jueves, 25 de diciembre de 2025

«Valor sentimental», de Joachim Trier, o la disputa del rencor y el olvido.

 

La enésima vuelta de tuerca a los conflictos familiares, con el arte sanador de por medio.

 

Título original: Sentimental Valueaka

Año: 2025

Duración: 135 min.

País: Noruega

Dirección: Joachim Trier

Guion: Joachim Trier, Eskil Vogt

Reparto: Renate Reinsve; Stellan Skarsgård; Inga Ibsdotter Lilleaas; Elle Fanning; Cory Michael Smith; Lena Endre; Anders Danielsen Lie; Jesper Christensen; Catherine Cohen; Jonas Jacobsen; Bjørn Alexander; Pia Borgli.

Música: Hania Rani

Fotografía: Kasper Tuxen.

 

          ¿Qué sería del cine sin los conflictos familiares? Extirpamos esa temática del Séptimo Arte y se nos queda, de pronto, como si el cine fuera exclusivamente un vehículo para el entretenimiento alienado o los documentales, si dejamos de lado los musicales, que pertenecen, de hecho, a un género con un código tan determinado que parecen punto y aparte en la cinematografía. ¡Ah, la familia! Esa institución contra la que ideologías supuestamente progresistas, de inspiración socialista y comunista, han luchado con una fiereza solo comparable a la de sus homólogos individualistas, en la medida en que se considera la más acaba expresión del heteropatriarcado que, al parecer, nos ha oprimido desde que fuera creado, cuando, al decir de Engels, se cambió la prioridad familiar de la línea matrilineal a la patrilineal. Llevamos entre dos mil y cuatro mil años sufriendo esa imposición, y de ahí se ha derivado una obra artística que afecta a casi todas las artes y que, en el Cine, se ha vuelto casi consustancial. A poco que el espectador reflexione sobre cuáles son sus películas favoritas, se dará cuenta de que en la gran mayoría de ellas el asunto central tiene que ver con las relaciones familiares, no siempre engendradoras e desdichas, pero casi. Dicho de otra manera: son muchas menos las películas como ¡Qué bello es vivir!, que como esta, o Agosto o La gata en el tejado de zinc, así a bote pronto.

          En esta película se innova la presencia de una casa familiar que adquiere, desde el comienzo, algo así como vida propia. En un prólogo extraordinario, que va a fijar el altísimo nivel existencial en que se manifestarán los conflictos, la casa adquiere voz propia y narra parte de lo que ocurre en su interior, como si fuera una diosa acogedora que vela por los destinos de quienes la habitan, a quienes conoce por las pisadas, las voces o cualesquiera otras manifestaciones que la afecten materialmente a ella.

          La casa está de luto, porque la madre de las dos protagonistas ha muerto. El padre, un director de cine,  famoso por su obra documental, mundialmente reconocida, vuelve a la casa familiar, para el entierro de la mujer a la que abandonó para seguir su propio camino como artista, ignorando, prácticamente, los destinos de sus hijas. La pequeña, casada y con un hijo, fue protagonista del más célebre documental del autor, pero ello no significó establecer ninguna relación profunda o duradera con su padre, quien, como se dice coloquialmente, pasó olímpicamente de ambas, de ella y de su hermana, que es una actriz de éxito en el teatro. La presentación de la hermana, con un ataque de pánico escénico justo antes de salir a escena, nos alerta ya de la compleja personalidad de la mujer. Nos sorprende mucho esa entrada, perfectamente representada, y ni siquiera intuimos a qué se debe, pero en cuanto se anuncia la presencia del padre en el funeral y la negativa de la hija a verlo o interactuar con él, comenzamos a sospechar que hay heridas profundas de muy difícil cicatrización. Que el padre se descuelgue con la presentación de un proyecto inspirado en la vida familiar, y con la oferta en firme a su hija, famosa actriz teatral, para que intervenga en la película, es el punto de partida de una trama en la que las vidas de las hermanas, la del padre y la relación de los tres con la casa que el padre ha escogido como escenario de la película se irán desvelando poco a poco.

          Con absoluta lógica narrativa, se nos contarán las tres historias, la de las hijas y la del padre, para descubrir los terribles caminos de la indiferencia y la distancia en el seno de una familia habitada en parte por la vena artística, lo que se cumple en el padre y en la hija mayor, la actriz. Conviene recordar que el guion lo escribe Trier con Eskil Vogt, un director acaso no muy conocido, pero muy interesante, y de quien ya he criticado dos películas en este Ojo: The innocents y Blind. Vogt fue también guionista de la aclamada película de Trier La peor persona del mundo. La historia de la actriz, que mantiene relaciones adúlteras con un compañero de profesión, pero sin involucrarse tanto que pueda perder su autonomía, su independencia, va a fijarse en el drama de la relación con el padre, en tanto que hija abandonada por él, con quien, de hecho, no ha podido contar para nada en su vida. Su negativa a interpretar el papel que el padre dice haber escrito para ella se debe, también, aunque eso lo sabremos más tarde, a que hay un suicidio que, misteriosamente para ella, el padre quiere que ella lo represente. No puedo desvelar más, pero me quedo con las ganas.

          En la medida en que la productora ha de contratar a alguna actriz importante para poder impulsar el proyecto, aparece la figura de Elle Fanning como una exitosa actriz usamericana que «adora» el trabajo del director, cuyo documental, interpretado por la hija pequeña, la hace llorar intensamente. Como un desafío, en consecuencia, acepta el papel y comienzan los ensayos sobre un texto muy intenso y dramático que le cuesta mucho asumir como propio para darle la «verdad» que el papel requiere, aunque uno de los ensayos es un «momentazo» extraordinario, que revela el talento de una actriz Fanning, a quien ya admitamos en Mary Shelley, de  Haifaa al-Mansour y Día de lluvia en Nueva York, de Woody Allen, por ejemplo. Como el director se impacienta ante los escasos progresos para hacerse con el papel, la actriz decide, por propia iniciativa, conocer a la hija actriz, porque intuitivamente ha llegado a la conclusión de que es ella la única destinataria de ese papel, la única que podría representarlo. Se va tejiendo, pues, una red de relaciones que tendrá el momento culminante, ante la desorientación de la hija mayor y su dificultad para lidiar con la figura paterna, en la conversación de las dos hermanas, una de las escenas más logradas de la película. Sí, habrán oído hablar de esta película como  siempre que se habla de cine nórdico del influjo omnipresente de Ingmar Bergman, pero en este caso se trata de una influencia temática, porque es difícil sustraerse al análisis de las relaciones familiares        que ha sido siempre el cine del sueco. El tratamiento de los primeros planos, la animación de la casa como un espacio con vida propia, ¡los silencios empecatados!, la adversidad social y amorosa, toda la vida bulle en este proyecto de película que puede o no significar un reencuentro o la pérdida definitiva. Tienen que verlo.

martes, 23 de diciembre de 2025

«El tiempo se ha detenido» y «El pueblo de cartón», de Ermanno Olmi: una visita diacrónica.

 

Título original: Il tempo si è fermato

Año: 1959

Duración: 83 min.

País:  Italia

Dirección: Ermanno Olmi

Guion: Ermanno Olmi

Reparto: Natale Rossi, Roberto Seveso, Paolo Guadrubbi

Música: Pier Emilio Bassi

Fotografía: Carlo Bellero (B&W).

 









Título original: Il villaggio di cartone

Año: 2011

Duración: 87 min.

País: Italia

Dirección: Ermanno Olmi

Guion; Ermanno Olmi

Reparto: Michael Lonsdale; Rutger Hauer; Massimo De Francovich; Alessandro Haber; Souleymane Sow;

Irma Pino Viney; Heven Tewelde.

Música: Sofya Gubaydulina

Fotografía: Fabio Olmi.

 

La primera y la última película de Ermanno Olmi o el humanismo cristiano postneorrealista.

 

          Ermanno Olmi llegó a la fama con una película que hablaba de algo muy vinculado a su biografía: la dura vida de los campesinos en Italia: El árbol de los zuecos, considerada una obra maestra, aunque también dirigió otra joya que tengo pendiente de revisión: La leyenda del santo bebedor, adaptación del texto de Joseph Roth, en parte autobiográfico, en la que Rutger Hauer tuvo uno de los mejores papeles e su carrera, a pesar de ser famosísimo ya por Blade Runner, de Ridely Scott y, para los cinéfilos, desde Delicias turcas y Eric, oficial de la reina, ambas de Paul Verhoeven.

          La última película de Olmi, persona de acendrada religiosidad, se enfrenta a la más candente de las cuestiones que se debaten hoy mismo en la arena política y social: la inmigración no sujeta a los procedimientos legales. Y convendría que a vieran cuantos hacen de ese asunto una cuestión e principios políticos radicales. Pero antes de acercarnos a «lo que quema», hemos de comenzar por otra quemadura diametralmente opuesta: la del hielo, la de la nieve, la del frío, porque los dos protagonistas, tres, en realidad, que interpretan la historia son los vigilantes de una pera en construcción a 2.500 metros de altura en la zona alpina italiana.

          La pareja bien avenida que vive en una cabaña provisional y endeble, heredera de cuanto se construyó la casi totalidad de la presa, pierde uno de sus miembros por el inminente nacimiento del próximo hijo del vigilante que libra con permiso para reunirse con su mujer. En su lugar llega un joven frente a quien el viejo guardián siente inmediatamente un enorme recelo, solo justificado en el prejuicio ante la insultante juventud del nuevo compañero. Se inicia, pues, en un lugar cerrado y dominado por rutinas que les dejan, sin embargo, bastante tiempo libre, un proceso de conocimiento mutuo que prácticamente, al ritmo de ese «tiempo detenido» del título, se alargara todo lo que resta de película. El humilde interior de la cabaña y los  exteriores nevados y solemnes, como solo saben serlo las altísimas montañas que más parecen amenazar que protege a dos seres prácticamente indefensos en esas alturas, si se da la eventualidad de una enfermedad o un accidente grave, porque cuando soplan los vientos infernales que provocan aludes, el teleférico que les une con el llano deja de funcionar, van a convertirse en la insólita puesta en escena de ese proceso de acercamiento mutuo: uno, el interior, por la endeblez de la resistencia a los factores climáticos; los segundos, porque sobrecoge la presencia imponente de las aguzadas montañas nevadas frente a las que se desarrolla una minúscula anécdota humana.

          Aunque ronda en ciertos momentos la sombra amarga de un drama, la historia discurre casi toda ella por los dominios de un costumbrismo casi identitario del cine italiano. El choque entre generaciones es el motor que dinamiza la relación entre el viejo hermético y el joven que se siente menospreciado sin que haya razón aparente que justifique e hermetismo del viejo prejuicioso. Se trata de un acercamiento muy medido y lleno de lances divertidos que recuerdan, en cierta manera, al cine de Jacques Tati, como el juego vodevilesco de ambos personajes leyendo cada uno su libro después de cenar para protegerse, el viejo, de la comunicación. En un momento dado, cuando el viejo desaparece para realizar una actividad propia de su menester profesional, el joven aprovecha para echarle un vistazo al título del libro que lee el viejo; pero mientras el joven se acerca al dormitorio en busca de algo, el viejo entra en escena rápidamente y hace lo mismo que el joven, concluyendo la escena con ambos enfrascados cada uno en su libro. Más adelante sabremos, en uno de los mejores diálogos de la película, cuando ya se ha roto el hielo entre ambos e intercambian las confidencias propias entre quienes comparten a soledad a semejante altura, aislados por la ventisca de nieve que se ha desatado, que la lectura del viejo es Corazón, de Edmundo de Amicis, uno de los grandes éxitos de la literatura italiana de todos los tiempos. Lectura que da pie al hombre mayor para hablar de la crianza de sus hijos y de las relaciones paternofiliales, un gesto supremo de confianza hacia el joven guarda que este agradece enormemente, porque, por fin, se rompió el hielo que impedía la cordialidad, tan cara a los italianos y a los pueblos ribereños del Mediterráneo, hechos a la hospitalidad.

          De los episodios costumbristas que se suceden en la película, relativas a la alimentación, a la persecución de una liebre que el viejo intenta cazar con un dispositivo que la atrape y otras más, llama la atención el viaje por los «intestinos« de la presa, un ejercicio de cine documental espectacular, que me ha recordado la tentación de tantos cineastas de abrir sus películas con procesos industriales o de manufacturación de todo tipo, sea una mina, una rotativa, una fábrica de embotellado o un matadero. Dada la cantidad de películas que nutren este Ojo, me es imposible ahora mismo recordar una vieja película de serie B, con trama de cine negro que tiene el desenlace en el interior de una presa gigantesca en Usamérica. En esta de la película de Olmi, todo el itinerario, como en el interior de una mina, está vacío, salvo por la presencia de los dos guardianes que se adentran en esas entrañas laberínticas y hermosas.

          El pueblo de cartón, ya lo indiqué al principio, se centra en el problema de la inmigración que no discurre por los cauces legales para ello, Italia ha sido, y sigue siendo, uno de los principales países afectados por esas oleadas de inmigración incontrolada que plantean serios problemas  a los dirigentes políticos en el poder en los países adonde llegan, como está sucediendo en España. Es obvio que la película no entra en el análisis político, histórico o legal del problema, porque parte de un hecho incontestable: ha llegado un cayuco a la playa y los ocupantes que han sobrevivido buscan dónde esconderse. Hallan un lugar que no tardan en okupar. Se trata de una iglesia que ha abierto la película con unas secuencias del más puro y hermoso cine imaginable. En un templo de inequívoca factura futurista, de estética más que discutible, y muy parecido al que visite el pasado verano en Villarcayo, la Iglesia de Santa Marina, un sacerdote que lleva treinta años al frente de la parroquia ve entrar en la iglesia una brigada de demolición que, antes de destruir el templo, ya desacralizado, procede a retirar el cristo colgado sobre el altar, cuadros y estatuas de la iglesia.  Las tomas que consigue Olmi del sacerdote y de la Iglesia caen del lado de muchas de las tomas de Dreyer en Dies Irae, por ejemplo. Es más que soberbia la fusión entre la arquitectura y el dolor de corazón del viejo párroco expropiado, digámoslo así.

          Casi sin enterarse, en medio de una noche oscura, la iglesia va a ir llenándose de inmigrantes que buscan escaparse de la redada policial que los busca con la intención, se entiende, de repatriarlos. Cuando el cura, seriamente enfermo, quiere darse cuenta, su iglesia se ha convertido en la «ciudad de cartón» del título. A partir de entones habrá un desarrollo paralelo de los acontecimientos, la vida del grupo de inmigrantes y a relación del cura con ellos. No nos movemos en ningún momento del interior del templo condenado, al que Omi arranca planos muy conseguidos y, en algunos casos, incluso estremecedores, como los de la angustia y la culpa del cura por no haber sabido oponerse a la decisión de sus superiores. Esa lucha va a acabar convirtiéndose, en contacto con un médico que lo visita y que es agnóstico, en una serie crisis de fe que no puede dejar de verse influida por la situación de las personas que han ocupado el espacio sagrada en busca de la supervivencia. El trabajo del protagonista, Michael Lonsdale, es magnífico, y sabe transmitir con un poder de convicción absoluto el dolor infinito del cura que, en sus postrimerías, es visitado por la duda, y ello hasta tal punto que, en un momento dado ―y la situación de los perseguidos en el sagrado de la iglesia influye mucho, creo yo, en esa decisión― llega a decir que el bien está por encima de la fe, ¡nada menos!

          Rizando el rizo de las comparaciones facilonas, incluso habrá un alumbramiento que, sin embargo, se resuelve cinematográficamente, con una elipsis, de un plano para otro, a pesar de la «movida» que significa un parto, y en una iglesia; pero ese desvío hubiera consumido demasiada película sin aportar ni una brizna de razonamiento o posicionamiento político al respecto. Con todo lo que pueda haber de simplicidad narrativa, cercana a una lectura que huye de la complejidad sociopolítica del asunto, en ese nacimiento, no es menos cierto que el recitado del Adeste fideles por parte del viejo cura, arrodillado ante el altar, implicando en ese nacimiento una comparación con la llegada del Mesías, es un momento que alcanza niveles de emotividad que podemos apreciar incluso los no creyentes, y valorarlo como uno de los momentos «mágicos» de la película. La presencia como cuidadora de esa «virgen» de una prostituta «magdaleniense» redondea lo que la película tiene de alegoría.

          No ha que olvidar que la vida de la comunidad inmigrante discurre ajena a la presencia del viejo cura y en ella se manifiestan diversas tendencias que el autor cree necesario destacar para que no lo acusen, acaso, de buenismo complaciente con las lacras de esas migraciones: aparece un traficante que es vende viajes, en esa noche los va a recolocar en otro barco con destino a Francia, los terroristas que pretenden inmolarse con un cinturón de explosivos para luchar contra los opresores imperialistas y quienes defienden la vía pacífica y la integración laboral en esos nuevos países a los que llegan con una carga cultural ancestral que dificultará, sin duda, su aceptación por amplias capas de población del lugar escogido para emigrar.

          Diríase que el tema sobrepasa al director, quien, eso si, en ningún momento olvida que esta dirigiendo una película, no tratando de explicar y diagnosticar de forma irrefragable un asunto tan espinoso. Y desde el punto de vista cinematográfico, no hay ninguna toma en la película que no sea un homenaje al mejor cine de todos los tiempo, por más que sea discutible el tratamiento del tema central. Yo creo que merece ser vista y meditada.


 

 

 

 

martes, 16 de diciembre de 2025

«Yi Yi», de Edward Yang o la vida como intensa corriente en el seno del Dao.

El cuarto de siglo de una obra de arte del cine realista.

 

Título original: Yi Yi

Año: 2000

Duración: 173 min.

País:  Taiwán

Dirección: Edward Yang

Guion: Edward Yang

Reparto: Wu Nien-jen; Elaine Jin; Kelly Lee; Jonathan Chang; Chen Hsi-Sheng; Issei Ogata; Ko Su-Yun; z

Tao Chuan-Cheng; Hsiao Shu-Shen; Tsen Hsin-Yi; Joyce Tsui.

Música: Peng Kai-Li

Fotografía: Yang Wei-Han.

 

          «Uno por uno» o «Uno tras otro» sería la traducción del título chino Yi Yi de la última película de Edward Yang, un cineasta del que no conozco ninguna película anterior a esta. De obra corta, apenas seis largos, parece que en esta película se hubieran condensado sus habilidades, porque está considerada una obra maestra. Restaurada y presentada como tal, ganó el premio al mejor director en Cannes, me dije que acaso no hubiera visto antes ninguna película china de Taiwan, y quise remediar tal carencia. Vista la película y habiéndome informado de su vida y obra, descubro que sí, que había visto dos películas de otro director chino de la isla: El maestro de marionetas y La asesina, de  Hou Hsiao-Hsien, ambas excelentes, especialmente la segunda, de la que hice crítica en este Ojo. Pues como no hay dos sin tres, estoy encantado de haber acertado con la elección de Yi Yi, que tiene un comienzo, la boda del hermano del protagonista, que está a punto de tirar de espaldas al espectador, por la horterada del acto y la hiperpolícroma puestas en escena: como la abigarrada decoración de los primeros restaurantes chinos que se abrieron en España; pero la sabia dirección del desarrollo del acontecimiento te mantiene, sin embargo, pegado al asiento.

          No es fácil orientarse en el entramado de historias que se nos presentan de un modo tan natural que tenemos la impresión de estar ante un documental sobre una familia escogida al azar. Todo, sin embargo, se inicia en la boda y, a partir de ella, se van desarrollando las historias de esos personajes, las pequeñas vidas en las que no acontece nada extraordinario, aunque en algunos casos sea trascendental para ellos, como el encuentro del padre con quien fue su primer amor y a quien abandonó por creer que no estaba a la altura de lo que ella le exigía como futuro marido. Una vida después, vuelven a encontrarse y se nos narra un reencuentro complejo y no exento de dramatismo, porque, pasada ya la vida, y encarando el declive de la vejez, teniendo el protagonista dos hijos que aún lo necesitan, sobre todo el pequeño ―¡feliz descubrimiento!―, ¿cómo se abandona todo para rehacerla a partir de un malentendido que ha determinado la actual?

          Un descuido normal y corriente, bajar la basura al contenedor, lleva a que la abuela se sienta obligada a hacer lo que ha olvidado la nieta. La mujer tiene un accidente y queda en estado de coma, de tal manea que, no pudiendo hacer nada por ella en el hospital, la instalan en la casa de la familia, con el compromiso de que todos han de hablarle cada día, «contar con ella»  como un miembro más que requiere atención, además de cambiarla de posición para evitar que se llague. Las «charlas» con la matriarca suponen, indirectamente, un examen de conciencia de cada personaje, que no sabe ni qué decirle ni cómo, lo que les lleva a reflexionar sobre los limites de las relaciones humanas. Es curioso que, al final, el padre, un empresario exitoso que comienza a tener problemas en su empresa de alta tecnología, decida contratar una enfermera para que le lea la prensa. Su mujer, mientras tanto, ha entrado en una crisis existencial que, por consejo de una amiga, la lleva a convertirse en seguidor de un guía espiritual a cuyos retiros acude para buscar la serenidad que ha perdido, acaso porque se ha evidenciado la fría distancia que se ha interpuesto entre ella y su marido.

          En la medida en que no se olvida el contexto en que viven, ahí entra la vecina divorciada que mantiene relaciones con el profesor de inglés de su hija, lo que las lleva a un conflicto de carácter casi patológico. Esa hija, estudiante de violonchelo, es muy amiga de la vecina, hija de la familia protagonista, quien acaba oficiando de intermediaria entre ella y un novio que acabará apartándose de la caprichosa estudiante e iniciará un acercamiento romántico, el primer amor, a la vecina.

          El gran descubrimiento de la película es, sin lugar a dudas, la figura del hijo pequeño, que me ha recordado muchísimo a los protagonistas de la película He nacido, pero…, de Yasujiro Ozu, quien, mira por dónde, es uno de los grandes referentes de Edward Yang. Anticipo ya que a cargo del niño está un cierre de película como pocos, pero antes de llegar al desenlace, no importa avanzar que será el funeral de la abuela ―un círculo, a su manera, entre una boda y un funeral―, el crío tiene su propia historia de desencuentros con el sistema escolar, y especialmente con un profesor que se comporta como la Trunchbull, interpretada por Pam Ferris, de la Matilda de Danny de Vito. Al niño, sin embargo, el padre le regala una máquina de fotos y este comenzará a fotografiarlo todo, pero tiene una predilección: fotografiar de espaldas a sus familiares y a todo el mundo. Inquirida por el padre una explicación de tal proceder, el hijo se descuelga con una filosofada que deja estupefacto al padre y ganados para lo que resta de película a los espectadores, sobre todo porque la criatura, además de ser un encanto, tiene una vena científica que lo hace adorable: «si solo vemos lo que tenemos ante nuestros ojos, pero no lo que ocurre a nuestras espaldas, ¿no nos estamos perdiendo el cincuenta por ciento de la verdad?», viene a decir. Y ahí es donde comenzamos a mirar con otros ojos a ese pequeño diablillo a quien todo se lo perdonamos, haga lo que haga. He de confesar que todo lo relacionado con el hijo pequeño, una entre todas las historias que se cuentan, es extraordinariamente ingenioso y atractivo. Pero no le va a la zaga el primer enamoramiento y primer desengaño amoroso de su hermana, un ser acongojado por la culpa, pues su olvido motivó que la abuela se expusiera a ese accidente que, a la postre, acaba con ella.

          Capítulo aparte ocupa la figura del padre, eje, en realidad, del relato. Una persona que ha triunfado en los negocios, pero que contempla cuanto lo rodea como si él fuera la encarnación del fracaso, como si la vida le hubiera supuesto una invencible decepción contra la que es imposible luchar. La aventura comercial con un proveedor japonés le va a deparar el contacto con un vendedor tan singular que bien podemos decir que a él debe ese conato de cambio de vida que no se atreve a consumar, en parte porque su intuición de que de haber permanecido junto a su primera novia lo  hubiera conducido al mismo fracaso del que ahora ni se lamenta ni huye, sino que acepta con la serenidad de quien descubre, gracias al amigo, porque acaba fraguándose entre ellos una sólida amistad, la aceptación serena de cuanto ocurre, porque todo ocurre por primera vez, lo cual constituye el «método» para conducirse en la realidad. Que el empresario japonés tenga la pasión del piano, como el propio protagonista la tuvo, aunque renunciara a ella, da pie a unas secuencias emotivas y brillantes.

          Estamos ante la vida misma, sin adornos superfluos, sin recargamientos barrocos ni discursos crípticos, algo así como la famosa tranche de vie del naturalismo de Zola, y lo que nos sorprende, sobre todo, es la absoluta naturalidad con la que los acontecimientos se suceden y los representan actores y actrices de muchos quilates. El director uso mucho el plano panorámico en el que la acción transcurre lejos del observador, como si nos quisiera decir que se ha asomado a esas vidas con total discreción, viendo qué viven, pero respetando todos y cada uno de sus movimientos, como si no quisiera que la cámara interfiriera en esos destinos. Y se agradece. El novio de la hija de la vecina, cuando se acerca la hija del protagonista, le confiesa su afición al cine y le explica el porqué: «Vivimos tres veces más desde que el hombre inventó las películas».

          Testamento fílmico del autor, esta película suscita el interés por su obra anterior, a la que me acercaré así que tenga acceso a ella.

martes, 9 de diciembre de 2025

«Tardes de soledad», de Albert Serra, o una faena de aliño.

 

Una visión algo desprendida de la Fiesta y un hermoso homenaje plástico  a la generosa bravura del toro mítico.

 

 

Título original: Tardes de soledad

Año: 2024

Duración: 125 min.

País: España

Dirección: Albert Serra

Guion: Albert Serra

Reparto: Andrés Roca Rey

Música: Marc Verdaguer

Fotografía: Artur Tort.

 

          Vaya por delante una declaración: a mis 5 añitos, con las sillas del comedor y de la cocina, mi familia creaba un ruedo donde este entonces mocoso con un trapo ad hoc daba sus pases profundos a un toro imaginario entre los aplausos del respetable… Andando el tiempo, con la llegada de la televisión, no me perdía corrida, sentado entre una audiencia de hombres solos, siendo el único niño entre los presentes, maravillados por una Fiesta que me fue calando como lo que es: un rito de la luz y de la muerte, una lucha de bravos, uno de cuatro patas y el otro bípedo, encerrados en el desierto circular del destino. Las corridas siempre han sido caras y he visto muy pocas, pero la afición al toro y a la torería la he vivido durante mucho tiempo. De entre los críticos que se han acercado a este documental de Albert Serra, que yo he calificado como «faena de aliño», me gustaría saber para cuántos son nombres de su cultura torera Mariví Romero ―hija del famoso director del aperturista diario Pueblo durante el franquismo, Emilio Romero― y Manolo Molés, la primera ya fallecida, el segundo, aún hoy perfilando retratos fidedignos de un mundo que conoce como pocos. Hasta estoy en condiciones de aseverar que los críticos modernos que han ensalzado este documental de Serra ignoran, entre otros muchos, un librito esencial sobre el mundo del toreo como es La música callada del toreo, donde ha quedado escrita, en imperecederas letras de molde, una de las más bellas interpretaciones del toreo.

Viene este preámbulo a cuento de la ambivalente sensación que le deja a uno en el cuerpo y en el alma este documental con excesivos tiempos muertos y con un protagonista más soso que el consomé de acelgas, con el que no acabo de conectar en ninguno de los excesivos minutos en los que Serra se recrea con muchos aciertos ―todos los  que tienen que ver con la liturgia de la Fiesta y, sobre todo, ese momento mágico de la investidura de las «luces» textiles― y con el error fundamental de la reiteración que se vuelve anodina y de escaso valor ―pongamos por caso los encendidos elogios al torero de los miembros de su  cuadrilla― a la que se repite casi sin variaciones. Sí, es innegable que la cámara se ha acercado al toro algo más de lo que se acerca el diestro, muy timorato a ese respeto, aunque todos los respetos son pocos cuando uno se enfrenta a semejantes bichos, y Serra consigue auténticas imágenes de impacto, sobre todo de la bestia herida y jadeante, así como de su ritual agonía y muerte, no siempre consumada en el albero. Tan crudas son las imágenes que mi Conjunta las «sufrió» y me consta que aun retiró la mirada en alguna ocasión, a pesar de su belleza. Los aficionados al toro hemos disfrutado con esas imágenes como una muestra de emotivo homenaje a un animal nacido exclusivamente para ese rito, y no hace falta retrotraernos a los mitos solares de la civilización minoica para justificar nada. Que el ritual de la lidia incluya la muerte hace de nuestra Fiesta Nacional ―hasta la llegada del animalismo que ha puesto fronteras en algunas comunidades, porque antes vertebraba la Península de norte a sur y de este a oeste, sin perder de vista su ramificación francesa, por supuesto…― algo tan singular que bien merece ser conservada como lo que es, un bien de interés cultural.

Ignoro el proceso de selección del protagonista y si hubo candidatos de más empaque, pero el torero moderno que protagoniza Tardes de soledad, a pesar de su voluntarismo y profesionalidad, se aleja, al menos para mí, de los estándares mínimos de calidad que se le han de exigir a lo que siempre se ha calificado como un «maestro», «figura» o «artista», y cada cual que busque sus referentes cercanos o lejanos, pero el fervor casi religioso que inspiraba un José Tomás, inspirado, está en otra dimensión distinta de la que nos ofrece Roca Rey, y eso que se entrega con tesón a cada faena, pero este aficionado al menos no ha empatizado con ese arte excesivamente  «ligero» y cauto, a pesar de desplantes de manual y otras artes medianamente aceptables, como el toreo al natural. Curiosamente, no se explota todo el valor plástico que tiene el toreo con capa, al que se le pueden arrancar florituras vistosísimas. Serra parece llevarlo todo al tercio de muerte, y ahí las limitaciones del diestro son muchas, porque es donde más depende de la bravura del bicho y de que acompañe las tandas de pases que han de ir envolviendo a la criatura en un engaño que le va a costar la vida. Sí me ha llamado mucho la atención, y eso es algo muy singular de Roca Rey, la gesticulación facial en el momento supremo de la estocada, porque me ha parecido a medio camino entre el miedo cerval y la plenitud del orgasmo, cuando se pierde el dominio de los rictus y hasta los labios le tiemblan de deseo en el momento de «recibir» mortalmente al morlaco.

La reducción focal de Serra ha creado un mundo aislado dentro del mundo general y extenso de la fiesta taurina, sin acabar nunca ninguna faena ofrecida en su totalidad, sino combinando momentos de unas y otras en sus momentos más emotivos o peligrosos. La proximidad del toro a la cámara y al torero alimenta el miedo del respetable a que la peligrosa cornamenta se desvíe lo justo para enganchar al torero y dejarlo en el sitio, como más de una vez parece que vaya a suceder. Es la sombra de la muerte que no se descuelga de la presencia luminosa del torero en la plaza, como un reclamo efectivo para la necesidad del toro de acabar con el intruso en su vida. Pero los gritos del torero: «¡Toro!, ¡toro!», rompen el silencio de esa campana bajo la que los dos están aislados de su entorno e invitan al animal a encontrarse de tú a tú en un diálogo de incierto desenlace. En esos momentos, aun a fuer de repetidos, el clímax que consigue el documentalista sí que tiene gran valor, pero, insisto, la reiteración cansa y aleja al espectador de la comunión necesaria con el artista, quien, a la vista de los toros que le han tocado en suerte, no le queda más remedio que hacer una faena como la dirigida por Serra, «de aliño».

Incidentalmente, sí queda muy bien reflejado el estatus del torero, del maestro, del diestro, del matador, al que prácticamente se admira como a un consagrado en el altar de las musas. Está por encima de cuanto le rodea, y se permite muy pocas licencias con su cuadrilla, aunque, como no podía ser de otro modo, todos le rinden una pleitesía que incluso disculpa los momentos difíciles o deslucidos que haya podido tener, echándole la culpa al astado, porque eso lo sabe cualquier aficionado: el éxito o el fracaso del torero depende casi un ochenta por ciento del trapío de los toros que le han tocado en suerte, tras el preceptivo sorteo del lote. 

Salvo las contundentes imágenes del sufrimiento del toro, nada de lo que aparece en el documental es novedoso y se ha vito antes tanto en formato documental como en formato fílmico de ficción, de ahí que la selección de momentos hecha por el director, como los viajes de ida y vuelta de la furgoneta donde va el matador con su cuadrilla, sin que haya interacción dramática del torero con su entorno, resulten algo pesados, máxime teniendo en cuenta que lo que el diestro pone en peligro es su vida, de la que depende cuanto lo rodea.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                       


«Un toque de violencia» y «La ceniza es el blanco más puro», de Jia Zhangke, o el eco oriental de «Un día de furia», de Joel Schumacher, y una historia de amor en las entrañas de la mafia china.

 

Título original: Tian zhu ding (A Touch of Sin) / Ciqing shidai

Año: 2013

Duración: 130 min.

País: China China

Dirección: Jia Zhangke

Guion: Jia Zhangke. Novela: Su Tong

Reparto: Jian Wu; Vivien Li; Lanshan Luo; Wang Baoquiang; Zhao Tao; Zhang Jiayi.

Música: Lim Giong

Fotografía: Nelson Yu Lik-wai.

 








Título original: Jiang hu er nü

Año: 2018

Duración:135 min.

País: China

Dirección: Jia Zhangke

Guion: Jia Zhangke

Reparto: Zhao Tao; Liao Fan; Xu Zheng; Casper Liang; Feng Xiaogang; Dia Yinan

Música: Lim Giong

Fotografía: Eric Gautier.

 

       Propiamente, un toque «pecaminoso» y un elogio del amor a pesar de todo, pero, en el fondo, dos radiografías de un sistema social en descomposición, el de la primera economía del mundo.


              Acaso hubiera debido seguir un orden inverso: ver primero las viejas películas de Jia Zhangke y, después, sumergirme en A la deriva, porque en esa hay una recopilación de metraje descartado de las anteriores para escribir una historia que, en todo caso, es una reedición, mutatis mutandis, de La ceniza es el blanco más perfecto, de ahí que las imágenes de Las tres gargantas tengan ese vigor identificador. Pero sigamos un orden temporal.

          Un toque de violencia está construida de forma episódica, cuatro historias en las que la violencia tiene un papel primordial, porque es, simplemente, la respuesta a los «males», a los pecados, de los personajes. El título es un homenaje a Orson Welles, cuya Sed de mal tenía por título original Touch of Evil. El título actual deriva el interés hacia lo que, en la película, es simple epifenómeno, por llamativa que sea la realización del mismo y la crudeza representada. Estamos hablando de seres que llevan el conflicto tan dentro de sí que confunden su vida con una violación de ignoran qué códigos, pero, en todo caso, lo consideran un «pecado» para el que no hallan más redención que la explosiva salida violenta que acaba con su inseguridad existencial y con la insufrible presión social que los ha conducido a su estado. A partir del primer episodio, un hombre empeñado en denunciar la corrupción política de su lugar de origen, un hombre al que llaman despectivamente «bola de golf», quien va añadiendo humillaciones y desesperaciones de tal magnitud que, al final, entiende que los demás no entenderán otro lenguaje que el de la corrupción máxima de nuestra humanidad: la violencia. Envuelve una escopeta con una alfombra en la que se representa un tigre, una señal del autor para indicarnos la estrecha relación natural entre la depredación de los animales y la del ser humano, y sale a «cazar» a quienes, de una manera político-mafiosa, cazan la riqueza, expoliando a los demás. La situación, como digo en el título de las críticas, es calcada de la película de Schumacher, Un día de furia, y es una situación explotada en muchas películas, aunque recuerdo ahora Relatos salvajes, de Damián Szifron, con una portentosa actuación de Ricardo Darín. Aquí, el protagonista, que ha renunciado al trabajo en pos de su cruzada ética de denuncia del abuso de las autoridades, advierte como poco a poco sus propios conciudadanos le van dando la espalda y, con el mote, rebajándolo a la categoría de parásito bienintencionado, pero risible, al cabo. El hombre, es cierto, no es nada atractivo físicamente, y ello es una baza que juega en su contra, porque tras su interés ético cualquiera adivina un evidente resentimiento, por no haber logrado alcanzar el estatus de quienes alardean ante los demás de sus riquezas. La destrucción del coche o el asesinato del conductor de carros que apalea al mulo, incapaz de arrastrar la carga, son muestras de ese cruce de intenciones nobles y soluciones delictivas que atraviesa todo el relato. El relato de una mujer que trabaja como recepcionista en una sauna burdel, que ha visto cómo su vida se tambalea, porque el hombre casado con quien mantiene una relación no va a dejar a su mujer, un argumento hipertradiconal de la industria cinematográfica, y que sufre el acoso de dos ejecutivos de medio pelo que la confunden con una prostituta es, acaso, la más violenta de las cuatro, porque la mujer se defiende del acoso de esos chulos prepotentes, y, ante el azote con billetes que recibe de uno de ellos, se acaba desatando una vena agresiva y feroz que se resuelve como en una película de la yakuza japonesa, o poco menos. La historia de un motorista que se reúne con la familia por el entierro de la madre y que tiene abandonados a la mujer y al hijo, que prácticamente no lo conoce, porque trabaja fuera de la localidad para poder ganar el dinero que les envía muestra el abismo que hay entre la comunidad rural y la amenaza de exterminio de un modo de vida milenario, para ser sustituido por ciudades colmena donde las autoridades van alojando a esos últimos resistentes de una sociedad agraria que tiene los días contados. Dejo en el aire el desenlace, porque tal vez sea lo más chocante de la historia y conviene no dar siquiera pistas. La última historia es la de un joven que se accidenta con una máquina en el taller en el que trabaja y decide cambiar de empleo. De modo casual, acaba recibiendo la invitación a formar parte del personal de un hotel y burdel de lujo, en el que se escenifican ciertas escenas coreografiadas para satisfacer a los clientes, quienes escogen, por número, a las jóvenes con quienes ir a los reservados o a sus propias habitaciones. La estructura del hotel, sus fines, la explotación sexual, ¡todo!, parece lo propio de un avispado negociante occidental que quiere rentabilizar el más antiguo de los negocios, y en ningún caso nos hacemos a la idea de que estamos en la China comunista. Sobre todo porque, en uno de esos desfiles, las jóvenes lo hacen disfrazadas con el uniforme de Ejército rojo, algo que me hizo pensar si la película fue distribuida y vista en su propio país. El joven, que se enamora de una de las prostitutas, vive bajo la férula de una madre exigente y las escasas ofertas laborales a las que se puede acoger, caso de que decidiera abandonar el hotel. Como en la anterior, nada puedo añadir, por el riesgo obvio de chafar el desenlace. Zhangke filma con un estilo que combina los planos panorámicos de indudable belleza natural con puestas en escena en interiores muy escogidos, pero que reflejan una cierta deshumanización a través de la neutralidad estética muy inspirada en el cine Occidental. Lo que no olvida es trazar el retrato psicológico de cada uno de los personajes protagonistas de los cuatro cortos, y ahí sí que los silencios han de valorarse como un recurso descriptivo de primera magnitud.  No se trata solo de la inseguridad de cada uno de los protagonistas, sino de la convicción de que nada de lo por decir puede influir decisivamente en su destino, hacia el que dirigen sus pasos como si los arrastrara no el pecado del título, sino el pecado original de la especie condenada por Dios. No es anecdótico el hecho de que las cuatro historias estén inspiradas en hechos reales, lo que contribuye a acentuar la vertiente crítica de la sociedad que se advierte en todos y cada uno de los episodios.

          La ceniza es el blanco más puro nos narra una historia de amor, teniendo a Zhao Tao como estrella absoluta, no en calidad de la esposa del director, sino de su inmensa valía como actriz, capaz de registros muy dispares en los que imprime el sello de su intensidad dramática como en esta película en la que es la única mujer en un mundo exclusivo de hombres, una fraternidad delictiva en la que forma tándem con el hermano mayor de la cofradía, quien reparte privilegios y castigos por un igual. La lucha entre las diferentes hermandades provoca un violentísimo ataque a Bin, el protagonista, de que le defiende su pareja, Qiao, con una pistola que acabará llevándola a la cárcel por posesión ilegal de armas. Bin, también va a la cárcel, pero sale cuatro años antes que ella. A ninguno de los dos les espera nadie a la salida, lo cual va a cambiar ambas vidas. Qiao busca a Bin a toda costa, porque aún cree que es su novia, con quien acabará formando una familia ―el concepto de familia en china va más allá de nuestro propio concepto occidental de la misma institución―, pero la película nos va a mostrar un escepticismo radical por parte del protagonista, al que no tardará, no sin extraordinario pesar, su antigua novia y mujer fuerte de la organización, en la que creía a pies juntillas, No son Bonnie y Clyde, por supuesto, sino dos almas golpeadas por la violencia que forma parte de su vida, y en ello estas dos películas son muy semejantes, El modo como Qiao ha de ingeniárselas para salir a flote mediante recursos propios de la picaresca y del hampa nos ofrecen un relato de la mujer que choca con la vena samaritana posterior, cuando vuelve a encontrarse, pasado el tiempo, con quien nunca dejó de ser su más intenso y único amor. Hay un momento de la entrevista de ambos en una habitación de hotel, una escena con la desolación de los hoteles de Hooper, por cierto, en que ella se vuelve de espaldas y llora amargamente el fatal desengaño que le está transformando la vida. Y me pregunté si ese llanto no podía considerarse como una manifestación fuera de campo. La película nos muestra ambientes muy variados y escenas, como la de la estancia en Las tres gargantas que recoge el director en A la deriva, componiendo los más hermosos momentos de su película diacrónica. Se anuncia para febrero en Filmin su última película. La espero.

martes, 2 de diciembre de 2025

«Suzhou River», de Lou Ye y «A la deriva», de Jia Zhangke, una obra maestra y una obra en construcción.

 

Título original: Suzhou he

Año: 2000

Duración: 83 min.

País:  China

Dirección: Lou Ye

Guion: Lou Ye

Reparto: Zhou Xun; Jia Hongshen; Yao Anlian; Nai An; Zhongkai Hua

Música: Jörg Lemberg

Fotografía: Wong Yuk.

 

 








Título original: Feng Liu Yi Dai

Año: 2024

Duración: 111 min.

País:  China

Dirección: Jia Zhangke

Guion; Wan Jiahuan, Jia Zhangke

Reparto: Zhao Tao; Li Zhubin; Zhou You; Mao Cning Shun; Jianlin Pan; Lan Zhou.

Música: Lim Giong

Fotografía: Nelson Yu Lik-wai, Eric Gautier.

 

o una apasionante recreación libérrima de Vértigo en Shanghái y un intento dispar de antropología fílmica con momentos excepcionales.

 

          Nadie debe perderse esta joya que, convenientemente remasterizada, se pone de nuevo a nuestro alcance tras sus buen cuarto de siglo desde el estreno. Y sorprende la distancia, porque parece filmada ayer mismo. Como me sucede siempre que una película me lleva tras ella sin poder mantener la distancia crítica debida, nada más acabar de verla he vuelto a comenzar de nuevo, para caer en lo que había intuido: la narración es un círculo perfeto, y todo aquello que ha de ocurrir durante el desarrollo de la historia se nos cuenta en uno de los mejores comienzos de película que recuerdo: La cámara subjetiva que oculta al narrador y parcialmente protagonista de la película nos lleva en un viaje por el río Suzhou a través de las degradas zonas industriales de la ciudad de Shanghái, mientras se nos describe la vida que crece en el río y cuanto se ve desde ese lecho semoviente en cuyas paredes que lo encauzan, el protagonista va dejando, estampada,  su tarjeta comercial: fotógrafo y cineasta para cualquier negocio que quiera proyectarse publicitariamente. Se trata de un corto viaje que tiene una capacidad seductora incomparable y que, mediante una voz en off magníficamente empleada, nos va acercando hasta un club donde han requerido sus servicios profesionales y donde va a entrar en relación con la gran protagonista de la película, quien le contará una historia sobre los amores de quienes, en realidad, ocuparán inmediatamente el poderoso lugar central de la narración, cautivándonos de un modo apasionante. Sí, está claro que el uso de la cámara subjetiva, la cámara al hombro y un amour fou nos retrotraen a la famosa Nouvelle Vague, y es justo que así se considere. Pero esta hermosísima película, llena de delicadeza, de amor, de extrañeza y de cierta magia va mucho más allá de esa escuela para cruzar el Atlántico y fijarse en un la candidata perpetua a mejor película de la historia, en reñida lucha con Ciudadano Kane, de Orson Welles: Vértigo de Alfred Hitchcock. Y he copiado en el titulo el ideograma de «vértigo», ignorando que se abre con el dibujo de la escalera por la que sube al campanario de la iglesia el protagonista de la película de Hithcock, ¿no es maravillosa esta coincidencia…?

          La protagonista con la que se encuentra el fotógrafo y cineasta publicitario, trasunto seguramente del punto de vista del propio realizador, es una mujer, Meimei,  que actúa en el local nuclear de la trama encarnando a una sirena sumergida en el estanque que preside el local, llamado, paradójicamente, «Taberna feliz». La voz en off del narrador, quien, después de conocerla, vive con ella, a pesar de que sus desapariciones durante días lo vuelvan loco, nos cuenta que Meimei le contó la historia de un repartidor, Mardar, que se enamora de una jovencísima Moudan a partir de un encargo muy peculiar: transportarla en moto desde casa de su padre, cuando este recibía a sus amantes, a la casa de su tía. Memimei, impresionada por la historia de Mardar, que la confunde con Moudan, le pregunta a la voz protagonista si él sería capaz de buscarla a ella, caso de que desapareciera de su vida, como Mardar buscó a Moudan tras salir de la cárcel.

          La historia de amor entre el muy apuesto y expresivo repartidor y la Lolita con trenzas a quien ha de servir de mototaxi es una delicia que solo se complica cuando los dos mafiosos con quienes el repartidor trabaja le encargan secuestrarla para obtener un rescate del padre, que ha hecho una fortuna vendiendo vodka. Ese toque de cine negro en la trama la va a complicar definitivamente cuando, tras saber Moudan que ella solo vale cuarenta mil yuanes, que es lo que paga su padre por ella a los secuestradores, se escapa de Moudan y se cuelga de un puente del Suzhou, dispuesta a dejarse caer, al ver que todo el amor que había puesto en Mardar solo había obtenido como respuesta su activa colaboración en tan mezquino secuestro. La joven se deja caer al río y, aunque el repartidor se tira tras ella, este no logra encontrarla.

          A partir de entonces, coincidiendo con la salida de la cárcel de Mardar, comienza la búsqueda de Moudan, a quien identifica, por casualidad, con la joven Meimei. Y aquí entramos en la fase de la historia que nos recuerda constantemente a Vértigo, porque la obsesión del repartidor con que Meimei juega con él para ocultarle, por venganza, su verdadera personalidad, no lo deja en lo que resta de historia, sobre cuyo desenlace, que no es el desenlace de la película, ciertamente, nada me es dado revelar.

          El modo como maneja Lou Ye la cámara, la atención que presta al entorno ciudadano, la degradación de los espacios en lo que transcurre al acción, el inevitable desencanto vital que se manifiesta en la imposibilidad de haber ascendido socialmente y haberse tenido que contentar con ser un mero repartidor…, todo ello configura una atmósfera que nos sitúa ante una historia fatalista y hermosa a partes iguales. Lo definitivo es la grandeza de la historia de amor, absolutamente chespiriana, y la perspectiva poética desde la que se nos narra no solo su historia, sino la del protagonista anónimo y Meimei. Una complicación argumental perfectamente resuelta de forma circular, porque la película acaba como comienza, pero eso solo lo sabe el espectador si vuelve a verla, porque, ya digo, el comienzo es algo así como la semilla de toda la película, una condensación poética de toda la historia y, visto por segunda vez aún gana más, narrativamente hablando.

          Los dos protagonistas, desconocidos en su momento, pero triunfantes después, Zhou Xun y Jia Hongshen, consiguen, con una asombrosa naturalidad, atraernos, seducirnos y conmovernos, como pocas películas logran hacerlo. Las secuencias en la moto, por ejemplo, tienen toda la frescura de las mejores secuencias de Godard o Truffaut, y el doble papel que hace la actriz tiene un mérito extraordinario, porque en ningún momento somos capaces de eliminar la ambigüedad que preside el relato, lo que se agradece enormemente. Sí, ese es, también, el Suzhou, el río de Heráclito.

         

          A la deriva, título extraído de una de las canciones de la banda sonora, toda ella de mucha calidad, es un experimento formal no exento de cierta emoción, en parte al estilo de Boyhood, de Richard Linklater, pero sin una continuidad argumental que pueda seguirse al modo tradicional, porque la sutil línea narrativa que se dibuja en esta colección de fragmentos salvados por el autor de su carrera cinematográfica desde 1998, fecha de su primer largometraje, Xiao Wu, Pickpocket, supongo que en homenaje a Bresson, hasta el presente es la de una historia de amor propiamente desde la juventud hasta la avanzada madurez y decadencia, al menos de él, porque ella se nos muestra aún con suficiente vitalidad como para afrontar con cierta confianza el futuro inmediato. Con materiales de otras filmaciones, el autor ha querido ofrecernos panorámicamente la evolución de una parte de la China a lo largo de casi treinta años, acaso más. Esa evolución es, al tiempo que la de los protagonistas, la de todo el pueblo, porque hay una decidido voluntad yo diría que antropológica de mostrar al pueblo chino en su «salsa», tal y como es, sin artificios ni composturas que nos llamen a engaño. Y no se trata de un retrato complaciente, ya lo adelanto, pero, fílmicamente, sí que muy expresivo, porque la galería de personajes, de rostros, de actitudes, de acciones, de reuniones, de bailes, de celebraciones, de la pasión china por el juego, por ejemplo, son expresivísimas. Late, detrás de esa atención de primeros planos a rostros tan marcados por la existencia, una tradición soviética que debió de marcar a los cineastas chinos desde el Poder, y por la ideología compartida, con sus más y sus menos, con la URSS. Y si a ello le sumamos el montaje, que se nos presenta como primer e indiscutible factor compositivo de la película, nos orientamos fílmicamente enseguida. Lo curioso, sin embargo, es el latido occidentalizante que atraviesa toda la película, algo así como el esfuerzo occidentalizador  Japonés tras perder la Segunda Guerra Mundial. Las músicas, las discotecas, los pases de moda,  todo nos habla de un intento de desconectar con su milenaria tradición. Bueno, no todo, porque, además de esa compulsión lúdica, propia de los chinos, a la que se suman otras dos, el consumo de alcohol y de tabaco, la película nos retrata el mundo de las fratrías secretas, como a la que pertenece el protagonista, con el mismo nombre que el de su película La ceniza es el blanco más puro, que narra la historia de una mujer que se desenvuelve en ese mundo de hombres que son las fratrías, en este caso con inclinaciones delictivas, y ambas mujeres, la de esta película y la que comentamos las encarna la misma actriz-fetiche y esposa del director: Zhao Tao, un lujo de actriz, con un abanico de recursos expresivos que no necesitamos ni siquiera oírla hablar para quedar deslumbrados por su trabajo.

          Sí, por si no lo había dicho antes, la película es prácticamente muda, si comparamos los trozos hablados y los silenciosos, e incluso el director recurre a los intertítulos para dividir la película en capítulos y subrayar algunos mensajes que, por otro lado, son evidentes en la mínima trama de la película. La historia incluye en su desarrollo tres acontecimientos históricos de relieve: Los JJOO de 2008, la culminación del proyecto faraónico de la Presa de las Tres Gargantas, que desplazó a mas de millón y medio de personas que hubieron de ser realojadas en otras ciudades y, finalmente, la epidemia del Covid, 19.  Los tres acontecimientos están contemplados no desde la visión del Poder, sino desde la del pueblo afectado por ello. Y si tuviera que escoger uno de los tres, porque casi constituye en sí una película con vida propia, elegiría los movimientos fluviales de desplazamiento de las personas y abandono de sus hogares causados por la construcción de la presa. La protagonista sigue buscando a su pareja, sin que esta conteste a sus llamadas o mensajes. En una de las  doce ciudades condenada a perecer bajo las aguas del inmenso pantano, la protagonista hace un recorrido a medio camino entre la despedida y el reconocimiento en vida de la condición de resto arqueológico  que literalmente estremece. A ello colaboran, por supuesto, los bien estudiados encuadres de los rincones de esa ciudad que está siendo demolida antes de ser sepultada. Pensemos que la construcción de esa presa supuso un duro golpe para los esfuerzos arqueológicos chinos, pues se condenaban riquezas nacionales de varias dinastías.

          El contraste entre la juventud de los protagonistas y la decrepita vejez de él, que coincide con ella en Wuhan, donde se inició la pandemia del Covid 19, es de lo más llamativo de la película. Más aun la vida moderna, robótica incluida, y una de las conversaciones más emotivas la tiene la protagonista con un robot que sabe leer sus facciones mejor que el adivino que quiere leerle el futuro mientras recorre la ciudad en proceso de ser ciudad fantasma y sumergida. Ese contraste lo vimos al comienzo y se acentúa al final, y, constantemente, los planos panorámicos nos hablan de la macroedificación de colmenas donde alejar a los desplazados y a la población del campo que fuerzan a dejar sus cultivos para instalarse en pisos. Todo este mundo tan dinámico no oculta el poderoso imán que significa para la corrupción, un mal endémico en un país que, aun sometido a la dictadura del Partido Comunista, sabe encontrar sus propios aliviaderos a través de la corrupción política y, sobre todo, económica. Llamativo les parecerá a muchos la explotación mediática de influencers ancianos que adoptan coreografías y estilos comunicativos juveniles para atraerse al mayor número posible de seguidores. Un mundo no tan desconocido como siempre se ha pensado que era la China, pero que, a mi entender, sigue siendo un enigma indescifrable, aunque Mari Clío nos libre de su dominio, ciertamente…