martes, 29 de abril de 2025

«El arte del perdón», de Titus Kaphar o una intensa ópera prima.

Los dilemas morales ante la violencia familiar y el poder sanador del perdón sin el olvido.

 

Título original: Exhibiting Forgiveness

Año: 2024

Duración: 117 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Titus Kaphar

Guion: Titus Kaphar

Reparto: André Holland; Andra Day; John Earl Jelks; Aunjanue Ellis-Taylor; Daniel Michael Barriere; Ian Foreman; Matthew Elam; Jaime Ray Newman; G.L. McQueary; Tia Dionne Hodge; Justin Hofstad; Daniel Allen Myers; Dan Nainan; Peter Van Wagner; Chip Carriere; Tony Torn; Cindy Jackson; Carolyn Kettig; Martha Morgan; Jewel Turner; Eric Newland.

Música: Jherek Bischoff

Fotografía: Lachlan Milne.

 

          Una ópera prima que lidia con la violencia familiar y la reaparición del padre maltratador, por renovado y «otra persona» que sea, sitúa al espectador ante acontecimientos muy comunes en la historia familiar de cualquier hijo de vecino. Desde esta consideración, así pues, el autor trata un tema universal que no vemos como algo ajeno o propio de ciertas circunstancias. La violencia familiar, proteica como ella sola, es un fenómeno universal y conviene atarse bien los machos para lidiar con ella sin que el infinito rencor acumulado en el tiempo de la vejación nos impida, si ello es posible, administrar el perdón sin reservas. Insisto, no es fácil, y ciertamente hay rencores que tienen absoluta justificación y que son refractarios a la reconciliación.

          El protagonista de la historia es un pintor, quien vive con su mujer, una compositora y cantante, papel desempeñado por Andra Day (¡qué asombroso parecido el suyo con Rihanna!), quien lo es en la realidad, y el hijo de ambos a quien el protagonista trata con una delicadeza absoluta, para evitar en todo momento que el espectro del padre, el abuelo de la criatura, se entrometa entre ambos. La abuela vive separada del marido y el hijo cuida de ello con tierna solicitud, no exenta de incomprensión cuando la mujer se empeña en que le dé una oportunidad a su padre, que hable con él y que mire si, siguiendo la letra de la Biblia, es capaz, simplemente, de perdonarlo, dada que se ha transformado en «otro hombre».

          El protagonista, un magnífico André Holland, dueño de una intensidad emocional que gestiona con maestría ante la cámara, es un pintor en proceso de ultimar su próxima exposición. Se trata de pinturas de gran formato que recogen, con un estilo colorista y un trazo firme, naturalista, la vida cotidiana del pintor, con el añadido de alguna dimensión surrealista o fantástica que conecta con sus poderosas vivencias de niño y adolescente en la barriada de sus padres. Se trata de un autor de éxito que, dada la intensidad emocional con que, al hilo de la relación con el padre, ha vivido la confección de sus cuadros, no acaba soportando la dimensión comercial que obligatoriamente forma parte de su profesión. Ello se ve al final, en la vernisagge próxima al desenlace de la película, cuando el pintor estalla en una crisis que amenaza con desacreditarlo ante los persuadidos compradores de sus obras.

          La vida cotidiana no tarda en darnos señales de la tensión constante en que vive el protagonista, la cual se acentúa extraordinariamente cuando el padre aparece en casa de la madre y el hijo coge al nieto y se lo lleva de la casa, porque no quiere que tenga ninguna relación con el abuelo. Y por ahí desembocamos, inmediatamente, en el origen del mal que intuimos desde el comienzo de la proyección. Intuíamos un caso de maltrato en la figura de la madre, que existe, cierto, y ello ante la mirada impotente del hijo que ni siquiera puede poner de pie a su voluminosa madre, tras la agresión del marido perdido en a drogadicción. No, el aspecto capital de esa violencia es la que ejerce el padre sobre el hijo, a quien le exige que trabaje con él en una penosísima labor de recoger basura. No desvelaré los pormenores de esa relación, porque acaso atenuarían el fortísimo impacto que causa en el espectador un suceso desgarrador, narrado casi como si de una película de terror se tratase, y no le anda lejos la comparación, porque la congoja del espectador es de primera clase, y le sirve para entender la renitencia del pintor a la hora de administrar algo que solo está en su mano: el perdón, un levantamiento del castigo que ha durado desde la adolescencia hasta su presente como pintor de éxito. A este respeto es fundamental, me parece, la historia de la relación de su padre con su abuelo, porque ello le ayuda a comprender la manera de actuar de su padre, aunque nunca a «comprenderla» y muchísimo menos a disculparla.

          La historia discurre con cierta calma cotidiana, como la del encuentro de los dos hermanos, para el que al espectador le falta contexto, porque irrumpe en escena y no sabeos bien cuál es la relación del pintor con él. Es cierto que la degradación del padre hacia la drogadicción y su lamentable estado final, hasta que consigue reenderezar su vida a través de la religión, es una baza fuerte de la película, y la interpretación muy versátil de John Earl Jelks le confiere una capacidad de verdad que llega a conmovernos, aunque no logramos acabar de verlo desde fuera de la mirada dolorida del protagonista, cuya vida ha sido, desde que abandonó su casa, una lucha constante para apartarlo de su vida, pero no de su memoria, como podemos comprobar por los cuadros que pinta. Hay algunos momentos mágicos en la película, como cuando el pintor maduro se ve pasar por la acera, de niño, empujando alguna de las pinturas ante la casa real que aparece en el cuadro, una suerte de estrecho nexo que forma parte de la herida que no cicatriza, ¡y hay para qué!

          Se trata de una ópera prima, y Kaphar ha hecho lo más difícil: ofrecernos emociones en carne viva y muy dolorosas, y lo ha sabido hacer sin caer en maniqueísmos ni chafarrinones sentimentaloides. La escena en el parque, un diálogo previo al ataque que sufre la madre, justo después de haber tenido una tensa, muy tensa, entrevista con su hijo, a cuyas convicciones religiosas —inexistentes, por otro lado…— apela para perdonar a su padre, forma parte de esos momentos logrados, que abundan en la película. Imagino que, en el futuro, Kaphar aún nos deparará películas más redondas que esta, ya de por sí  muy notable.

lunes, 28 de abril de 2025

«Cónclave», de Edward Berger, anatomía de un rito.

La ancestral política electoral vaticana o los entresijos demasiado humanos del catolicismo.

 

Título original: Conclave

Año: 2024

Duración: 115 min.

País: Reino Unido

Dirección: Edward Berger

Guion: Peter Straughan. Novela: Robert Harris

Reparto: Ralph Fiennes; Stanley Tucci; John Lithgow; Sergio Castellitto; Isabella Rossellini;

Lucian Msamati; Brian F. O'Byrne; Jacek Koman; Thomas Loibl; Carlos Diehz; Joseph Mydell; Rony Kramer; Merab Ninidze; Vincenzo Failla; Garrick Hagon; Loris Loddi; Bruno Novelli; Valerio Da Silva.

Música: Volker Bertelmann

Fotografía: Stéphane Fontaine.

         

          Películas sobre sociedades jerarquizadas tan opacas como las iglesias religiosas, del credo que sean, son siempre una tentación, en el bien entendido de que todo lo que signifique «misterio» tiene siempre un público curioso dispuesto a saciar esa inclinación a conocer, aunque sea de forma aproximada, lo desconocido. Tratándose de la elección del papa, el jefe del Estado Vaticano, esa curiosidad se acentúa, porque en esas transiciones de poder hemos visto, literalmente, de todo. Y todos tenemos en el recuerdo la elección de Juan Pablo I y su repentinísima muerte, motivo harto suficiente no solo para los rumores sino para las teorías acerca de conjuraciones de todo tipo. A la vista del despliegue diplomático de la Santa Sede para las exequias del papa Francisco, podemos darnos cuenta de la trascendencia que tiene la elección de un papa, y la de Juan Pablo II, «el papa llegado del este», supuso un acontecimiento de una magnitud como hasta entonces no había tenido cónclave alguno anterior.

          La película de Edward Berger, en cuyo haber ha de contarse la última versión de Sin novedad en el frente, cuenta con la gran baza de la actuación exquisita de Ralph Fiennes, algo así como un prodigioso maestro de ceremonias a través de cuyos ojos y obras nos adentramos en la mecánica de un ritual con tanta antigüedad; la película, digo,  ha tenido el don de la oportunidad, puesto que se ha estrenado a pocas fechas de que se celebre un nuevo cónclave en la realidad, cuyo comienzo, dado el caso del cardenal Becciu, que reclama poder participar en él a pesar de un supuesto veto del papa fallecido, presenta una extraordinaria similitud con lo que sucede en pantalla.

No son pocas las películas que tienen al Vaticano y a los papas como protagonistas, desde Amén, de Costa-Gavras, hasta la clásica Las sandalias del pescador, de Michael Anderson, pasando por El Padrino III, de Coppola o las recientes Los dos papas, de Fernando Meirelles  o Habemus papam, de Nani Moretti,  y en todas ellas uno de los grandes atractivos es la voluntad de adentrarse en una cotidianidad opaca que en modo alguno está sujeta a la transparencia que se exige a los sistemas democráticos, dada la índole de estado teocrático del Estado Vaticano. La aparente naturalidad con que observamos procedimientos y espacios, dado que los asistentes al conclave se mantienen aislados de la realidad, como ocurre con los miembros de un jurado popular, para no tener más ocupación que pensar en la persona digna de recibir su voto, convence a los espectadores de estar auténticamente «dentro» de ese cónclave, del mismo modo que le parecía estar dentro de la sala del jurado popular en una película tan excelente como Doce hombres sin piedad, de Sidney Lumet. Y si añadimos que las votaciones del cónclave se producen en la capilla Sixtina, con las pinturas de Miguel Ángel presidiendo el único cielo posible sobre las cabezas de los cardenales, la majestuosidad del rito alcanza un nivel de interés difícilmente comparable.

Un estado teocrático acoge también todas las flaquezas humanas de los representantes de Cristo en la Tierra, de ahí que lo que entendemos como «política» sea un factor decisivo en el desarrollo de la trama, lo cual nos induce a ver a los candidatos muy alejados de la beatitud espiritual que se le supone a quien ha de ser elegido papa de la Iglesia católica, y sí como maquinadores que pretenden captar, mediante una sutil campaña de conquista de voluntades, el voto de sus iguales. Tres personajes intrigantes descuellan sobre el resto, encarnando tres posibilidades de elección con orientación social muy distinta, y cada uno de ellos, cercanos o distantes del cardenal que dirige el cónclave, Fiennes, realiza una actuación muy meritoria: Stanley Tucci, John Lithgow y Sergio Castellitto, este último absolutamente impagable en el papel de cardenal tridentino. La cotidianidad del día a día del cónclave ni siquiera excluye que los enfrentamientos estén en un tris de resolverse de la manera menos católica imaginable: ¡a puñetazos!, pero, al cabo, varones son todos los miembros del cónclave y no están exentos de las pasiones humanas que a todos nos afectan, con mayor o menor virulencia.

La irrupción de un cardenal no previsto en la nómina cardenalicia, nombrado por el papa antes de morir, es la primera anomalía de las no pocas que ha de resolver el cardenal que ordena los debates e inicia las votaciones hasta que de una de ellas salga, por amplia mayoría, el nuevo papa. No insistiré en la función simbólica de ese cardenal de Kabul, de origen sudamericano, pero con él la película se adentra en una situación que, a mi parecer, pone a prueba la credibilidad misma de la película, dado el carácter no tanto inverosímil cuanto excesivamente imprevisible de lo que sucede, y eso sí que atenta contra la renombrada diplomacia del Vaticano, de la que se sabe que su eficiencia parece tenerlo todo previsto. El desenlace de la película, aunque tiene aspectos muy cercanos a las realidades de este complejo y banal siglo XXI, se desliza hacia un territorio absolutamente inexplorado desde dentro de la Institución, y ese es el principal obstáculo para redondear una película que se sigue como un thriller con sotanas, desde luego…

         

martes, 22 de abril de 2025

«Parthenope», de Paolo Sorrentino o el extravío.

 

Entre el mito, la pasión frígida y demasiado Fellini al fondo…

 

Título original: Parthenope

Año: 2024

Duración: 136 min.

País:  Italia

Dirección: Paolo Sorrentino

Guion: Umberto Contarello, Paolo Sorrentino

Reparto: Celeste Dalla Porta; Gary Oldman; Stefania Sandrelli; Luisa Ranieri; Silvio Orlando; Isabella Ferrari; Peppe Lanzetta; Silvia Degrandi; Lorenzo Gleijeses; Daniele Rienzo; Dario Aita; Marlon Joubert; Alfonso Postiglione.

Música: Lele Marchitelli

Fotografía: Daria D'Antonio.

 

          Llego tarde a la visión desprejuiciada, dada la profunda división de opiniones que ha suscitado este extravío fílmico de un director al que sigo con devoción desde aquella joya incomprendida que fue Un lugar donde quedarse; pero he puesto mis cinco sentidos en verla libre de ellos y ajeno a las banderías creadas, ese mal de la polarización que se ha enseñoreado del país en todos los ámbitos, y el cine siempre ha sido terreno fértil para esa planta venenosa.

 Nos impresionó a todos con La gran belleza, que he visto hasta en tres ocasiones, y, en cierto modo, la figura de Gambardella es sustituida en esta película por su homóloga del sexo opuesto: Parthenope, una mujer, también, destinada al fracaso, a vivir en la nostalgia de lo que pudo haber sido, y a vivir, además, una vida de impostura y favor, como profesora de una disciplina indescriptible: Antropología. Diríase que su vida es el único libro de texto posible de la disciplina que estudia, pues toda la película la tiene como protagonista de una existencia en la que, aun siendo protagonista, parece desear convertirse en espectadora, dado su acercamiento a las realidades que van marcando su vida: la familia y sus apuros, la cercanía del incesto, las transgresiones sexuales, en parte como reminiscencia de un libertinaje parecido al de Eyes Wide Shut; las transgresiones morales so pretexto de investigar el fenómeno antropológico del milagro, y, estando en Nápoles, ¡cómo no iba a ser la licuación de la sangre de San Genaro el milagro escogido!

Parthenope no es solo un nombre, el de la protagonista, sino un mito y detrás de él está la historia de la fundación de la ciudad de Nápoles, omnipresente, en forma de planos, muchos de ellos muy bellos, de la ciudad por donde Parthenope pasea su existencia precaria, un poco al albur de sucesos que casi nunca adquieren el carácter de episodios de una línea narrativa clara. Y ese es uno de los grandes defectos de la película: la historia ha sido reemplazada por «cuadros», por escenas, que componen una surte de friso en el que, supuestamente, ha de leerse el carácter ambiguo, complejo y atractivo de una ciudad que es la ciudad del director, metamorfoseada en una protagonista  que suma belleza, juventud y picardía, y que está siempre dispuesta a vivir Las más extravagantes experiencias, sea la de la diva con máscara, sea el trío sexual, con el hermano incluido, sea la repugnante y felliniana escena con el cardenal en el picadero divino donde el viejo sátiro masturba a la ofrecida sirena… Sí, la suma de cuadros no da como resultado una narración, y de ella se resiente la paciencia del espectador, acaso mal habituado a esquemas diegéticos antiguos pero sólidos, en los que no solo se reseñan acontecimientos, sino que se describen psicologías con mayor o menor atractivo: nada de esto hay en la película, sin embargo.

Lo que hay es una entronización de la belleza que se agota en sí misma. Se nos ofrece como una tentación, propiamente como el canto de la sirena que, según la mitología, tentó a Ulises en su travesía. En la película, su presencia seductora no domina a todos los personajes, y ella misma, en muchas ocasiones, se sorprende de su propio escaso poder: de frente a la cámara, observamos sus mutaciones, de la tristeza profunda a la sonrisa ingenua y explosiva, y observamos, no sin cierta indiferencia, sus paseos por lo extraordinario y lo grotesco, como el hijo-globo del catedrático interpretado a la perfección por Silvio Orlando, una presencia que sube inmediatamente el nivel de la película, justo lo contrario de los casi cameos, a juzgar por su escaso y errático papel, de Gary Oldman y de Stefania Sandrelli, en el papel de Parthenope veja.

La película sigue la línea cronológica de la vida de la protagonista y todos los inicios de capítulos se anuncian junto a un resto arqueológico que parece indicarnos la voluntad de nexo histórico con el pasado mítico y real de la ciudad . La casa de los protagonistas, que da a una cala pequeña es un prodigio de quietud, aunque el desmoronamiento de la riqueza familiar va convirtiendo, con el paso del tiempo, el lugar en lo más parecido a una ruina. Como ocurre con las películas de Fellini, la gran influencia  que no esconde Sorrentino, la puesta en escena es uno de los grandes valores de la película, y ya sea la cama con baldaquino alrededor de la cual el hermano de Parthenope tiene permiso para contemplarla medio desnuda, ya sean las rocas a la orilla del mar donde ella toma el sol, ya la aparición surrealista de un camión de riego que detiene el cortejo fúnebre del hermano que ha acabado suicidándose, ya el autobús futbolero de una celebración de una victoria del club de fútbol de la ciudad, una institución que tuvo espacio principal en esa hermosa declaración de amor al cine y a la vida que es Fue la mano de dios…, ya el espacio religioso donde tiene su encuentro antierótico para sonsacarle a su eminencia el secreto del milagro de la sangre de San Genaro, todos esos espacios y la iluminación correspondiente están cuidados hasta el más mínimo detalle. La lástima es que se hayan agotado los esfuerzos en crear esas maravillas que se nos quedan un poco vacías de historia, porque, al menos en mi caso, la belleza de la actriz no llega, de ningún modo, a la explosión arrebatadora que imanta la atención de los espectadores. La vivencia de la sexualidad, por otro lado, adquiere rasgos de ritual, más que de experiencia impactante, y de ahí la frigidez erótica que destila la película, como si se nos quisiera decir que de una ciudad es imposible y estúpido enamorarse, que solo nos va a devolver frialdad y cambio continuo, metamorfosis continua en la que desaparece la propia belleza, la gracia y la ingenuidad, motores que impulsan la vida en sus comienzos, pero que son incapaces de hacerlo cuando esta periclita y la nostalgia se apodera de nosotros y nos deja vueltos hacia lo previsible, no hacia la constante epifanía que significa la juventud y aun la madurez.

 

domingo, 20 de abril de 2025

«Hijo de Caín», de Jesús Monllaó, una ópera prima sobresaliente.

Un tenso thriller psicológico colindante con el terror (y un homenaje a un icono de este género: Jack Taylor).

 

Título original: Fill de Caín (Hijo de Caín)

Año: 2013

Duración: 90 min.

País: España

Dirección: Jesús Monllaó

Guion: Sergio Barrejón, David Victori. Novela: Ignacio García-Valiño

Reparto: Julio Manrique; José Coronado; David Solans; Abril García; Maria Molins; Jack Taylor; Helena De la Torre; Abril García; Mercè Rovira.

Música: Ethan Lewis Maltby

Fotografía: Jordi Bransuela.

 

          Sorpresas te da la vida, que cantaba el panameño, y lo que empieza con cierta desazón, porque tengo que ver una película española bilingüe DOBLADA por completo al español, acaba convirtiéndose en un sólido ejercicio cinematográfico lleno de ideas brillantes y con una fotografía que le da a la película, rodada en la zona de la provincia de Tarragona, una dimensión artística indudable y poco común en nuestro cine actual. Es cierto que hay alguna flojedad en el personaje y la interpretación del psicólogo, pero incluso puede hacerse salvedad de ella para apreciar lo que va evolucionando con pulso firme hacia un thriller psicológico que nos mete de lleno en una película de terror en su desenlace. Desde que descubrimos la existencia del club de ajedrez como una dimensión extraordinaria de la realidad, casi como una secta de niños prodigio que se educan no solo en el arte del tablero, sino en el de la corte de elementos auxiliares que se precisan para destacar en esa lucha intelectual: la concentración profunda, el equilibrio armónico, la lectura infatigable de las aperturas y cierres, donde se fragua el destino de la mayoría de partidas, nos dejamos llevar hacia una realidad que combina el más estricto realismo y la imagnación más fértil. Que al frente de esa insólita academia peregrina en una provincia discreta de nuestra geografía esté Jack Taylor, un auténtico icono de las películas de terror de finales de los 60 y la década de los 70 en España, contribuye a crear ese clima de fatalismo contra el que el espectador quiere luchar. De hecho, los oportunos giros de guion nos desvían a un juego de culpabilidades que nos desconciertan justo cuando más seguros creíamos estar de nuestros convencimientos.

          La historia comienza con la descripción de una familia adinerada cuyo hijo mayor tiene un problema de comunicación con los padres, pero no con la hermana pequeña. El joven, cuya presentación, torva mirada incluida y desafiante presencia frente a un padre cuya envergadura es similar a la suya, recuerda a tantos jóvenes de películas de terror cuya sola presencia encarna a la perfección el trastorno y la amenaza. Los padres deciden buscar un psicólogo que lo trate, para reintegrarlo al seno de la vida familiar normal. Cabe indicar que la primera secuencia de la película, clave para el desarrollo de la trama, nos presenta al padre lavando a su hija, ¡a su princesita!, en la bañera. La niña y el hermano mayor se llevan entre ocho o diez años, lo cual justificaría el cariño paternal quien sabe si para una hija que ha llegado cuando ya no se esperaba ningún hijo más.

          La muerte por aparente atropello del perro de la familia, que el hijo, en un giro tétrico, ha arrastrado hasta el interior de la vivienda, metiéndolo en una cama, es el detonante de la decisión de los padres. Solo más tarde sabremos que el psicólogo que se encarga del joven fue un antiguo amante de su madre. Como la pasión del hijo es el ajedrez, nadie mejor que ese psicólogo, que fue, en su momento, un discípulo adelantado del director de la fantástica academia, para arrancar del joven sus secretos y disipar los nubarrones de su mente.

          La terca negativa del director de la academia a aceptarlo, una reacción casi instintiva, como si «oliera» el mal en el joven, nos parece, al pronto, un rasgo de ficción barata de terror; pero tras el examen pertinente, es aceptado y se incorpora al grupo, aunque manteniendo ciertas distancias y viviendo siempre obsesionado por la campeona del grupo, cuyos éxitos han llegado a la prensa. Todo da a entender que la motivación de ganarle, de demostrar su superioridad, entra dentro del espíritu competitivo propio del deporte como estímulo de superación individual. Tardaremos algún tiempo en percatarnos de que hay algo patológico en ese comportamiento, pero eso le corresponde al espectador identificarlo, porque es lo que provocará el magnífico desenlace que «corona» la narración.

          No todas las actuaciones son lo suficientemente convincentes para convertir la película en una obra redonda y rotunda, pero, con la única excepción del protagonista, Julio Manrique, algo desorientado en el papel de psicólogo, pero siempre lo suficientemente «funcional» para complementar las excelentes interpretaciones de Jose Coronado, David Solans y Abril García, quienes llevan el peso del juego de equívocos por el que nos lleva la narración con notable acierto. De hecho, parece que, en parte, la tesis de fondo de la película sea el escaso poder de la psicología para enfrentarse a los trastornos mentales, aunque bien puede ser una extrapolación subjetiva mía, por supuesto.

          La puesta en escena tiene a su favor la lujosa casa de la familia protagonista, con una terraza que permite tomas con el mar de fondo realmente espectaculares, y llamo la atención del espectador para que se fije en detalle en uno de los últimos planos, uno cenital, ya en pleno desenlace, porque son de esos que se recuerdan tiempo después de haber visto la película, signo inequívoco de que volveremos a cualquier obra del mismo director con un aval cierto y seguro.

         Al anecdotario pertenece lo mal que la Academia de Cine trató a esta película, impidiéndole participar, por rigorismo normativo, en la edición correspondiente de los Goya, lo cual, lejos de perjudicar a la película, le ha dado alas, y frente a ese desfile de vanidades que es la gala, la obra de Monllaó parece que ha hallado el favor del público, y no hay premio mejor. 

lunes, 14 de abril de 2025

«Pan», de Mykola Shpykovskyi, o la censura soviética.


Los dramáticos prolegómenos del Holodomor ucraniano.

Título: Pan

Duración: 44 minutos

Año: 1929

Dirección: Mykola Shpykovskyi

Reparto: Fedir Hamalii, Dmytro Kapka, Luka Lyashenko, Sofia Smirnova, Vladimir Uralsky

Música: Luke Corradine.

 

          Pan es, ¡cosas de la censura!, una novedad que se estrena en Filmin trece años después de que fuera descubierta, tras haberla devuelto a Ucrania el gobierno Ruso. La película fue censurada en 1930, siete días después de su estreno y quedó inédita en la caja de lata del olvido, sufriendo los rigores del silencio, la degradación cromática y el olvido. Una caja como esas que persigue el protagonista de la bellísima Un segundo, de Zhang Yimou, y que, en este caso, parece haber protegido la cinta, pues, dentro de la que cabe, son mínimas las imperfecciones del negativo y nos hacemos a la idea, perfectamente, de la alta calidad fílmica de este mediometraje combativo que no pasó el exigente listón de la devota propaganda soviética.

          Después de los clásicos revolucionarios rusos, fílmicamente hablando, es posible que ninguna de las técnicas empleadas en la película le diga algo nuevo al espectador con galones; pero sí les dirá a todos aquellos jóvenes que comienzan a descubrir el cine mudo en blanco y negro, como parte esencial de la historia del séptimo arte. Un montaje rítmico, unos primerísimos planos en los que se capta la profundidad del espejo del alma que son los rostros castigados por la penuria, por la escasez, por la pobreza, una iluminación contrastadísima y una suerte de dialéctica entre los planos generales, sobre todo de las inmensas tierras donde ha de crecer el pan que el gobierno de la URSS promete a través de los planes de colectivización y los primeros planos del pueblo quejoso que no ve transformarse en realidad las promesas y los intentos de los terratenientes de que no les sean arrebatadas sus tierras y puestas al servicio del bien común.

          El origen del Holodomor se halla en la política de colectivización y eliminación de los kulaks o pequeños propietarios que contemplaban la nueva política de Moscú como una vuelta a la servidumbre. Esa lucha, en la que habrá decenas de miles de exterminados y deportados, es paralela a la «rusificación» de Ucrania, no solo mediante la instalación de colonos rusos en los campos que eran expropiados, sino a través de la sustitución de la lengua ucraniana por la rusa, y he ahí el origen bastardo de las minorías prorrusas en la Ucrania actual. En la época de la URSS como en a Rusia actual, la independencia de Ucrania se ha visto siempre un gran peligro para Rusia.

          Un joven y guapo soldado vuelve de la guerra para instalarse en la miseria de sus mínimas tierras que no puede cultivar por falta de semillas que, prometidas por el gobierno, no les llegan. El soldado es un propagandista de la colectivización, y responderá con un optimismo revolucionario casi de opereta a la desolación y derrotismo de las masas y de los kulsáks, con quienes no tarda en establecerse una cruenta batalla. A pesar de haber sido prohibida, la película sigue la línea oficial y defiende la propiedad común de la tierra y la industrialización y modernización, que se representa por la maquinaria y los postes de teléfono que se levantan en el estéril paisaje. Como buena película de propaganda, está llena de efectos especiales que pretenden convencer a los espectadores del «mundo feliz» que les está trayendo la Revolución.

          Hay algo de representación ritual en las estampas inmóviles de los campesinos, en el interior de sus chozas o en los campos forzados al barbecho. Tampoco faltan las asambleas, como no faltan, y eso es lo más interesante de la película, los «traidores» nacionalistas ucranianos, a quienes se opondrá el protagonista con la fe de carbonero que le da sentirse en «el lado bueno de la Historia», es decir, y en aquel caso, el que llevó, mediante las requisas estatales de las cosechas, a la cifra de más de millón y medio de ucranianos muertos de hambre, y hay fotos reales que son espeluznantes, con los muertos de hambre en la calle o siendo transportados en carretas. Para quien quiera conocer lo que supuso el Holodomor en Ucrania, es decir, los hechos que siguen inmediatamente a esta historia de agitprop revolucionario, les recomiendo la visión de Mr. Jones, de Agnieszka Holland, en la que se aprecia muy nítidamente lo que aquí se oculta.

          Ignoro qué debió ver el gobierno de la URSS en esta película de propaganda, excepto que la reivindicación constante del «pan» que se hace en ella, mediante rótulos que aparecen como intertítulos, fuera entendida como una crítica directa a la incapacidad del Régimen `para siquiera alimentar a sus súbditos, más que ciudadanos.

          Por otro lado, es desolador contemplar las condiciones de vida de la época y cómo pretendían, entonces, y con tan míseros medios, sacar adelante una familia. Ahí sí que también, por vía indirecta, puede «leerse» una crítica feroz al sistema, pero ha de entenderse que la película, más allá de la sofisticación del lenguaje cinematográfico, se apoya en una descripción realista de la vida de los personajes.

          Lamento que en la escueta ficha de Filmin no conste el cinematografista de la película, aunque muy bien podría darse el caso, nada inusual, de que fuera el propio director, porque hubo un tiempo en que la dirección asumía también esa función que acabó especializándose, como casi todo en esta industria que es el cine.

          El metraje medio de la obra permite verla sin agobios, para quienes no soportan el cine mudo, y les mete de lleno, además, en una de las épocas más controvertidas de la historia de Ucrania, lo que la hace decididamente muy actual. Cuando contemplamos el asesino imperialismo ruso de Putin decidido a apoderarse de Ucrania, conviene que repasemos dónde está el origen del enfrentamiento entre ambos pueblos.

         

domingo, 13 de abril de 2025

«Cuando cae el otoño», de François Ozon, muy sutil.

 

En los límites radicales de la ambigüedad moral… o un cuento de terror y de amor.

 

Título original:  Quand vient l'automne

Año: 2024

Duración: 102 min.

País: Francia

Dirección: François Ozon

Guion: François Ozon, Philippe Piazzo

Reparto: Hélène Vincent; Josiane Balasko; Ludivine Sagnier; Pierre Lottin; Garlan Erlos; Malik Zidi; Paul Beaurepaire; Sophie Guillemin; Vincent Colombe; Marie-Laurence Tartas;

Sidiki Bakaba; Pierre Le Coz; Michel Masiero; Adam O-H; Isabelle Mazin.

Música: Evgueni Galperine, Sacha Galperine

Fotografía: Jérôme Alméras.

 

          El cine de Ozon siempre plantea casos morales sobre los que el espectador ha de tomar partido con la única información de lo que se le narra, pero siempre hay un margen para la ambigüedad que permite sospechar que acaso no sea tan fácil llegar a una conclusión. El arranque de la película, además, genera una expectativa  muy alta, porque desde el inicio de la historia asistimos a un posible caso de envenenamiento por setas que lleva a la hija de la protagonista al hospital para que la salven mediante un lavado de estómago. Antes aún, cuando la hija y el nieto llegan con el coche a casa de la madre y abuela, la hija le pide a su madre que no la bese, que está constipada, pero el modo displicente, y aun hiriente, con que lo dice levanta enseguida la sospecha en el espectador de que estamos ante una relación, esta sí que sí, envenenada. 

Creemos, pues, que vamos a asistir a la enésima repetición de las clásicas relaciones tormentosas entre padres e hijos o, casi peor aún, entre madres e hijas, pero no tardamos en asistir a un giro de guion que instalará en nosotros la comezón de la duda a lo largo de toda la película, y no nos quitaremos de la cabeza Arsénico por compasión, de Frank Capra…

Michelle y Marie-Claude son dos jubiladas que viven en un pequeño pueblo, cuidan de sus casas, salen a recoger setas, y cuidan la una de la otra. La hija de Michelle llega con su nieto Lucas para dejárselo a la abuela unos días, pero, tras sufrir lo que ella considera que es un intento de envenenamiento, a cargo de su madre, decide no dejarle al nieto, lo que provoca la tristeza de este y de la abuela. La hija, separada, le pide a la madre antes de irse una ayuda de 500€ para llegar a fin de mes, que es lo mejor que puede hacer por ella. El hijo de Marie-Claude está en la cárcel y sale de ella en esos días, aunque sin un horizonte laboral ni emocional claro, excepto hacer pequeños trabajos para la madre y su amiga.

Un día, el hijo de Marie-Claude va a París y se acerca a ver a la hija de Michelle, a quien conoce, pero con quien no ha tenido mucho trato. Se presenta en casa de la hija como un abogado de la causa de la madre, cuya tristeza está en relación directa con los malos tratos que la hija le inflige, al decir de la madre. En un momento dado, salen a la terraza, donde la hija fuma, tras coger el tabaco de un estante al que accede mediante el uso de una escalera. Tras el corte de montaje, observamos que Michelle coge el teléfono y oye la mala nueva de la muerte por accidente de su hija.

Iniciada la investigación policial, Michelle se desplaza a su casa en París, que la había cedido a la hija, y allí los inspectores, un hombre y una mujer embarazada, llegan a la conclusión de que todo parece tener una explicación lógica, sin que haya motivos ulteriores que indiquen que la muerte pudo haber sido un asesinato. Por supuesto, el hijo ha de ir a vivir con el padre, que vuelve de Dubai,  que es donde parece que vive, para asistir al entierro y hacerse cargo de él. Sorprendentemente, sin embargo, el niño decide quedarse en Francia e ir a vivir con la abuela, con quien tiene esa unión tan especial que, a menudo, suelen tener nietos y abuelos.

Todo discurre con la placidez de la vida tranquila de los pueblos pequeños, y el niño se incorpora a un curso ya en marcha, pero no tarda en tener que acarrear con un estigma que propiamente afecta a la abuela, y que forma parte de las habladurías prototípicas de los pueblo: la abuela de Lucas ha sido prostituta en su juventud y madurez, en París. También Marie-Claude, y de ahí la íntima amistad entre ellas. Michelle no le niega al nieto la veracidad del «rumor» que, lleno de malevolencia, ha llegado hasta él. Aunque ese conocimiento provoca un distanciamiento entre ambos, no tiene suficiente poder como para interrumpir su convivencia. Lo que a esas alturas de la película sabemos es que a la hija, Valérie, le daba «asco», literalmente, el pasado de su madre, raíz del desencuentro entre ambas.

El hecho de que Marie-Claude se entere a posteriori de que Michelle ha financiado la aventura hostelera del hijo de la primera, Vincent, es el primer cabo suelto que ella anuda para construir una hipótesis que los espectadores hemos elaborado desde la visita del Vincent a Valérie, y que, a pesar de los desmentidos narrativos y oficiales de la policía, seguimos alimentando.

El otro giro narrativo espectacular es el de la visita de la inspectora, que ya ha dado a luz, con nuevas evidencias que quiere contrastar con Michelle, con Vincent y con Lucas, pero, a partir de aquí, no me es lícito proseguir. Sí quiero, sin embargo, poner el énfasis en la aparente «sencillez» de la historia contada por Ozon, porque no hay ningún alarde de encuadres, puesta en escena o innovaciones que distraigan la atención de la historia propiamente dicha, la cual, incluso cuando el niño se convierte en joven que ya va a la universidad, no abandona esa suerte de «tono menor» de la historia que consigue potenciar la verosimilitud de lo narrado. De hecho, es gracias a las interpretaciones, sobre todo de la abuela, la inolvidable protagonista de la excelente La vida es un largo río tranquilo, de Étienne Chatiliez, que la película se nos vaya metiendo hacia los adentros con absoluta naturalidad, y esos momentos distendidos como el de las amigas prostitutas que asisten, en el pequeño pueblo, al entierro de Marie-Claude.

Como tengo por costumbre, leí algunos de los comentarios de los espectadores en Filmin y tuve la sensación de que buena parte de ellos se había quedado en una suerte de bucolismo y de exaltación de la «abuela buena» que me dejaron estupefacto. ¿Hemos visto la misma película?, me preguntaba. Cada espectador, eso sí, ha de escoger la interpretación de la historia que, y de ahí la ambigüedad que he recalcado, no es tan unívoca como a simple visionado parecer.

jueves, 10 de abril de 2025

«Ariel», de Aki Kaurismäki, un estilista de la desolación.

 

La radical aventura de vivir desde el desengaño, pero con la esperanza.

 

Título original: Ariel

Año: 1988

Duración: 70 min.

País: Finlandia

Dirección: Aki Kaurismäki

Guion: Aki Kaurismäki

Reparto: Turo Pajala; Susanna Haavisto; Matti Pellonpää; Eetu Hikamo; Erkki Pajala; Hannu Viholainen; Matti Jaaranen; Jorma Markkula; Tarja Keinänen; Eino Kuusela; Kauko Laalo; Jyrki Olsonen; Esko Nikkari; Marja Packallen.

Música: Olavi Virta, Rauli Somerjoki, Taisto Tammi, Bill Casey, Melrose

Fotografía: Timo Salminen.

 

          El cine de Aki Kaurismäki se define por un estilo personalísimo, de los que dejan huella y muchos seguidores que tratan de acercarse a su particular manera de encuadrar la acción de los personajes en unos espacios anodinos, liberados y opresivos al tiempo, con unos colores saturados y muy contrastados. Si le añadimos la escasa o nula locuacidad de sus personajes y esa cierta desgana vital con que afrontan la existencia, nada en ninguna de sus películas nos sorprenderá, pero en todas reconoceremos su «marca de fábrica» como un valor añadido a la historia.

          En Ariel se nos habla de un minero cesante que ha de abandonar el trabajo por cierre empresarial. El padre, antes de suicidarse, en los lavabos de un bar, a escasos metros de su hijo, le dice que coja su coche, un Cadillac descapotable y que se vaya buscando otros aires. El protagonista es un hombre de mediana edad, pero aspecto juvenil, de buena planta y silencioso hasta la exasperación, además de algo torpe, porque hereda el descapotable de su padre y no sabe ni cerrar la capota, lo que le obliga a conducir abrigándose la cabeza y el cuello con una bufanda, un contraste bastante significativo entre el clima y la estampa casi hollywoodiense que componen el conductor y el vehículo, como si se tratara del vaquero solitario que atraviesa el desierto de Arizona, abierto a cualquier encuentro que le dé algo de sentido a su vida.

          La historia se estructura a través de los contratiempos que sufre el personaje, el primero de los cuales es  el robo de la liquidación que le han hecho al despedirlo de la mina. En el modo como acepta lo que le ocurre se advierte una suerte de fatalismo que evita que el personaje se convierta en una víctima de las circunstancias empecinada en deplorar su suerte maldita. Lo único que hace es amoldarse a su nueva situación, buscar trabajo e instalarse en un dormitorio colectivo público, una suerte de albergue para pobres de solemnidad de donde sale tanto para trabajar como para divertirse en bares donde beber y fumar en silencio, a la espera de que haya un encuentro que cambie el curso de los acontecimientos. Ello ocurre, sin embargo, cuando la vigilante del control de estacionamiento de los vehículos en la calle, deslumbrada por el vehículo y la apostura del dueño, renuncia a multarlo y, al mismo tiempo, abandona el trabajo, con la promesa de una cena compensatoria, a la que le sigue una noche de tranquila pasión (ella se asegura de que él no sea de los gritones, pues convive con un hijo preadolescente).  Como si fuera una prolepsis de manual, y una vez ida la madre a trabajar en su nutrido pluriempleo, el hijo despierta al «intruso» encañonándole la nariz con un revolver, levantándolo y llevándolo al comedor para servirle el desayuno… Antes, hemos oído de sus labios cómo le decía a la madre del niño que su encuentro no era flor de una noche, sino una relación sin fecha de caducidad.

          El segundo contratiempo sucede cuando se encuentra en el metro con quien lo atracó, al dejar la mina; la seca pelea casi ritual entre ambos se resuelve con su detención, no con la del ladrón. Un juicio rápido lo condena a un año de prisión. La extraña amistad que forja con su compañero de celda, y a pesar de que su compañera está dispuesta a esperar a que cumpla condena, lo lleva a elaborar un plan que no tiene como objetivo, solamente, salir de prisión, sino salir del país en un barco, Ariel, que los llevaría, a la nueva familia y al compañero, a Sudamérica.

La visión, en prisión, de la película de Raoul Walsh, El último refugio, ha de entenderse como un paralelismo entre las situaciones de la película y la suya real, al tiempo que confirma la línea simbólica que nació con el Cadillac heredado: un culto al cine negro usamericano que va a resolverse en el atraco en que ambos se ven obligados a participar para obtener la documentación falsa y comprar el viaje clandestino en el buque mercante Ariel. A resultas del atraco, el compañero de celda resulta herido de gravedad y solo gracias a su generosidad sacrificial logra burlar la voluntad de los mafiosos para quienes trabajan, liquidarlos y quedarse con el dinero del golpe y la documentación para el protagonista y su pareja.

Ni que decir tengo que ese nuevo personaje, entre aventurero y altruista, con una inclinación letal a resolver los asuntos a tiro limpio, se convierte en uno de los atractivos de la trama, aunque es tan poco locuaz como el protagonista y su pluriempleada enamorada. ¡Qué largos y elocuentes son los silencios en las películas de Kaurismaki! Se trata de un cine fronterizo con el cine mudo, aunque sin la hiperbólica gesticulación de este; antes al contrario: la contención expresiva es la seña de identidad de los personajes en el cine del director finlandés, lo que, indirectamente, se convierte en una suerte de crítica de una mentalidad y unas costumbres que tienden al aislamiento, a la introversión y, en el extremo más lejano , al alcoholismo y a las tendencias suicidas.

Las bandas sonoras de las películas de Kaurismäkis suelen adoptar una función narrativa complementaria, y a veces explicativa de alguna psicología de los personajes, o de varios. A los espectadores amantes de este cine no les sabrá mal que yo les chafe la sorpresa final de la última canción que acompaña la peripecia de los personajes: Over the Rainbow, de Arlen y Harburg, perteneciente, y lo digo solo para los más jóvenes, a la famosísima película  El mago de Oz, de Victor Fleming. Y a buenos entendedores…