que arranca el relato: la derrota final del Tercer Reich y la orden que tiene el gobernador alemán de París de volar por los aires la ciudad aún ocupada por las tropas hitlerianas, pero en proceso de franca retirada, volando todos los puentes de París para provocar el desbordamiento del Sena, además de la destrucción de los edificios emblemáticos de la ciudad: Notre Dame, La Torre Eiffel, el Louvre y otros, forman un conjunto de elementos lo suficientemente atractivos como para conseguir, con la maestría con que lo hace Schlöndorff, una película que, sin ser una obra inmortal, sí que le hará pasar un excelente rato al espectador, porque el duelo interpretativo entre André Dusollier (magnífico en muchas ocasiones y especialmente en aquella divertidísima e infravalorada película, Tanguy) i Niels Arestrup (un secundario de lujo) raya a una gran altura. Diplomacia es un encendido canto al poder persuasivo de la palabra bien empleada. La película tiene un innegable origen teatral que el director no ha querido disimular intercalando escenas de acción que actuasen como contrapunto del drama hablado que se desarrolla en la suite de uno de los grandes hoteles de París, lleno de historias, aunque tampoco faltan, perfectamente ajustadas al desarrollo de los acontecimientos. Se trata de una situación límite en la que se enfrentan dos concepciones muy diferentes de la vida: la diplomática y la militar, La primera, el perfecto espíritu de la acomodación a las circunstancias, reinas y señoras de cualquier decisión –¡si es que es obligado tomar alguna…!–; la segunda, el espíritu de la obediencia debida y el ciego cumplimiento de las órdenes recibidas por los indiscutibles superiores jerárquicos. El progreso de la situación está pautado al milímetro y atrapa al espectador con la angustia de una hipótesis que sabe de imposible cumplimiento: la destrucción de París. El tenso enfrentamiento, sin embargo, entre ambos personajes y las sólidas razones del militar alemán, aunque nada convincentes, consiguen que el espectador considere seriamente, metido en ese apasionado combate argumental, la posibilidad real de un imposible. ¿Hay mayor magia en la representación que conseguir eso? Pues esta es la virtud excelente de la película. Y los responsables de eso son dos actorazos en verdadero estado de gracia. La dirección de Schlöndorf es, podríamos decir, transparente, siempre al servicio del choque de razones y deberes, sin querer adornarlo ni restarle protagonismo a la palabra, reina y señora de toda la representación. En tan poco espacio como el de la suite del hotel, en ningún momento el espectador se siente angustiado ni padece ningún conato claustrofóbico o incomodidad de cualquier clase. La tensión entre las dos posturas transcurre con una fluidez que maravilla al espectador y le obliga a preguntarse cómo es posible que en tan reducido espacio haya sido capaz de convivir casi una hora y media con una situación así, pendiente de dos estrategias tan opuestas. La lucha, en la que vence la palabra sobre la maldición (y mal-dicción, también) de la fuerza bruta es admirable. Y el espectador sale del cine agradecido por ese recordatorio.


         

lunes, 10 de noviembre de 2014

La sal de la Tierra: La belleza y el dolor del arte de Sebastião Salgado: “El escritor de imágenes”.



Título original: The Salt of the Earth
Año: 2014
Duración: 100 min.
País: Francia
Director: Wim Wenders, Juliano Ribeiro Salgado
Guión: Wim Wenders, Juliano Ribeiro Salgado
Música: Laurent Petitgand
Fotografía: Hugo Barbier, Juliano Ribeiro Salgado
Reparto: Documentary, Sebastião Salgado


                                                             


            Vaya por delante que los espectadores tienen una opción a su alcance que no pueden desaprovechar. Antes de acercarse a la sala de cine más cercana –aunque yo siempre recomiendo la versión original– para ver el documental de Wim Wenders y el hijo de Sebastião Salgado, Juliano, fiel compañero de las aventuras fotográficas de su padre: La sal de la Tierra, han de ir –sí, sí, en términos conminatorios…– a ver la exposición de Salgado en el Caixaforum titulada Génesis, la cual también forma parte de la película, aunque no en su verdadera y magnífica extensión, porque esta exposición recoge una suerte de vuelta al mundo de Salgado y si se quiere ver completa, con la calma que exigen cada una de las obras de arte expuestas, se necesitan entre tres y cuatro horas. En el desarrollo de la película, sin embargo, este trabajo, Génesis, tiene una función y un sentido argumental que no quiero desvelar. Ver la exposición, en modo alguno arruina esa relativa sorpresa narrativa.
         No es la primera película documental de Wim Wenders, uno de los grandes realizadores alemanes que surgieron en la década de los 70 del siglo pasado, y que nos han dado obras cinematográficas muy importantes, como la casi totalidad de la obra de Fassbinder, por ejemplo, o la de Werner Herzog, entre otros. Cuando filmó El amigo americano (1977), su primer éxito internacional, Wenders ya había filmado seis películas, la primera de las cuales fue, por cierto, un documental sobre The Kinks, Verano en la ciudad (1970).  Recientemente, nadie habrá podido olvidar dos documentales suyos de estilos muy diferentes que tuvieron una excelente acogida por parte del público. Me refiero a Buena Vista Social Club (1999), sobre la música popular de raíces cubanas y la impactante visualmente Pina (2011), donde hacía un uso extraordinario del 3D para mostrarnos con una belleza arrebatadora el mundo coreográfico de Pina Bausch, quien fue una verdadera vaca sagrada de la danza contemporánea.
         La sal de la Tierra nos ofrece un relato de la vida y de la obra de un fotógrafo a todas luces  extraordinario como Sebastião Salgado, nacido en Brasil pero auténtico ciudadano universal, porque su radio de acción es todo el planeta. De hecho, hablamos de un exiliado que tuvo que dejar Brasil por la represión contra los demócratas que luchaban contra la dictadura militar; un exiliado que tardó mucho tiempo en regresar a donde nació. El documental nos habla de un hombre que abandonó una prometedora carrera como economista en Europa para dedicarse en cuerpo y alma, desde cero, al arte de la fotografía, descubierto a raíz del regalo de una cámara a su mujer y que él acabó haciendo suya. No ha de extrañarnos que Wenders haya querido bautizar la película con el mismo título que la mítica de Herbert Biberman de 1954, porque hay una clarísima opción ética de Salgado por los desposeídos, cuyas tragedias nos llegan de la mejor manera, de la mano del arte auténtico, como sucedía en la película de Biberman.
         Salgado ha sido testigo de excepción de algunas de las más dolorosas tragedias de nuestro tiempo, como la guerra y exterminio entre Tutsis y Hutus –la estremecedora película Hotel Rwanda (2004) recoge también esos hechos históricos–; la incomprensible y fanática Guerra de los Balcanes, ante la pasividad casi criminal de la Unión Europea o las sequías y hambrunas del Sahel. La cámara de Salgado nos ha dejado imágenes tan desgarradoras que lo acreditan como uno de los hombres más valientes que pueden existir, porque, con sus propias palabras: “muchas veces tuve que tirar la cámara al suelo porque no podía dejar de llorar amargamente ante lo que veían mis ojos”. Supongo que para ser fotógrafo de guerra se ha de tener un coraje especial –lo reseñamos en Mil veces buenas noches–, pero no mayor del que se ha de tener cuando el objeto de la cámara son las consecuencias dolorosísimas de las tragedias que recorren el planeta sin descanso. Hablamos, pues, de una película muy dura, terrorífica, diría, en un buen tramo de ella, y se ha de estar muy seguro de poder soportar imágenes tan desgarradoras como las que el espectador contemplará;  sí, de esas de cuya dureza se nos avisa en los telediarios antes de pasarlas.
         Esta es una de las grandes paradojas de la película: el contenido de las fotografías nos muestra una realidad tan impactante que el espectador no tiene tiempo para recrearse en las características técnicas de cada una de las fotografías, aunque, cuando no te rompen el corazón y lo que se ven son paisajes, retratos de la vida normal o de cualquier actividad humana –hay una serie espléndida dedicada a las profesiones–, nos podemos relajar lo mínimo que nos exige la consideración técnica sobre las fotografías. Esta vertiente técnica de las fotografías se me escapa, más allá de lo que podemos considerar conocimientos básicos de la materia; pero cuando la impresión que causan en el espectador es tan poderosa, quiero imaginar que se han conjuntado la calidad técnica y la capacidad de escritura de la realidad con imágenes, porque, al fin y al cabo, Salgado nos escribe, con sus fotografías, un relato ajustado de la aventura de la especie humana sobre el planeta. Así se inicia la película, con una definición etimológica: fotó-grafo: el que escribe con la luz. Y le hemos de agradecer a Salgado que, en su relato, no haya querido marginar el rostro más turbio y sangrante de la aventura de nuestra especie sobre la Tierra. Hay un momento, sin embargo, en que esas consideraciones técnicas – que no aparecen en la película– forman parte de una escena. Se encuentran con un oso polar y han de protegerse en una cabaña. Desde ella no deja de asomarse para ver si puedo fotografiarlo, pero se lamenta de no poder tener un fondo adecuado para encuadrarlo. En la exposición del Caixafórum podemos leer, a título anecdótico de las exigencias técnicas de su trabajo, que para no espantar a los hipopótamos, animales temerosos donde los haya, que quería fotografiar, tuvo que aproximarse a ellos en un globo aerostático. Salgado reconoce en la película que fue la afición de su padre al senderismo lo que le enseñó, de joven, una manera de mirar la naturaleza cuyos bellísimos resultados podemos ahora disfrutar en la película y en la exposición. Porque ambas obras son sinérgicas, al tiempo que una experiencia emocionante para el espectador y el visitante de ambas.