miércoles, 20 de noviembre de 2024

«Reality», de Tina Satter, una ópera prima política.

Los límites entre la confidencialidad y la transparencia democrática.

 

Título original: Reality

Año: 2023

Duración: 83 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Tina Satter

Guion: James Paul Dallas, Tina Satter

Reparto: Sydney Seweeney; Josh Hamilton; Marchant David; Benny Elledge; John Way.

Música: Nathan Micay

Fotografía: Paul Yee.

 

          La dramaturga Tina Satter, que llevo a las tablas la historia de Reality Winner, un caprichoso nombre impuesto por su extravagante padre, no ha tardado en trasladar a la pantalla la historia de la informante que llevó a la prensa, a The Intercept, concretamente, los planes estratégicos de los hackers rusos para alterar las votaciones presidenciales. Se trataba de una información secreta que la informante sacó clandestinamente de su oficina para enviarla al diario. Antes incluso de que se publicara la información, dos agentes del FBI se presentaron amistosamente en la casa de la exmilitar, ahora en labores de rastreo de informaciones sensibles para la inteligencia usamericana, con la finalidad de interrogarla acerca de unos documentos misteriosamente desaparecidos de la oficina de la sospechosa, sobre los que ella alega no saber absolutamente nada de nada.

          Estamos en presencia de una película política en la que se representa, ante nuestros asombrados ojos, el caso real de Reality Winner, una mujer finalmente condenada por revelación de secretos a 63 meses de cárcel. La película se basa en las grabaciones efectuadas ese día, momentos que se intercalan en la acción, como si se tratara de un documental, más que de una ficción que, obviamente, no es, aunque adopte las maneras de esta para potenciar un caso que no tuvo el eco mediático del de Edward Snowden, sin duda, pero cuyo interés se revela en cuanto asistimos a los primeros compases de la película y vemos el modus operandi de los dos agentes, a los que no tardan en unirse otros muchos que se encargan, tras acordonar la zona, de registrar a mucha conciencia el domicilio de la sospechosa.

          Recordemos que el caso Snowden, que fue tratado en un documental, Citizen Four, de Laura Poltras, y en una película, Snowden, de Oliver Stone, el gran debelador de las lacras del sistema democrático usamericano, y tuvo en su origen los planes de la CIA y la NSA de establecer un sistema de espionaje mundial, muy en la línea de la clarividente distopía 1984. Snowden, tras escapar de sus excompañeros, acabó viviendo en Rusia, donde Putin le concedió la ciudadanía rusa, aunque a cambio, en aquellos momentos, de «no trabajar contra el gobierno amigo de los Estados Unidos de América», lo cual no deja de ser sorprendente, visto todo desde nuestro presente. Reality Winner, como el propio Snowden, jamás ha reconocido haber cometido ninguna traición, porque, tras pasar cierta información de mucho relieve por sus manos, hubo de decidir si esa información había de quedar clasificada como secreta en la NSA o debía ser conocida por sus compatriotas, dada su trascendencia, porque las votaciones electorales adulteradas significan la quiebra absoluta del sistema democrático. Forma parte, pues, su historia, de una línea de periodismo informativo que aprovecha las filtraciones, como el caso de WikiLeaks, que ha tenido a su promotor, Julian Assange, huido de la Justicia durante muchos años, hasta que ha llegado a un acuerdo para no ser perseguido por la Justicia usamericana si, a cambio, como así lo hizo, se declaraba culpable de un delito de espionaje.

          La película, algo claustrofóbica de Satter, consiste, como decíamos, en el interrogatorio al que dos agentes del FBI someten a una trabajadora de una empresa colaboradora de la NSA que aparenta ignorar por qué y para qué la visitan. No podemos hablar, ciertamente, del método socrático para caracterizar el a veces tenso y a veces distendido interrogatorio a la joven, pero lo cierto es que mediante una compleja red de abordamientos desde diferentes perspectivas los dos agentes principales van sacando de la joven la información que ella conoce. En el método socrático, el interlocutor no sabe que lo sabe, aquello que le revela Sócrates, pero aquí se da la circunstancia de que sí. Con todo, la lucha dialéctica entre los interrogadores y la sospechosa se mantiene durante mucho tiempo, y eso forma parte del «contenido» último de la historia: un ejercicio de «acoso y derribo» practicado con suma habilidad, con esa «mano izquierda» que se le ha de suponer a quienes actúan desde una instancia de poder. Porque eso es, básicamente, lo que nos muestra la película, cómo cae el poder con toda su fuerza, presión y contundencia, sobre una ciudadana frágil que en ningún caso puede ofrecer otra resistencia que la de negarlo todo, como en los sainetes de adulterio, si bien ya anticipo que el humor que aparece de tanto en tanto en la película no tiene la suficiente fuerza como para compensar el cerco tenaz y eficaz a que someten los agentes a la joven, cada momento que pasa más empequeñecida frente a la presencia intimidatoria de los agentes del FBI. Uno de ellos, bien normal, Josh Hamilton, quien lleva el peso de la indagación, se acerca a ella buscando cierta complicidad; el otro, que interviene menos, Marchant David, es un auténtico armario de gimnasio que intimida a cualquier Sansón que tenga la desgracia de cruzarse con él. La protagonista,  Sydney Seweeney, se convierte, en ese coro de feroces sabuesos, en una víctima de la que no tardamos en apiadarnos y con quien empatizamos, haya hecho lo que haya hecho, en principio, y luego, sabiendo de qué se trata, con conocimiento de causa. El modo como ella lo va negando todo y, al tiempo, va cayendo lentamente en la red de los interrogadores, es un prodigio de progresión dramática que nos permite seguir el caso con un interés creciente, se conozca o no la historia. Pensemos que, a lo largo del interrogatorio, emergerá, también, un retrato de la protagonista y una descripción de su vida y de sus intereses prioritarios. Su amor por sus mascotas, su responsabilidad como profesora de yoga, su conocimiento de lenguas de Medio Oriente, que la convierten en una de las principales traductoras del parsi, por ejemplo, lo que tanto impresiona a los investigadores, así como su pasado militar. Se trata, por lo tanto, de la paciente elaboración de una tela de araña en la que acabe cayendo la sospechosa por sus mentiras contadas. ¡Y a fe que impresiona, desde la perspectiva de la mujer, verse rodeada por tantos agentes sin que ni una mujer, salvo a ultimísima hora, aparezca en escena! No se trata, en todo caso, de una vida estandarizada, sino de una solitaria muy particular, muy concienciada respecto a su condición femenina y su limitado repertorio de intereses vitales. Casi hubiera podido titularse Sola frente al Estado o algo de ese jaez, porque sus representantes aparecen junto a su vehículo como tememos que nos llegue a casa el sobre parcialmente ennegrecido de una complementaria del Ministerio de Hacienda…

 

 

 

         

 

         

«La boda de Rachel», de Jonathan Demme y «No llores, vuela», de Claudia Llosa, sobre la pérdida.

Título original: Rachel Getting Married
Año: 2008
Duración: 116 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Jonathan Demme
Guion: Jenny Lumet
Reparto: : Anne Hathaway; Rosemarie Dewitt; Bill Irwin; Debra Winger; Anna Deavere Smith; Anisa George; Mather Zickel; Tunde Adebimpe; Roger Corman; Sebastian Stan.
Música: Zafer Tawil
Fotografía: Declan Quinn.

 






Título original: No llores, vuela (Aloft)

Año: 2014

Duración: 96 min.

País: España

Dirección: Claudia Llosa

Guion: Claudia Llosa

Reparto: Jennifer Connelly; Mélanie Laurent; Cillian Murphy; William Shimell; Zen McGrath; Nancy Drake; Winta McGrath; Erika Marxx; Oona Chaplin.

Música: Michael Brook

Fotografía: Nicolas Bolduc.

 

El drama familiar de la pérdida y la casi imposible redención: un mismo motivo, dos estéticas opuestas.

 

          ¡Qué abismo entre los planteamientos estéticos de estas dos películas: la primera es una rareza personalísima en la carrera de Jonathan Demme, una suerte de nouvelle wedding, y la segunda, un Fargo espiritual en el que resuenan los ecos de la contracultura sanadora. En ambas, sin embargo, hay un motivo dinámico que hace estallar las relaciones familiares que se nos muestran en una y otra: la pérdida de un niño en el seno familiar, provocada por la acción irresponsable de otro miembro de la familia.  Teniendo, como se advierte, tan terrible similitud, parece algo atrabiliario que me atreva a juntar dos películas, de tan distinta factura estética, en la misma crítica. Entiendo, dicho sea en mi descargo, que un suceso de semejante envergadura, marca la vida del superviviente de un modo decisivo, tanto para su presente como para su incierto futuro.

          Cronológicamente, La boda de Rachel es la primera y su planteamiento estético es muy curioso, porque parece una película de la nouvelle vague o del innovador usamericano John Cassavetes, sobre todo por el uso de la cámara al hombro y el movimiento casi anárquico que ello conlleva. Si añadimos que el título responde fidelísimamente a lo que vamos a ver, porque casi toda la acción transcurre durante los preparativos y la boda de Rachel, la hermana de la protagonista, quien acaba de salir del sanatorio mental donde está ingresada para asistir a la boda en casa del padre, la película adquiere un aire de película «casera» o de reportaje documental con ciertas licencias «creativas». El padre la recibe con un cariño que despierta los celos de la hermana mayor, a punto de casarse y quien más se ha preocupado por el padre. La hermana, además, es psicóloga, lo cual añade un plus de enconamiento a la tensa relación que hay entre ambas, por más que el recibimiento sea muy afectuoso, pero todo se rompe cuando Kym, la hermana en rehabilitación de su adicción al alcohol y a otras drogas, tiende a erigirse en el centro de atención, «exhibiendo» su trastorno como parte preciosa de su compleja personalidad, capaz, sin embargo, de atraer la atención de otro invitado que comparte con ella las sesiones de Alcohólicos Anónimos a las que asiste. Los padres están separados, y se deja entrever una relación «imposible» entre Kym y su madre, lo que dará pie a una de las escenas más desgarradoras de la película, llena, por otro lado, de escenas en las que la tensión no por soterrada deja de provocar un fuerte desasosiego en los espectadores, porque es universal la «incomodidad» que el trastorno mental provoca en quienes han de convivir con él, aunque sea en el marco festivo de una fiesta tan vivida y sentida como un enlace matrimonial. Puede tenerse la sensación de que limitarse tanto al desarrollo de la boda y las diferentes interpretaciones musicales, recordemos que el novio es músico, constituye un ejercicio narrativo falso, dado que todo se resuelve en una sucesión muy dinámica de gestos, miradas, amagos de acción, silencios, huidas…; pero si a buen entendedor pocas palabras bastan, cuando se trata de imágenes no hemos de esperar el soporte de la palabra y sí sacar conclusiones de todo lo que acabo de destacar, porque ahí, en la mejor tradición del arte cinematográfico, es donde ha de buscarse el sentido de esta película extraña a los usos usamericanos, pero muy cercana al mejor cine europeo.

          No llores, vuela, de Claudia Llosa, que aun siendo película española fue ignorada en los Goya, como lo fueron la muy hermosa de Isabel Coixet, Nadie quiere la noche y la espectacular de Icíar Bollaín, Yuli, es una película diametralmente opuesta, en sus principios estéticos a la de Demme. El motivo dinámico de la historia es el mismo, pero, en este caso, es el hijo mayor quien acaba provocando la muerte del hijo pequeño, enfermo, a quien la madre dedica un a atención que margina al otro hijo, quien solo puede refugiarse en el abuelo. En los preliminares de la historia, el hijo, que siente pasión por la cetrería, acompaña a su madre y su hermano a una cita con un sanador en quien la madre tiene puestas sus esperanzas de salvar a su hijo, desahuciado por la ciencia. En el curso de esa visita, el hijo ve cómo le matan su halcón y el curandero descubre que la madre que ha ido a buscar su ayuda tiene poderes curativos que desconocía. La historia no pasaría de un motivo irrelevante que confirmaría la extendida credibilidad usamericana en lo sobrenatural, pero se da la magna circunstancia de que la acción transcurre en los páramos helados de Manitoba, lo que le permite a la cineasta crear una atmósfera en la que continuamente nos sorprenderán los hallazgos fotográficos. En cuanto aparece un paisaje extenso y totalmente nevado en una película, pensamos en Fargo, tal es el poder de la película de los hermanos Coen, pero en este caso ese hielo tiene un valor metafórico indiscutible, porque la madre, tras la muerte supuestamente accidental del hijo por el que tanto se preocupaba, repudia al hijo mayor, al que hace responsable de su muerte y lo deja en compañía del abuelo para apartarse vitalmente de él. La madre es Jennifer Connelly y el hijo, ya mayor, Cillian Murphy. Este se ha convertido en una autoridad nacional sobre el arte de la cetrería, y por ese motivo lo visita una periodista canadiense para hacer un reportaje sobre su arte y sobre su persona. Poco a poco, la historia irá derivando hacia un conocimiento íntimo que hace aflorar la pérdida sin par de un hijo a quien su madre abandonó de niño. La «fachada» de la periodista canadiense se aguanta hasta que conocemos el interés personal en la localización de la madre huida: padece un cáncer y solo confía en los poderes sanadores de la madre de su entrevistado, quien, paulatinamente, va cediendo para asistir a ese encuentro entre madre e hijo. El resto, obviamente, cae del lado del espectador, que ha de imbuirse de la lírica dramática de la película para moverse cómodamente en el espacio de la adversidad climática absoluta y en la espiritualidad de unos paisajes agrestes que sirven de escenario para un drama más que sentido. Las actuaciones del trío protagonista, madre e hijo, y la periodista, Mélanie Laurent, son impecables, sobrias, ajenas al dramatismo lacrimógeno y a toda clase de efectismos melodramáticos. Estamos ante una tragedia clásica, anagnórisis incluida, que pone a prueba el buen hacer de los tres intérpretes, y salen del reto con nota altísima. A veces puede dar la impresión de que la dirección se ha contagiado de la frialdad del escenario dominante de la historia, pero el virtuosismo de la fotografía y la selección de tomas que generan un estado de ánimo en el espectador muy concreto confieren a la película una dimensión lírico-dramática muy intensa, a la altura del dramatismo propio de los sentimientos devastados de los protagonistas.

         

viernes, 15 de noviembre de 2024

¡Qué ruina de función!, de Peter Bogdanovich, as usual.

Divertidísima adaptación a la pantalla, en clave de screwball comedy, de un vodevil clásico: ¡Qué ruina de función!

 

 

Título original Noises Off!

Año: 1992

Duración: 99 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Peter Bogdanovich

Guion: Martin Kaplan. Teatro: Michael Frayn

Reparto: Michael Caine; Carol Burnett: Denholm Elliott; Julie Hagerty; Marilu Henner: Mark Linn-Baker; Christopher Reeve; John Ritter; Nicollette Sheridan.

Música: Phil Marshall

Fotografía: Tim Suhrstedt.

 

          Mi Conjunta me hizo caer en la clave del asunto: estábamos viendo una adaptación al cine del que fuera gran éxito teatral en Barcelona en 1985, en adaptación de Paco Mir, miembro fundador de El Tricicle, bajo la supervisión del propio autor, Michael Frayn: Pel davant i pel darrera [La adaptación en castellano de Juan José Arteche se tituló Al derecho y al revés.] En Barcelona tuvo un éxito de público absoluto. No solo ese año, sino en las dos ocasiones posteriores en que se reestrenó: , en el 96 y en el 2002.

 A mí la película me fue entusiasmando a medida que la trama se complicaba y pasábamos de una comedia de enredo a un vodevil disparatado en la mejor tradición del género, sobre todo por el uso de las puertas y las correspondientes entradas y salidas con un ritmo in crescendo que se gana al espectador, también en la versión cinematográfica, bastante más libre que la propia obra teatral, gran parte de la cual se representa en pantalla como se hizo en el teatro.

Bogdanovich supo ver enseguida el potencial de una adaptación cinematográfica, aunque su más que loable esfuerzo no halló la recompensa de la taquilla, y no me explico por qué, excepto, acaso, por el toque excesivamente brittish, lo que pudo retraer al espectador usamericano. En cualquier caso, mi entusiasmo fue creciendo a medida que la trama pasaba de ese vodevil discreto a un ejercicio casi surrealista de intrincadas relaciones que solo podían manifestarse cinematográficamente a través de dos de sus géneros fundacionales: el slapstick y la screwball comedy, a los que Bogdanovich rinde sentido homenaje en esta película. Hay, por lo tanto, además del homenaje al teatro, un homenaje a la propia historia cinematográfica, lo cual es coherente con la vida de un director y estudioso del cine, faceta esta casi tan valiosa como la de su propia creación artística, en la que hay títulos tan espectaculares como El héroe anda suelto (Targets) y La última película (The last picture show).

Me parece que no tiene mucho sentido intentar resumir el argumento de una obra que, por torpezas de los actores y por las subsiguientes reacciones ante las relaciones cruzadas que mantienen fuera de la obra, se va complicando hasta llegar al absurdo. Es evidente que hay una cierta sátira controlada, tanto hacia el sistema impositivo como hacia las relaciones sexoafectivas. Si a ello añadimos el toque de un magnífico ladrón muy aficionado a la botella, interpretado por Denholm Elliot, a quien, poco después de esta película, en la que aparece como un viejo, vi en La barrera del sonido, de David Lean, con apenas 25 años, y una gotita de anagnórisis, tenemos una visión más o menos intuida del auténtico «desmadre» que se representa en escena.

Como sucede en cualquier comedia, la vis cómica de los actores es indispensable para el éxito de la representación. Y ahí emerge Michael Caine como el Director a quien nada satisface y corta continuamente el ensayo de sus actores para desesperación, ¡y confusión!, de estos. En la versión cinematográfica, construida por flashbacks que explican la vida de la obra hasta llegar a Broadway, la figura del Director permite ciertas licencias que aumentan el protagonismo de Caine, de lo que se beneficia enormemente la representación. A cualquiera, en su momento, debió de chocar fuertemente ver a Cristopher Reeve en un papel cómico en el que incluso acaba con los pantalones en los tobillos, del mismo modo que no nos sorprende que una actriz tan bien dotada como Nicollete Sheridan haya de pasarse casi toda la función en ropa interior, como un ejemplo de la bella ingenua que acaba resultando una inteligencia feliz. La presencia de Carol Burnett parecía una exigencia y otro homenaje a una profesión, la de «cómica» que ella representaba ala perfección, tras toda una carrera dedicada a hacer reír a los espectadores. ¡Quién no la recuerda en Primera plana, de Billy Wilder, por ejemplo!

Es cierto que en la versión de Bogdanovich la obra corre el riesgo de mostrar más crudamente la inanidad de ciertos conflictos de la obra, así como la ruptura del timing que la trama exige al rodar esa suerte de interludios con el director, al margen de la gracia intrínseca que tengan, por descontado. Por otro lado, no es menos cierto que la habilidad de la cámara para potenciar los momentos hilarantes del tráfico de objetos que vienen y van de unas a otras manos es mucho más visible en el cine que en el teatro. Sea como fuere, esta película de Bogdanovich, acaso de encargo, pero impecablemente planificada y dirigida, es una muy buena adaptación que, si solo consigue alguna carcajada aislada, sí consigue la sonrisa permanente de complacencia ante una perfecta realización. Recordemos, además, que el autor ha ido añadiendo cambios a lo largo del tiempo, por lo que cada representación puede ser diferente en algunos aspectos de las anteriores, lo que no deja de ser un aliciente para ir a verla cuando la reestrenen en algún teatro.

Veinte años hubieron de pasar entre el estreno fallido de la siguiente película de Bogdanovich, Esa cosa llamada amor (1993) , y su regreso con todos los honores a la pantalla gracias a Lío en Broadway, ya criticada favorablemente en este Ojo, aunque no puede decirse de él, un director cinéfilo hasta las cachas, que el éxito popular haya ratificado su buen quehacer. Pero a muchos aficionados no nos pasa por alto  la enorme calidad fílmica de todas y cada una de sus obras, y entre estas han de incluirse sus documentales y sus libros, por supuesto.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

«La barrera del sonido», de David Lean.

 

Un drama sobre exploradores que no admiten lo imposible.

 

Título original: The Sound Barrier

Año: 1952

Duración: 118 min.

País:  Reino Unido

Dirección: David Lean

Guion: Terence Rattigan

Reparto: Ralph Richardson; Ann Todd; Nigel Patrick; Denholm Elliott; Dinah Sheridan;

Joseph Tomelty; John Justin.

Música: Malcolm Arnold

Fotografía: Jack Hildyard (B&W).

 

          Más de cinco años hacía que se había roto esa barrera del sonido en Usamérica cuando David Lean decidió rodar el excelente guion de Terence Rattigan sobre los intentos de un fabricante británica de aviones a propulsión para lograr dicha hazaña. No se trata, pues, de hacer pasar por verdad histórica algo que no lo es y que, en esta película, no pasa de un vulgar pretexto para enfrentar al espectador a una ficción en la que la ambición tecno-científica puede equipararse a la de los grandes exploradores de la naturaleza de nuestro planeta o, más tarde, de la conquista del espacio, hacia el que se mira a menudo en esta película en la que la trama se centra en una pareja de militares que, ya en tiempos de paz, resultan ser un experimentado piloto y la hija de un magnate de la industria que fabrica aviones, obsedido por la idea de construir un jet que rompa la barrera del sonido, lo que significaría una hazaña no solo para la industria, sino también para la especie humana, porque cada conquista técnica modifica, de una u otra forma, nuestras sociedades y las relaciones entre ellas.

          Hay, pues, una historia de amor que no tarda en integrarse en el seno de una familia en a que también hay un trasfondo que no tarda en cobrarse a primera víctima, porque, en confidencia matrimonial, la hija le dice a su marido que su padre ha vivido una doble decepción paterna: que ella fuera, la primogénita, una mujer, y que el hijo no fuera como él deseaba que hubiera sido: quiere convertirlo en piloto a toda costa y esa obsesión no tarda en llevárselo por delante cuando, durante su plan de entrenamiento, el hijo pilota solo un avión que acaba estrellándose contra el suelo. La pérdida de la hermana se traduce en una mirada que, fijada en su marido, lo convierte anticipadamente en la siguiente víctima, sobre todo por lo muy bien que acaba llevándose con su suegro y porque acaba secundando sus esfuerzos por romper esa barrera, cueste lo que cueste.

          Particularmente, en mi calidad de hijo y hermano de aviadores, no me ha costado comprender la ambición de todos esos hombres por llegar a donde nadie ha llegado, por hacer lo que nadie ha hecho, y por el amor infinito a un invento que, desde sus orígenes, ha tenido amantes apasionados, dispuestos incluso a sacrificarse en aras de su progreso, ¡y no han sido pocos! Para los amantes de la literatura, no deja de ser duro que Saint-Exupéry fuera uno de esos amantes de los aviones, pues nos privó de la madurez ultima del autor de El principito. El cine se ha hecho eco del fenómeno de la aviación, pero a los buenos aficionados les vendrá a la mente dos hitos del género: Hombres sin miedo, de John Ford y Solo los ángeles tienen alas, de Howard Hawks.

          Esta película de David Lean no es muy distinta del resto de su obra, porque, aunque el tema secundario, la ambición tecnológica y la exploración de los límites de la invención humana, es muy potente; no lo es menos el drama familiar de la familia de la mujer y, por supuesto, la historia amorosa de los protagonistas. Desde que el aviador militar, y posteriormente piloto de pruebas, contempla con una mirada arrobada el funcionamiento de un motor a propulsión, advertimos en la mirada de su reciente esposa la sombría intuición de lo peor, pero, tras la confirmación de que está embarazada y de que esperan «un niño», porque es el peaje que se paga a la época en la que los hombres querían, a toda costa, un «heredero», ignorantes de que el ser procreado no necesariamente ha de ser como los padres desean que sea, y ese fue el drama del hermano de la protagonista, un Denholm Elliott muy joven, al que acabo de ver, por cierto, ya viejo, en la estupenda versión que hizo Peter Bogdanovich del éxito teatral hace sus buenos años en Barcelona, Pel davant i pel darrera: ¡Qué ruina de función! Y luego hemos de considerar los rasgos específicamente cinematográficos de un blanco y negro fantástico y una puesta en escena que combina ambientes muy diferentes: las dependencias militares; la gran casona familiar a la que lleva a la pareja recién casada el imponente Rolls Royce familiar; la fábrica donde se construye en secreto el prototipo de Jet; la pequeña casa donde se instala un viejo amigo del Ejército al que seduce para convertirse también en piloto de pruebas, ¡y que tanto ansiaba comprar la protagonista para «huir» de la nefasta influencia de su padre sobre su esposo!…; o el cine donde comunican a la protagonista el accidente de su marido… Sin despreciar las actuaciones de un elenco en el que brillan el padre, Ralph Richardson y la hija, Ann Todd, quien fuera esposa del realizador. El sonido de los jets en pruebas, constante a lo largo de la película, esos sonidos que obligan siempre a la protagonista a mirar al cielo, son un elemento destacado de la película, porque encarna el objetivo que se persigue, y luego están las tomas aéreas de las evoluciones de los aviones, así como el romántico viaje absolutamente fantástico desde Inglaterra hasta El Cairo, auténtico viaje de luna de miel de los recién casados.

          La película no puede compararse con las grandes obras maestras de Lean, por supuesto, pero yo me acerqué a ella picado por la curiosidad de qué tipo de película podría montarse alrededor de la idea de traspasar la barrera del sonido: ya lo sé, y el resultado me ha complacido bastante más de lo que yo esperaba, porque el pulso de Lean a la hora de retratar con muy pocas tomas los diversos caracteres de la trama es excelente. Que pueda excederse en la fijación del padre o en el egoísmo primario de la esposa, que quiere a su marido sujeto a sus faldas, ante el temor cierto de perderlo, forman parte no ya de la época en que se rueda la película, sino de todas las épocas. Y sí, los especialistas advierte de ciertas inconsecuencias en la parte técnica de la película, pero yo me quedo con la ficción que es y esos pequeños inconvenientes ni estorban ni, mucho menos, impiden que pasemos un excelente rato viendo esta película de «exploradores»…

 

lunes, 11 de noviembre de 2024

«Fremont», de Babak Jalali, una delicadeza en miniatura.

 

La esperanza contra el desarraigo y la solidaridad de las soledades.

 

Título original: Fremont

Año: 2023

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Babak Jalali

Guion: Carolina Cavalli, Babak Jalali

Reparto: Anaita Wali Zada; Gregg Turkington; Jeremy Allen White; Hilda Schmelling; Avis See-tho; Siddique Ahmed; Taban Ibraz; Timur Nusratty; Eddie Tang; Jennifer McKay; Divya Jakatdar; Fazil Seddiqui; Molly Noble; Enoch Ku.

Música: Mahmoud Schricker

Fotografía: Max Miles, Laura Valladao.

 

          Por sugerencia de mi buen amigo Josep Oliver, entro a ver esta película pequeña y, en apariencia, poco ambiciosa, pero llena de un extraño hechizo que me deja admirado, acaso porque su estructura, los personajes, los silencios, los encuadres y la puesta en escena, tan «de pobres», me recuerde el cine de Aki Kaurismäki, al que soy afecto y adicto. Fremont es una localidad al sur de la bahía de San Francisco, famosa por conservar la Misión de San José, acaso la más antigua muestra de la colonización española de aquellas tierras. En un motel como el de Sean Baker en The Florida Project, vive la protagonista, Donya, una traductora para el ejército de Usamérica en Afganistán que pudo salir en uno de los vuelos tras la miserable entrega del país a los talibanes, después de hacer creer a la población en la esperanza de la consolidación de una democracia.

          Donya vive en el seno de una comunidad afgana en la que hay quien la ve bien y quienes la ven como una traidora a su país. Ella, discreta y serena, no duerme bien, sin embargo, a pesar de que tiene un trabajo que se ha buscado en la comunidad china, en una fábrica de galletitas de la suerte, ese «detalle» gastronómico al que tan aficionados son los usamericanos porque el mensaje que contienen es algo así como un horóscopo a tener en cuenta, como una carta del Tarot. Se trata de una fabrica muy artesanal y en la que Donya es promovida a la categoría de redactora de los mensajes cuando la anterior caer fulminada ante el ordenador en el que trabaja.

          Como duerme mal, un compatriota de Fremont le cede su cita con el psiquiatra para ver si este le receta algunas pastillas con las que dormir mejor. El encuentro entre ambos y sus posteriores entrevistas es uno de los grandes aciertos de la película, en buena parte por la excepcional actuación del reconocido artista punk Gregg Turkington, afincado, además, en San Francisco. Su actuación como psiquiatra que quiere explicar la situación de su paciente por el desarraigo, aunque esta no manifieste ningún síntoma de malestar más allá del insomnio recurrente que le afecta, me parece de lo mejorcito de la película, sobre todo cuando se empeña en leerle a la paciente pasajes de la que él considera su libro de cabecera, Colmillo Blanco, del mismo modo que Betteredge, el mayordomo de La piedra lunar, de Wilkie Collins, solo tenía un libro de cabecera: Robinson Crusoe.

          Por sugerencia del psiquiatra, Donya comienza a considerar la posibilidad de relacionarse con personas y, sobre todo, con hombres con quienes explorar la posibilidad de emparejarse. No se le ocurre, entonces, mejor idea que anotar su número de teléfono en un mensaje de una de las galletitas, pero con tan mala suerte que lo acaba abriendo una de las invitadas de los dueños de la fábrica en una celebración familiar. La arpía que tiene el dueño por mujer monta en cólera y exige de su marido que la ponga de patitas en la calle, pero el marido se niega, porque le parece que la chica tiene «potencial» para realizar ese trabajo tan delicado, descrito por él de una manera excepcionalmente ingeniosa.

          La venganza de la mujer es enviar un mensaje a la protagonista de un hombre que quiere conocerla, para lo que queda en una tienda de cerámica, una cita que es sometida a la consideración de su compañera de trabajo y única amiga, quien vive con la madre, pero sola y sin pareja. Esas escenas con la amiga y el karaoke improvisado en su casa, con una canción que «toca» emocionalmente a la protagonista, parecen calcadas de las películas del director finlandés. Aprobada la cita, se desplaza hacia el lugar, pero, antes, se detiene en una gasolinera. Comprueba el aceite y es ayudada por el dueño del garaje, un actor muy de moda a quien no conocía porque no he frecuentado la serie en la que ha destacado, The bear: Jeremy Allen White. He de confesar que aquí interpreta a un personaje que te roba el corazón, porque, tras coincidir ambos en el restaurante vacío donde él suele comer siempre, reconocemos el mágico encuentro de dos solitarios sensibles y en disponibilidad para encontrar su otra mitad platónica. No hay grandes aspavientos, no suenan violines, no hay atardeceres de ensueño, sino un taller mugriento, un restaurante de ínfima categoría y la timidez absoluta de dos personas que aún no han encontrado la felicidad.

          La cita resulta ser falsa, pero de ella se va con un ciervo de cerámica que le acaba regalando al dueño del taller, quien no duda en confesar que era el regalo que siempre había estado esperando… Se advierte, entonces, el sesgo poético y a veces surrealista que tiene la película: realista, sí, pero con una realidad en la que caben ciertas aspiraciones ideales. El cambio que se opera en la protagonista, de su presencia sencilla y aseada al maquillaje y el cambio de peinado posterior, es indicativo de la transformación que el psiquiatra ha conseguido operar en ella con sus sugerencias. Por cierto, la escena en la que el psiquiatra le expone los mensajes para las galletitas y los coloca minuciosamente ordenados en la mesa de su consulta ¡no tiene precio! ¡Una joya! Toda la película está llena de poderosos detalles del más puro cine: imágenes cuya capacidad de evocación y de descripción psicológica nos hablan de un modo de concebir el cine más cercano a la tradición europea que a la usamericana. No en balde el director ha trabajado anteriormente en Europa, y se nota cuáles son sus raíces.

          Conviene insistir, Fremont es una suerte de miniatura delicada y exquisita que, sin embargo, no es apta para todos los paladares cinematográficos. ¿Por qué? Un indicador inequívoco es este: de tres críticas de la película en FilmAffinity, una la puntúa con un 10 y la otra con un 1, la de en medio se queda en un 7. Esa diferencia de percepción revela bien a las claras la distancia abismal entre los diferentes tipos de público. Yo la he calificado con un 8.

«Bliss», de Joe Begos, infernalmente deplorable.

El terror sin rumbo en las nuevas generaciones: un bodrio vomitivo.

 

Título original: Bliss

Año: 2019

Duración: 80 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Joe Begos

Guion: Joe Begos

Reparto: Dora Madison; Tru Collins; Rhys Wakefield; George Wendt; Abraham Benrubi;

Chris Mckenna; Graham Skipper; Jeremy Gardner; Rachel Avery; Mark Beltzman; Jesse Merlin; Matt Mercer; Josh Ethier; Jackson Birnbaum; Susan Slaughter; Erin Braswell;

Zoe Cooper; Simone Wasserman.

Música: Steve Moore

Fotografía: Mike Testin.

         

               Una equivocación la tiene cualquiera, pero, en mi descargo, he de decir que aguanté estoicamente hasta el final para juzgar con conocimiento de causa sobre una película de terror que pretende ser representativa de lo que se hace en este género en nuestros días, y al que yo siempre he sido muy aficionado. Mi decepción ha sido total, porque, bajo la apariencia de una película sobre el arte y los artistas en crisis, se nos cuela de rondón una apología de la drogadicción y un vampirismo chusco que se une a las toneladas de hemoglobina con que han dejado perdiditos los espacios donde ha sido rodada esta película sin más pies ni cabeza que regodearse en ciertas escenas de un gore subido, con desmembramientos, resurrecciones vampíricas y culto satánico que acaba manifestándose en la culminación pictórica de un cuadro que representa el autorretrato de la maldad vista a lo largo de la película, demasiado larga para tan poquísima entidad.                     Pero…, insisto, quería comprobar con mis propios ojos por qué caminos novedosos o trillados circulaban los intentos de hacer cine de terror en época tan convulsa como la nuestra y en la que la vida corriente ya da suficientes muestras de terror como para meterse en una sala y contemplar esa orgía sanguinolenta y los constantes viajes de los consumidores de unas drogas en la cúspide de las cuales, para mayor vulgaridad, está la denominada «Diablo», en castellano, por lo que, si se hila muy fina, hasta puede considerarse como una muestra de xenofobia, como si los verdaderos males sin respuesta procedieran de la América del Sur.

          El caso es que una joven pintora que está sin blanca se pelea con su representante y comienza a buscar cómo colocarse para acabar un cuadro que ha de ser entregado en pocos días para inaugurar una exposición ya comprometida, aunque está «en crisis» y es incapaz de añadir ni una pincelada, si bien parece tener una clara idea de lo que ha de hacer. El encadenamiento de esnifadas, las relaciones sexuales plurales y la pintura que comienza a practicar dejándose llevar por el estado alterado en que ha decidido instalarse,  varían significativamente el planteamiento inicial del cuadro y este irá derivando hacia una representación figurativa muy asociada con sus experiencias con alucinógenos.

          Está claro que, para el espectador poco habituado al agitado movimiento de cámara, el Dolly zoom, popularizado como Vertigo shot tras haberlo usado Hitchcock en la película del mismo nombre, a los travelines circulares y otras técnicas de distorsión de la imagen indispensables para representar el estado de alucinación en que va cayendo la protagonista, hasta acabar formando parte de una supuesta secta vampírica que lleva al exceso su sed de sangre y, como es preceptivo, sin parar mientes en si la carótida es de un íntimo o de un extraño…

          La imposibilidad de establecer ninguna empatía, salvo con las pobres víctimas de la masacre, que, sin embargo, volverán a la vida como compañeras de su asesina, deja un mal regusto en el espectador. La protagonista es una supuesta «empoderada» que confunde la independencia con el despotismo en las relaciones humanas, y está en una órbita en la que nos es imposible ya seguirla ya dejarnos llevar por una experiencia que pierde tanto pie con lo humano que nos acaba resultando demasiado ajena.

          Todo en la película parecen pretextos narrativos para acabar no contando nada más que la historia de un cuadro que el diablo parece pintar sirviéndose de la protagonista como de un instrumento manejado a su antojo. Es imposible, por tanto, evaluar los diálogos o ele intento de narrar algo, con pies y cabeza. Todo sucede como podría haber sucedido cualquier otra cosa. Ni hay personajes ni hay narración ni, ya puestos, ningún otro sentido que el del misterio de las alucinaciones por efecto de las drogas. Ahí se acaba esta película que chorrea sangre como otras ingenio, arte y sensibilidad.

          No sé si Joe Begos puede ser considerado el Ed Wood de nuestros días, a juzgar por los resúmenes que he leído de sus otras películas, pero en Ed Wood había, en contraste con Begos, un artista de tomo y lomo, muy bien retratado por Tim Burton en su magnífica película Ed Wood, a muchísimos años luz de este engendro que quise ver hasta el final para tener una idea de clara de lo que NO es el auténtico cine de terror.

 

 

martes, 5 de noviembre de 2024

«Casa en flames», de Dani de la Orden o el sainete desorientado.

La sitcom en Cadaqués para un viejo elogio del sólido núcleo familiar, merced a la devastación personal y colectiva.

Título original: Casa en flames

Año: 2024

Duración: 105 min.

País: España

Dirección: Dani de la Orden

Guion: Eduard Sola

Reparto: Emma Vilarasau; Enric Auquer; Maria Rodríguez Soto; Macarena García; Alberto San Juan; Clara Segura; José Pérez-Ocaña; Flavio Marini; Noa Millán; Zöe Millán.

Música: Maria Chiara Casà

Fotografía: Pepe Gay de Liébana.

 

      

            Pues tenía razón mi cinéfilo amigo Paco Marín: diez minutos excelentes, que prometen mucho, y luego todo se va diluyendo hasta desembocar en el amplio mar de la mediocridad, donde desaguan todas las buenas intenciones.

          Finalmente, la he visto, a pesar de haber leído voces con cierta autoridad que lo desaconsejaban. En estos casos, que la pueda ver en casa contribuye lo suyo a prestarme, porque si algo tenía claro era que para algo así no pasaba por taquilla, aunque me hayan engañado con otras que no eran mejores que la presente, por supuesto. Aún estoy dudando de si pasar o no por taquilla para la de Almodóvar, y me temo que si alargo mucho mi duda, me suceda lo mismo que con Megalópolis, de Coppola, que no me duró en las salas de al lado de casa ni diez días, y ahora no sé dónde recuperarla en pantalla grande.

          Casa en flames tiene por su estructura de sitcom y su tono de sainete que quiere herir sin hacer sangre todas las papeletas para intentar agradar a cierto público propenso a saborear todos los tópicos  reiterados hasta la saciedad en mil y una películas, como la lumbalgia del marido bilingüe, la endeblez sentimental del hijo de los protagonistas o la insatisfacción crónica de una casada aburrida del calzonazos de su marido. El escenario, eso sí, es un marco privilegiado, una casa diseñada por José Antonio Coderch y que, en realidad, no está en Cadaqués, sino en Canet de Mar, ¡esas cosas del cine, tan mentiroso siempre, para crear la ficción de la realidad!, y los personajes se mueven en él con bien probada naturalidad, como si, en efecto, hubieran vivido en ella toda su vida.

          Como tantas otras películas, la acción gira en torno a una familia cuyos vínculos se han ido deshaciendo con el paso del tiempo, por lo que su reunión en la antigua casa familiar lo tiene todo de ejercicio de nostalgia y, al tiempo, de réquiem por lo que fue y por lo que pudo haber sido y no fue. ¿El pretexto? La venta de la casa, razón por la que todos han ido para «levantarla» y dejarla vacía para los futuros compradores. En el marco de ese fin de semana vamos a asistir a un apretado maratón informativo sobre los destinos y las inmediatas expectativas de todos y cada uno de los personajes que aparecen: los cuatro del núcleo familiar ya disuelto, una novia del hijo que no quiere ser amada, un yerno que no satisface las expectativas de la hija y, finalmente, la nueva novia del padre, una psicóloga ¡y terapeuta Gestalt! —¡mira tu por dónde…!— que los involucra a todos en un jueguecito terapéutico que sirve de detonante para los conflictos que irán aflorando desde entonces y que van a  mostrarnos la cara oculta del relativo buen «rollito» que, anodino como él solo, hemos visto hasta entonces. Prefigurando el final, el jueguecito consiste en imaginar que se hallan en una sitio ardiendo y han de escoger la persona que  verdaderamente desearían           que los salvara del incendio. Si el lugar escogido es un interior, los problemas vienen de uno; si el lugar es exterior, los problemas vienen de los demás.

          Los líos familiares son un clásico para las comedias ligeras, pero no basta con crear una situación más o menos ingeniosa, y contar con actores y actrices de reconocida solvencia cómica, sino que se ha de optar entre el camino enloquecedor de la comedia disparatada, en la que la acumulación de gags generan un efecto contagio que, bien dosificado, se ganará el favor del público, y el camino, más difícil de la comedia melodramática que exige, ya, una construcción de los personajes más sólida. Aquí nos movemos a medio camino de ambas direcciones, y de ello se resiente la historia, que deriva hacia un final muy «pastelón» e impropio del planteamiento y el desarrollo; pero, bueno, tampoco voy yo a denunciar que se ensalce la unión familiar nuclear como un «activo» social, aunque hay familias cinematográficas, como la Bélier, por ejemplo, más capaces de emocionar.

          Un innegable valor de la película es el tono costumbrista , muy natural, que no impide, sin embargo, algunas sobreactuaciones bastante menos creíbles. A favor de la película juega también el tímido bilingüismo que se perderá en caso de que haya una versión solo en castellano. Aunque el papel de la madre es esencial, porque su deseo de vender la casa es lo que propicia la reunión familiar, no acabo de entender que  la actriz principal tenga tan pobre actuación, como si, teniendo las claves de todo, estuviera ausente de la trama hasta que el azar juegue por ella sus cartas ganadoras. A lo largo del fin de semana hay momentos de truculencia que conviene no revelar y que no contribuyen, ciertamente al mejor diseño de la protagonista, como hay algunos momentos pretendidamente cómicos, el salto en paracaídas, que se alargan innecesariamente y echan a perder la pretendida comicidad del gag.

          Insisto, el planteamiento es excelente, pero el tono de sainete costumbrista, bien logrado —el hijo «artista», por ejemplo, es una sátira que merecía haber sido tratada con más hiel…—  reduce la ambición del magnífico humor negro inicial y va desliéndolo hasta quedarse en las gracietes superficiales de momentos muy manidos y algo casposillos, como ocultar a la novia del padre para que no la vea la madre, por ejemplo, o alguna peineta tan impresentable como la emocionada e impostada alegría nostálgica del descubrimiento del «tesoro»: los vídeos familiares.

          No es fácil, en lo tocante a la familia, a no ser que te llames Ford Coppola…, acertar con el tono de verdad y los contenidos atractivos que trasciendan los tópicos, pero, en el caso de Casa en flames se ha de reconocer, como dicen los ingleses, un nice try…!