La gran invención: El poder de la fábula o la moraleja de cajón.
Diplomacia: El poder de la palabra o el sutil arte de la
persuasión.
Título: La gran invención
Año: 2014
País: España
Director: Fernando Trías de Bes
Reparto: Xavier Boada, Oriol Rafel, Florence Golay, Xavier Noms, Oriol
Cruz, Pep Ribas
Ttituo: Diplomatie
Año: 2014
Duración: 80 min.
País: Francia
Director: Volker Schlöndorff
Guión: Volker Schlöndorff, Cyril Gely (Obra teatral: Cyril Gely)
Música: Jörg Lemberg
Fotografía: Michel Amathieu
Reparto: André Dussollier,
Niels Arestrup, Robert Stadlober, Paula Beer, Burghart Klaußner, Charlie
Nelson, Jean-Marc Roulot.
Mucho tiempo hacía que no asistía a lo que
antes era lo más normal, una sesión cinematográfica con un cortometraje y un
largometraje, conviviendo en perfecta armonía. Desaparecieron un buen día, los
cortos, y vuelven muy raramente, y lo suyo es que el aficionado al género corto
del séptimo arte haya de ir a festivales específicos donde poder verlos. Sería
bueno rescatar la antigua fórmula, porque aún guarda en la memoria el aficionado
muchos de ellos, sin recordar siquiera cuál era la película a la que acompañaban,
porque la eclipsaban. No es el caso del presente, porque Diplomacia es una película poderosa del reputado director Volker
Schlöndorff, autor de obras que no se borran fácilmente de la memoria, como El tambor
de hojalata, El honor perdido de
Katharina BLum o la magistral Círculo
de engaños, entre otras; pero La gran
invención es una propuesta irónica y muy aguda que levantará ampollas en
ciertos sectores políticos. El corto, obra del economista, prolífico escritor y
ahora cineasta Trias de Bes, es una magnífica sorpresa y una buena introducción
a la película que se ve a continuación, aunque la relación entre ambas no pasa
de ser episódica. El corto plantea una fábula sobre la desaparición de la Unión
Europea a raíz del descubrimiento de un documento hitleriano en el que, ante la
inminente destrucción del Tercer Reich, economistas nazis diseñan la
reconquista de Europa mediante el poder económico, siguiendo los pasos que todo
el mundo conoce: hundimiento de los países del sur y la dependencia del sólido
sistema económico alemán. El corto, que podríamos clasificar dentro del género
del falso documental, como el Zelig
de Woody Allen, o docuficción, toma como
punto de partida un documental de la RTF sobre cómo, a partir del
descubrimiento de ese documento nazi por pate de un director español, Carlos
Giró, éste realiza a su vez un documental en el que traslada al gran público la
teoría conspiratoria nazi, lo cual sirve como pretexto que enciende la mecha de
las protestas sociales populistas antialemanas que provocan la salida del euro,
primero, y la salida de la Unión Euroea,
después, de los países del sur, para, más tarde, provocar el hundimiento final
de la propia UE. El resto lo ha de ver el espectador y sacar sus conclusiones.
Avanzo, no obstante, que habrá opiniones muy contrastadas, pero lo que no hará
esta gran invención es dejar indiferente a nadie. A mí me ha gustado
muchísimo el buen humor con que se ha planteado la fábula y la fuerte carga
ideológica que tiene detrás y que te fuerza a tomar partido. Quizás,
cinematográficamente hablando, no es una maravilla, y se ve enseguida la falta
de inversión en según qué momentos; pero tiene un ritmo excelente, las
interpretaciones no resultan grotescas, ni la del propio Hitler, y tiene un
pulso narrativo que no decae en ningún momento. Acaso el final sea muy
discutido, pero se ha de entender en clave metafórica, como todo el corto, en
realidad.
Diplomacia es otra cosa, sin embargo. La majestuosidad
de la puesta en escena, la convicción de la interpretación de los actores –es
una película de hombres, al viejo estilo de las producciones bélicas– y la
situación histórica de la que arranca el relato: la derrota final del Tercer
Reich y la orden que tiene el gobernador alemán de París de volar por los aires
la ciudad aún ocupada por las tropas hitlerianas, pero en proceso de franca retirada,
volando todos los puentes de París para provocar el desbordamiento del Sena,
además de la destrucción de los edificios emblemáticos de la ciudad: Notre
Dame, La Torre Eiffel, el Louvre y otros, forman un conjunto de elementos lo
suficientemente atractivos como para conseguir, con la maestría con que lo hace
Schlöndorff, una película que, sin ser una obra inmortal, sí que le hará pasar
un excelente rato al espectador, porque el duelo interpretativo entre André
Dusollier (magnífico en muchas ocasiones y especialmente en aquella
divertidísima e infravalorada película, Tanguy)
i Niels Arestrup (un secundario de lujo) raya a una gran altura. Diplomacia es un encendido canto al
poder persuasivo de la palabra bien empleada. La película tiene un innegable
origen teatral que el director no ha querido disimular intercalando escenas de
acción que actuasen como contrapunto del drama hablado que se desarrolla en la
suite de uno de los grandes hoteles de París, lleno de historias, aunque
tampoco faltan, perfectamente ajustadas al desarrollo de los acontecimientos.
Se trata de una situación límite en la que se enfrentan dos concepciones muy
diferentes de la vida: la diplomática y la militar, La primera, el perfecto
espíritu de la acomodación a las circunstancias, reinas y señoras de cualquier
decisión –¡si es que es obligado tomar alguna…!–; la segunda, el espíritu de la
obediencia debida y el ciego cumplimiento de las órdenes recibidas por los
indiscutibles superiores jerárquicos. El progreso de la situación está pautado
al milímetro y atrapa al espectador con la angustia de una hipótesis que sabe
de imposible cumplimiento: la destrucción de París. El tenso enfrentamiento,
sin embargo, entre ambos personajes y las sólidas razones del militar alemán,
aunque nada convincentes, consiguen que el espectador considere seriamente,
metido en ese apasionado combate argumental, la posibilidad real de un
imposible. ¿Hay mayor magia en la representación que conseguir eso? Pues esta
es la virtud excelente de la película. Y los responsables de eso son dos
actorazos en verdadero estado de gracia. La dirección de Schlöndorf es,
podríamos decir, transparente, siempre al servicio del choque de razones y
deberes, sin querer adornarlo ni restarle protagonismo a la palabra, reina y
señora de toda la representación. En tan poco espacio como el de la suite del
hotel, en ningún momento el espectador se siente angustiado ni padece ningún
conato claustrofóbico o incomodidad de cualquier clase. La tensión entre las
dos posturas transcurre con una fluidez que maravilla al espectador y le obliga
a preguntarse cómo es posible que en tan reducido espacio haya sido capaz de
convivir casi una hora y media con una situación así, pendiente de dos estrategias
tan opuestas. La lucha, en la que vence la palabra sobre la maldición (y
mal-dicción, también) de la fuerza bruta es admirable. Y el espectador sale del
cine agradecido por ese recordatorio.
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