lunes, 24 de noviembre de 2025

«Gatillero», de Cristian Tapia Marchiori o el «thriller» de arrabal…

 

Los malevos del narco en el suburbio Isla Maciel y en el ya tópico plano secuencia: una orgía de violencia, traición y arrepentimiento…

 

Título original: Gatillero

Año: 2025

Duración: 80 min.

País: Argentina

Dirección: Cristian Tapia Marchiori

Guion: Clara Ambrosoni, Cristian Tapia Marchiori

Reparto: Sergio Podeley; Julieta Díaz; Ramiro Blas; Maite Lanata; Mariano Torre; Matías Desiderio; Susana Varela; Gonzalo Gravano; Bianca Di Pasquale; Carolina Saade.

Música: Santiago Pedroncini

Fotografía: Martín Sapia.

 

          Olviden cuanto antes que la película está rodada, íntegramente, en el ya famoso plano secuencia que se ha puesto de moda de un tiempo a esta parte;  sobre todo, tras la famosa serie británica, Adolescencia, de obligada visión, y con algún capítulo tan impactante como inolvidable. Segunda película de Tapia Marchiori, muy distinta de su ópera prima, bastante más tradicional en el sentido tanto de la historia como de la realización. Gatillero, además de ser un alarde de realización, es una excelente película de acción ubicada en un barrio conflictivo que poco a poco va olvidando su antigua condición de gueto,  Isla Maciel, pero que, en esta película, aparece dominado por una organización de narcotraficantes que imponen su ley, aunque también estallen las disensiones normales en este tipo de bandas en las que la jerarquía no puede confiar en nadie, porque cualquiera tiene la tentación de la traición para encaramarse a ella y convertirse en autoridad de facto en el seno de la organización.

          La película arranca con una escena habitual en los suburbios olvidados por las autoridades en casi todas las ciudades del mundo: un delincuente de poca mona se apresta a dar un golpe en un pequeño súper para llevarse una parva ganancia, arriesgando en el empeño la vida, porque, así que el dueño sale tras él para abatirlo con su arma, el «galgo» se libra por bien poco de ser agujereado. Su éxito no va más allá de unas pocas cuadras, donde se topa con un coche de la policía que lo detiene, le arranca la «plata» robada y lo amenaza con balearlo, tras lo cual desaparecen por donde han venido: las sombras más espesas de una noche sin ley en un barrio peligroso, marginal, donde La madrina gobierna a su antojo las vidas y haciendas de los moradores del lugar.

          Tras el conato de apaleamiento por la policía, un coche se pone a la par del «galgo» y sus ocupantes, el conductor y un esbirro, tratan de convencerlo para que suba con ellos y oiga la oferta que le quieren transmitir. Se trata de un trabajo fácil: gatillar la fachada de un edificio donde se alojan morosos que se retrasan en los pagos a los mafiosos que controlan los negocios del barrio. Los diálogos, llenos de lenguaje coloquial y vulgar, son tan rápidos como el movimiento incesante de la cámara que sigue los pasos del «galgo» en una historia en la que no tardaremos en descubrir que el pobre «roto», como dicen en Chile, ha sido engañado para servir de cobertura al intento de asesinato de la «madrina» por parte de quien lo ha contratado. De esa ocasión sale también por piernas, intercambiando disparos con no sabe bien quién, aunque sí tiene claro que se la han jugado y no piensa sino en vengarse de ese engaño, aunque aparezca él como el responsable del asesinato de «la madrina». Toda esta trama ocurre de noche, lo que permite un juego de sombras, huidas, confusiones y celadas que tienen al «galgo» como único objetivo de la cacería que se ha desatado. El delincuente de poca monta echa de menos a su hija y poder ver a su madre, pero está empeñado en atacar a quien lo engañó y pensó que podría acabar sus días tras la balacera que se organizó a consecuencia del ataque a la casa de «la madrina». La obra, rodada, como ya hemos dicho, en plano secuencia, nos ofrece una narración en tiempo real, porque prácticamente no perdemos de vista al protagonista de la historia desde que se inicia hasta el desenlace.

          La galería de personajes nos ofrece dos puntos de vista muy marcados: los del mundo del hampa y los de los vecinos que se sienten desamparados por los poderes públicos y deciden organizarse para salir a enfrentarse con los narcos para defender su barrio y sus vidas. El quilombo, a poco que se suman al intercambio de disparos, es de aúpa, y no siempre nos resulta fácil discernir quiénes caen y a qué bando pertenecen, porque la cámara sigue pegada como una lapa al «galgo», aunque hay momentos para todo: para que el pobre diablo se reúna con una mujer respetada por todos en el barrio, la dueña de un restaurante donde se dan cita todas las partes en conflicto, quien trata de serenar al delincuente para que, por un purito de venganza, no sea él la víctima propiciatoria de luchas ajenas; uno de los vecinos que organiza la revuelta contra los narcos y, finalmente, aunque esto pertenece ya al desenlace y poco me es permitido decir, con «la madrina», a quien todos creían muerta y quien, aprovechándose de esa información, pretende pasar a Uruguay, hasta que las aguas de la violencia vuelvan a su cauce y ella pueda gobernarlo todo sin oposición posible.

          Está claro, por lo dicho, que el ritmo de la película es de los que solemos calificar como «febril», y no hay momento de descanso en la huida del «galgo» y en su persecución, por parte de los mafiosos. Los escenarios reales del barrio permiten planos, siempre en movimiento, espectaculares, como los de los grafitis en los muros o las encrucijadas de calles en la oscuridad por donde andan los malevos con los fierros en la mano, prestos a disparar a cualquier sombra que se mueva. El hecho de que el delincuente sea hijo del barrio y conozca todas las calles y callejones como la palma de la mano le permite huir del acecho de los sicarios y urdir el modo como acercarse, con ventaja, a quienes lo persiguen, lo que hace, con valentía y temeridad, adentrándose en la guarida de quienes ni siquiera sospechan que el pobre diablo sea capaz de tanto atrevimiento. De alguna manera, el «galgo» va elevándose poco a poco a la altura de héroe de antinarcocorrido, un poco a la manera del «tumbao» Pedro Navaja, «matón de esquina, quien a hierro mata a hierro termina», aunque con menor glamur que el personaje de Rubén Blades. En todo caso, esta violenta y trepidante historia, aunque con algunos flecos que, oportunamente cortados, podrían haber convertido a esta película en un auténtico bombazo del cine argentino, se ve con insólita adhesión, y buena parte de la responsabilidad, además de la imaginación del director, radica en la excelente interpretación de quien acapara casi el ochenta por ciento de la trama: Sergio Podeley, ¡una revelación!

viernes, 21 de noviembre de 2025

«Las malas compañías», «Papá Noel tiene los ojos azules», «Número cero» y «Una historia sucia», de Jean Eustache, o el cine «por libre».


Título original: Les mauvaises fréquentations

Año: 1963

Duración: 42 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Aristide, Daniel Bart, Dominique Jayr

Música: René Coll, César Gattegno

Fotografía: Michel H. Robert, Philippe Théaudière (B&W)

 









Título original: Le père Noël a les yeux bleus

Año: 1966

Duración: 47 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Jean-Pierre Léaud; Gérard Zimmermann; Henri Martinez; René Gilson; Michèle Maynard; Carmen Ripoll; Maurice Domingo; Jeanne Delos; Noëlle Baleste.

Música: René Coll, César Gattegno

Fotografía: Daniel Lacambre, Philippe Théaudière (B&W)

 








Título original: Numéro zéro

Año: 1971

Duración: 107 min.

País: Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Boris Eustache; Jean Eustache; Odette Robert.

Fotografía: Adolfo Arrieta, Philippe Théaudière (B&W)-

 












Título: Une sale histoire

Año: 1977

Duración: 50 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean-Noël Picq

Reparto: Michael Lonsdale; Douchka; Laurie Zimmer; Josée Yanne; Jacques Burloux; Jean Douchet; Elisabeth Lanchener; Françoise Lebrun.

Fotografía: Pierre Lhomme, Jacques Renard

 

 

La vida triste de los jóvenes sin oficio ni beneficio de la Francia de los 60, un documental estremecedor sobre la historia de una dura vida de mujer y un divertimento libertino: desde su ópera prima hasta la plenitud creadora del marginado Jean Eustache.

 

          He aquí una muestra, creo que representativa, de un cine, el de Jean Eustache, creador de la excelente La mamá y la puta, que no suele ser citado ni visto por los buenos aficionados al cine, a pesar de que sus obras fueron del agrado de otros cineastas de la Nouvelle Vague, como Godard, movimiento en el que el autor ha de ser encuadrado, porque su modo de rodar, la omnipresencia de exteriores en sus películas y el planteamiento realista de conflictos existenciales estrictamente contemporáneos así lo exige.  De hecho, fue gracias al donativo de material fílmico que le hizo Godard que Jean Eustache pudo rodar su primer mediometraje:  Las malas compañías. Jean Eustache, por lo tanto,  es algo así como un tesoro escondido al que, hasta el nacimiento de una plataforma como Filmin, bien puede decirse que era casi imposible acceder. Su cine, incluso en Francia, jamás fue estrenado en salas comerciales, lo cual no ha impedido que fuera creciendo su reputación y hoy nos parezca un autor indispensable para entender los caminos innovadores que siguió el cine francés en la década de los sesenta y setentas. Por eso traigo hoy a este Ojo cosmológico una muestra de lo más desconocido de su obra: sus dos mediometrajes iniciales, el excelente documental sobre su abuela y un experimento narrativo/documental de profunda estirpe libertina que suscitó reacciones muy encontradas tras su difusión.  Eustache no fue una personalidad sencilla o transparente. Al borde siempre del desequilibrio nervioso, acabó sus días suicidándose, con apenas cuarenta y tres años. La indiferencia de la industria frente a su obra fue, sin duda, una de las causas de su desengaño y desesperanza.

          El cine de Eustache, de profundo carácter autobiográfico, es muy variado y va desde el mediometraje, el corto y el cine documental hasta las ficciones muy apegadas a la realidad. Gracias a la plataforma Filmin, insisto, tenemos a nuestra disposición estas muestras de un autor cuya difusión en nuestro país sería muy otra, porque tampoco llegan en forma de DVDs y ni se sabe el tiempo que se ha de esperar para que la Filmoteca le dedique el merecido ciclo que lleve a sus admiradores a la sala.

Los dos mediometrajes en blanco y negro son su debut en la dirección, y  constituyen un desolador retrato de una juventud sin horizontes en dos espacios vinculados al autor: París y Narbona, ciudades que ocupan un lugar destacado en ambos mediometrajes, porque apenas hay interiores en  esos retratos, aunque, como dice uno de los protagonistas de Las malas compañías, que solo se ve guapo en el espejo de la habitación de su amigo, en casa de los padres de este, «deberíamos traer aquí a las chicas, para que nos vieran guapos». La película, aunque Eustache no menciona entre sus influencias a Fellini, me parece inspirada en uno de los clásicos del director italiano, Los inútiles, no solo por su semejanza, sino, fundamentalmente, por la amarga crítica social que supone el retrato de los dos «ligones», demasiado maduritos para ser tildados de «jóvenes», pero demasiado parásitos para ser considerados «hombres hechos y derechos», que se decía entonces. No es complaciente Eutache con sus protagonistas, que solo piensan en seducir a quien se preste a su juego, como ocurre con la mujer casada que se acaba de separar de su marido, está hospedada en un hotel y necesita encontrar un trabajo. La cámara los sigue a los tres, en su deambular por las calles de París y en buscar una sala de baile. Finalmente acaban en una, frecuentada por personas de cierta edad, donde un espabilado invita a bailar constantemente a la mujer a quienes los dos protagonistas acompañan. Irritados, aunque en parte se debe a su inacción respecto de ella, casada, con dos hijos y sin trabajo no es, lo que se dice, el «plan» con el que sueñan ninguno de los dos, deciden robarle la cartera del bolso que ha dejado en el asiento y se deslizan como dos viles raterillos hacia la salida, risueños y satisfechos por su «hazaña». Quizá convenga recordar que no hacía ni un año que había acabado la Guerra de Argelia y que Eustache, por cierto, había intentado suicidarse para no ser reclutado. En qué sentido este dato histórico explica la amoralidad de los dos hombres que van agostarse su perdida juventud en empresas tan miserables es algo que cada cual debe juzgar, pero la visión sombría de la vida de los dos protagonistas va a convertirse en algo así como la «marca de la casa» del cine de Eustache, aunque se irá atenuando por un sentido del humor, no exultante, ciertamente, que nos permitirá ver con mayor ecuanimidad todas esas vidas que Eustache lleva a la pantalla.

Papá Noel tiene los ojos azules es la primera colaboración de Eustache y Jean Pierre Leaud, quien, años después, sería el alma y vida de su película más famosa, La mamá y la puta, un prodigio de interpretación a la altura e los mejores papeles que tuvo con Truffaut, su descubridor. Tdos sus recursos están presentes en este protagonistya que, en Narbona, una ciudad «en la que todos se conocen», arrastra su existencia prearia entre amigos y la escasez de trabajo que le impide un objetivo encomiable: comprarse una trenca, el abrigo de moda para huir del frío invernal que cala hasta los huesos. La película retrata a esos jóvenes que no van a tardar mucho en dejar de serlo, destinos que consumen sus vida en los bares, en la persecución de las jóvenes con quien tener relaciones sexuales plenas y en la esperanza de hallar algun trabajo temporal que les permita ir tirando, esto es, satisfaer caprichos de tan pocos vuelos como la compra de un abrigo, un argumento qe nos trae a la memoria la emocionante película de Lattuada, El alcalde, el escribano y su abrigo. En el fondo, dados los antecedentes citados, el de Fellini y este de Lattuada, se deja entreer el impacto que debió causarle a 
Eustache el conocimiento del neorrealismo italiano, uno de los movimientos cinematográficos más importantes el continente, sin duda. La película transcurre con una fluidez que apresa la vida vacía de esos jovenes que recorren las calles nocturnas de Narbona para acabar gritocantando que se van al burdel para culminar la noche. El aburrimiento y las faltas de expectativas nítidas para el propio destino individual de cada uno de los personajes es una característica común de ambos mediometrajes, y nos acercan a una sociedad que se va encaminando poco a poco a lo que años despues explotaría en términos de pequeña y paradojica revolución burguesa contra los valores burgueses e los vencedores de dos guerras consecutivas.

El documental de dos horas de duración —más tarde se hizo una versión reducida para pasarla por televisión— en el que entrevista a su abuela, Número cero, es un homenaje estremecedor a la transmisión oral como parte fundamental de la Historia, y debería verse desde esa perspectiva del estudio de la Historia para saber exactamente, ce qué modo la vivimos los humanos, casi siempre al margen de los sesudos análisis que construyen los historiadores profesionales a partir de los documentos fiables con que la escriben. Es la vida de una persona de setenta años, prematuramente envejecida, que se sienta frente a un micro, su nieto y un operador para ir contándole una vida que atraviesa las dos guerras mundiales desde la precariedad, la escasez, el fracaso matrimonial y la crianza, en solitario, de los hijos, y en un pueblo pequeño, Pessac, a cuya famosa tradición la Rosière de Pessac le dedico el autor un documental. Que sea una vida de mujer que en ningún momento se considera victima de la mala vida que le ha tocado vivir, la cual ha afrontado con una entereza singular es un perfeto ejemplo de lo que supone hacer frente a las adversidades con el coraje que no distingue entre los sexos: se tiene o no se tiene; se enfrenta uno a las adversidades o se deja engullir por ellas. La clásica «mujer fuerte» es Odette Robert, y la evocación de sus años mozos, de las penurias, de la orfandad y la malquerencia con la madrastra, del fracaso matrimonial con un marido don Juan que pasa por prisión acusado de violación, es decir, un rosario de hechos muy parecidos a los que cualquier otra mujer de su época podría haber vivido, pero que en este documental, contado por ella con una fluidez maravillosa, un sentido del humor algo sombrío y un estoicismo a prueba de todo, lo convierten en un documento vivo muy digno de ser visto. Que la mujer fume constantemente y se beba no menos de tres o cuatro güisquis, aunque los rebaje con agua, que se proteja con unas gafas oscuras por una afección en los ojos que se le declaró desde pequeña y otros detalles minúsculos, pero absolutamente enternecedores, como los recuerdos de su primera afirmación como mujer frente a su padre y su madrastra, constituyen un aliciente para el espectador, quien sigue —al menos eso es lo que a mí me pasó— la narración oral con la misma admiración con la que la leería en letra impresa, porque está claro que Odette tiene ese don particular de los arcaicos «contadores de historias» hasta quienes remonta Vargas-Llosa la creación de la novela como género literario. No sorprenden las escasísimas referencias que hay a los acontecimientos propiamente «históricos», excepto una, muy emocionante, relativa a una mujer que tuvo un hijo con un alemán y que fue represaliada en el pueblo. La supervivencia de un hijo suyo, inequívocamente de origen alemán, se convirtió en un acto de generosidad que se oponía a la crueldad popular que no reparaba en nada para desquitarse de lo sufrido bajo la ocupación alemana. Por suerte para la criatura, murió muy pronto. Salvo ese relato, apenas hay alguna referencia a la política o a los acontecimientos que luego recogen los historiadores, pero sí hay muchísimas referencias a las dificultades intrínsecas para salir adelante teniendo tres hijos al cargo y sufriendo la visita de la gendarmería que se presenta para detener a un marido ausente… El documental no es un género secundario del cine, porque hay muchas maneras de hacerlos y, en todas ellas, no se puede obviar la intervención del cineasta que selecciona, ordena y film el material que ha recopilado. En este caso esa intervención es mínima. Eustache supo enseguida el poder narrativo que tenían las «historias de la abuela Odette» y quiso ser respetuoso en grado máximo, de ahí una puesta en escena tan mínima, la garantía de que nada nos iba a distraer de la verdaderamente importante: la voz de una persona recreando su propia vida desde la serenidad que le otorga haber sobrevivido a circunstancias muy adversas. ¡Todo un ejemplo para el sinsentido del victimismo que se ha apoderado de las sociedades llamadas del bienestar, en las que cualquier mínimo tropiezo se convierte en un dramón que requiere la intervención de los psicólogos, el amparo del Estado y un puesto de honor en los medios de comunicación!   

          Finalmente, Una historia sucia es una suerte de divertimento libertino orquestado entre el director y el guionista,  Jean-Noël Picq, autor de la historia. Se trata de una obra que se filma dos veces, la primera como ficción, a través de un intérprete de tanto prestigio como Michael Lonsdale, y la segunda como documental, teniendo como intérprete al guionista y creador de la historia. Las situaciones son muy parecidas, aunque en el primer caso se escenifica una reunión en casa de quienes reciben a un invitado que relata una historia vivida y en el segundo es el guionista quien relata la misma historia, casi con las mismas palabras a un grupo de amigos, sobre todo mujeres, sentados a su alrededor, siendo el narrador el centro de la reunión. Se advierten, sin embargo, dos modos singulares de acercarse a una relación sexual que forma parte, en el imaginario popular, de las perversiones, el voyerismo, de tal manera que entre la narración del actor y la del guionista advertimos sutiles diferencias que las convierten en dos narraciones personales, no intercambiables, aunque ambas provengan del mismo hecho. A partir del descubrimiento de un raspado en el bajo de una puerta que comunica uno de los aseos masculinos de un café con el de las mujeres, el protagonista se agacha, en la posición del rezo musulmán, dice, para darse cuenta de que la mirada enfoca directamente al sexo de la mujer que está sentada en la taza del váter. A partir de ese descubrimiento se da cuenta de que no es el único cliente del bar que incurre en esa práctica. Ello da pie para elaborar una teoría acerca de las impresiones que le causa conocer a esas mujeres exclusivamente a través de la morfología de sus genitales. Y aquí entra el tradicional poder reflexivo del intelectual francés para elaborar hipótesis sobre lo más peregrino. En estos dos casos, no obstante, nos enfrentamos a una relación personal, íntima, de quien revela una suerte de secreto del que no se alardea jamás.  El hecho de revelarlo a una audiencia femenina forma parte del desafío que supone romper las barreras morales para enfrentarse a un suceso de naturaleza perversa que linda, si no entra directamente, en un acto constitutivo de delito, al decir de sentencias que ya ha habido por espiar en espacios públicos la intimidad de las mujeres. La estirpe libertina de la narración permite, en todo caso, que narrador y audiencia se sitúen en un ámbito cultural en el que las transgresiones morales forman parte de la aceptada naturaleza de las relaciones hombre-mujer, y se integra en el espacio de la intimidad amistosa, en el seno de la cual ciertas revelaciones no solo son permisibles, sin que incitan al intercambio de confidencias en las que se revelan los personajes que meramente escuchan la narración, tanto la del actor como la del guionista. Ciertamente, no es un tema habitual de conversación lo que le da pie a los narradores para seducir a sus audiencias, y es posible que haya públicos excesivamente púdicos a quienes inquiete, desasosiegue o moleste esta película, pero lo que sí puedo asegurar es que es bastante más entretenida que esa otra muestra de frío cine libertino que es Liberté, de Albert Serra.

           

martes, 18 de noviembre de 2025

«Nosferatu», de Robert Eggers y «Frankenstein», de Guillermo del Toro o los refritos.

 

Título original: Nosferatu

Año: 2024

Duración: 132 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Robert Eggers

Guion: Robert Eggers. Libro: Bram Stoker

Reparto: Lily-Rose Depp; Bill Skarsgård; Nicholas Hoult; Aaron Taylor-Johnson; Willem Dafoe; Emma Corrin; Simon McBurney; Ralph Ineson; Paul A Maynard; Stacy Thunes; Adéla Hesová; Milena Konstantinova; Gregory Gudgeon; Robert Russell; Curtis Matthew; Claudiu Trandafir; Georgina Bereghianu; Jordan Haj; Katerina Bila; Maria Ion; Tereza Duskova; Liana Navrot; Mihai Verbintschi

Música: Robin Carolan

Fotografía: Jarin Blaschke

 



Título original: Frankenstein

Año: 2025

Duración: 149 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Guillermo del Toro

Guion: Guillermo del Toro. Libro: Mary Shelley. Historia: Guillermo del Toro

Reparto: Oscar Isaac; Jacob Elordi; Mia Goth; Christoph Waltz; Felix Kammerer; Lars Mikkelsen; Charles Dance; Christian Convery; David Bradley; Sofia Galasso; Ralph Ineson; Burn Gorman; Joachim Fjelstrup; Nikolaj Lie Kaas; Lauren Collins; Liubov Elkina; Stuart Hughes; Sharon Canovas; Peter Millard; Roberto Campanella; Jason Alan Staines; Santiago Segura, etc.

Música: Alexandre Desplat

Fotografía: Dan Laustsen.

 

 

Dos remakes con defectos de make-up, otras incongruencias… y algunos aciertos.

         

          No soy aficionado a que de grandes obras se hagan versiones que, por lo general, es imposible que puedan competir con la perfección de los originales, aunque, en algunas ocasiones, puedan acercarse notablemente a las bondades de los mismos. Pregunto: ¿a alguien en su sano juicio se le ocurriría hacer una nueva versión de Con faldas y a lo loco, de Wilder; de Ordet, de Dreyer; de Alemania, año cero, de Rossellini, o de El sur, de Erice? En otras ocasiones, sin embargo, versiones sonoras de clásicos mudos lograron superar las bondades el original, y pongo por caso Ben-Hur, de Wyler, que hizo palidecer la versión de  Fred Niblo, J.J. Cohn y Charles Brabin, de 1925,

          El género de terror tiene mitos perfectamente establecidos y cintas singularísimas que han sido infinitamente versionadas, porque siempre ha habido directores que han pensado que su toque personal enaltecería la historia y ello les permitiría ganar el favor del público. En un género fronterizo, que roza el terror, pero atiende a otras temáticas, Guillermo el Toro ya intentó en El callejón de las almas perdidas luchar en vano contra un original que le da mil vueltas, porque los efectos especiales y los grandes dispendios en la puesta en escena no garantizan en modo alguno que de ellos e derive la creación de algo tan difícil de conseguir como la «atmósfera» de una historia, una suerte de aura que le da sentido a las interpretaciones y a la historia en general, y pensemos ahora en las películas de Jacques Tourneur para identificar esa atmósfera, como se «palpa» en el paseo de noche de la antagonista en La mujer pantera, antes de que pare junto a ella un autobús que la libra de la amenaza, por ejemplo.

          No estaba, teniendo en cuenta lo que acabo de escribir, muy interesado en ver ese temido Frankenstein de Del Toro, pero sí sentía curiosidad por ver qué había hecho Eggers con Nosferatu, dado lo mucho que me gustó El faro. He de reconocer que la película de Del Toro ha tenido un efecto secundario muy beneficioso, porque me ha lanzado instintivamente a leer el original en inglés de la novelita romántica de Mary Shelley, que  poco o nada se parece a prácticamente ninguna de las versiones que se han hecho de ella. De hecho, he llegado a la conclusión de que si alguna vez alguien quisiera llevar a la pantalla literalmente la novela, sin añadidos espurios, el resultado final decepcionaría a cuantos admiran creaciones como las de James Whale, El doctor Frankenstein y La novia de Frankenstein, con una maléficamente divina Elsa Lanchester, o, viniendo más cerca, Frankenstein de Mary Shelley, de Kenneth Branagh, sin descartar la hilarante e inolvidable versión cómica que dirigió Mel Brooks:  El jovencito Frankenstein.

          Tanto en una como en otra película hay un derroche tan apabullante de técnica, de medios y de alardes de vestuario y puesta en escena que bien pudiera decirse que, con ello, se ha cumplido el expediente para asombrar a los espectadores. De un barroquismo preciosista en la película de Del Toro, excesivamente colorista, y sombríamente riberista en la de Eggers. Ambas, sin embargo, coinciden en el peor de los fallos que pueden achacarse a ambas películas: la creación de los monstruos respectivos. Una especie de Gollum con mallas en el primer caso, y un madelman culturista con los bigotes del Vlad originario en el segundo. La creación de Del Toro se resiente mucho porque el monstruo sufre un inesperado cruce con El buen salvaje, de Truffaut, lo que lo convierte en una suerte de película antropológica que olvida el original para acabar inventando algunas historias tan rebuscadas y mal ejecutadas como la del ataque de los lobos a la cabaña donde el ciego había logrado establecer contacto humano con el monstruo.  Ni se ha de mencionar, por supuesto, que esa suerte de supermán que nunca muere, totalmente ajeno a la novela, se retrata solo en la última escena en la que desencalla el barco, pero entiendo que las películas de superhéroes también deben de haber dejado cierto poso en el director, porque si no no se explica. Algo relativamente parecido le ocurre al temible y poderoso Nosferatu de Eggers, una fuerza desatada que bebe más del gore que de la sutileza, aunque esté bien contenida esa manifestación que llega a su apogeo, sin embargo, en el fracasado desenlace de la película, cuya descripción no quiero escribir para no chafársela a aficionados que harán bien en hacer caso omiso de mis reparos a dos obras que, sobre todo en el caso de Eggers, se ve con cierta complacencia, porque estéticamente ha sabido estar a la altura del mítico film de Murnau, aunque, insisto, le pierda esa explosión visceral que me parece fuera de lugar. Mucho mejor es el comienzo, cuando la sombra del vampiro se proyecta en el bationdeo de las cortinas frente al cuerpo entregado y exaltado por su presencia de la mujer que lo invoca en sueños y a él se ofrece como su señor. La protagonista, Lily-Rose Depp, aguanta con magnífico empaque unos primeros planos en los que ha de expresar el transporte erótico que le produce la presencia insinuada del vampiro, del mismo modo que lleva el peso del trastorno que sufre hasta que su dueño consigue llegar desde la lejana

Transilvania a Inglaterra, aunque, y eso es un gran acierto, la exaltación por la llegada del vampiro coincide con la de su marido, a quien recibe de idéntica manera, aunque este forme parte ya de la corte de Nosferatu. La historia de la película de Eggers se acerca más al original de Murnau, si bien las escenas en el castillo de los Cárpatos pierden mucho, por la escenografía, y por la presencia entrevista siempre a distancia de la poderosa presencia física del nunca muerto. En el caso de Frankenstein, la interpretación de Oscar Isaac está un poco pasada de vueltas, y la malevolencia de Del Toro le arranca una pierna para conseguir un efectismo innecesario. La de Elordi, por su parte, se ajusta a la visión del director, pero el maquillaje y el disfraz resultan absolutamente erráticos, al margen de que bien podría ser esta la primera versión en que se ha procurado que el monstruo sea bastante más atractivo que su creador, lo cual contradice radicalmente el espíritu de una creación hecha con desechos humanos. La inventada historia de la familia con el padre tirano puede responder a otros intereses de Del Toro, pero, al margen de ser un acicate para la superación del joven, no tiene mucho sentido, salvo abominar de ciertos sistemas educativos.

          En fin, no esperaba gran cosa de ninguna de las dos, pero he sabido disfrutar de los aciertos de la puesta en escena de ambas, porque las imágenes en el polo tienen mucha fuerza, de igual manera que los paisajes siniestros que rodean el castillo de Nosferatu o los interiores en Inglaterra, cuando aparece un médico algo descolocado y anecdótico interpretado por un Dafoe que no sabe hacerse con un personaje de falso relleno. ¡Qué difícil, insisto, es conseguir esa atmosfera cuya plasmación no depende de los medios usados, sino de la «imaginación» de los directores. Tengo la impresión de que en vez de tener una visión propia de las historias, se han dejado llevar por los modelos y han innovado justo donde no debían, pero…

 

jueves, 13 de noviembre de 2025

«La doncella» y «Decision to leave», de Park Chan-wook, palabras mayores.



Título original: Ah-ga-ssi

Año: 2016

Duración: 145 min.

País: Corea del Sur

Dirección: Park Chan-wook

Guion: Park Chan-wook, Jeong Seo-Kyeong. Novela: Sarah Waters

Reparto: Kim Min-hee; Kim Tae-ri; Ha Jung-woo; Cho Jin-woong; Moon So-ri; Kim Hae-sook; Lee Yong-nyeo; Lee Dong-hwi; Yoo Min-chae.

Música; Jo Yeong-wook

Fotografía: Chung Chung-hoon.

 






Título original: Heojil kyolshimaka

Año: 2022

Duración: 138 min.

País: Corea del Sur

Dirección: Park Chan-wook

Guion: Jeong Seo-Kyeong, Park Chan-wook

Reparto: Tang Wei; Park Hae-Il; ; Park Yong-woo; Yoo Seung-mok; Kim Shin-young; Lee Jung-hyun;

Seo Hyun-woo; Park Jung-min; Jeong Ha-dam; Go Min-si; Go Kyung-pyo; Jung Yi-seo; Lee Hak-ju; Yoo Teo.

Música: Cho Young Wuk

Fotografía: Kim Ji-yong.

 

Los caminos inusuales del amour fou en Asia: una fábula moral y un thriller sin sorpresas.

 

          Después de una película tan floja como Lazos perversos, que difícilmente se sostiene a partir de un endeble guion y unas actuaciones peregrinas,  Park Chan-wook probó fortuna con una película «de época» que le permitía aventurarse en un mundo relativamente lejano desde una perspectiva estilizadora que, apoyada en una escenografía y vestuario magnificentes, levantaba un sólido guion lleno de giros sorprendentes que  potenciaban la historia desde una perspectiva transgresora que tiene la sexualidad, y sus perversiones,  como tema central, aunque se trata, paradójicamente, de una adaptación de la novela Falsa identidad de la escritora británica Sarah Waters. Si de Lazos perversos me pareció que el silencio crítico era lo más piadoso para una obra mediocre, de estas dos cumbres del cine actual deseo fervientemente, desde que las vi, hacer la crítica para que nadie deje de verlas, porque Chan-wook despliega en ambas un poderío creador que, sobre todo desde el punto de vista de la fotografía y el encuadre, que deja boquiabiertos a los espectadores, o al menos a quien este firma.

          La doncella tiene una estructura dividida en tres partes en las que grandes trechos de la narración se nos vuelven a contar desde la perspectiva de otros personajes. Tres son, en esta historia los personajes principales, Hideko,  la heredera de una gran fortuna, que vive con su tío y tutor, quien la adiestra para ser la gran sacerdotisa de un culto sexual de un reducido grupo de notables a quienes deleita narrando expresivamente libros eróticos. Un supuesto conde Fujiwara que está dispuesto a todo para conseguir casarse con la heredera y hacerse con su fortuna, y, finalmente, la «doncella», Sook-hee, una criada que ha sido educada en un lupanar, algo así como un patio de Monipodio, al que también pertenece el falso conde, aunque esto se sabrá más adelante.

          El escenario es una casa de dos estilos: inglés y japonés, aunque la trama sucede en Corea. La llegada de la supuestamente cándida criada va a suponer un revulsivo para la joven sin experiencia sexual que no tarda en descubrir la intensidad de los placeres sexuales lésbicos con la criada, en unas escenas ciertamente llenas de exquisitez y sensualidad, pero ese criterio estetizante lo empapa todo: los espacios, principalmente el dormitorio de ella, el salón donde recibe clases de pintura del conde, la impresionante biblioteca del tío y los alrededores, con especial hincapié fotográfico en el árbol majestuoso donde aparece ahorcada su tía y educadora, asesinada por su tío, quien, tras torturarla en los sótanos con los que siempre amenaza a Hideko, simula el ahorcamiento. La doncella revela a Hideko que su madre también murió de la misma manera, si bien por la «madama» del burdel sabremos que su madre era una ladrona de primera a la que solo pillaron y ahorcaron una vez.

          La trama va evolucionando con la seducción del conde, pero, en vez de tener la colaboración de Sook-hee, supuesta beneficiaria de la estafa conyugal, porque el botín ha de ser repartido en el ámbito del burdel al que ambos pertenecen, la doncella se afanará en obstaculizarla, dada el intenso nivel de «compenetración» que ha establecido con su ama. Esta, sin embargo, ve en la promesa de boda del conde una liberación del férreo control que su tío ejerce sobre su vida. El personaje del tío, Goo-gai, es el único en el que  el relato ha cargado en exceso las tintas —y no lo digo por la costumbre de mojar el pincel con que escribe y dibuja en la lengua, que la ha vuelto asquerosamente negra—, porque acaba teniendo un cierto aire caricaturesco que choca, sin embargo, poderosamente, con e alto grado de violencia y crueldad con que se conduce en la mansión. Como de vez en cuando, para comerciar con esos libros eróticos, pasa unos días fuera, ello favorece los planes de escapatoria de los inciertos amantes. Camino de su liberación, los amantes escenifican la locura de la heredera para internarla en un sanatorio mental de tintes tan lúgubres como el sótano del tío.

          Y en ese mismo momento se inicia de nuevo el relato desde el punto de visto de Hideko, quien narra su tortuosa niñez bajo el imperio violento de su tío, quien la educa para ser una lectora magistral de los relatos eróticos que han de complacer a los nobles que asisten a ellos, en una suerte de ritual que vagamente recuerda, hasta cierto punto,  el depravado de Eyes Wide Shut, una de las películas más flojas, si acaso no la única, de Kubrick. En esta segunda parte se desarrolla con mayor intensidad explicita el  romance entre la doncella y su ama, lo que va a significar un giro en la narración que acaba desmontando el final de la primera parte.

          La tercera parte tiene que ver con la venganza diferida de las dos mujeres contra el conde, de quien se encarga el tío con toda su refinada crueldad, en unas secuencias de aire gótico propias de la Hammer, con la presencia espectacular de un pupo gigantesco en una pecera, un efeto que vale por todo el desenlace, bastante flojo en lo que a las dos amantes se refiere, pero ello no invalida, en modo alguno, el festival inagotable de belleza que supone el visionado de esta película tan cuidada en todos sus aspectos técnicos. Aquí sí que la imagen se impone a la historia, aunque las interpretaciones son sobresalientes, y extraordinariamente ardorosas las escenas lésbicas.

          Decision to leave es un thriller sin sorpresas, esto es, sabemos desde que arranca la película que el inspector de policía que trata de esclarecer el caso de un escalador que se ha precipitado desde lo alto de un farallón, aislado en el paisaje, descubre con relativa rapidez que la  mujer del escalador  es la principal sospechosa y, en un momento dado —¡esas manos rasposas…!—, la asesina no confesa. ¿Qué ocurre? Pues que ella es china y el inspector coreano se enamora de ella hasta las trancas y, quítame una prueba aquí y hago la vista gorda allí, se convierte en cómplice de ella, rendido a sus pies, a su encanto y a sus artes conciliadoras del sueño. Sí, la invención del inspector es el gran hallazgo de la película, porque se trata de un hombre que padece insomnio y se pasa la película administrándose lágrima artificial en los ojos para poder ver con nitidez. La protagonista, que trabaja como cuidadora de ancianas y tiene conocimientos de masajes y otras artes similares, se presta a combatir con él el pertinaz insomnio, usando una técnica usamericana, dice, que consiste en acompasar la respiración del policía y la suya hasta conseguir atraer el sueño.

          El policía vive en otra ciudad distinta de donde trabaja, porque allí su mujer tiene el trabajo, que no puede dejar. Ella le sugiera que pida traslado a donde ella está, aunque eso significaría una pérdida de categoría, por supuesto, como se advierte cuando, abandonado por la mujer china, después de un desagradable encuentro con un compatriota que la acusa de haber dejado morir a su madre, a la que cuidaba, él pide el traslado y le asignan una ayudante algo más que rudimentaria. Su paz, sin embargo, no tarda en verse alterada cuando, paseando por la calle, de forma muy casual, acaso excesivamente casual, la protagonista, casada con otro hombre, se tropieza con el policía y su esposa. A partir de ahí, los fantasmas del pasado reciente reaparecen, y no tarda en sobrevenir la muerte del marido en una escena muy particular., en mitad del crudo invierno, en la piscina. De nuevo volvemos al principio, de nuevo el insomne sucumbe al hechizo de la mujer, un cásico ejemplo de femme fatal que no se ajusta al modelo vampiresa, sino al de una extraña belleza perturbadora que, sin los rasgos clásicos de las curvilíneas seductoras del cine usamericano, trastorna por completo al hombre. Recordemos que, antes de desaparecer ella, habían convivido, y había sido ella la que le había ayudado a determinar que su obsesión por los casos no resueltos —un mural de su casa con todas las fotos y pistas de esos casos, disimulado tras una cortina que lo ocultaba a los visitantes— era la causa definitiva de su insomnio: no poder dejar de pensar en ellos; lo que en la terapia Gestalt llaman las «gestalts inconclusas», que han de resolverse antes de poder rendirse al sueño.

          Se trata, aunque sea un thriller, de una película poética en la que son innumerables las secuencias con una estética que impacta al espectador, y no necesariamente porque implique la presencia de ambos personajes en una relación sensual. Hay planos cenitales de la playa, un camino y unos terrenos que tiene un poderoso efecto pictórico, por ejemplo; del mismo modo que en la visita a los templos hay ángulos y enfoques que van más allá, propiamente, de los personajes, aunque estén ellos en el plano.

          En películas así la interpretación es determinante, y la figura del inspector Park Hae-Il, con un bagaje de más de cuarenta películas en su haber y una maestría en la expresión de los estados de ánimo con el mínimo despliegue de gestos, miradas y voces que logran llegar a los espectadores de un modo muy potente. Su fragilidad de insomne perdido en el tormento, en el martirio, de no poder conciliar el sueño, logra hacernos empatizar enseguida con él y con su súbito y poderoso enamoramiento de quien, como china que es, él ve como una persona necesitada de protección, aunque acabe descubriendo que es una asesina en serie. Es evidente que la morosidad en el desarrollo de la trama persigue crear un clima emocional en el que la extraña unión entre el policía y la asesina quede justificada por ese amour fou que gobierna al policía, más que a ella, aunque la deriva hacia el reconocimiento de que también la asesina es presa del mismo sentimiento supondrá un acercamiento hacia la tragedia, en ningún caso a un imposible happy ending. Tang Wei, por su parte, sabe jugar con la inocencia y la perversidad a partes iguales, en una exhibición interpretativa que la va aupando a un puesto de honor en el firmamento cinematográfico, adonde llegó tras su rodaje con Ang Lee en Deseo, peligro, donde compartió reparto con otro monstruo de la pantalla: Tony Leung, el inolvidable protagonista de Deseando amar, de Wong Kar-wai en una historia de marcado acento hitchcockiano.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

«Las margaritas», de Vera Chytilová, hacia la Primavera de Praga…

 

El poderoso encanto de la transgresión surrealista en un estado comunista.

 

Título original: Sedmikrásky

Año: 1966

Duración: 76 min.

País:  Checoslovaquia

Dirección: Vera Chytilová

Guion: Vera Chytilová, Ester Krumbachová. Historia: Vera Chytilová, Pavel Jurácek

Reparto: Jitka Cerhová; Ivana Karbanová; Marie Cesková; Julius Albert; Marcela Brezinová; Jan Klusák; Jirina Myskova.

Música: Jirí Slitr, Jirí Sust

Fotografía: Jaroslav Kučera.

 

          Llegué a Las Margaritas porque era la película que el alter ego de Arnaud Desplechin, Paul Dédalus, proyecta en el cineclub del Liceo, como muestra de cine de vanguardia de la República Checoeslovaca en la película Cinéfilos, de Desplechin, lógicamente. No sé si eso mismo es lo que ha motivado a los programadores de Filmin para incorporarla a su excelente catálogo de cine europeo, pero constato que ha sido un gran acierto. La filmografía de Chytilová me era totalmente desconocida hasta esa referencia que acabo de mencionar, pero he comprobado que ni en Filmin ni en YouTube, y menos aún en otras plataformas más estandarizadas, pueden encontrarse sus películas, con la excepción de Ovoce stromu rajských jíme , «El fruto del Paraíso», del año 1970, un remedo pobrísimo de estas Margaritas que se dejan ver con un interés creciente.

          A partir de unas imágenes bélicas, que contrastan con el funcionamiento de un mecanismo equivalente al que empuja las ruedas de la máquina de vapor del tren, pero que podría entenderse, de manera laxa, como el mecanismo de animación de un juguete mecánico, e incluso de un reloj gigantesco, dos chicas aparecen ante nuestros ojos como dos muñecas, sentadas, en biquini, cuyos movimientos articulados van acompañados del chirriar de los mecanismos artificiales, una presentación de los personajes que nos acercan a la importancia que tuvo en el cine expresionismo alemán todo lo relacionado con las muñecas mecánicas, como en la película de Lubitsch, La muñeca. Una reflexión apocalíptica: «Todo está perdido», lleva a las muñecas a la conclusión de que ellas también están perdidas, y ahí se inicia un periplo que durante una hora y cuarto nos va a meter de lleno en un mundo sin claves, en el que las protagonistas entran en contacto con un rosario de realidades en la que se comportan, por lo general, de un modo arbitrario y cómico, amen de transgresor, como en la escena de la sala de fiestas en la que con el marco de un reservado, ellas se convierten en otro espectáculo para los espectadores que, hasta ese momento seguían en de los bailarines de charlestón del local.

          El ritmo de la narración contrasta ciertos remansos con una agitación muy propia del cine mudo, incluida una batalla de tartas, por supuesto. A ese ritmo no solo contribuyen las situaciones, porque propiamente no hay un guion que nos cuente una historia, sino también la decisión técnica de jugar con el blanco y el negro y con los filtros de color incluso en la misma escena, lo que le confiere a la película una dimensión fantástica y alocada que contribuye a la distorsión que la presencia de esas dos muñecas risueñas provoca en la realidad.

          Ya se advierte que estamos hablando de una película a la que, en aquellos tiempos del cambio de década, de la prodigiosa a la de la crisis del petróleo, los críticos se referían como cine «experimental», por encasillarla de algún modo, dado que, en el fondo, se experimentaba con el lenguaje cinematográfico, y, en consecuencia, la puesta en escena de la película estaba íntimamente ligada a la realización. Y ahí radica, a mi juicio, uno de los principales atractivos de la película: la creación de unos decorados con los que, en algunas ocasiones, interactúan directamente las protagonistas, como cuando deciden usar las tijeras y acaban troceándose a ellas mismas, un proceso que se sustancia con su traslado al panel que decora la pared de la habitación donde tiene lugar la mínima acción de esa secuencia y comienza un fluido vertiginoso de cambios que convierten la secuencia poco menos que en cine de animación, y es este un recurso que aparece varias veces.

          Como no podía ser de otro modo, la película fustiga ciertos prototipos de personajes conservadores que, en citas con ellas, pretenden abusar de la insólita candidez de las jóvenes, aunque la súbita aparición de la otra complica la situación y acaban siempre en la estación, burlando a los don juanes.

          Las protagonistas tienen una curiosa relación compulsiva con la comida. Buena parte de la película se la pasan comiendo e incluso se dan un festín palaciego en una prefiguración de lo que sería años después La gran comilona, de Marco Ferreri, cuya inspiración para la película bien pudiera haber estado en la contemplación de estas escenas. Ignoro hasta qué punto pudiera hablarse de que en el socialismo checo la población pasara hambre, pero lo que está claro es que sí podemos ver en esa obsesión por la comida el sistema de las cartillas de racionamiento que limitaban lo que podía o no podía adquirirse y en qué cantidades, dado que, si no hambre, lo que sí hubo, durante mucho tiempo, fue una severa escasez de ciertos productos. La película es una orgía fílmica de imágenes de alimentos y de su consumo, pero siempre en el marco de unos decorados exquisitos con los que se juega constantemente: no tienen una función, digamos ornamental, pasiva, sino muy activa y se incorporan con total normalidad al desarrollo de las secuencias. Tomemos como ejemplo la relación de una de ellas con un pianista apasionado de los lepidópteros, o viceversa, cuando la cámara juega, como en las máquinas de los bares, subiendo y bajando por tiras interminables de bellísimas mariposas clavadas en la pared. O cómo la desnudez de ella se cubre con las cajas de los disecados animales, por ejemplo.

          Me parece de rigor añadir la advertencia de que para algunos espectadores la condición de muñecas de las protagonistas y sus risas constantes y en absoluto naturales ni espontáneas pueden llegar a desconcertarles e incluso a irritarles, y considerar que no es la película que desearían ver. Alejen de ellos ese prejuicio y déjense llevar por la inconsciencia articulada de las dos muñecas, en cuyo juego infantil, pero, al tiempo, trascendental, es una delicia entrar. La relación entre todos los registros de la película y los recursos cinematográficos puramente técnicos, sus «efectos especiales», para entendernos, es muy imaginativa. Solo hay que ver su siguiente película, El fruto del Paraíso, una bobada mayúscula, para darnos cuenta del inmenso valor de esta muestra de arte libérrimo. Intuyo que esta tercera película, rodada ya tras el aplastamiento de la Primavera de Praga por las fuerzas soviéticas sufrió esa suerte de depresión nacional que afectaría a todos cuantos creyeron, ingenuamente, que se podía pasar de un régimen comunista a una democracia liberal, o lo más parecido a ella.