lunes, 15 de septiembre de 2025

«Mi nombre era Eileen», de William Oldroyd, o los seres «turbios».

Una historia de lo inconfesable y las vidas en los márgenes del mainstream.

 

Título original: Eileen

Año: 2023

Duración: 96 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: William Oldroyd

Guion: Luke Goebel, Ottessa Moshfegh. Novela: Ottessa Moshfegh

Reparto: Thomasin McKenzie: Anne Hathaway; Shea Whigham; Marin Ireland; Owen Teague; Siobhan Fallon; Jefferson White; Sam Nivola; Lauren Yaffe; Tonye Patano; William Hill; Sean O'Pry; Julian Gavilanes; Peter McRobbie; Peter Von Berg; Patrick ; Alexander Jameson; Joel Garland.

Música: Richard Reed Parry

Fotografía: Ari Wegner.

 

          Siete años tardó Oldroyd en rodar su siguiente película, a pesar de que Lady Macbeth tuvo buena acogida crítica y de público: costó medio millón de libras y recaudó cinco millones de dólares, algo insospechado para la inmensa mayoría de las películas que se producen en España con mayor inversión que esta. Son datos que hacen inexplicable esa tardanza, excepto por causas que me son desconocidas, como dirigir series o simplemente tomarse con calma los proyectos. Como no me acordaba de que Oldroyd era el director de quien había visto Lady Macbeth, escogí la película por un tráiler en el que las dos protagonistas anunciaban un intenso amor lésbico en un curioso ambiente penitenciario a comienzos de los 60 del pasado siglo en Usamérica: Anne Hathaway, siempre esplendorosa, ponía todo el glamur en los planos para asistir al deseo de ser seducida de la joven Thomasin McKenzie, de ingrato destino vital donde los haya, porque, habiendo perdido a su madre, trastornada mentalmente, se dedica a cuidar de su padre, alcohólico y exsheriff amante de armar escándalos públicos que requieren la intervención de sus antiguos compañeros para apaciguarlo y que la cosa no vaya a mayores. Eileen, además, trabaja en la penitenciaría como secretaria o, propiamente, «chica para todo». A ese recinto carcelario, y tras la jubilación del último doctor, llega una psicóloga de Harvard, dispuesta a cambiar algunas normas ya establecidas y a mejorar la atención a los pacientes. El impacto que causa en Eileen  la joven universitaria, por su belleza, su estilismo y su simpatía y deferencia hacia ella, en quien se fija con tan insólita intensidad que parece más una promesa que una muestra de curiosidad o de cortesía.

          Eileen es una joven dominada por un fuerte impulso erótico que satisface, de forma solitaria, con la contemplación de otras parejas en zonas de aparcamiento retiradas donde las parejas usan el coche como lugar de encuentro sexual. Tiene una vivísima imaginación, proclive a la expresión de la violencia extrema, sea contra ella misma, sea contra su padre o contra cualquiera en quien se fije esa imaginación activísima. Por si fuera poco, además, la policía pone bajo su custodia el arma de su padre, quien se había entretenido, una tarde, en apuntar con ella a los niños que volvían de la escuela, con la consiguiente alarma de las madres y de otras personas del vecindario.

          No se ha de insistir en que la época está reconstruida con una fidelidad exquisita y en que la fotografía contribuye al fortalecimiento de esa sensación de estar contemplando una historia antigua, no solo por los exteriores, en tiempos de nevadas, sino por los tenebrosos interiores en los que nada bueno se cuece y las tensiones entre padre e hija, por ejemplo, nos ofrecen escenas de mucha intensidad dramática, porque al padre, a pesar de su discapacidad, no le pasa por alto la inseguridad radical de su hija, con escasa experiencia y excesiva ingenuidad, aunque pasa por ser la responsable de ambos.

          La película, obviamente, se centra durante buena parte de su metraje en lo que supone para Eileen, condenada a una vida sorda y monótona, la irrupción de Rebecca, lo más parecido al ideal de mujer que pudiera haber imaginado: culta, segura, universitaria, profesional cualificada… Que la nueva psicóloga ponga sus ojos en ella la hace concebir la esperanza de acceder a la primera relación «interesante» y significativa en su vida. Y la película juega con la atracción erótica entre ambas para  insinuar lo que, finalmente, no llega a ser. Pero el modo como Eileen se acicala para estar a la altura de su posible pareja erótica está narrado como un ritual de superación personal, de reencuentro con ella misma, es decir, con la ella que siempre ha querido ser, y que solo ha emergido al contacto con otra mujer real digna de admiración, sobre todo desde su posición subalterna y sin cualificar.

 La historia, en un momento dado, cuando todo pinta con los mejores colores para las esperanzas de Eileen, dad un giro de 180º y nos aboca a una situación totalmente inesperada y de una crudeza que estaba implícita en la vida de Eileen, pero de la que ella quería huir a través de su relación con Rebecca. El detonante es un joven interno en quien Eileen ya había puesto sus ojos eróticos. El joven es convocado junto con su madre para mantener una reunión de terapia familiar que permita esclarecer por qué el hijo, al cuidado profesional de Rebecca, apuñaló a su padre hasta matarlo, un asesinato con ensañamiento cuya ausencia de motivación clara intriga a la psicóloga. La reunión con la madre acaba fatal, pues esta huye del hijo para no sufrir una agresión verbal que no cree merecer. El doble rechazo al padre y a la madre es el quid de una compleja relación que Rebecca pretende desentrañar. Está claro que, desde este momento en adelante, al crítico le está vedado decir nada que pueda arruinarles el desenlace a los espectadores, porque, como es obvio, hay películas cuyo desenlace es el acto más importante. En este caso todo se complica a unos niveles de violencia y engaño difíciles de soportar, y solo diré, en honor a su realización, que mi Conjunta hubo de taparse la mirada y que ambos evocamos la situación del primer capítulo de Breaking Bad, de Vince Guilligan, ese por el que a punto estuvo de perderse toda la serie, una auténtica obra maestra. Mi nombre era Eileen no llega a ese nivel, por supuesto, pero, en relación con Lady Macbeth, tengo la sensación de que Oldroyd ha afinado el sentido narrativo y ha perfilado mejor la tormentosa psicología de ambas protagonistas, que se mueven en ese agitado océano de lo morboso y lo irracional.

«The End», de Joshua Oppenheimer, un musical desafiante.

El apocalipsis de la especie, o no...,  a través del núcleo familiar extendido, con sus bondades, ciertas, y sus miserias, irrefutables.

 

Título original: The End

Año: 2024

Duración: 148 min.

País: Dinamarca

Dirección: Joshua Oppenheimer

Guion: Rasmus Heisterberg, Joshua Oppenheimer

Reparto: Tilda Swinton; Michael Shannon; George MacKay; Moses Ingram; Lennie James;

Tim McInnerny; Bronagh Gallagher; Danielle Ryan.

Música: Josh Schmidt, Marius De Vries

Fotografía: Mikhail Krichman.

 

          La ficción de los últimos humanos sobreviviendo en un planeta devastado, bien por la obra extrema de cambios climáticos bien por las exterminadoras guerras nucleares, ha dado pie a la imaginación de muchos escritores para recrearse en esa situación extraña en la que la supervivencia es la clave de la existencia, y usualmente en fuerte lucha depredadora con semejantes con quienes se combate por el agua, el alimento y el sexo. El cine se ha hecho eco de tales situaciones extremas de muy diversa manera, desde El último hombre sobre la Tierra, de Ubaldo Ragona y Sidney Salkow, con un extraordinario Vincent Price, hasta La carretera, de John Hillcoat, pasando por El último hombre…vivo, de Boris Sagal, con un Charlton Heston muy en su papel,  han sido muchos los acercamientos a esa situación crítica. Dejo de lado todas esas obra en las que la violencia han convertido la situación poco menos que en un género, como la serie de Mad Max, por ejemplo, y otras.

          Joshua Oppenhemir, reconocido director de la impactante El arte de matar, un valiente documental sobre los terribles asesinatos políticos en Indonesia —país en el que el autor no puede entrar, obviamente…—, nos ofrece su primera obra de ficción con este tema apocalíptico extremo: son contados los supervivientes en el planeta. Una familia con un hijo, acompañados por tres amigos/sirvientes en diferente grado, se han instalado en una mina de sal —concretamente en la Mina de Sal de Wieliczka en Cracovia, Polonia, actualmente declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, trescientos quilómetros de galerías…— y allí discurre su día a día, como el de una familia burguesa tradicional que tiene de todo para sobrevivir: electricidad, agua, invernaderos y piscifactoría, entre otras cosas. Quien haya visitado la mina de sal de Cardona, en Cataluña, visita muy recomendable, puede hacerse perfectamente a la idea de lo que es «instalarse» en esa entraña mágica de la tierra para vivir aislado de lo poco que quede del mundo con vida.

          La película es un musical, eso no debemos olvidarlo, de ahí que las interpretaciones musicales ralenticen el desarrollo de la acción y hagan que la película se alargue acaso demasiado para la corta paciencia ante la supuesta «inacción» de las nuevas generaciones. ¡Cómo podrían estas comprender que uno se quedara absorto en los veinte minutos de secuencia de la barroca película sobre Luis ii de Baviera, Ludwig: réquiem por un rey virgen, de  Hans-Jürgen Syberberg en la que un zoom se acercaba al personaje envuelto en niebla durante ese tiempo en un plano fijo…! Y digamos cuanto antes que la banda musical de la película es muy notable, al menos para mi gusto, porque entiendo que se inspira en el continuum naturalista de la partitura de Los paraguas de Cherburgo, película de Jacques Demy, cuya música compuso Michel Legrand, en la que los protagonistas canthablan, digámoslo así, como el antiguo recitativo de las óperas desde su nacimiento, hacia 1600. Cantan los propios actores y ello contribuye a acercarnos más el complejo mundo de sentimientos y realidades ocultas que iremos descubriendo poco a poco.

          La pareja protagonista, Michael Shannon y Tilda Swinton no aparecen demasiado glamurosos, ciertamente, sino envejecidos y agobiados por un pasado del que huyen y al que, tras la llegada azarosa de una joven al refugio, aparecida en él un poco Deus ex machina, todo sea dicho…, no es quedará más remedio que enfrentarse, porque la joven arrastra consigo el drama de haberse separado de su familia y reparar en que ella está ahí en el refugio, viva, y su familia habrá perecido. Que la situación tiene no poco de teatral es obvio, dado el escenario único: una auténtica mansión confortable y llena de obras de arte que la mujer cuidad con mimo. El protagonista tiene en su despacho, detrás de su sillón, un magnífico cuadro de un naufragio en el que aparece un ángel salvador, acaso alegoría del que los ha rescatado a ellos frente a la humanidad que perece en el torbellino de su locura nuclear. 

          El espectador comprobará que el joven hijo de la pareja, al que todos miran como el verdadero último representante de la Humanidad sobre la Tierra, ha sido educado en la responsabilidad de preservar la memoria de la familia y casi de la especie, de ahí la maqueta en la que trata de representar parte de esa Historia que, cuando se relacione con la joven de igual a igual, después de haberse disuadido la familia de ejecutar la terrible idea que todos tuvieron: hacerla desaparecer, de acuerdo con las condiciones de su estancia en el refugio, dispuestas al inicio de la ventura, tras ser tomada la decisión de meterse en el búnker salino para aislarse de la catástrofe y sobrevivir con un entusiasmo ingenuo que los lleva a cantar con convicción, pero con entusiasmo contenido que esperan un futuro brillante: Together our future is bright, cantan,  gracias a la unión familiar que les permitirá superar todas las adversidades. A esa estrofa se añaden todos los residentes en el hogar, mostrando la esencia de su unión.

          No se ha de ser un line para intuir que, muy poco a poco, a través de las relaciones que, de repente, se tuercen por informaciones que hasta ese momento se nos habían ocultado, el clima de unidad familiar, la loa de esa célula primigenia de la Humanidad, va a quebrarse y dejarnos el regusto amargo de realidades que, habiéndolas ignorado para escoger la vida en el refugio, acaban obligando a todos los residentes a enfrentarse a ellas, dado que hay una historia desgarradora detrás de cada uno de los miembros de la minúscula sociedad feliz que lleva con alegría y esperanza su día a día, en busca de la felicidad. La prueba más evidente es la biografía que el hijo escribe sobre el padre, con la supervisión de este, y que acabará siendo reescrita en función de revelaciones que van poco a poco descomponiendo el idílico planteamiento inicial. Con todo, la pesadilla que despierta a la protagonista, Tilda Swinton, nada más iniciarse la película, sugiere un desarrollo que tarda en aparecer, aunque solo a los no amigos del cine musical les puede parecer que se hace esperar demasiado. Canciones y coreografías, que las hay, ¡y espectaculares en la mina de sal!, son una recompensa suficiente frente a esa demora.

          Sí, es posible que la vida del joven heredero en el refugio recuerde mucho a El show de Truman (Una vida en directo), de Peter Weir, porque él ya ha nacido en la mina de sal y no conoce el mundo de antes, salvo por algunas grabaciones que se conservan, pero la gran diferencia es que él verá el otro lado, el de la realidad, en la descomposición de la fachada que han levantado para él sus padres, al estilo de las Potemkin para Catalina de Rusia.

          The End es una película hermosa, a pesar de su esquema simple y previsible, pero las interpretaciones y la dosificación del conocimiento de  la realidad de las vidas allí reunidas permiten un visionado en el que no desfallece el interés del espectador, siempre, insisto, que se sea amante del cine musical y de una puesta en escena tan especial y motivadora como la presente, porque son extraordinariamente bellos los planos de los exteriores de la mina que sirven para huir de la posible claustrofobia que podría producir el bello refugio, y que, en alguna medida, afecta a la estabilidad psíquica de la madre.

          Está claro que The End no se ha dirigido para acercarse al gran público, sino para darse el gustazo de desarrollar, con todos los medios imaginables, una vieja historia de mezquindades disfrazadas y esperanzas egoístas.

viernes, 12 de septiembre de 2025

«Una quinta portuguesa», de Avelina Prat, o los usurpadores.

 

Miniatura psicológica sobre las azarosas segundas oportunidades vitales.

 

Título original:  Una quinta portuguesa

Año: 2025

Duración: 114 min.

País:  España

Dirección:Avelina Prat

Guion: Avelina Prat

Reparto: Manolo Solo; María de Medeiros; Branka Katic; Rita Cabaço; Xavi Mira; Bianca Kovacs; Rui Morisson; Luísa Cruz; Ivan Barnev.

Música: Vincent Barrière

Fotografía: Santiago Racaj.

 

          Primera película que veo de Avelina Prat y primera grata experiencia. Con la debida modestia de quien sabe que las historias han de tener profundas motivaciones e interpretes que las hagan suyas hasta perder el rastro afectado de la «interpretación», Avelina Prat ha construido unas historias, hasta cuatro cuento, en las que el fluir de la vida cotidiana se apodera de la pantalla y nos ocurre lo mejor que nos puede suceder al ver una película: que no estamos viendo una película, sino la vida misma en su discurrir lleno de azares y su caudal de sorpresas que nos imantan al quehacer de los seres vivos, y algunos dolientes, que se pasean por las secuencias con absoluta naturalidad y convicción.

          ¡Quién va a descubrir, a estas alturas, que Manolo Solo es uno de nuestros grandísimos actores! El recuerdo de su memorable aparición en Cerrar los ojos, de Erice, basta para no tener que reivindicar la excelencia de su trabajo. Junto a él, María de Medeiros da vida a una exiliada angoleña que hereda la finca de su abuela y en ella se instala, llevando una vida a medio camino entre la propietaria rural y la mujer de mundo que necesita desconectar y escaparse unos días a otras realidades, de las que suele volver más que algo achispada. La relación entre ambos seres silenciosos, apenas comunicativos, no tarda en constituirse en una potente línea narrativa de la historia.

          El inicio es sorprendente, porque a Fernando, un profesor universitario de Geografía, le abandona de repente su mujer, una serbia con quien se ha casado y que descubre, a los tres años, que, desubicada en la nueva sociedad y con su marido, prefiere volver a su país, sin dejar señal ni explicación alguna. Como la policía intuye una huida voluntaria, no traumática ni delictiva, le anuncia que no pueden hacer nada para iniciar un seguimiento, en ausencia de pruebas que indiquen una ausencia no deseada. Fernando, que sufre lo más parecido a un choque traumático, prefiere dejarlo todo e iniciar unas vacaciones por la costa portuguesa, fuera del periodo vacacional habitual, lo que lo lleva a estar hospedado en un hotel sin apenas compañía. Allí conoce a Manuel, un portugués que vivió en España desde muy niño, pero que prefiere trabajar en Portugal, como jardinero. Le comenta que ha sido contratado en el interior, para hacerse cargo de una quinta, con muy buenas condiciones. Mientras están tomando un café, porque llevan algunos días relacionándose, Manuel sufre un infarto y muere. Fernando decide usurpar su personalidad y presentarse en la finca como si fuera Manuel para hacer valer el contrato.

          En la finca lo reciben muy bien e inicia su nueva vida de jardinero, dejando atrás su pasado universitario y su fallido matrimonio. La cocinera y asistenta que cuida de la casa establece una buena relación con él y todo parece discurrir con insultante naturalidad, como si la impostura fuera indetectable; pero un buen día, así como de pasada, la dueña de la quinta, Amalia, le comenta que el verdadero Manuel hubiera hecho determinada acción propia de su oficio de otra manera. El respeto de Amalia por el pasado de Manuel solo se vuelve comparable al de él respecto del de Amalia, con quien, poco a poco, va creando un clima de intimidad entre semejantes, olvidando sus roles, llamémosles «de clase».

          Esa es una de las grandes virtudes de la película, la gradación pautadísima no solo de la aproximación entre el falso Manuel que acaba siendo el verdadero Manuel y la exiliada angoleña que fue recibida en su propia tierra con todas las suspicacias, sino también, posteriormente, entre Fernando y quien, haciéndose pasar por su mujer, se ha instalado en su casa de Madrid, algo que descubre cuando, avanzada su relación con Amalia, le propone comprar unos terrenos colindantes para volver a plantar almendros en la quinta. Quiere poner su casa de España en venta y, en ese momento, el vendedor inmobiliario le dice que tiene una inquilina que responde al nombre de su mujer. Ese giro de guion, porque Fernando cree que es su mujer quien ha vuelto a la casa de ambos, nos va a llevar a otra historia de impostura paralela a la suya, y en la que sabremos qué fue de su mujer, quién es la que se ha hecho pasar por ella y el desenlace curioso de semejante historia paralela.

          Llegados a ese momento, en que durante un buen rato olvidamos la quinta portuguesa para sumergirnos en la historia de una enfermera que conoció a la mujer de Fernando y, tras su muerte, decidió hacerse pasar por ella e instalarse en su piso, la película se nos aparece como un espejo con dos caras, porque el tacto y la discreción con que Fernando se relaciona con la Milena impostora nos va revelando una realidad que no le es desconocida, porque, de alguna manera, él la ha vivido en Portugal, aunque las diferencias son claras: él, en una quinta e un pequeño pueblo del interior; la falsa Milena en una ciudad populosa no identificada, aunque los exteriores se rodaron en Barcelona.

          El principal valor de la película es la creación de personajes, sean enigmáticos, como Amalia y Manuel/Fernando o transparentes como Milena/Olga, pero las motivaciones de todos ellos, sin olvidar a Rita y a su hijo, por supuesto, que convierten la quinta, para Manuel, en el momento de decidir qué hace con su vida, en «su casa», esto es, donde ha echado las raíces que lo atan con esa fuerza telúrica que tienen los espacios con los que nos asociamos voluntariamente con una pasión casi inexplicable. Está claro que el amor tiene muchas historias. Esta es una, muy delicada y hermosa.

jueves, 11 de septiembre de 2025

«El retorno de Ulises», de Uberto Pasolini o la infidelidad deliberada.

 


    


Más cerca de Clint Eastwood, Sin perdón, que de Homero, el Ulises de Uberto peca de libérrimo…

 


Título original: The Return

Año: 2024

Duración: 116 min.

País: Reino Unido

Dirección: Uberto Pasolini

Guion: Edward Bond, John Collee, Uberto Pasolini. Novela: Homero

Reparto: Ralph Fiennes; Juliette Binoche; Charlie Plummer; Chico Kenzari; Claudio Santamaria; Ángela Molina; Kayne Lee Harrison; Tom Rhys Harries; Amir Wilson; Jamie Andrew Cutler; Moe Bar-El; Aaron Cobham; Jaz Hutchins; Amesh Edireweera; Francesco Dwight Bianchi; Magaajyia Silberfeld; Kaiti Manolidaki; Ayman Al Aboud; Fabius De Vivo;

Nicolas Exequiel Retrivi Mora; Giorgio Antonini; Stefano Santomauro.

Música: Rachel Portman
Fotografía: Marius Panduru
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          Tengo que agradecer a Uberto Pasolini que me haya empujado a la relectura de casi la mitad de la Odisea, el espacio que ocupa el regreso del héroe a su patria,  lo cual da ya alguna idea de su importancia en la narración, algo que he hecho con devoto fervor e inmenso placer reparador. Yo entiendo que los autores tengan una «lectura propia» de las grandes obras del pasado, y más áun de una auténticamente «fundacional» como lo es la Odisea, de Homero. El innegable instinto humano para contar historias, tan pronto como el perfeccionamiento del lenguaje se lo facilitó, tiene en las aventuras de Ulises algo así como la semilla primordial. El reproche máximo que puede hacérsele a la película de Pasolini es que haya dejado de lado el original de Homero y, con los personajes de este, haya urdido una ficción en la que se desdibujan no solo los acontecimientos del clásico, sino también las psicologías de los personajes y parte sustancial de la trama, de modo que nos sitúa antes unos personajes y conflictos de su absoluta invención, algo así, imagino, como la narración de la cautividad de Cervantes en Argel...

          Imagino que Pasolini querrá que se enjuicie la invención suya, no la que podría haber sido, de haber seguido el original «al pie de la letra», y tiene todo el derecho, pero mientras que ciertas lecturas «laterales» de los clásicos pueden llegar a enriquecerlos, con una nueva perspectiva desde la que contemplarlos:  Rosencrantz y Guildenstern han muerto, de Tom Stoppard, o Robin y Marian, de Richard Lester, he de reconocer que me cuesta mucho reconocer las bondades innatas de esta película, planteada, como digo en el título, más como la típica venganza propia de los westerns o de los thrillers, que como la «coronación» de un periplo en el  que el héroe ha exhibido unas características por las que ahora, en el apoteósico final, los lectores lo siguen reconociendo, y esperando de él que esté a la altura de los episodios anteriores. De hecho, en el original, el propio Ulises recurre a ese mecanismo de identificación que dota de absoluta congruencia la construcción del personaje: ¡Aguanta, corazón!, que ya en otra ocasión tuviste que soportar algo más desvergonzado, el día en que el Cíclope de furia incontenible comía a mis valerosos compañeros. Tú lo soportaste hasta que, cuando creías morir, la astucia te sacó de la cueva, se dice Ulises, para que el impulso vengativo no eche a perder la bien trabada estrategia, ¡concertada con Telemaco!, para deshacerse de los pretendientes. Algo que ya nos anticipa el narrador cuando se encuentra con Eumeo, el porquero: Odiseo comía la carne y bebía el vino con voracidad, en silencio. Y estaba sembrando la desgracia para los pretendientes.

          Si en la película funciona el mecanismo elíptico que permite ahorrar explicaciones de lo que todo el mundo sabe, he de decir que en esta película los guionistas pecan de absoluta infidelidad al texto original, y ello hasta desfigurarlo y volverlo irreconocible, por lo que se suspende, nítidamente, la deseada «complicidad» con él, como gran epopeya, y con el personaje central, Ulises, de quien se nos ofrece casi una versión bergmaniana. ¡Y no hablemos ya de la torpeza que significa la concepción de Telémaco como enemigo de quien no volvió para castigar a los pretendientes y abandonó su reino, a su mujer y a él mismo, una suerte de joven rebelde que se convierte en juez implacable de su propio progenitor.    

           No ignoro que cuesta horrores asimilar la perspectiva de unas vidas que, en gran medida, están regidas por las actuaciones, favorables o contrarias, de los dioses, pero eso es el espacio mítico en el que ha de entenderse el desarrollo de la acción, porque de ellos, y concretamente de Atenea, va a depender que el curso de la acción sea uno u otro. Que Ulises aparezca en Ítaca como un viejo vagabundo que no tiene donde caerse muerto no es, como se nos dice en la película, obra del tiempo transcurrido o de sus desgracias náuticas, porque Ulises no llega a Ítaca con esa condición, sino como un hombre de mediana edad, fuerte, rubio y con las riquezas que le han dado quienes lo han llevado hasta a isla: los feacios. Es, pues, obra de Atenea, el envejecimiento del héroe como un ardid para que no sea reconocido por nadie, aunque, cuando él quiere, sabe cómo darse a conocer. Ese desdoblamiento de apariencia volverá a repetirse para darse a conocer a Telémaco, con quien comparte un llanto incontenible por el reencuentro feliz: Telémaco, abrazado a su padre, sollozaba derramando lágrimas. A los dos les entró el deseo de llorar y lloraban agudamente, con más intensidad que los pájaros.

          Es, pues, otro «drama», infinitamente más simple, el que nos narra Pasolini en una película de exquisito gusto cinematográfico y de muy conseguida ambientación. La luz se adecua a las exigencias naturalistas de la iluminación que tendrían los personajes en aquella época y el realizador consigue encuadres tenebristas de mucho mérito. Es cierto que, en la medida en que el espectador espera ansioso la venganza de Ulises contra los pretendientes, el «relleno», el enfrentamiento con Telémaco de por medio, por ejemplo, no tiene la suficiente tensión como para estar a la altura de la descarga de adrenalina que se espera. Ello se debe a la incomprensión del carácter del héroe, «el de muchos ardides», y cómo la escena final del enfrentamiento a los pretendientes es obra, en definitiva, de esa capacidad para «tramar» las circunstancias favorables que le permitan salir con bien, algo que no solo no tiene claro, sino que se ve necesitado de agradecer la ayuda divina en la persona de Méntor, su amigo y consejero de Telémaco, cuya encarnación adopta Atenea para ayudar a su héroe itaquense en la lucha, aunque se suba de un salto a una viga, desde la que contempla el desarrollo de la acción, dejando en manos de Atenea infuir en la misma. Esta claro que esta compleja interacción entre héroes y dioses no ha sido del gusto de Pasolini, quien ha optado por hacer un Ulises más cercano a los primitivos deseos de venganza propio de géneros como los que he citado, lo cual reduce mucho la complejidad de la obra y, en cierto modo, la violenta, al introducir códigos del siglo xxi en una obra del siglo viii a. C. Legítimo, sin duda, pero de dudosa eficacia narrativa, porque la encarnación del héroe solitario que lucha por su honra, llevando él solo la iniciativa de la venganza, se compadece poco, como he venido diciendo, con las características del Ulises originario. ¡Y lo que choca el desprecio con que Penélope contempla el baño salvaje de sangre! Una reacción que parece convertirse en un lamento por no haber aceptado antes al refinado Antínoo. Ahí, las cosas como son, Pasolini no ha estado ni fino ni certero.

          Recomiendo a los espectadores que hagan como yo y lean esa amplia parte de la Odisea y la comparen con la película. Se darán cuenta, entonces, de la enorme sutileza del acercamiento a Penelope por parte de Ulises, quien, como pobre vagabundo adoptado compasivamente por Telémaco, da señales a Penélope de haber conocido realmente a Ulises en otra corte, según la descripción que hace de la bordada túnica doble del héroe: El divino Odiseo tenia un manto purpureo de lana, manto doble que sujetaba un broche de oro con agujeros dobles y estaba bordado por delante: un perro sujetaba entre las patas delanteras a un cervatillo moteado y o miraba fijamente forcejear. Y esto es lo que asombra a todos, que, siendo de oro, el uno miraba al cervatillo mientras lo ahogaba y el otro, deseando escapar, forcejeara con los pies, dice el vagabundo, ante el estremecimiento de la reina, que reconoce la vestimenta de su esposo.

          El silencio que domina la narración de Pasolini nos ha impedido que la locuacidad de Ulises sea escuchada en la película, y ella es también atributo insoslayable del protagonista, a quien se deben algunas intervenciones de mucho mérito filosófico, como cuando reprende a los pretendientes durante la cena, a propósito  del enfrentamiento entre el pobre pedigüeño Iro y Ulises, quien, al enfrentarse a él,  deja al descubierto su sólida encarnación atlética, que impresiona a los gorrones que quieren ocupar su lugar y a quienes se atreve a decirles, centrándose en uno de ellos, Anfínomo: Nada cría la tierra más endeble que el hombre de cuantos seres respiran y caminan por ella. Mientras los dioses le prestan virtud y sus rodillas son ágiles, cree que nunca en el futuro va a recibir desgracias; pero cuando los dioses felices le otorgan miserias, incluso estas tiene que soportar con ánimo paciente contra su voluntad. […] Por esto ningún hombre debe ser nunca injusto, sino retener en silencio los dones que los dioses le hagan.

          La película nos hurta algo esencialmente ingenioso y hermoso: el proceso de autoidentificación de Ulises frente a una escéptica Penélope, poco dispuesta a lanzarse a los brazos de cualquier impostor, aunque haya sido capaz de armar el arco de su marido y de atravesar con la flecha los doce agujeros de las hachas de doble filo sin tocar ninguna. Por cierto, el ardid de calentar el arco antes de doblarlo para armarlo, lo hacen también los pretendientes en la narración original. LO digo porque se presenta aquí casi omo el recurso último del ingenioso Ulises para armar el arco… Dentro de ese acercamiento nos priva la película del famoso sueño de Penélope: 20 gansos comían trigo remojado con agua en su casa y ella se alegra contemplándolos. Llegó desde el monte un águila y a todos les rompió el cuello. Y los mató. En el sueño, el águila se presenta como Ulises y le dice que exterminará a los pretendientes. Forastero —concluye Penélope—, sin duda se producen sueños inescrutables y de oscuro lenguaje y no todos se cumplen para los hombres. Porque dos son las puertas de los débiles sueños: una construida con cuerno, la otra con marfil. De estos, unos llegan a través del bruñido marfil, los que engañan portando palabras irrealizables; otros llegan a través de la puerta de pulimentados cuernos, los que anuncian cosas verdaderas cuando llega a verlos uno de los mortales. Una concepción, esa de las dos puertas,  que recuperará Freud en La interpretación de los sueños.

          De igual manera, la intervención de los adivinos cae fuera del reducido esquema argumental de Pasolini, y, por ello, nos perdemos la tercera intervención de Teoclímeno tras regresar de Pilos con Telémaco: el augurio de la tragedia inminente que se abatirá sobre los indignos pretendientes: Eurímaco, no te he pedido que me des acompañamiento, que tengo ojo, oídos y ambos pies y una razón bien construida en mi pecho, en absoluto incongruente. Con estos me voy afuera, pues veo claro que la destrucción se os acerca, de la que no va a poder huir ninguno de los pretendientes, los que en la casa de Odiseo, semejante a un dios, insultáis a los hombres y ejecutáis acciones inicuas.

          Hay dos elementos del libro que sí se han respetado en la película: que Argos, el perro de Ulises, lo reconoce justo antes de morir, como si hubiera esperado para hacerlo a que su amo regresara, y el reconocimiento de quién es el viejo vagabundo por parte de su nodriza, Euriclea, quien, después de reconocer la cicatriz del desgarro que le causó el colmillo de un jabalí cuando era joven,  le profesa su lealtad y le dice que le revelará, cuando se deshaga de los pretendientes, qué esclavas lo han deshonrado y cuáles no. Porque la dimensión terrible de la múltiple venganza de Ulises no es, ciertamente, para ser representada en pantalla, dada su excesiva crueldad, propia, por otro lado, de aquella época.

          En fin, la película, aunque en exceso morosa y unidimensional, se ve con gusto gracias a la interpretación de Ralph Fiennes y de Ángela Molina, muy en su papel. La Binoche cumple con su cometido, pero, con la indefinición de los personajes, queda a medio camino de lo que hubiera sido la culminación de una historia de amor. El atolondrado desenlace deja más interrogantes que respuestas, y de eso es de lo que me quejo. Traduttore, traditore, reza el dicho. Y reza bien.

NOTA: A título anecdótico, fíjense en el grabado y comprobarán que, fiel al original de Homero, Uises empuña el arco sin llevar la aljaba colgada a la espalda, como sí ocurre en la película; aljaba de la que Ulises, más como Robin Hood, va sacando a velocidad de vértigo las flechas con que despacha a sus adversarios. El original nos dice que vacía la aljaba en el suelo y de este va cogiendo las flechas, pero...

sábado, 6 de septiembre de 2025

«El último ‘late night’», de Cameron y Colin Cairnes, o el terror docuestilizado.

 

Una divertida y terrorífica crónica de la friquilandia televisiva nocturna.

 

Título original: Late Night with the Devil

Año: 2023

Duración: 93 min.

País:  Australia

Dirección: Cameron Cairnes, Colin Cairnes

Guion: Cameron Cairnes, Colin Cairnes

Reparto: David Dastmalchian; Laura Gordon; Ian Bliss; Fayssal Bazzi; Ingrid Torelli; Rhys Auteri; Georgina Haig; Josh Quong Tart; Christopher Kirby.

Música: Glenn Richards

Fotografía: Matthew Temple.

 

          Hace mucho tiempo, cuando aparecieron las televisiones privadas, después de muchísimos años de disfrutar de los dos canales, VHF y UHF, de una televisión pública con una calidad que no ha vuelto a tener, nos inundaron con lo que se dio en llamar «telebasura», una de cuyas muestras, al margen de las inefables «mamachicho», fueron los programas trasnochadores y un punto entre gamberros, subidos de tono y mucho de vueltas, que acapararon no poca audiencia y dio pista, o cancha, a personajes de todo tipo, algunos de los cuales aún surfean en las cadenas, como Florentino Fernández o Boris Izaguirre, entre otros, si bien la mayoría de los de relleno, los más extremados, o yacen en el olvido o han desaparecido, como el padre Apeles o  La Veneno, por ejemplo. Esta noche cruzamos el Mississippi fue el primero y luego le sucedió Crónicas Marcianas, el primero presentado por Pepe Navarro y el segundo por Javier Sardà. Acaso la proximidad del cambio de siglo influyera en esa suerte de milenarismo apocalíptico que caracterizaba sus contenidos, donde todo lo zafio superlativo tenía cabida.

          La película de los hermanos Cairnes se nos presenta como la recuperación de una grabación original de un late night del año 77, Late Night with the Devil, a cuyo desarrollo demoniaco podemos asistir casi de forma privilegiada, porque los intento de su presentador por remontar los niveles de audiencia, después de haber luchado en vano contra el show de Johnny Carson,  lo llevan a diseñar una noche de Halloween en la que se asegura que van a entrevistar al mismísimo diablo en persona. La grabación alterna el riguroso directo, en color, y los intermedios publicitarios en blanco y negro, que sirven de crónica no vista de cuanto está sucediendo en las pantallas de los espectadores y en la audiencia en directo del estudio donde se graba el programa. El mismo modelo, en parte, es el que pueden ver ahora, los espectadores que tengan bemoles para ello, en el programa del tal Broncano, o el «bienpagao», porque la escenografía es la misma, con los músicos en directo y con diálogos cómicos entre el director de la orquesta y el presentador del programa.

          Lo primero que se ha de decir es que como película de época, la producción es intachable, y no dejan ningún extremo al azar, ni vestuario, ni maquillaje ni peinados, ni formas de hablar o prototipos que van a acaparar el desarrollo del programa, en el que ni siquiera falta una retrospectiva de una intervención de la mujer enferma del presentador para conseguir remontar esa audiencia: una escena amoroso-compasiva capaz de emocionar al más pintado, si no se intuyera la maldad de origen de la retransmisión. Los primeros y magníficos compases de la película nos van a resumir en muy poco tiempo el nacimiento y la evolución del programa y el presentador, de quien no nos ha de pasar desapercibida su membresía en un club solo reservado a hombres ricos e influyentes cuyos rituales levantan toda clase de rumores.

          El ritmo del programa no decae en ningún momento, y en él vamos a asistir a la intervención de una niña poseída que nos va a remitir enseguida a la famosa película El exorcista, de William Friedkin, y a la de un supuesto mago o ilusionista que combate, desde sus trucos espectaculares, la supuesta verdad de lo paranormal y sus muchos excesos. Que a la niña la acompañe una profesora universitaria especializada, psicológicamente, en esos fenómenos, trata de elevar la altura intelectual del show que no tardaremos en presenciar, y que incluye algunas escenas magníficamente realizadas y muy impactantes, sobre todo la conseguida por el ilusionista que nos hace ver un cuerpo, el del director musical, lleno de gusanos que se desparraman por el escenario cuando este se abre el vientre en dos como las orillas del mar Rojo…

          Sin recordarlo yo de otros roles secundarios en películas que he visto, esta película, que él coproduce, le concede a David Dastmalchian la oportunidad de hacer un protagonista en el que encaja a las mil maravillas y cuya sobresaliente interpretación consigue elevar mucho el nivel de calidad de la misma, porque los hermanos Cairnes han dosificado con mucho mimo la mezcla de comedia y cine de terror clásico, aunque los efectos especiales no aparenten nada del otro mundo…, excepto en lo que tienen de poderes maléficos del infierno, por supuesto. Quienes la vean, no tardarán, cuando lleguen al desenlace, en darse cuenta de por qué es una de las películas favoritas de Stephen King, el creador de Carrie. Y recuerdo que una recomendación suya, de King, favoreció la vida comercial de la excelente película de Caye Casas, La mesita del comedor.

          La vertiente «de época» de la película, a medio siglo de la actualidad de los supuestos hechos, es uno de los puntos fuertes de la obra, y aunque parece que nos habla de ciertas credulidades que pudieran haber quedado superadas por el paso del tiempo, si algo tiene de atractivo el film es que resulta absolutamente moderno, porque esa sed de friquilerias que alimenta un programa como el de Jack Elroy, Night Owls, en 1971, una fecha próxima a los asesinatos con ritual satánico de la Familia Manson, es la misma que alimenta tantísima telebasura como aquellos que la consumen ven cada día.

          No puedo desvelar el desarrollo de esa noche demoniaca, pero sí cabe decir que cumple todas las expectativas catastróficas que puedan imaginarse, con un derroche de ritmo y sorpresa que no se detiene en ningún momento. El enfoque documental del caso supera en imaginación y bien hacer lo que de terror propiamente dicho tiene la película, elementos accesorios que, sin embargo, no defraudarán al aficionado a ese género. La biografía de un fracasado en los media, en un género ínfimo televisivo, como el de los late nigth transgresores que no escandalizan a nadie, tiene muchísimo más interés.

         

viernes, 5 de septiembre de 2025

Una divertida comedia de humor negro a cargo del director de esa joya llamada «Matilda».

 

«Tira a mamá del tren», de Danny DeVito, una ópera prima de altura.

Título original: Throw Momma From the Train

Año: 1987

Duración: 88 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Danny DeVito

Guion: Stu Silver

Reparto: Billy Crystal; Danny DeVito; Kim Greist; Anne Ramsey; Kate Mulgrew; Bruce Kirby; Annie Ross; Oprah Winfrey; Rob Reiner; Branford Marsalis; Joey DePinto; Raye Birk; Olivia Brown; Philip Perlman; Stu Silver; J. Alan Thomas; Randall Miller; Andre Rosey Brown; Tony Ciccone; William Ray Watson; Larry McCormick; Peter Brocco; Hettie Lynne Hurtes; Karen J. Westerfield; Stanley L. Gonsales.

Música: David Newman
Fotografía: Barry Sonnenfeld.

 

          Estrenarse a lo grande en el cine usamericano, fuera del cauce de las películas independientes, no es tarea fácil y puede echar para atrás cualquier loable intento de abrirse camino en una industria tan competitiva. Danny DeVito no solo lo consiguió, sino que logro atraer a su proyecto a un elenco de actores y actrices que elevaron la categoría de la empresa a obra muy lograda, lo que se reflejó en la espléndida taquilla que consiguió, aunque, y aquí viene la cruz, anduvieron muy divididas las opiniones críticas sobre su calidad. Supongo que sus películas posteriores, todas ellas de un nivel excelente, debió dejar las cosas en su sitio: La guerra de los Rose, Hoffa y Matilda.

          Es cierto que la película comienza con una situación muy tópica, el escritor que no alcanza el éxito y a quien su mujer se lo roba, apropiándose de sus ideas y de un manuscrito, tras divorciarse de él. Ese escritor sobrevive gracias a una actividad docente, profesor de creación literaria, que da pie a situaciones de enorme comicidad y cierta tensión que, en este caso, da pie al desarrollo de la historia.

          Billy Cristal es el desesperado profesor y escritor, Larry, que se sube por las paredes y arde en deseos (se dice así, ¿no?) de acabar con su ex, la impostora que se pasea por los medios y firma ejemplares en colas quilométricas. A su clase asiste un estudiante muy singular, Danny DeVito, Owen, con muy pocas luces, pero con una interesante idea que le planteará a su profesor, una vez que haya podido captar su atención el tiempo suficiente para que este lo considere. Inspirado en la película Extraños en un tren, de Hitchcock, Owen, quien vive con una madre tiránica que lo maltrata psicológicamente, concibe la idea de reproducir ese gentlemen’s agreement de la película con su profesor de escritura creativa, dada la «necesidad» que este siente de vengarse de su ex. Ahí el alumno aventaja al profesor, porque, de repente, se cambian las tornas, a tenor de lo bien planeado que tiene Owen ese intercambio asesino.

          La descripción de la vida cotidiana de Owen es un argumento de enorme peso para que al deficiente proyecto de escritor se le haya ocurrido copiar la idea de la película de Hitchcock, a la que se rinde tributo en esta, proyectando un fragmento. La madre,  la señora Lift, interpretada por Anne Ramsey, le valió a la actriz una nominación al Oscar, lo cual da a entender el virtuosismo con que interpretó a la madre más soez, violenta, malhablada y desagradable de la historia reciente del cine. Pues sí, está descrita desde una perspectiva del género de terror, y se hace uno cargo enseguida de que sobrevivir, como lo hace Owen, junto a un ser castrador, vengativo y miserable necesita buscar una solución urgente, ¡cual sea! Vale decir que solo por la interpretación de Ramsey merece la pena ver la película; pero esta nos regala muchas otras situaciones en las que podemos pasarlo francamente bien, pues se ha derrochado cierto ingenio en el guion para complicar las dos historias de los asesinatos que han de cumplir el profesor sin inspiración y el alumno con afán de liberación.

          Me ha recordado la película de Martín Cuenca, El autor, con dos interpretaciones de mucho mérito, la de Javier Gutiérrez, un escritor sin inspiración, celoso de los exitosos bestsellers de su ex, y Antonio de la Torre, como profesor, con un monólogo excepcional que le debió de haber valido un Goya, desde luego. No sé si en su día se estableció alguna conexión entre esta película y la de DeVito, pero haberlas, haylas.

          A pesar del retorcimiento cómico de las escenas para acabar con ambas figuras odiadas, la ex y la madre, la película atiende a otros desarrollos y tiene un último tercio de película excelente, porque la solución buscada para el desenlace me parece muy imaginativa, divertida y eficaz, dado el terrible planteamiento del que parte la historia. Reconozco que no la vi en su momento, ¡aquel ahora lejano 1987!, porque me pareció un simple entretenimiento comercial, ¡y con tantas obras clásicas pendientes, me tenía prohibida la frivolidad…! Con total serenidad, y con muchísimas menos obras maestras pendientes…, he de confesar que he pasado una escasa hora y media fantástica, porque, con el magnífico sabor que me dejó esa joya que rodó DeVito, Matilda, me senté ante esta hipérbole con la intuición de que aquella maestría de Matilda por fuerza habría de manifestare en esta, y así ha sido. Coinciden ambas en la descripción extrema de dos familias disfuncionales y vulgares hasta la exasperación, los padres de la incomprendida Matilda y la madre de Owen, y ahí se bordan la interpretación y, sobre todo, la puesta en escena.

          Nadie espere una comedia maestra, a la altura de las de Billy Wilder, por supuesto, pero hay un tono de crítica social muy mordaz en esta película que explora, contra la actual corrección política, sentimientos destructivos hacia vínculos de naturaleza casi sagrada, como en el caso de la relación maternofilial de Owen y su madre. El afán de venganza de Larry cae más del lado de los celos profesionales que del fracaso sentimental, porque el gran fracaso de Larry no es su matrimonio fallido, sino su nula inspiración para continuar la «gran» novela que lo saque del anonimato.

          A nadie van a defraudar las secuencias del tren, porque forman parte del modelo que inspira la historia, y atentos a su particular desarrollo, porque acaba como menos se espera. Y ahí lo dejo. Que la disfruten, que no todo el cine ha de tener espíritu trascendental. Y de la cotidianidad también emergen reflexiones de no poco calado psicológico.

 

         

miércoles, 3 de septiembre de 2025

«Despertar en el infierno», de Ted Kotcheff, un clásico reciente rescatado milagrosamente de la destrucción.

 

No tanto «descenso», cuanto pomposa entrada por el arco triunfal del más acogedor de los infiernos… El crudo abrazo con el abrasador Outback australiano.

 

 

Título original: Wake in Fright (Outback)

Año: 1971

Duración: 114 min.

País: Australia

Dirección: Ted Kotcheff

Guion: Evan Jones. Novela: Kenneth Cook

Reparto: Gary Bond; Donald Pleasence; Chips Rafferty; Jack Thompson; Sylvia Kay; Al Thomas; Peter Whittle; John Meillon; John Armstrong.

Música: John Scott

Fotografía: Brian West.

 

          La película se abre con un trávelin circular de la cámara que nos muestra un desierto como una condena, atravesado por unos raíles ferroviarios, y, posteriormente, a un condenado a galeras en el sistema educativo australiano, en una escuela rural donde Cristo dio las tres voces y el tiempo está suspendido en los brazos de un denso silencio que se rompe cuando el elegante profesor, vestido de traje en una atmósfera abrasadora, da la señal de abandono del aula para cerrarla, por las vacaciones de Navidad, hasta dos semanas después. Tras apalabrar la reserva de su habitación en un destartalado hotel sin clientes, sube a una plataforma de madera que hace las veces de andén y coge al tren que lo lleva a Bundanyabba, «Yabba» para los locales, donde ha de pernoctar para después coger un avión a Sidney y disfrutar de las vacaciones en compañía de su novia surfera, a juzgar por la foto de ella que lleva en la cartera.

Un recorrido por la animada vida alcohólica de la localidad, ¡de la mano del jefe de policía!, a quien no puede rechazarle sus constantes invitaciones a sumar nuevas cervezas a una ronda que se inicia en esa tarde y ya no va a detenerse hasta días después, como si hubiera de purgar el rechazo a la invitación a hacerlo que le llega en el tren, apenas se ha subido a él. Diríase que el consumo continuo de cervezas es un rasgo singular de la acogedora y hospitalaria Yabba, pero, no tardará en conocer  una de las grandes atracciones de los «lugareños», un juego de apuestas simplicísima a cara y cruz y sus respectivas combinaciones con dos monedas que se han de lanzar por encima de la cabeza y que despierta una auténtica pasión de garito perverso. En efecto, cuanto mayor es la simplicidad del juego, mayor la pasión de los apostantes, que ganan y pierden cuantiosas sumas de dinero en un ir y venir de apuestas en las que el reparto de los dineros apostados sobre el suelo, alrededor del espacio donde se lanzan las monedas, se respeta con inverosímil limpieza.

          Ya se advierte que nuestro remilgado y exquisito protagonista, un ser con educación superior, choca en el acto con un medio que se le representa como la expresión más primitiva de los instintos humanos. Al calor del alcohol, del constante trasiego de cervezas, veremos como irán cayendo las capas de la civilización para irse asimilando a su entorno, hasta acabar formando parte —pobre, eso sí…— de él, casi sin darse cuenta. Y todo empieza por su tímida participación en el juego de apuestas, en el que no tarda en sonreírle la fortuna con su vaga promesa de redimirlo de su puesto de humilde profesor, que tiene porque ha abonado una fianza de mil dólares para asegurar a las autoridades educativas que va a seguir en su puesto, sin desertar, so pena de perderlos, en caso de abandonar el destino y dejar a los alumnos sin profesor. En dos golpes de suerte gana el importe de esa fianza y comienza a soñar con un futuro distinto. La suerte del principiante es, como no se ignora en los relatos sobre ludópatas, su condena. Y eso es lo que vamos a ver en la película.

          Hemos de señalar sin más demora que estamos ante una película de ambientes en el que se destaca el proceso psicológico de devastación de un ser extraño al medio extremo y primitivo en el que se desarrolla la historia: una ciudad en medio del desierto central australiano sin otro aliciente que la consumición incesante de cerveza y alcohol que mantiene a sus habitantes en un estado de embriaguez perpetua, como comprobará cuando, perdido todo su dinero, acabe siendo huésped de un borrachín que no tarda en invitar a otros dos briagos para «disfrutar» de su compañía, a la que se añadirá un curioso personaje, Doc Tydon, interpretado magistralmente por Donald Pleasence, acaso en uno de sus mejores papeles, y hace poco lo vi magnífico también en El demonio y la carne, de John Gilling. El doctor sobrevive como puede y reconoce que su alcoholismo pasa desapercibido en Yabba, pero que en ningún otro sitio podría ser tan libre como ahí, a pesar de la brutalidad visceral de sus convecinos, porque se ha liberado de las máscaras de la «civilización».

          Esa brutalidad viene a cuento del último y espectacular tramo de la película: la excursión cinegética de canguros, unas escenas rodadas en clave de western, y en el que el caballo para perseguir a los búfalos ha sido sustituido por un destartalado automóvil con un foco encima de la cabina para sorprender de noche a los canguros, cegándolos y convirtiéndolos en presa fácil de los rifles. En esas tremendas y desgarradoras secuencias, llenas de una crueldad indescriptible, asistimos a los últimos coletazos de la lucha del protagonista por no dejarse arrastrar hacia el pozo sin fondo del salvajismo y de la perdida de la compasión por la vida, por cualquier forma de vida. El hecho de que se insertara una leyenda al final de la película en la que se nos dice que ese exterminio ha sido llevado a cabo por cazadores debidamente autorizados por el Gobierno, no nos consuela en absoluto del horror contemplado. Dramáticamente, sin embargo, sí que tiene un poder narrativo claro, pues fija estupendamente el conflicto último de un ser que, sin grandes decisiones, sino por el simple hecho de seguir aceptando las amables invitaciones a beber y hospedarse de los hospitalarios vecinos de Yabba, acaba encerrado en una suerte de círculo infernal en el que descubre facetas de su personalidad absolutamente insospechadas.

          Ni que decir tengo que la puesta en escena, tanto en la sala de apuestas, como en la habitación de su hotel, la casa del rico hacendado a la que es invitado y donde tiene un patético encuentro sexual con la hija de su anfitrión, o la choza inmunda de Doc Tydon, están a la altura de la fotografía del paisaje desértico y de las polvorientas calles, muy escasas, que aparecen en la narración. La historia, por otra parte, está llena de pequeñas observaciones que nos permiten calibrar la naturaleza del lugar y de los lugareños, como cuando los dos invitados del padre de la chica donde el protagonista se hospeda le preguntan: «¿Por qué no bebe, y prefiere hablar con una mujer?» «Es un profesor de literatura», responde el viejo. Del mismo modo que cuando le pide agua al alcoholizado Tydon, este le dice que el agua es para lavarse, nada más, y que si tiene sed beba lo que debe: alcohol.

          Ted Kotcheff es todo un descubrimiento para mí, aunque dirigió una película que tuvo un éxito mundial casi sin precedentes, Acorralado, el debut de un personaje, Rambo, que tendría varias secuelas. Esa historia, sin embargo, está directamente inspirada en la película de David Miller Los valientes andan solos, protagonizada y producida por Kirk Douglas. Del Kotcheff acabó de descubrir que filmó La voz humana ¡nada menos que con Ingrid Bergman! Y una continuación de Un lugar en la cumbre, de Jack Clayton: Vivir en la cumbre, películas que no tardaré en ver y de las que traeré noticia a este Ojo, si ellas lo valen, claro.

          Despertar en el infierno pasó sin pena ni gloria en su estreno y los negativos de la película se daban por perdidos, hasta que se descubrieron en un almacén y, con el patrocinio de Scorsese, se remasterizaron, versión esplendorosa que ahora contemplamos con los ojos absortos de quien admira la joya que ha estado tanto tiempo alejada de los espectadores. Cabe advertir de que la película en modo alguno es un «documental» ni una película «antropológica», por o que hacer cualquier inferencia acerca de los australianos de ese Outback descrito en la historia sería una tremenda injusticia. Ya aviso, sin embargo, que su crudeza no la hace apta para todos los paladares.