viernes, 28 de marzo de 2025

«La leyenda de Barney Thomson», de Robert Carlyle, una ópera prima prometedora.

 

Entre los clásicos de la Ealing, el cine «étnico» scottish y los hermanos Coen…, una divertida comedia de humor negro… 

Título original:  The Legend of Barney Thomson

Año: 2015

Duración: 90 min.

País: Reino Unido

Dirección: Robert Carlyle

Guion: Richard Cowan, Colin McLaren

Reparto: Robert Carlyle; Ray Winstone; Emma Thompson; James Cosmo; Ashley Jensen; Samuel Robertson; Martin Compston; Tom Courtenay; Brian Pettifer; Kevin Guthrie; Stephen McCole; Ruari Cannon.

Fotografía: Fabian Wagner.

 

          El arranque de esta película, con un personaje gris marengo… ininteligible, porque toda la película está rodada en el «dialecto» escocés del inglés y, por lo tanto, inaccesible sin los subtítulos que nos orienten, desconcierta al espectador, porque no sabe exactamente, dado el «agonías» insufrible que nos toca como protagonista, si vamos a tener que abandonarlo a su suerte o algo va a pasar para mantenernos en la *espectaduría…, dado que el arranque nos remite enseguida, por la situación, una barbería, a la película de los Coen El hombre que nunca estuvo allí. No tardan en aparecer los restos de cadáveres que alguien de forma anónima envía por correo a la policía: un asesino en serie que va a convertirse no solo en un quebradero de cabeza para los dos agentes encargados de investigar los crímenes, sino en una lucha de sexos dentro de la policía que va a dar lugar a un enfrentamiento a cara de perro entre la sustituta y el veterano inspector machista que se resiste a seguir las directrices de su nueva jefa y pretende seguir sus propias intuiciones.

          La complicada situación del barbero al que rehúyen los clientes por su trato áspero y nada comunicativo va a ser el motor paralelo de la doble historia que vamos a seguir: una, evidente, la conocemos, la muerte accidental del dueño de la barbería que, al resbalar y caer sobre el protagonista, muere a causa de que se clava las tijeras que este tiene en las manos y que no puede evitar apartarlas del cuerpo del jefe en su caída. La decisión en estos casos, porque si no, no hay película, es sacar de noche el cadáver del infortunado y deshacerse de él, aunque, y eso forma parte de este tipo de comedias negras, no es tan fácil como parece desprenderse de un pesado cadáver, sobre todo cuando el tonto de la localidad te ha ayudado a meterlo en e maletero y ha visto que no es un bulto pesado, sino un cadáver, lo que te ha ayudado a guardar en el maletero del coche; la otra, es la de los restos de los cadáveres que va coleccionando la policía, sin tener la más mínima pista y de la que no sabemos absolutamente nada.

          Ambas acaban cruzándose cuando al jefe de la barbería sele suma un segundo cadáver de un rival laboral de Barney, ante quien se desmorona y confiesa que el jefe ha muerto accidentalmente, lo que provoca un alterado entre ellos y la preceptiva muerte accidental del colega, que se suma al jefe en lo que paree superponerse con el asesino en serie al que busca la policía, aunque no parece que ambas historias estén relacionadas. La policía interroga a Barney y este añade a sus problemas el de haberse convertido en sospechoso para los investigadores, aunque la jefa de los agentes desdeña esa pista que pasa por Barney.

          Y luego está la madre del protagonista, una vieja adicta al juego, al alcohol, a las carreras de galgos y a un grupo de amigas tan deterioradas como ella, una madre que tiene dominado a su hijo, a quien considera absolutamente idiota, y a quien siempre quiere sacarle dinero. La composición de la vieja seora adicta a todas las degradaciones es un monumento a la interpretación ejecutado por una Emma Thompson casi irreconocible y, por supuesto, más ininteligible que su propio hijo, escocés de pura cepa, aunque ella es también, aun nacida en Londres, hija de la actriz escocesa Phyllida Law. La relación de dependencia del uno respecto de la otra es el fundamento de la naturaleza apocada del hombre, quien creció bajo el autoritarismo y el desdén de la madre hasta convertirse en un ser amargado, sin iniciativa y con mínimos recursos.

          El planteamiento de la película, sin embargo, va a progresar, gracias a un guion muy sólido, hacia un cul-de-sac para el protagonista, acosado por sus propias necesidades de deshacerse de los cadáveres y por el estrechamiento del cerco policial en torno a él, ignorando las órdenes de la jefe policial que le ha arrebatado el puesto al veterano inspector. Un descubrimiento inesperado, y que no puedo revelar, complica la trama extraordinariamente y le otorga una perspectiva negrísima, complicando aún más la situación del protagonista, quien, además, siente la amenaza permanente del tonto que lo chantajea para que le compre cosas y lo invite so pena de revelar lo que sabe.

          Aunque haya habido ciertos momentos en que la mortecina personalidad del barbero amenace con contagiar de su marmoreidad a la trama, esta remonta y se dirige hacia un final que sorprende por su imaginativo desenlace, pie del definitivo que devuelve a la historia el tono de amable comedia que nos permite ver incluso la negritud de lo narrado con una sonrisa en los labios.

          Decía al comienzo que hay algo de las comedias de la Ealing en esta película, una cierta herencia del tono y el estilo de El quinteto de la muerte, de ese excelente director que fue Alexander Mackendrick, a quien debemos un peliculón como Chantaje en Broadway, con dos actores en estado de gracia: Burt Lancaster y Tony Curtis; pero el enfoque moderno de las películas de crímenes, con esa crudeza en los detalles, como los restos humanos que le llegan a la policía, en la estela, aunque a mucha distancia, obviamente, de Seven, de David Fincher, conceden a esta ópera prima de Carlyle suficiente crédito para esperar su segunda incursión en la dirección.

         

         

«Bailar con un extraño», de Mike Newell, «at his best».

 

Brillante disección de las relaciones tóxicas o el dudoso prestigio del amour fou

 

Título original:  Dance With a Stranger

Año: 1985

Duración: 102 min.

País: Reino Unido

Dirección: Mike Newell

Guion: Shelagh Delaney

Reparto: Miranda Richardson; Rupert Everett; Ian Holm; Matthew Carroll; Tom Chadbon; Jane Bertish; David Troughton; Joanne Whalley.

Música; Richard Hartley

Fotografía: Peter Hannan.

 

          Resulta curioso que de ciertas películas, como la presente, se cumplan los 40 años de su estreno, porque uno suele creer que hace nada que las ha visto, y cuando se pone ante el televisor para volverlas a ver, se lleva, a veces, la sorpresa, de que, en efecto, como les suele pasar a los clásicos, no ha pasado el tiempo por ellas, que mantienen intacta su capacidad de persuasión y su poder narrativo y visual. No es Mike Newell, cineasta al que esta película lanzo a la fama,  un autor que haya reverdecido estos laureles, aunque cuanta en su haber con una película comercial exitosísima, Cuatro bodas y un funeral, y una sobre la mafia y la infiltración policial en ella, Donnie Brasco, valorada tanto por la crítica como por el público. Y poco más.

          Bailar con un extraño es otra cosa, porque se nota que está rodada al margen de las expectativas, creyendo en la enorme potencia de una sórdida historia que atiene a varias líneas narrativas, todas ellas de enorme interés: la lucha de clases, los amores desiguales, la pasión desenfrenada e incontrolable, propiamente tóxica, el amor desinteresado e imposible y un clásico triángulo en el que el poder de la estabilidad y la solvencia económica, de un lado, nada puede contra la pasión desbordada por un ser tan caprichoso como hermoso, hasta que estalla el conflicto, por supuesto.  Tras 40 años de existencia, nadie ignora que esta película está basada en un hecho real, la condena a muerte por ahorcamiento de Ruth Ellis, acusada de asesinar a su amante a sangre fría, lo que la convirtió en la última mujer ejecutada en el Reino Unido. Ello no obsta para sentarse ante la pantalla y disfrutar, fílmicamente, claro,  de la travesía que va desde el encuentro de los dos protagonistas hasta su desencuentro fatal, porque en los intensísimos altibajos dramáticos de esa relación hay una historia que se repite ad nauseam a lo largo no solo de la historia del cine, sino, sobre todo, de la vida real.

No deja de ser un misterio el hechizo sexual que ejercen ciertos hombres en mujeres que, al margen de su apasionamiento, suelen mostrar, en otros órdenes de la vida, una sensata capacidad de enjuiciamiento. O al menos así lo parece, hasta que la fragilidad emocional y la necesidad sexual, como en el caso de la protagonista, la lleva a perdonar una y otra vez las faltas de su amante y a reconciliarse con la idealización de ser ella «la mujer de su vida» o, más concretamente, «la única mujer de su vida». Y ahí entra en juego una de las venas más ricas de la película, la de la diferencia de clases entre ambos protagonistas. A él le seduce la mujer del pueblo, agraciada, con encanto, seductora, pero nada formada intelectualmente; a ella, el hombre de la aristocracia cuya seducción la hace sentirse triunfadora. El tercero en discordia, amigo y protector de ella y de su hijo, al que le paga la educación en un colegio privado que ella no podría pagarle, mayor en edad y sin ningún atractivo sexual, representa una seguridad económica a la que accede, en uno de los vaivenes de la narración, y a la que no tarda en renunciar cuando el adorador, que vive siempre esperando pacientemente «su turno», quiere, como se dice jurídicamente, tener acceso carnal a la mujer, lo que le genera a esta un asco insufrible que a mí me ha recordado el de ese «beso de sapo» que sintió Ana Ozores en el último párrafo que cierra La Regenta, de Clarín.

La película se centra, espacialmente, en el club donde ejerce de exitosa relaciones públicas la protagonista, quien vive en unas dependencias superiores muy modestas y casi opresivas con su hijo, algo en lo que la cámara se recrea para que se entienda, en cierto modo, el bienestar al que aspira la joven madre, que reparte su vida entre el pub y esa guarida a la que se accede por una estrecha y empinada escalera donde  tienen lugar algunas escenas de arrepentimiento y perdón que alimentan la relación tóxica entre ambos amantes. Las tomas muy próximas a los personajes se suceden insistentemente, lo que crea cierta incomodidad visual en el espectador, porque tenemos la sensación de ser arrastrados a esa proximidad sin posibilidad de distanciarnos para enjuiciar la toxicidad de la relación y el opresivo mundo en que vive la protagonista. Son de agradecer las secuencias en que la cámara sale de esos interiores tortuosos, cuando ella va a ver al joven piloto de carreras que sueña, ingenuamente, con abrirse paso en esa profesión, en una de las competiciones y cuando va al mar con el generoso protector, al que le regala unas púdicas fotos con poses provocativas de starlet recatada.

Las interpretaciones, sobre todo la de Natasha Richardson, son parte decisiva del buen nivel de la película. Ella, aunque sin formación, tiene un glamour y un palmito capaces de seducir al más pintado. ¡Cómo no, pues, a ese buceador de la noche que busca emociones tan fuertes, con las mujeres, como las tiene en las carreras, una descarga de adrenalina que ciertamente lo emborracha y le lleva a acosar a una mujer siempre dispuesta, no obstante, a recibirlo en sus brazos. Solo cuando ella se entera del compromiso matrimonial formal de él es capaz ella de quitarse la venda con que se tapaba los ojos a una relación imposible que la apesadumbra y excita a partes iguales.

Sí, por supuesto, es una historia de amor, pero también de engaño, de insinceridad, de dependencia, y capaz de apartarte de las más serias obligaciones, como, en el caso de la protagonista, la maternidad. La historia personal de Ruth Ellis, la familiar y la individual como relaciones públicas y prostituta selecta es, con todo, bastante más dura que el retrato de ella que aparece en la película, pero eso, ampliar la información en busca de «la realidad total» ya queda al arbitrio de cada espectador.

miércoles, 26 de marzo de 2025

«Nunca pasa nada», de Juan Antonio Bardem, un drama extraordinario, y «Círculo de amigos», de Pat O’Connor, de muy buen ver.

 

Título original: Nunca pasa nada

Año: 1963

Duración: 97 min.

País: España

Dirección: Juan Antonio Bardem

Guion: Juan Antonio Bardem, Alfonso Sastre, Henry-François Rey

Reparto: Corinne Marchand; Antonio Casas; Jean-Pierre Cassel; Julia Gutiérrez Caba;

Alfonso Godá; José Franco; Rafael Bardem; Matilde Muñoz Sampedro; María Luisa Ponte;

Tota Alba; Ana María Ventura; Josefina Serratosa; Carmen Sánchez; Pilar Gómez Ferrer;

Sun de Sanders; María Vico; Gregorio Alonso; Eduardo Casas.

Música: Georges Delerue

Fotografía: Juan Julio Baena (B&W)

 

 

Título original: Circle of Friends

Año: 1994

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Pat O'Connor

Guion: Andrew Davies. Novela: Maeve Binchy

Reparto: Chris O'Donnell; Minnie Driver; Saffron Burrows; Aidan Gillen; Geraldine O'Rame; Colin Firth; Mick Lally; Ciarán Hinds; Alan Cumming.

Música: Michael Kamen

Fotografía: Kenneth MacMillan.

 

          La represión sexual en la España dictatorial de comienzos de los 60 y el despertar a la sexualidad a finales de los 50 en la Irlanda ultracatólica.

 

          Tras haber visto Un mes en el campo, también de O’Connor, decidimos que Círculo de amigos acaso mereciera la pena para recordar nuestra visita a Dublín en 2022, una ciudad de la que nos enamoramos. Pero dos días después vimos Nunca pasa nada, una obra extraordinaria de Juan Antonio Bardem, y, dada la temática de ambas en torno a la represión sexual, y aun teniendo estéticas tan diferentes, he tomado la arriesgada decisión de agruparlas en esta crítica para llamar la atención de los espectadores sobre ambas. Sería algo así como un diálogo a mucha distancia entre los últimos coletazos del neorrealismo y la influencia del cine social de Loach en el cine irlandés.

          Nunca pasa nada —pertinente expresión coloquial del hastío, del tedio— no tuvo en su momento el éxito que merecía, en parte porque se la veía como secuela de Calle Mayor, también de Bardem, aunque esta tiene una entidad y una estética que supera, desde la perspectiva sociológica a aquella, porque se sirve de un conflicto que permite elaborar una radiografía del aislamiento y el retraso moral español bajo el franquismo en tiempos oscuros a los que empezaba a vérsele el final, porque Mayo del 68, la rebeldía contra la Guerra del Viet-Nam en Usaméria y la potente industria incipiente del turismo, junto a la creación de los famosos «polos de desarrollo industrial» (Burgos, Coruña, Huelva, Sevilla, Valladolid, Vigo y Zaragoza) cambiaron la Dictadura casi de arriba abajo en apenas una década. De hecho, la potente influencia de la iglesia se advierte aquí en las feligresas que despellejan a todo bicho viviente y, en especial, al médico que ha de operar de apendicitis a una artista francesa de variedades a la que la compañía ha tenido que dejar en un pueblo de Castilla. He ahí la piedra de toque que va a revelar la miseria moral de unas relaciones matrimoniales, emocionales y sexuales al borde del precipicio, en el seno de una comunidad ultraconservadora puesta en entredicho por la presencia de la joven, hermosa y provocativa actriz y bailarina. No hay que descartar en Bardem un posible interés antropológico, dados los frecuentes barridos de cámara que capturan una galería de rostros y personajes que parecen sacados de los cuadros de campesinos de Vela Zanetti, personajes que rodean y miran a la joven francesa desde un fondo ancestral de espíritu cazador. De hecho, ese fondo lo comparte el médico con sus conciudadanos, pero este está recubierto de una capa de barniz cultural que solo aparentemente parece distinguirlo de ellos. En el fondo, el médico aparta a la muchacha para él y la instala en una casa de la que le prohíbe salir, porque solo él quiere para él tenerla, porque solo con ella vuelve a sentir el entusiasmo de la vida y el ideal de un futuro distinto de la resignación mortecina en la que vive junto a su pacata esposa, de quien se libera en ciertas correrías sexuales en la capital. El escándalo provinciano está servido. Y es situación que forma parte e nuestra tradición literaria, como podemos ver en La Regenta, de Clarín, por ejemplo. A ese intento de adulterio se suma la relación platónica del profesor de francés con la mujer del médico, a quien el joven le ofrece sus primeros poemas, elogiados, dice él, por Vicente Aleixandre. Más adelante, cuando la joven se refupera y toma la iniciativa de salir sola, acaba buscando a Juan para poder hablar y entenderse con alguien en francés, porque no habla nada de español. Al margen de la esplendente fotografía de la meseta castellana con que se abre la película, siguiendo la estela del autobús que la cruza y que hará parada obligatoria en Aranda de Duero (Medina del Zarzal en la película), la fotografía en blanco y negro de Juan Julio Baena capta prodigiosamente la opresión mora de la vieja villa, del mismo modo que el tráfico constante de camiones que la atraviesa mañana, tarde y noche viene a decirnos que se trata de un lugar «de paso» del que conviene salir cuanto antes, como se plantea la humillada esposa del doctor, interpretada con exquisita sensibilidad por Julia Gutiérrez Caba, acaso en uno de sus mejores papeles, o como le recomiendo la actriz al joven profesor de francés para que no se «agoste» en tan tétrico lugar. La acción no se centra solo en las calles céntricas de la localidad, sino que  se desplaza a una finca donde el doctor enseña a cazar a la joven y al castillo de Peñafiel, donde Bardem consigue unos encuadres de mucho mérito. En general, el contraste entre esos espacios abiertos y la opresión del núcleo urbano son un reflejo de la mentalidad liberal de la actriz y la mentalidad morbosa, dominante y reprimida de algunos personajes. Antonio Casas, el doctor, Enrique, tan posesivo e irascible, llega a poner de los nervios a los espectadores, por su impotencia, su urgencia sexual y su devastación existencial, pero esa personalidad choca en una espléndida pelea matrimonial con Julia, Julia Gutiérrez Caba, quien, llena de una dignidad recuperada con insólito vigor, le planta cara a su marido y le habla de que ella también tiene «necesidades» y de que puede plantearse reiniciar su vida, algo que descoloca totalmente a su despótico marido.

          Son, como se advierte, líneas narrativas muy potentes, las que se muestran en la película y se siguen con placer e interés hasta un desenlace que no revelaré. Sí destacaré, sin embargo, el hechizo emocional de la partitura que Georges Delerue escribió para esta coproducción hispano-francesa, en cuyo guion participaron Henry-Françoise Rey —cuya novela Los organillos llevó al cine Bardem con el título Los pianos mecánicos— y Alfonso Sastre, un enfant terrible de las Letras para la Dictadura.

 

          Círculo de amigos narra, de una forma desenvuelta y alegre, no exenta de ciertos momentos dramáticos, la aventura de tres chicas irlandesas que dejan sus pequeños pueblos para ir a estudiar a la Universidad en Dublín. Solo una de ellas deberá ir y volver cada día en autobús, con lo que ello supone de perderse la rica vida estudiantil, en el plano de las relaciones sociales, fuera de las aulas. Como la película no tarda en centrarse en las aventuras amorosas y el miedo a las primeras relaciones sexuales, pues sus mentalidades, al menos la de dos de ellas, siguen gobernadas por los avisos religiosos al respecto, el contraste académico escogido es el de las clases de antropologías sobre la sexualidad de las tribus primitivas, específicamente el libro que recoge las investigaciones de Margaret Mead, Adolescencia, sexo y cultura en Samoa. La trama se bifurca rápidamente en las aventuras de Benny (Minnie Driver) y Jack (Chris O’Donnell)  y Nan (Saffron Burrows) y Simon Westward (Colin Firth), de muy distinta naturaleza, unos, los primeros, temerosos de dar el paso de la unión carnal; los otros, dos depredadores sexuales  que acabarán chocando cuando ella, Nan, se quede embarazada y el «noble» arruinado le revele que ha de comprometerse con una rica casadera.

          La película explora, en la figura de Benny, la otra cara de las jóvenes que aspiran a liberarse de sus mayores: la sumisión al negocio de la familia y la huida del pretendiente que más complace a sus padres: el dependiente en la tienda de tejidos del padre, quien incesantemente le tira los tejos a una joven que bebe los vientos por Jack, el atlético y dominado hijo único de un padre doctor en medicina, carrera que quiere que siga su hijo, aunque este se desmaye en cada clase de disección de cadáveres. Ese dependiente, Sean —una poderosísima interpretación de Alan Cumming—, se convierte en uno de los grandes alicientes de la película, así como su tenebrosa historia de villana adulación a la familia de Benny, quien, en una escena delirante, logra zafarse del intento de violación.

          La vida estudiantil está muy bien retratada, así como la «sororidad» entre las amigas, incluido el enfrentamiento con Nan, un papel en el que la impresionante belleza clásica de Saffron Burrows la marca ya como una mujer experimentada frente a las dos adolescentes que son, en el fondo, Benny y Eve (Geraldine O’Rawe), pero ello no evitara un enfrentamiento dramático muy bien llevado, cerca ya del desenlace.

          Nosotros queríamos ver Dublín, y se ve, ciertamente, pero nos han complacido enormemente los paisajes rurales y la pequeña localidad donde vive Benny. Aunque Nunca pasa nada es de 1963 y los acontecimientos que se narran en Círculo de amigos son de 1959, se puede apreciar una enorme diferencia entre los ambientes y el espíritu de los jóvenes en una y otra. La religión, sin embargo, es la misma en ambos espacio: el catolicismo tridentino, ese catolicismo que ensalzaba la figura de Bernardette Devlin, como una heroína, durante el franquismo en las noticias de RTVE.

 

jueves, 20 de marzo de 2025

«Memory», de Michel Franco o la peor herida familiar.

 

Delicada y desasosegante película sobre una tríada candente (y en parte canalla): la violación, el incesto y la demencia precoz.

 

Título original: Memory

Año: 2023

Duración: 98 min.

País: México

Dirección: Michel Franco

Guion: Michel Franco

Reparto: Jessica Chastain; Peter Sarsgaard; Merritt Wever; Brooke Timber; Josh Charles;

Elsie Fisher; Jessica Harper; Lexie Braverman; Jett Salazar; Thomas Vorsteg; Johnny Vorsteg; Billy Griffith; Davis Duffield; Blake Baumgartner; Elizabeth Loyacano; Josh Phillip Weinstein; Ross Brodar; Alexis Rae Forlenza; Tatiana Ronderos.

Fotografía: Yves Cape.

 

          Con esta, son tres ya las películas que he visto del mejicano Michel Franco, y una de ellas, Nuevo Orden, muy propia de ser revisada a la luz de los últimos acontecimientos políticos. En esta ocasión, los derroteros de la historia nos llevan por dos caminos complementarios que se centran en los abusos sexuales que sufre una mujer en el Instituto y en su propia casa. Se trata de una mujer profundamente herida que trata de salir adelante dedicando su vida a ayudar, como trabajadora social, a otras personas en situación vulnerable o muy vulnerable. Se trata de una vida humilde y esforzada en compañía de su hija y alejada de su madre, con la única relación familiar de su hermana. Ha sido una alcohólica desde que sufrió la violación, pero desde el nacimiento de su hija lleva doce años sobria y dedicada en cuerpo y alma a su hija y su trabajo, pero vive con profundas inseguridades que no tardan en afectarla.

El primer conflicto se desata cuando, invitada a una fiesta, uno de los asistentes se acerca a ella y, después, la sigue hasta su casa, delante de la que pasa toda la noche, una noche de perros, por cierto, hasta que busca ayuda para que alguien se haga cargo de ese hombre que ve como una amenaza, porque en él ha descubierto a uno de los alumnos que abusaron de ella. La tensión no puede ser más evidente, y todo nos predispone a favor de la mujer y en contra del agresor. Es la hermana quien se encarga de revisar las orlas del anuario escolar para darse cuenta de que ese hombre, aunque fue al mismo Instituto, no pudo haber cometido el delito, porque no formaba parte del curso de quien sí lo hizo.

          El hombre sufre de demencia en estado inicial y no puede valerse por sí mismo, dada su tendencia al olvido, por eso vive en su casa, cuidado por su hermano y su sobrina, aunque el hecho de irse esta a estudiar fuera, deja al hermano en una difícil situación. La oferta para ganarse un dinero extra cuidando al hombre enfermo no tarda en aparecer, y pronto nos damos cuenta de que ni el temor de una ni la enfermedad del otro son tan profundos que no puedan establecer una relación que, poco a poco, se va haciendo más intensa, ante los ojos complacidos de la hija de Sylvia, Anna, quien estrecha la relación con Paul y se congratula de que su madre «vuelva» a la vida y abandone la tensión constante que parece dominarla.

          El verdadero conflicto de la película, sin embargo, aún no ha aparecido, porque, de forma paralela a la relación con Paul, se inicia un deterioro de la relación con su hermana menor, cuyo marido está literalmente «harto» de que Sylvia acapare a su mujer, quien acaba viviendo más intensamente la vida de su hermana que la suya propia, con él y los hijos. Al fondo de ese conflicto emerge una figura que tarda media película en cobrar el protagonismo que no va a abandonar en el resto de la película: la madre de Sylvia, la abuela de su hija, con quien no tiene ninguna relación. Cuando la hija de Sylvia, Anna, pasa unos días con sus tíos, acaba conociendo a su abuela, por primera vez, porque hasta entonces nunca había tenido contacto con ella, y no le disgusta, porque la abuela parece inclinada a mimarla y «compensarla» por la relación que no han podido tener.

          No he hablado aún del trabajo de Jessica Chastain o Peter Sarsgaard, pero la irrupción de Jessica Harper —¡como me impresionó su trabajo, su belleza anticonvencional y su voz grave, en la película de Brian de Palma, El fantasma del Paraíso!— en el papel de abuela sube muchos enteros la complejidad de la trama, máxime cuando se le descubre al espectador algo que ni sospechaba, cuando se le ilumina un recoveco de la historia familiar que las noticias sobre la familia de la escritora Alice Munro han convertido en actualidad. Y que los informados aten cabos. Los que no, callo para no descubrirles demasiado. Los trabajos de interpretación de ambos protagonistas son muy intensos, especialmente el de Sarsgaard, porque la demencia es todo un reto interpretativo desde la cordura, del mismo modo que al revés.

          Estamos, ante todo, frente a una exploración de la memoria y de los efectos devastadores o salvadores que puede tener en nuestras vidas, y los motivos biográficos desde los que se aborda constituyen momentos límites de la experiencia de los protagonistas, unos los viven conscientemente, como Sylvia, otros, como Saul, como espectadores algo desvalidos, a punto del desconocimiento absoluto, pero muy conectados con los sentimientos más profundos y alentadores.

          La tercera línea narrativa, no de menor importancia, es el aprovechamiento de los recursos de Paul por parte de su hermano, quien vive en su casa y, en parte, a su costa, cuando descubre que existe un proyecto de matrimonio entre su hermano y Sylvia. Es decir, hablamos de dos seres tocados por la varita despiadada del infortunio que han de sobreponerse a adversidades de diferente naturaleza para poder recongraciarse con la vida y, sobre todo, con los sentimientos genuinos que la hacen bella y digna de ser vivida.

          La película aparenta una cierta morosidad, pero, en el fondo, es respetuosa con procesos psicológicos que llevan su tiempo, algo que Michel Franco ha entendido perfectamente. Las heridas del alma, sobre todo cuando son tan desgarradoras,  son incompatibles con las sanaciones milagrosas, y el espectador se sentiría lógicamente estafado si algo así ocurriera. Por otro lado, esta historia se inserta en una experiencia de la vida cotidiana que nos aleja de los grandes melodramas espectaculares: asistimos a un desarrollo del que no pocos de nosotros, los espectadores, estamos al cabo de la calle y hemos, acaso, sufrido en carne propia.

miércoles, 19 de marzo de 2025

«Entrevistas breves con hombres repulsivos», de John Krasinski.

 

Un acercamiento valiente y honesto a la sexualidad masculina a través de David Foster Wallace o una broma finita.

 

 

Título original: Brief Interviews with Hideous Men

Año: 2009

Duración: 80 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: John Krasinski

Guion: John Krasinski. Historia: David Foster Wallace

Reparto: Julianne Nicholson; Bobby Cannavale; Josh Charles; Dominic Cooper; Frankie Faison; Will Forte; Timothy Hutton; John Krasinski; Christopher Meloni; Chris Messina; Max Minghella; Lou Taylor Pucci; Ben Shenkman.

Fotografía: John Bailey.

 

          Ya ha pasado suficiente tiempo como para que me acerque a David Foster Wallace, de cuya lectura hui cuando copaba los suplementos literarios. De aquí a poco me adentraré en la selva frondosa de La broma infinita y espero salir con vida de la travesía, algo que contaré, espero, en el Diario de un artista desencajado. De momento, advierto que esta adaptación de uno de sus libros de cuentos no parece contar con el beneplácito de los amigos de FilmAffinity, donde la película no consigue ni el 5 raspado, aunque se trate de un suspenso «alto», 4’9. Yo la he visto exclusivamente por la autoría de Foster Wallace, pues desconocía la obra de Krasinski, aunque me ha llamado la atención el argumento de Un lugar tranquilo, su tercera película, y la veré en breve.

          Cualquier adaptación de un texto al lenguaje cinematográfico es un reto, y si el texto es brillante, tiene todas las papeletas, el intento, de acabar en Fracaso. Siempre pongo el mismo ejemplo: ¿hay película peor que la adaptación que hizo John Huston de un clásico del XX como Bajo el volcán, de Malcom Lowry? En este caso, además, se trata de una colección de cuentos a los que, en la película, se les ha urdido un hilo narrativo en el que las diversas historias se injertan con, a mi juicio, notable éxito, dado el carácter de «obra abierta» que tiene ir añadiendo historias a una investigación «sociológica» sobre los muy diversos patrones sexuales masculinos. La depositaria de esas revelaciones es, además, una mujer que establece diversas relaciones con algunos de ellos, desde un estado impasible que implica un cuestionamiento de sí misma y su propia sexualidad, cuestionada no solo por las relaciones directas, sino por los testimonios.

          El desfile de  los diferentes acercamientos a la sexualidad, fuera y dentro de la relación de pareja se nos ofrece desde una perspectiva tan crítica como mordaz, y con un notabilísimo sentido del humor no exento, en algunos momentos, de planteamientos que ponen en alerta al espectador, porque todo el discurso relativo a la vida posterior a una agresión sexual como un hito que modifica el modo de estar en el mundo del o de la agredida cuesta lo suyo no ya aceptarlo, sino simplemente considerarlo. La brillantez del razonamiento está fuera de duda, pero la tesis es harto difícil de aceptar. Eso le parece a quien ha de juzgarla, una mujer, la misma que levanta acta de todas las narraciones que, sin un ápice de falsedad, desvelan ante ella los extravagantes, maliciosos o inocentes modos de acercarse a la satisfacción de la sexualidad, como la del manco cuyo muñón exhibido es elemento decisivo para suscitar la compasión de sus ligues y, dominando a placer el exhibicionismo más descarado con la más amplia tolerancia hacia el temor y la culpabilidad ajenos, añade conquistas a su larga lista de ellas.

          Solo un relato se aparta del tono general de las historias sexuales, entre las que ocupa un lugar destacado la de la entrevistadora, aunque los testimonios se ofrecen frente a la cámara en plano fijo sin que se delate quién recoge los testimonios, con un músico que le narra la escalofriante historia de un psicópata y la hippie que focalizándose en la compasión fue capaz de sobrevivir a la violación y  abrazar a quien, sin duda alguna, pensaba torturarla y matarla después, y a quien sobrevivió. Ese músico que le recuenta la historia a la investigadora, para perplejidad de esta, quien, tras ese testimonio, cambia el enfoque de su tesis, originariamente cómo el movimiento feminista influye en los hombres, para abrirse al registro franco y sin tapujos de cómo el hombre contempla a la mujer y la sexualidad. El único relato que disuena del conjunto es el del hombre negro que guarda la fijación del padre vestido de arriba debajo de blanco inmaculado que atiende los servicios den un hotel de lujo y sufre la indiferencia de los usuarios blancos, el que doble el turno los sábados para poder sacar adelante a la familia y dar educación a sus hijos. Ese padre, sumiso desde el unto de vista del hijo, a quien hace siglos que no quiere ver. Un relato estremecedor desde el punto de vista del hijo que no soporta cuanto se ha tenido que rebajar su padre, aunque haya sido para proveer a las necesidades del hogar.

          La investigadora se convierte en algo así como una antena que, a lo largo de la película, va captando, incluso en las cafeterías u otros lugares públicos, las reacciones de los hombres hacia las mujeres, como la de los dos amigos y la aventura de uno de ellos en el aeropuerto con una mujer teóricamente abandonada. Pero es la sucesión de historias, como el del amante de la protagonista de Embrujada, con quien tiene sus primeras reacciones eróticas, las que van llenando ese libro amplio de los abordamientos sexuales de los hombres, entre los que llama la atención el del honestísimo que no puede irse a la cama con ninguna mujer si no le cuenta el drama que pesa sobre su conciencia, una secuencia que se repite, palabra por palabra, con hasta cinco mujeres distintas en otros tantos escenarios, en un alarde de cinismo estratégico sin igual.

          La película bien podría considerarse un ejemplo más, algo retorcido, de las tradicionales películas de lucha de sexos, pero la adaptación ha conseguido crear una atmósfera urbana de acercamiento intelectual al fenómeno que puede poner la película en relación con las de Woody Allen o  Noah Baumbach, por poner dos ejemplos de cine urbano en el que se dirimen este tipo de cuestiones relacionadas con el sexo y el amor, o el afecto. Es cierto que no es una película redonda, pero, dada la técnica del plano fijo, depende en buena medida de los actores que narran sus peculiares experiencias, y ahí sí que los y la escogida están plenamente a la altura de lo bueno que podría esperarse de unas historias a medio camino entre la extravagancia, la neurosis y la trascendencia. La protagonista, Julianne Nicholson, se mueve ante la cámara con un magnetismo y una complejidad en cuanto a sus propios deseos y expectativas que consigue darle una vuelta de tuerca al propósito inicial de la película, porque, como dicen dos amigos suyos, en una pseudopretenciosa conversación en casa de ella, de lo que se trata es de saber qué creen que se supone que deben querer… en sus relaciones con los hombres. Y a partir de ese momento se inicia la historia…

martes, 18 de marzo de 2025

«Vírgenes modernas» y «La melodía de Broadway», de Harry Beaumont, al borde del siglo.

 

Título original: Our Dancing Daughters

Año: 1928

Duración: 85 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Harry Beaumont

Guion: Josephine Lovett, Marian Ainslee, Ruth Cummings

Reparto: Joan Crawford; Johnny Mack Brown; Nils Asther; Dorothy Sebastian; Anita Page; Kathlyn Williams; Edward J. Nugent.

Música: William Axt (Película muda)

Fotografía: George Barnes (B&W).

 



Título original: The Broadway Melody

Año: 1929

Duración: m110 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Harry Beaumont

Guion: Norman Houston, James Gleason. Historia: Edmund Goulding

Reparto: Charles King; Anita Page; Bessie Love; Jed Prouty; Kenneth Thomson; Edward Dillon; Mary Doran; Eddie Kane; J. Emmett Beck.:

Música: Nacio Herb Brown

Fotografía: John Arnold (B&W).

 


La juventud desinhibida y el juego complejo de la seducción; y el primer Oscar a la mejor película a un musical.

 

Nonagenarias y aún de estupendo buen ver, estas dos películas de un director poco renombrado, a pesar de contar en su haber con el primer Oscar a la mejor película en 1929, siendo el primer musical en conseguirlo y marcando el camino a los muchos y excelentes que en ese género nos han deleitado desde entonces. Curiosamente, la primera película, aun siendo muda, tiene ya un profundo sentido musical, porque esas jóvenes desinhibidas de los felices 20 van de baile en baile y, al margen de la música con que se adornan esas producciones, «notamos» la música que anima a esos alegres y despreocupados jóvenes de entonces. El protagonismo de Joan Crawford en su quinta película de la época muda sentó las bases de una carrera que la llevaría al Oscar y a la celebridad, y a trabajar con directores de la talla de Nicholas Ray, como en la inolvidable  Johnny Guitar, o Michael Curtiz, Alma en suplicio. Aquí la vemos desenvolverse casi en un registro cómico, que no tarda en derivar hacia lo patético cuando, tras enamorarse de un millonario retraído y amante de la vida tranquila, lo acaba perdiendo a manos de una rubia mojigata que usa las mejores artes femeninas del engaño para capturarle: haciéndole creer que ella es una joven modosa y amante de la vida familiar y tranquila, la meta del joven millonario, quien se aleja de la protagonista, encarnada por Crawford, por su supuesta frivolidad, no solo por el modo como trata a sus amigos, sino por su afición a la vida social, aunque la protagonista está convencida de que ha conseguido «cazarlo». Con lo que no cuenta es con que su rival, la hermosísima y rubia Anita Page, de origen español, por cierto, va a saber jugar sus cartas modosas frente a todo el alarde de joven desinhibida de la Crawford. Ese duelo es la base fundamental de la película: dos mujeres retándose para conseguir cazar el mejor de los partidos: una persona discreta, a pesar de su fortuna, y amante de la tranquilidad sobre todas las cosas. Poco a poco, tras los primeros tiempos dominados por la victoria de la una sobre la otra, la modosita acaba revelándose como una mujer casada y profundamente aburrida junto a un esposo que vive al margen de las relaciones sociales, del modo como imaginaba que a ella le gustaba compartir. En un crescendo de engaño y frivolidad, Page acaba presentándose con su amante en la fiesta de despedida de la Crawford, quien se va de viaje a Europa, para cambiar de aires. La borrachera de la actriz y el enfrentamiento entre ambas mujeres, una vez que el marido se presenta de improviso en esa fiesta y se da cuenta de que se ha equivocado, constituye una de las mejores partes de la película, sobre cuyo desenlace no diré ni mu. Pero adelanto que no habrá ningún espectador que pueda quedar indiferente por la situación y por el juego de picados y contrapicados de esa escena en una escalera que separa a las dos clases sociales: los ricachones arriba; las fregonas, abajo. Y ahí lo dejo. La película retrata un tipo de mujer muy concreto, perteneciente a la clase adinerada, aunque la madre de Page regenta un próspero negocio. Y, al margen de la aventura amorosa frustrada de la protagonista, también se nos ofrece el romance complejo de su hermana mayor, quien se ha enamorado de un hombre celoso que está dispuesto a arruinar su matrimonio llevado por ellos. El actor que encarna a ese marido celoso es el guapísimo actor sueco Nils Asther, a quien vimos hace muy poco en La amargura del general Yen, de Frank Capra.

         

          La melodía de Broadway tiene el mérito de haber sido la primera gran producción musical que recibe un Oscar a la mejor película y que no solo tendrá varias secuelas, sino que da pie al desarrollo de un género que nos ofrecerá algunas de las mejores películas de la Historia del Cine, y, para los amantes de ese género, como yo lo soy, infinitas horas de placer continuo. La historia es del que luego fuera brillante director Edmund Goulding, el de El callejón de las almas perdidas, tan brillante, entre otras. Y no puede ser más candorosa, aunque con unos resabios libertinos que serían imposibles tras la implantación del código Hays, y unos atuendos de Anita Page más que generosos para el puritanismo ambiente de aquellas fechas por lo que hacía al gran público, no, por supuesto, a las élites. Dos hermanas, una resabiada y una hermosísima y candorosa, Bessie Love —a quien acabo de ver recientemente en The Idol Matinee, de Frank Capra— y Anita page, llegan a Broadway, atraídas por el novio de la primera, quien va a participar en una gran producción musical con una canción sobre la que se montaba todo un show: Melodía de Broadway. Y la secuencia inicial en una oficina en la que en cada rincón hay un grupo musical ensayando su número parece un homenaje a las posibilidades del recién nacido cine sonoro, hasta que, de entre todos esos números musicales, emerge nítido y distinto el del protagonista, en una interpretación que acaba siendo oída y secundada por el resto de competidores en la voz de Charles King, quien apenas rodó tres películas hasta regresar a los escenarios de Broadway y consolidar su carrera musical. Debe destacarse que en esta película, además de la canción que da título a la misma, hay otra canción, You were meant for me, que no solo fue un exitazo, sino que, creo que como homenaje, aparece en uno de los grandes musicales de todos los tiempos, Cantando bajo la lluvia, de Gene Kelly y Stanley Donen.

          El lado melodramático de la historia se inicia desde el momento en que el protagonista, Charles King, se enamora a primera vista de la hermana de su novia, la hermosísima Anita Page. Esta, consciente de que es el novio de su hermana hará lo imposible para no arrebatárselo, dejándose cortejar por un hombre adinerado, pero poco agraciado, que quiere casarse con ella, cubriéndola de regalos carísimos, hasta que estalla el conflicto cuando el personaje de Bessie Love se percata de que es de su hermana de quien está enamorado su galán. La historia intercala los números del montaje cuyas fases de ensayos, ensayo general y día del estreno vemos en pantalla, lo que permite ese mundo por dentro de los entresijos del montaje que tanto aliciente han tenido siempre para los espectadores. La canción You were meant for me, por ejemplo, se la canta Gene Kelly a Debbie Reynolds en un estudio vacío en el que Kelly activa,  mediante las luces y otros efectos,  ciertos escenarios sin otra película en acción que la de su propia declaración de amor en la grandiosa nave donde se «fabrican» los sueños, la magia del cine.

          En conjunto, el musical no solo no defrauda, sino que tiene aspectos muy notables en todo lo referente a la creación de los grandes musicales de Broadway, al estilo de los producidos por Florenz Ziegfeld, los famosísimos Ziegfeld Follies, una fórmula de éxito que pervivió veintitrés años en los escenarios. Movernos en las bambalinas, con aspirantes de medio pelo, cantantes con escaso o nulo poder de recomendación, un representante tartamudo, tío de las hermanas, y el potente enfrentamiento entre las dos hermanas, entre las que hay una unión y un amor que puede parecer que va más allá del natural entre hermanas, dada la diferencia de edad y la tutela que una ejerce sobre la otra, quien aspira a respirar libre de ella nos ofrece un panorama artístico nada desdeñable, y en el que, acaso, el que más desentona es el protagonista, Charles King, más dotado para el canto que para la actuación. Yo he disfrutado lo mío, porque he tenido la sensación de asistir a la primera piedra de un edificio genérico, «el musical usamericano», al que soy literalmente adicto, pero no acrítico, que conste.

domingo, 9 de marzo de 2025

«Anora», de Sean Baker o ¡qué lejos quedan «Las noches de Cabiria»!

 

La vigencia de los tópicos en una película partida por la mitad: una parte tediosa y otra animadísima: empate (sin posible empatía).

 

 

Título original: Anora

Año; 2024

Duración: 138 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Sean Baker

Guion: Sean Baker

Reparto: Mikey Madison; Mark Eydelshteyn; Yuriy Borisov; Karren Karagulian; Vache Tovmasyan; Ivy Wolk; Aleksey Serebryakov; Lindsey Normington; Ross Brodar; Paul Weissman; Luna Sofía Miranda, Charlton Lamar; Masha Zhak; Darya Ekamasova; Emily Weider; Alena Gurevich.

Música: Matthew Hearon-Smith

Fotografía: Drew Daniels.

 

          Debo remitirme, para empezar, a la crítica que le dedique en este Ojo a una película maldita en su tiempo, pero mucho más incisiva y valiosa que esta Anora de Sean Baker, me refiero a Showgirls, de Paul Verhoeven, porque ambas protagonistas se dedican a lo mismo, aunque son muy diferentes sus destinos y de muy distinto planteamiento ambas historias. Anora se desliza durante cierto tiempo por aquella almibarada e insufrible Pretty Woman, de Garry Marshall (en cuyo haber hay otras joyas como Princesa por sorpresa y su secuela…), quizás demasiado, hasta que la película da un giro de 180º y nos sumergimos en una suerte de thriller cómico estupendamente llevado y mejor interpretado. No quiero pasar más tiempo antes de destacar que uno de los protagonistas, Yury Borisov, me impresionó poderosamente en la única película en que lo he visto: La fuga del capitán Volkonogov, de Aleksey Chupov y Natalya Merkulova, una película extraordinaria que no ha debido de pasarle desapercibida a Sean Baker, quien enseguida debe de haber pensado en el actor para un papel bien complejo y en el que cumple a la perfección.

          La historia de Anora es la del príncipe azul, un mimado hijo de oligarcas rusos que vive su primera juventud sin freno de orgía en orgía como lo que es, un consentido hijo de multimillonarios, que se le aparece a la protagonista, y de quien se encapricha hasta llegar a casarse en Las Vegas, adonde ha ido de juerga con sus amigos, no precisamente de la jet, y todo ello hasta que se entera el armenio encargado de atender a sus necesidades y vigilarlo en Usamérica, quien, cuando sabe, foto del acta de boda de por medio,  que se ha casado y teme que se enteren los padres del «angelito»,  ve peligrar su posición y su fuente de ingresos. La primera parte de la película, tediosa e insulsa, con un ritmo musical que aturde y unas excelentes interpretaciones de ambos protagonistas, pero muy especialmente del joven ricachón ruso colgado del sexo, de los videojuegos y de las fiestas, todo lo cual se sucede sin tregua en la pantalla hasta que la película, habiéndose enterado los padres de la boda, da un giro total para conseguir, por las buenas o por las malas, que ambos cónyuges se divorcien, aunque el reto no parece estar a la altura de los tres mediomafiosillos que acompañan al armenio en la empresa. Para más INRI, el joven logra zafarse de la vigilancia de los matones, quienes solo logran retener a Ani, aunque a costa del severo daño personal sufrido por uno de ellos en el forcejeo con la chica, quien no está dispuesta a perder su condición de «casada» sin ejercer toda la resistencia posible, la imaginable y la inimaginable.

          Una vez que el armenio y ella llegan a un acuerdo, sobre la base de recibir 10.000 $ en cuanto se haya consumado el divorcio, la película inicia una suerte de road movie, parecida en parte a ¡Jo, qué noche!, de Scorsese, que va a llevar a los cuatro protagonistas a recorrer toda la ciudad para tratar de encontrar al joven, quien va soberanamente colocado, esto es, borracho perdido y no recuerda ni tan siquiera que se ha casado con Ani, por supuesto, ya que esta lo descubre cuando su rival en el club donde ambas  trabajan, quien había pronosticado que no durarían más de dos semanas, hace cuanto sabe para seducir al joven hijo de los oligarcas, presa fácil de escasos encantos.

          Ya en el título he dejado claro el abismo que hay entre Las noches de Cabiria, de Fellini, por ejemplo, y esta Anora tan desigual, pero con una segunda parte que compensa al espectador de la tediosa primera en la que perfectamente puede uno tomar la decisión de dejar de verla o de salirse del cine. Ni siquiera, por respeto,  se me ocurre ahondar en el recuerdo de  Mamma Roma, de Pasolini. Ambas películas italianas se mueven en una esfera del cine muy lejana del incomprensible Oscar a la mejor película, aunque Sean Baker sea un excelente director, de eso no cabe duda. Quien haya visto The Florida Project lo sabe de coro.

          Se habla mucho de la «banalización» de la prostitución que supone esta película, pero me parece más interesante la visión que nos da de una juventud viciada, derrotada por el bienestar, sin necesidad de cultivarse intelectualmente y que invita a dudar de que sea el recambio de la generación de los padres que ha conseguido la riqueza familiar, porque todo da a entender, y las escenas de la familia rusa, con la madre dominante y castradora en primer lugar, así lo confirman; todo da a entender, decía, que esos hijos auguran un desastre sin paliativos, el desmoronamiento de una oligarquía que, mafiosa o no, ha construido «algo».

          La puesta en escena obligaba a un cierto «derroche» de medios, pero todo parece indicar que han sacado un excepcional rendimiento de una casa de esas que dicen las agencias «de ensueño», un lujo de apariencia por el que el protagonista masculino se mueve con una propiedad absoluta, imbuido del poder absoluto que da el dinero absoluto del que es usufructuario. En ese mismo espacio, ¡con qué diferencia se mueven los mafosillos que acaban haciendo un estropicio descomunal! Hemos de pasar a la segunda parte, esa noche eterna de la búsqueda del primogénito/unigénito de los oligarcas rusos, para, casi cámara en mano, nerviosa y veraz, bajar a los infiernos donde el joven se mueve con idéntica desenvoltura que en el privilegiado espacio familiar.

          No es la gran película que podría haber sido, de no haber extendido tanto la primera parte y haberle dado más cancha a todos los extremos del relato: familia, armenios y la pareja. El desequilibrio lastra el interés, del mismo modo que el tibio romanticismo de las postrimerías, pero la búsqueda del hijo no prodigo es un thriller cómico magnífico que invita a sonreír e incluso, en algún momento, reír de buena gana.