Los dilemas morales ante la violencia familiar y el poder sanador del perdón sin el olvido.
Título original: Exhibiting Forgiveness
Año: 2024
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Titus Kaphar
Guion: Titus Kaphar
Reparto: André Holland; Andra Day; John Earl Jelks; Aunjanue
Ellis-Taylor; Daniel Michael Barriere; Ian Foreman; Matthew Elam; Jaime Ray
Newman; G.L. McQueary; Tia Dionne Hodge; Justin Hofstad; Daniel Allen Myers; Dan
Nainan; Peter Van Wagner; Chip Carriere; Tony Torn; Cindy Jackson; Carolyn
Kettig; Martha Morgan; Jewel Turner; Eric Newland.
Música: Jherek Bischoff
Fotografía: Lachlan Milne.
Una ópera
prima que lidia con la violencia familiar y la reaparición del padre
maltratador, por renovado y «otra persona» que sea, sitúa al espectador ante
acontecimientos muy comunes en la historia familiar de cualquier hijo de
vecino. Desde esta consideración, así pues, el autor trata un tema universal
que no vemos como algo ajeno o propio de ciertas circunstancias. La violencia
familiar, proteica como ella sola, es un fenómeno universal y conviene atarse
bien los machos para lidiar con ella sin que el infinito rencor acumulado en el
tiempo de la vejación nos impida, si ello es posible, administrar el perdón sin
reservas. Insisto, no es fácil, y ciertamente hay rencores que tienen absoluta justificación
y que son refractarios a la reconciliación.
El
protagonista de la historia es un pintor, quien vive con su mujer, una
compositora y cantante, papel desempeñado por Andra Day (¡qué asombroso parecido
el suyo con Rihanna!), quien lo es en la realidad, y el hijo de ambos a quien
el protagonista trata con una delicadeza absoluta, para evitar en todo momento
que el espectro del padre, el abuelo de la criatura, se entrometa entre ambos.
La abuela vive separada del marido y el hijo cuida de ello con tierna solicitud,
no exenta de incomprensión cuando la mujer se empeña en que le dé una
oportunidad a su padre, que hable con él y que mire si, siguiendo la letra de
la Biblia, es capaz, simplemente, de perdonarlo, dada que se ha transformado en
«otro hombre».
El
protagonista, un magnífico André Holland, dueño de una intensidad emocional que
gestiona con maestría ante la cámara, es un pintor en proceso de ultimar su próxima
exposición. Se trata de pinturas de gran formato que recogen, con un estilo
colorista y un trazo firme, naturalista, la vida cotidiana del pintor, con el
añadido de alguna dimensión surrealista o fantástica que conecta con sus
poderosas vivencias de niño y adolescente en la barriada de sus padres. Se
trata de un autor de éxito que, dada la intensidad emocional con que, al hilo
de la relación con el padre, ha vivido la confección de sus cuadros, no acaba
soportando la dimensión comercial que obligatoriamente forma parte de su
profesión. Ello se ve al final, en la vernisagge próxima al desenlace de
la película, cuando el pintor estalla en una crisis que amenaza con
desacreditarlo ante los persuadidos compradores de sus obras.
La vida
cotidiana no tarda en darnos señales de la tensión constante en que vive el
protagonista, la cual se acentúa extraordinariamente cuando el padre aparece en
casa de la madre y el hijo coge al nieto y se lo lleva de la casa, porque no
quiere que tenga ninguna relación con el abuelo. Y por ahí desembocamos,
inmediatamente, en el origen del mal que intuimos desde el comienzo de la proyección.
Intuíamos un caso de maltrato en la figura de la madre, que existe, cierto, y
ello ante la mirada impotente del hijo que ni siquiera puede poner de pie a su
voluminosa madre, tras la agresión del marido perdido en a drogadicción. No, el
aspecto capital de esa violencia es la que ejerce el padre sobre el hijo, a
quien le exige que trabaje con él en una penosísima labor de recoger basura. No
desvelaré los pormenores de esa relación, porque acaso atenuarían el fortísimo
impacto que causa en el espectador un suceso desgarrador, narrado casi como si
de una película de terror se tratase, y no le anda lejos la comparación, porque
la congoja del espectador es de primera clase, y le sirve para entender la renitencia
del pintor a la hora de administrar algo que solo está en su mano: el perdón,
un levantamiento del castigo que ha durado desde la adolescencia hasta su
presente como pintor de éxito. A este respeto es fundamental, me parece, la
historia de la relación de su padre con su abuelo, porque ello le ayuda a
comprender la manera de actuar de su padre, aunque nunca a «comprenderla» y muchísimo
menos a disculparla.
La historia
discurre con cierta calma cotidiana, como la del encuentro de los dos hermanos,
para el que al espectador le falta contexto, porque irrumpe en escena y no
sabeos bien cuál es la relación del pintor con él. Es cierto que la degradación
del padre hacia la drogadicción y su lamentable estado final, hasta que
consigue reenderezar su vida a través de la religión, es una baza fuerte de la
película, y la interpretación muy versátil de John Earl Jelks le confiere una
capacidad de verdad que llega a conmovernos, aunque no logramos acabar de verlo
desde fuera de la mirada dolorida del protagonista, cuya vida ha sido, desde
que abandonó su casa, una lucha constante para apartarlo de su vida, pero no de
su memoria, como podemos comprobar por los cuadros que pinta. Hay algunos
momentos mágicos en la película, como cuando el pintor maduro se ve pasar por
la acera, de niño, empujando alguna de las pinturas ante la casa real que
aparece en el cuadro, una suerte de estrecho nexo que forma parte de la herida
que no cicatriza, ¡y hay para qué!
Se trata de
una ópera prima, y Kaphar ha hecho lo más difícil: ofrecernos emociones en
carne viva y muy dolorosas, y lo ha sabido hacer sin caer en maniqueísmos ni
chafarrinones sentimentaloides. La escena en el parque, un diálogo previo al
ataque que sufre la madre, justo después de haber tenido una tensa, muy tensa,
entrevista con su hijo, a cuyas convicciones religiosas —inexistentes, por otro
lado…— apela para perdonar a su padre, forma parte de esos momentos logrados,
que abundan en la película. Imagino que, en el futuro, Kaphar aún nos deparará películas
más redondas que esta, ya de por sí muy notable.