Más cerca de
Clint Eastwood, Sin perdón, que de Homero, el Ulises de Uberto peca de
libérrimo…
Título original: The Return
Año: 2024
Duración: 116 min.
País: Reino Unido
Dirección: Uberto Pasolini
Guion: Edward Bond, John Collee, Uberto Pasolini. Novela: Homero
Reparto: Ralph Fiennes; Juliette Binoche; Charlie Plummer; Chico
Kenzari; Claudio Santamaria; Ángela Molina; Kayne Lee Harrison; Tom Rhys
Harries; Amir Wilson; Jamie Andrew Cutler; Moe Bar-El; Aaron Cobham; Jaz
Hutchins; Amesh Edireweera; Francesco Dwight Bianchi; Magaajyia Silberfeld;
Kaiti Manolidaki; Ayman Al Aboud; Fabius De Vivo;
Nicolas Exequiel Retrivi
Mora; Giorgio Antonini; Stefano Santomauro.
Música: Rachel Portman
Fotografía: Marius Panduru.
Tengo
que agradecer a Uberto Pasolini que me haya empujado a la relectura de casi la
mitad de la Odisea, el espacio que ocupa el regreso del héroe a su patria, lo cual da ya alguna idea de su importancia en
la narración, algo que he hecho con devoto fervor e inmenso placer reparador.
Yo entiendo que los autores tengan una «lectura propia» de las grandes obras
del pasado, y más áun de una auténticamente «fundacional» como lo es la Odisea,
de Homero. El innegable instinto humano para contar historias, tan pronto como
el perfeccionamiento del lenguaje se lo facilitó, tiene en las aventuras de
Ulises algo así como la semilla primordial. El reproche máximo que puede
hacérsele a la película de Pasolini es que haya dejado de lado el original de
Homero y, con los personajes de este, haya urdido una ficción en la que se
desdibujan no solo los acontecimientos del clásico, sino también las
psicologías de los personajes y parte sustancial de la trama, de modo que nos
sitúa antes unos personajes y conflictos de su absoluta invención, algo así,
imagino, como la narración de la cautividad de Cervantes en Argel...
Imagino
que Pasolini querrá que se enjuicie la invención suya, no la que podría haber
sido, de haber seguido el original «al pie de la letra», y tiene todo el derecho,
pero mientras que ciertas lecturas «laterales» de los clásicos pueden llegar a
enriquecerlos, con una nueva perspectiva desde la que contemplarlos: Rosencrantz y Guildenstern han muerto,
de Tom Stoppard, o Robin y Marian, de Richard Lester, he de reconocer
que me cuesta mucho reconocer las bondades innatas de esta película, planteada,
como digo en el título, más como la típica venganza propia de los westerns
o de los thrillers, que como la «coronación» de un periplo en el que el héroe ha exhibido unas características
por las que ahora, en el apoteósico final, los lectores lo siguen reconociendo,
y esperando de él que esté a la altura de los episodios anteriores. De hecho,
en el original, el propio Ulises recurre a ese mecanismo de identificación que
dota de absoluta congruencia la construcción del personaje: ¡Aguanta,
corazón!, que ya en otra ocasión tuviste que soportar algo más desvergonzado,
el día en que el Cíclope de furia incontenible comía a mis valerosos
compañeros. Tú lo soportaste hasta que, cuando creías morir, la astucia te sacó
de la cueva, se dice Ulises, para que el impulso vengativo no eche a perder
la bien trabada estrategia, ¡concertada con Telemaco!, para deshacerse de los
pretendientes. Algo que ya nos anticipa el narrador cuando se encuentra con
Eumeo, el porquero: Odiseo comía la carne y bebía el vino con voracidad, en
silencio. Y estaba sembrando la desgracia para los pretendientes.
Si
en la película funciona el mecanismo elíptico que permite ahorrar explicaciones
de lo que todo el mundo sabe, he de decir que en esta película los guionistas
pecan de absoluta infidelidad al texto original, y ello hasta desfigurarlo y
volverlo irreconocible, por lo que se suspende, nítidamente, la deseada
«complicidad» con él, como gran epopeya, y con el personaje central, Ulises, de
quien se nos ofrece casi una versión bergmaniana. ¡Y no hablemos ya de la
torpeza que significa la concepción de Telémaco como enemigo de quien no volvió
para castigar a los pretendientes y abandonó su reino, a su mujer y a él mismo,
una suerte de joven rebelde que se convierte en juez implacable de su propio
progenitor.
No ignoro que cuesta horrores asimilar la
perspectiva de unas vidas que, en gran medida, están regidas por las
actuaciones, favorables o contrarias, de los dioses, pero eso es el espacio mítico
en el que ha de entenderse el desarrollo de la acción, porque de ellos, y concretamente
de Atenea, va a depender que el curso de la acción sea uno u otro. Que Ulises aparezca
en Ítaca como un viejo vagabundo que no tiene donde caerse muerto no es, como
se nos dice en la película, obra del tiempo transcurrido o de sus desgracias náuticas,
porque Ulises no llega a Ítaca con esa condición, sino como un hombre de
mediana edad, fuerte, rubio y con las riquezas que le han dado quienes lo han
llevado hasta a isla: los feacios. Es, pues, obra de Atenea, el envejecimiento
del héroe como un ardid para que no sea reconocido por nadie, aunque, cuando él
quiere, sabe cómo darse a conocer. Ese desdoblamiento de apariencia volverá a
repetirse para darse a conocer a Telémaco, con quien comparte un llanto
incontenible por el reencuentro feliz: Telémaco, abrazado a su padre,
sollozaba derramando lágrimas. A los dos les entró el deseo de llorar y
lloraban agudamente, con más intensidad que los pájaros.
Es,
pues, otro «drama», infinitamente más simple, el que nos narra Pasolini en una
película de exquisito gusto cinematográfico y de muy conseguida ambientación.
La luz se adecua a las exigencias naturalistas de la iluminación que tendrían
los personajes en aquella época y el realizador consigue encuadres tenebristas
de mucho mérito. Es cierto que, en la medida en que el espectador espera
ansioso la venganza de Ulises contra los pretendientes, el «relleno», el
enfrentamiento con Telémaco de por medio, por ejemplo, no tiene la suficiente
tensión como para estar a la altura de la descarga de adrenalina que se espera.
Ello se debe a la incomprensión del carácter del héroe, «el de muchos ardides»,
y cómo la escena final del enfrentamiento a los pretendientes es obra, en
definitiva, de esa capacidad para «tramar» las circunstancias favorables que le
permitan salir con bien, algo que no solo no tiene claro, sino que se ve
necesitado de agradecer la ayuda divina en la persona de Méntor, su amigo y
consejero de Telémaco, cuya encarnación adopta Atenea para ayudar a su héroe
itaquense en la lucha, aunque se suba de un salto a una viga, desde la que contempla el desarrollo de la acción, dejando en manos de Atenea infuir en la misma. Esta claro que esta compleja interacción entre héroes y
dioses no ha sido del gusto de Pasolini, quien ha optado por hacer un Ulises más
cercano a los primitivos deseos de venganza propio de géneros como los que he
citado, lo cual reduce mucho la complejidad de la obra y, en cierto modo, la violenta,
al introducir códigos del siglo xxi
en una obra del siglo viii a. C.
Legítimo, sin duda, pero de dudosa eficacia narrativa, porque la encarnación
del héroe solitario que lucha por su honra, llevando él solo la iniciativa de
la venganza, se compadece poco, como he venido diciendo, con las
características del Ulises originario. ¡Y lo que choca el desprecio con que
Penélope contempla el baño salvaje de sangre! Una reacción que parece
convertirse en un lamento por no haber aceptado antes al refinado Antínoo. Ahí,
las cosas como son, Pasolini no ha estado ni fino ni certero.
Recomiendo
a los espectadores que hagan como yo y lean esa amplia parte de la Odisea y la
comparen con la película. Se darán cuenta, entonces, de la enorme sutileza del
acercamiento a Penelope por parte de Ulises, quien, como pobre vagabundo
adoptado compasivamente por Telémaco, da señales a Penélope de haber conocido
realmente a Ulises en otra corte, según la descripción que hace de la bordada
túnica doble del héroe: El divino Odiseo tenia un manto purpureo de lana,
manto doble que sujetaba un broche de oro con agujeros dobles y estaba bordado
por delante: un perro sujetaba entre las patas delanteras a un cervatillo
moteado y o miraba fijamente forcejear. Y esto es lo que asombra a todos, que,
siendo de oro, el uno miraba al cervatillo mientras lo ahogaba y el otro,
deseando escapar, forcejeara con los pies, dice el vagabundo, ante el
estremecimiento de la reina, que reconoce la vestimenta de su esposo.
El
silencio que domina la narración de Pasolini nos ha impedido que la locuacidad
de Ulises sea escuchada en la película, y ella es también atributo insoslayable
del protagonista, a quien se deben algunas intervenciones de mucho mérito
filosófico, como cuando reprende a los pretendientes durante la cena, a
propósito del enfrentamiento entre el
pobre pedigüeño Iro y Ulises, quien, al enfrentarse a él, deja al descubierto su sólida encarnación
atlética, que impresiona a los gorrones que quieren ocupar su lugar y a quienes
se atreve a decirles, centrándose en uno de ellos, Anfínomo: Nada cría la
tierra más endeble que el hombre de cuantos seres respiran y caminan por ella.
Mientras los dioses le prestan virtud y sus rodillas son ágiles, cree que nunca
en el futuro va a recibir desgracias; pero cuando los dioses felices le otorgan
miserias, incluso estas tiene que soportar con ánimo paciente contra su
voluntad. […] Por esto ningún hombre debe ser nunca injusto, sino
retener en silencio los dones que los dioses le hagan.
La
película nos hurta algo esencialmente ingenioso y hermoso: el proceso de
autoidentificación de Ulises frente a una escéptica Penélope, poco dispuesta a
lanzarse a los brazos de cualquier impostor, aunque haya sido capaz de armar el
arco de su marido y de atravesar con la flecha los doce agujeros de las hachas
de doble filo sin tocar ninguna. Por cierto, el ardid de calentar el arco antes
de doblarlo para armarlo, lo hacen también los pretendientes en la narración original.
LO digo porque se presenta aquí casi omo el recurso último del ingenioso Ulises
para armar el arco… Dentro de ese acercamiento nos priva la película del famoso
sueño de Penélope: 20 gansos comían trigo remojado con agua en su casa y ella
se alegra contemplándolos. Llegó desde el monte un águila y a todos les rompió
el cuello. Y los mató. En el sueño, el águila se presenta como Ulises y le dice
que exterminará a los pretendientes. Forastero —concluye Penélope—, sin
duda se producen sueños inescrutables y de oscuro lenguaje y no todos se
cumplen para los hombres. Porque dos son las puertas de los débiles sueños: una
construida con cuerno, la otra con marfil. De estos, unos llegan a través del
bruñido marfil, los que engañan portando palabras irrealizables; otros llegan a
través de la puerta de pulimentados cuernos, los que anuncian cosas verdaderas
cuando llega a verlos uno de los mortales. Una concepción, esa de las dos
puertas, que recuperará Freud en La
interpretación de los sueños.
De
igual manera, la intervención de los adivinos cae fuera del reducido esquema
argumental de Pasolini, y, por ello, nos perdemos la tercera intervención de
Teoclímeno tras regresar de Pilos con Telémaco: el augurio de la tragedia
inminente que se abatirá sobre los indignos pretendientes: Eurímaco, no te
he pedido que me des acompañamiento, que tengo ojo, oídos y ambos pies y una
razón bien construida en mi pecho, en absoluto incongruente. Con estos me voy
afuera, pues veo claro que la destrucción se os acerca, de la que no va a poder
huir ninguno de los pretendientes, los que en la casa de Odiseo, semejante a un
dios, insultáis a los hombres y ejecutáis acciones inicuas.
Hay
dos elementos del libro que sí se han respetado en la película: que Argos, el
perro de Ulises, lo reconoce justo antes de morir, como si hubiera esperado
para hacerlo a que su amo regresara, y el reconocimiento de quién es el viejo
vagabundo por parte de su nodriza, Euriclea, quien, después de reconocer la
cicatriz del desgarro que le causó el colmillo de un jabalí cuando era joven, le profesa su lealtad y le dice que le
revelará, cuando se deshaga de los pretendientes, qué esclavas lo han
deshonrado y cuáles no. Porque la dimensión terrible de la múltiple venganza de
Ulises no es, ciertamente, para ser representada en pantalla, dada su excesiva
crueldad, propia, por otro lado, de aquella época.
En
fin, la película, aunque en exceso morosa y unidimensional, se ve con gusto
gracias a la interpretación de Ralph Fiennes y de Ángela Molina, muy en su
papel. La Binoche cumple con su cometido, pero, con la indefinición de los personajes,
queda a medio camino de lo que hubiera sido la culminación de una historia de
amor. El atolondrado desenlace deja más interrogantes que respuestas, y de eso
es de lo que me quejo. Traduttore, traditore, reza el dicho. Y reza
bien.
NOTA: A título anecdótico, fíjense en el grabado y comprobarán que, fiel al original de Homero, Uises empuña el arco sin llevar la aljaba colgada a la espalda, como sí ocurre en la película; aljaba de la que Ulises, más como Robin Hood, va sacando a velocidad de vértigo las flechas con que despacha a sus adversarios. El original nos dice que vacía la aljaba en el suelo y de este va cogiendo las flechas, pero...