lunes, 20 de octubre de 2025

«Cuando una mujer sube la escalera», de Mikio Naruse y «Un amor inmortal», de Keisuke Kinoshita, o el excelso cine japonés menos conocido.

Título original: Onna ga kaidan wo agaru toki

Año: 1960

Duración: 111 min.

País: Japón

Dirección: Mikio Naruse

Guion: Ryuzo Kikushima

Reparto: Hideko Takamine; Masayuki Mori; Daisuke Kato; Tatsuya Nakadai; Reiko Dan; Ganjiro Nakamura; Eitarô Ozawa; Keiko Awaji; Masao Oda; Ken Mitsuda; Jun Tatara; Yu Fujiki; Chikako Hosokawa; Sadako Sawamura.

Música: Toshiro Mayuzumi

Fotografía: Masao Tamai (B&W).

 


 

 





Título original: Eien no hito

Año: 1961

Duración: 103 min.

País: Japón

Dirección: Keisuke Kinoshita

Guion: Keisuke Kinoshita

Reparto: Hideko Takamine; Tatsuya Nakadai; Keiji Sada; Nobuko Otowa; Yukiko Fuji; Akira Ishihama; Kiyoshi Nonomura; Yoshi Kato; Yasushi Nagata; Eijirô Tono; Torahiko Hamada; Masakazu Tamura; Masaya Totsuka.

Música: Chuji Kinoshita

Fotografía: Hiroyuki Kusuda (B&W).

 

Especial Hideko Takamine : dos melodramas canónicos: una maravilla del gran Keisuke Kinoshita y un portento del casi ignorado Mikio Naruse, con quien Takamine rodó diecisiete películas.

         

          Tras ver Veinticuatro ojos, supe que no tardaría en repetir con Keisuke Kinoshita, pero, siguiendo la estela de la actriz Hideko Takamine y la oportunidad de verla en esa otra película de título enigmático que es Cuando una mujer sube la escalera, del para mí totalmente desconocido Mikio Naruse, supe que acabaría escribiendo este programa doble dedicado a la gran actriz. Lo que no sabía era que ambas películas eran dos melodramas intensísimos que se te llevan el corazón por delante hacia el sufrimiento y lo más parecido a la más triste de las esperanzas. Pero no me adelantaré. Voy paso a paso, como esos entrañables que permiten los kimonos a los pies calzados con zuecos, en los que Kinoshita se recrea con especial delectación. Si en Veinticuatro ojos, el personaje de Takamine era una mujer moderna que chocaba con las costumbres tradicionales de los nativas de la isla adonde ha sido destinada a dar clases, tanto en Un amor inmortal como en Cuando una mujer sube la escalera, sus personajes son mujeres tradicionales, una joven pueblerina y una geisha que choca, en el Tokyo de la posguerra, con el rápido cambio de costumbres que ha impuesto la occidentalización tras la abrumadora pérdida de la guerra. Dos mujeres, dos espacios, uno rural y el otro urbano, pero un mismo destino adverso contra el que ambas luchan de muy distinta manera y con desigual fortuna.

          Cuando una mujer sube la escalera pertenece al género Shomin-geki (también gendaigeki), esto es, películas sobre la vida cotidiana en el Japón contemporáneo, usualmente de las clases populares, pero en la que entran figuras como la geisha que sobrevive, con sus antiguos valores, en un mundo radicalmente opuesto al Japon tradicional que ella representa: vida urbana, prostitución, negocios, un ambiente propio, salvo sus propis particularidades protocolarias, del cine negro usamericano de los años cuarenta y cincuenta. En muchas películas usamericanas hemos contemplado ese tramo de escaleras por el que se sube bien a unos billares, bien a un espacio dominado por los mafiosos, bien a una sala de baile…; pero aquí el tramo de escaleras es el que sube al bar de alterne donde las jóvenes prostitutas animan a beber a los clientes, hablan con ellos y, llegado el caso, con ellos se acuestan. Mama, como llaman a la animadora principal de local, quien recibe a la antigua usanza a cuantos hombres entran en el salón y con quienes mantiene relaciones cordiales que nunca implican una cesión erótica por su parte. Mama, por otro nombre Keiko, es viuda, y cuenta la leyenda, eso dice una de las chicas a su cargo que le escribió una carta de amor a su marido para que la enterraran con el cadáver. Como cualquiera que se dedique a ese menester del alterne, la aspiración social que alberga Mama es la de abrir su propio local, y sus relaciones con los hombres incluyen la petición de ayuda para reunir el dinero con que lograrlo, aunque sin hacer las concesiones eróticas aludidas, lo cual complica no poco la situación. La vida de Keiko, quien acaba enfermando por la úlcera que sufre, sin duda achacable al alcohol que ha de beber en su profesión, tiene, además de su propia supervivencia, la carga de ayudar a una madre y a un enfermo divorciado que se ha quedado con un hijo paralítico cuya operación para revertir la parálisis, llega a los ochenta mil yenes, ¡una fortuna! La película de Naruse es de una delicadeza extraordinaria, porque está claro que la situación da para un dramón lacrimógeno, y es cierto que hay picos de intensidad dramática en que nos conmovemos profundamente, pero, como se dice vulgarmente, no llega la sangre al río, aunque la aventura del gordo feliz que la idolatra y le propone matrimonio parece una escena del neorrealismo italiano, ciertamente. En esa aventura sabemos que el perfume favorito de Mama es Narciso Negro, lo cual me da a entender que Naruse debió de ver la película de igual título de Powell y Pressburger, porque en el cine no existen las coincidencias, sino los homenajes. Como en los buenos melodramas, Mama no rechaza solo a los clientes, sino también al enamorado que trabaja con ella cada día en el bar, quien hae las veces de camarero, contable y lo que la dueña le ordene, como preparar los libros para la visita del inspector de Hacienda. La vida cotidiana de Keiko es advertir lo infructuoso de su intento de abrir un local propio, felicitar a la chica bajo su mando que se casa y monta el suyo y, tras una noche de borrachera en la que pierde el sentido y es llevada por un cliente y amigo a su casa, con el resultado de una relación sexual no deseada que  se resuelve en la despedida del hombre, porque lo han destinado a Osaka y no quiere romper su familia, aunque sea a ella a quien ama. Es la propia vos en off de la protagonista la que se encarga de llevarnos de la mano en la película, la que nos transmite sus reflexiones, sus esperanzas y confirma sus profundos desengaños. En todo momento, se cumple esa especie de maldición que significa el título: una vez subida esa escalera, es muy difícil desandar el camino. La narración fluye con la cadencia acostumbrada en el cine japonés y la protagonista, que acapara la película de un modo absoluto, nos atrae a su intimidad con una suavidad y dulzura propia de sus artes prostibularias y de una educación como geisha que choca con la brutalidad de las urgencias seminales que le expresan algunos cliente y su compañero de trabajo. Sí, es una mujer sola, valiente, y ha decidido sobrevivir en un mundo inhóspito. Una vieja heroína de los grandes melodramas que aquí nos convence, nos enamora y nos consuela.

          Un amor inmortal recoge parte de la técnica cronológica de Veinticuatro ojos, porque también se extiende desde los años 30 hasta 1960. Ambientada en el mundo rural, anterior a la reforma agraria que elimina los latifundios caciquiles, el hijo del cacique de la zona regresa cojo de la guerra y es recibido con todos los honores por los lugareños que son aparceros suyos, e incluso por los niños de la escuela que lo vitorean, ante la indiferencia amarga del personaje. En el ágape de celebración, pide a una joven que le sirva el sake, y le sonsaca si sigue siendo la novia de su rival, Takashi, quien lo fue desde la escuela, por la diferencia de inteligencia y habilidades entre uno y otro. Herido en su orgullo, por la incapacidad física, y celoso de la suerte de su rival, Hiebei, el tullido, viola a la prometida de su rival, y obliga al padre de esta, en una ceremonia humillante en que lo hinchan de alcohol, a aceptar el matrimonio de su hija con el violador.

La técnica fílmica de Kinoshita resulta sorprendente, porque, aunque la trama invita al uso de primeros planos o planos cortos que supongan un subrayado del drama intenso que se nos ofrece, el director escoge el uso del plano panorámico tanto en exteriores como en interiores, con una magnifica profundidad de campo. Las escenas junto al muro de la finca de los caciques, con la mujer o el padre caminando por el sendero adjunto parecen filmadas para atenuar la abrumadora presencia del dolor que sufren los protagonistas, sobre todo Sadako, humillada y vencida. Esos planos generales del espacio inmenso de los campos que cultivan los apareros del cacique tienen un curioso subrayado musical que, en muchas escenas, contribuye decisivamente a transmitir las emociones intensas que viven los personajes. Me refiero a a banda sonora con música de guitarra flamenca y, a veces, con interpretaciones, con esa misma música, pero cantadas en japonés, letras relativas a la condición de Sadako, a su infortunio y a su maldición, porque el amor de Sadako hacia Takashi se mantiene inalterable a lo largo de la historia.

Finalmente, Takashi vuelve de la guerra y planea la huida de ambos, quienes conciertan una cita a la que Takashi renuncia cuando conoce la noticiad e que ella espera un hijo. Pasado el tiempo, hecha la reforma agraria que priva de tanto poder a los caciques, Takashi vuelve como campesino, ya casado y con dos hijos, a las tierras colindantes con la mansión donde vive Sadako, quien ha tenido otros dos. No se ven, no se hablan, pero sus destinos se cruzan cuando la mujer de su enamorado entra a trabajar como sirvienta en la casa de Sadako, con la complacencia del marido, porque en ese momento parecen invertirse los términos: ni Hiebei ni la mujer de Takashi son felices, porque ambos intuyen que sus parejas siguen enamorados el uno del otro. Poco a poco, la historia va derivando, a medida que pasa el tiempo, hacia el destino de los hijos y cómo hasta esa generación llegan los rencores y los odios de una situación que se inició, no lo olvidemos, con una violación.

Aquí lo voy a dejar, porque el crescendo de la trama han de pulsarlo los espectadores sin guías auxiliares que se lo den todo mascadito o tergiversado, quién sabe… Pero lo cierto es que la película es una sinfonía de planos espectaculares que saben aunar paisajes exteriores e interiores para, junto con una música tan distante de la tradicional suya, meternos en el sufrimiento de todos los personajes. Es un melodrama, pero en muchas partes de la película el drama se alza al digno nivel de la tragedia.

¡Qué maravilla de película! Ultimo esta crítica volandera y ya estoy deseando volver a verla…

 

 

miércoles, 15 de octubre de 2025

«Vivir en la cumbre» y «Capturado», de Ted Kotcheff, un ilustre ignorado.

 

Título original: Life at the Top

Año: 1965

Duración: 117 min.

País. Reino Unido

Dirección. Ted Kotcheff

Guion. Mordecai Richler

Reparto: Laurence Harvey; Jean Simmons; Honor Blackman; Michael Craig; Nigel Davenport; Donald Wolfit; Margaret Johnston; Robert Morley; Denis Quilley; Edward Fox.

Música: Richard Addinsell

Fotografía: Oswald Morris (B&W).

 

 






Título original: Split Image

Año: 1982

Duración:110 min.

País: Canadá

Dirección: Ted Kotcheff

Guion: Robert Mark Kamen, Robert Kaufman, Scott Spencer

Reparto: Michael O'Keefe; Karen Allen; James Woods; Peter Fonda; Brian Dennehy; Elizabeth Ashley; Lee Montgomery; Ronnie Scribner; Deborah Rush; Pamela Ludwig; Brian Henson; John Dukakis; Peter Horton.

Música: Bill Conti

Fotografía: Robert C. Jessup.

 

 

La dura vida del desclasado infeliz y el peligro de las explotadoras sectas tóxicas.

 

          Vivir en la cumbre, de Jack Clayton, es un melodrama excelente que tuvo, seis años después, una continuación que no desmerece de ninguna de las maneras del original. Es más, a Laurence Harvey le da la réplica una Jean Simmons que hace olvidar enseguida a la protagonista de la primera, Heather Sears, por la belleza y por una interpretación de esposa desdeñada que se busca la vida allá donde la miran con los ojos con que una mujer aún joven quiere que la miren, siempre en el círculo selecto de amistades de su propia clase, por supuesto.

El calculador esposo y padre de un hijo con quien nada tiene que ver y de una hija que lo adora se pasea por la vida con la amarga sensación de estar malgastando su tiempo, viviendo como el hijo del gran empresario para quien trabaja sin que ello le reporte una compensación vital mínima. Lo mismo le sucede a ambas parte del matrimonio, si bien en el caso de ella se trata de uno de los mejores amigos de su marido. En el caso del marido, la atracción se dirige a una periodista con vida independiente y libre, que no depende de nadie, pero que cae bajo el hechizo de un magnético personaje que la seduce, o a quien ella seduce, para ser más exactos.

          En esos casos de tedio insufrible en las altas esferas de la sociedad, la perspectiva de una nueva relación sentimental y sexual supone la vía perfecta de huida para renovar la sensación de estar vivo y tener un propósito o un destino en la vida. El retrato del matrimonio en crisis es de una acidez terrible y justifica que ambos busquen, en sus aventuras respectivas, un consuelo que los justifique.

          Teniendo presente la primera película, no podemos olvidar que el personaje, Joe Lampton, es un joven ambicioso que no cejará hasta conseguir llegar a esa cumbre social para la que cree haber nacido. En la continuación, sin embargo, se nos introduce en una historia en que ha tenido tiempo de sobra para hastiarse de la vida cómoda, de los lujos y del poder, e incluso, y ello es parte importante de esta secuela, de la política. Elegido miembro del Ayuntamiento por el partido conservador, pronto se percatará de que han aprovechado su tirón de hombre joven y apuesto para usarlo como hombre de paja al servicio de unas políticas que van en contra de la política social de vivienda que él se ha comprometido a defender. Llegada la votación al pleno, se declara en contra de su partido y votará en conciencia, lo cual le acarrea un distanciamiento de los de su «clase», pero un acercamiento a la periodista que ha seguido su meteórica carrera política.

          Y ahí comienza un rumbo de la historia que nos va a permitir observar nítidamente cómo los advenedizos solo son «contemplados» por los poderosos mientras tienen poder y medran a su sombra. Lampton inicia un viaje inverso hacia el lugar de partida desde el que escaló hasta la cumbre. Poco a poco, una vez que se ha instalado en casa de la periodista, va comprobando que sus intentos de hacerse con un puesto por sus «méritos propios» no solo no fructifican, sino que son aprovechados en algunos casos, como el del amigo que tenía una relación con su mujer, para esas frías venganzas de manual. Lo que descubre Lampton es que la admiración de la periodista se va erosionando a medida que ella va creciendo profesionalmente y él se va degradando hasta vivir de ella y reducirse a un ser que solo se queja de su infortunio.

          Con esos caminos sembrados, la continuación es justo que la vea cada espectador sin mi molesto desentrañamiento. Vale decir, sin embargo, que las interpretaciones de Honor Blackman y de Laurence Harvey en ese tempestuoso, interesado y frívolo «romance» que aspira a convertirse ingenuamente en «familia» son de altísimo nivel. La fotografía en blanco y negro de la película destaca sobradamente, por sus contrastes, la vida esquinada, angulosa y dramática de un trepa mediocre y resultón. Sean benévolos los espectadores con el final, porque ¿cuál otro podría haber tenido? Pues eso.

          Capturado es una película sobre las sectas en Usamérica, muy distante de la triunfadora en las pantallas Midsommar, de Ari Aster, rodada en Suecia, aunque comparte con ella ciertos rasgos propios del funcionamiento de estas sectas en las que el culto al líder y su enriquecimiento forma parte de la tradición. Capturado, curiosamente, se rueda dos años después de que se haya instalado, no sin polémica, la secta Osho en Wasco, Oregon, Usamérica, una historia retratada perfectamente en la serie documental Wild, Wild, Country, de  Maclain Way y Chapman Way. Se trata, pues, de un problema de captación de jóvenes para someterlos a un lavado de cerebro y apartarlos de sus familias y de sus propios destinos personales.

          El caso del joven gimnasta exitoso, que se siente atraído por una joven que lo mira con insistencia y que lo invita a una reunión con cinefórum, donde ven la versión protagonizada por Spencer Tracy y dirigida por Victor Fleming del clásico de Stevenson El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, con un corolario obvio: la dualidad natural con que nacemos, el bien y el mal forman parte de nuestra naturaleza y hemos de escoger el camino adecuado. Al acabar a película, lo que hasta entonces parecía el inicio de una historia de amor entre dos jóvenes da un vuelco sorprendente con e intento de secuestro de uno de los jóvenes que habían asistido al cinefórum. En unas vibrantes secuencias de acción, el joven huye de sus perseguidores gracias a que Danny logra detenerlos, arriesgando su propia integridad. Admirado por el grupo de jóvenes cristianos, no tarda en descubrir que la joven, Rebecca, lo invita a compartir una estancia de un fin de semana en la comunidad en la que ella, junto a varias decenas de jóvenes, vive.

          El intento de secuestro fue la acción desesperada de unos padres para «recuperar» a su hijo de manos de la secta cuya descripción se ajusta punto por punto a las de este tipo de películas que constituyen per se un género propio. El líder de la secta no podía estar mejor escogido: Peter Fonda, la dosis exacta de liderazgo angélico y demoníaco. El cabecilla de los secuestradores también es una elección fantástica: James Woods.

          Los padres de Danny recurrirán a sus servicios para intentar lo que en el caso anterior salió mal: secuestrar a Danny y desprogramarlo en su domicilio con técnicas que aplica Woods para «recuperar» la individualidad de Danny, quien ha sido bautizado como Joshua en su comunidad.

          Esas dos vías paralelas, el intento de los padres de recuperar a su hijo y el afianzamiento de la vida de Joshua en la comunidad, donde, por cierto, les suprimen mediante la dieta el deseo sexual y las chicas padecen amenorrea, van a discurrir en lo que resta de película. No creo revelar demasiado si recomiendo la película por el tramo en que Woods intenta desprogramar al joven atleta enamorado, porque en esas secuencias se logran momentos cinematográficos muy intensos, cámara subjetiva mediante y por los efectos distorsionadores de la realidad que se consiguen, para representar la alteración mental, como si estuviera drogado, del joven programado incluso para resistir los intentos desesperados de desprogramación. ¡Espectacular! Pocas películas sobre sectas, todas perniciosas, he visto yo con una plasmación de la desprogramación tan efectiva y efectista como en la presente.

          En resumen, dos películas magníficas de Ted Kotcheff que lo elevan muy por encima de muchos directores a los que se les reconoce el calificativo de «autor», por dirigir obras singulares. Kotcheff dirigió obras muy populares, y ahí está aquel éxito universal que fue Rambo, pero también obras de tanto calado como las que aquí ofrezco a los espectadores para que descubran un cine que mezcla sabiamente la calidad y la popularidad.

          ¡Que las disfruten!

 

 

domingo, 12 de octubre de 2025

«Llueve sobre mi corazón», de Francis Ford Coppola, justo antes de «El Padrino».

 

Una película intimista sobre la mujer, la enfermedad mental y la crueldad social.

 

Título original: The Rain People

Año: 1969

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Francis Ford Coppola

Guion: Francis Ford Coppola

Reparto: Shirley Knight; James Caan; Robert Duvall; Tom Aldredge; Marya Zimmet; Andrew Duncan; Laurie Crewes; Margaret Fairchild; Sally Gracie; Alan Manson; Robert Modica.

Música: Ronald Stein

Fotografía: Bill Butler.

 

         


       

Que se trate de la película que Coppola rodó antes de El Padrino debería avisarnos de que en ella ha de haber «algo» que anuncie el clásico que después filmó. Y no se trata de una maravilla escondida, desapercibida para crítica y público, pero sí de una película muy sólida y con una fuerte carga de crítica social frente al destino de los auténticamente «desvalidos», una historia que se mezcla con el de la búsqueda de sí misma de una mujer casada que, al quedarse embarazada, se cuestiona ambas cosas: si quiere ser madre y si quiere seguir casada con un marido al que solo conoceremos por la voz a través del teléfono cuando ambos hablen durante la larga escapada de la mujer.

          Huir con el coche, después de una parada fugaz en casa de los padres, quienes no acaban de entender qué le pasa a su hija y por qué quiere echarlo todo a rodar, teniendo, como ellos piensan, una vida feliz, estable y acomodada; huir con el coche, digo,  convierte a la película en una más del socorrido género de las road movies, que es tan viejo como la mismísima Odisea. Las mil y una aventuras que cambiar de lugar te promete se quedan reducidas a solo una, porque desde que decide subir en el coche a un autoestopista, «Killer», que va camino de un empleo que le fue prometido hace tiempo, la vida de ambos va a dar un giro profundo.

          Jimmy «Killer» Kilgannon era una estrella del fútbol usamericano en el College, y, mientras estaba en pleno uso de sus facultades, una novia bebía los vientos por él y el padre de ella, entusiasmado con el exitoso jugador, le ofrecía ir a trabajar con él. Un mal día recibe un golpe en la cabeza y se convierte en algo así como un autómata con reducidísimas capacidades mentales. El College le paga mil dólares por los servicios prestados, tras haberlo subempleado como jardinero en el campus, después del accidente que lo incapacitó mentalmente, y él decide ir en busca del empleo que le prometió el padre de la novia.

          Pues este es el apuesto joven al que Natalie coge en su coche, no sin habérselo pensado mucho, aunque, al final, puede más en ella la sed de aventuras, después de un monótono, y se intuye que soso, matrimonio con Vinny, quien, en sus conversaciones con ella irá retratándose como si estuviera ante nosotros: patriarcal, dominante, amenazador, etc. Un retrato, sin embargo, que, al hilo de la narración, irá evolucionando hacia la aceptación y comprensión de la situación de su mujer y de sus miedos y desconciertos existenciales.

          Puede parecer algo pueril el planteamiento de Natalie, pero que necesite experimentar la libertad absoluta después de haber sido la obediente y complaciente esposa en un matrimonio no precisamente estimulante, es la mar de comprensible. De lo que no acaba de percatarse es de que su compañero de aventuras, mentalmente muy limitado, le va a poner las cosas muy difíciles, porque bien puede decirse que «Killer» solo paree programado para obedecer y carece, en principio, de cualquier deseo sexual acuciante que sacie la «necesidad» de Natalie. La relación es de tal manera frustrante que, tras un encuentro en la habitación del motel de ella, muy bellamente fotografiado, con un juego de espejos muy original, a Natalie le va a resultar muy duro «deshacerse» del joven, porque su desamparo se le ha clavado en el corazón de futura madre y no tardamos en percibir que esa, y no otra, es la relación que les acaba uniendo: materno-filial.

          La crueldad del recibimiento de la novia cuando llega a su casa y reniega de él, gritándole a Natalie que allí no les puede dejar «eso», que se lo lleve, a pesar de las protestas de Natalie de que nada tiene que ver con él, es desgarradora. El padre está dispuesto a darle un empleo en el autocine que regenta, pero la hija insiste en que no quiere ni verlo, reniegos que, preceptivamente, se entremezclan con las imágenes de cuando estaba enamoradísima de su galán estrella del fútbol.

          Las road movies se construyen por episodios y, después de haber sacado Natalie a «Killer» de donde no lo quieren bajo ningún concepto, la protagonista aparece en una Parade en Chattanooga, Tennessee, con motivo del Memorial Day. Unas secuencias rodadas con técnica de documental, porque «Killer» se suma al desfile ante las caras de estupefacción de quienes desfilan, quienes se preguntan unos a otros con la mirada qué hace ese tipo en el desfile. Allí intenta abandonarlo una vez más, tras haber tenido otra de sus conversaciones intermitentes con Vinnie, pero, finalmente, Natalie asume que su «deber» —algo que a nuestros contemporáneos les debe de sonar a cuento chino…— es encontrarle un trabajo y seguir su camino con la conciencia tranquila.

          El episodio de la «granja animal» pertenece, por méritos propios, a lo mejor de las películas de horror e incluso del neorrealismo. Y ahí emerge Tom Aldredge como un portento para representar a un villano preceptivamente sin entrañas que va a contrastar, sin estar muy lejos de él, con el policía que, tras dejar a «killer» en ese infierno, la caza circulando a excesiva velocidad, por el arrebato de alejarse de «killer» cuanto antes y cuanto más lejos mejor, y comienza entonces el tramo final de la película, un episodio construido al milímetro para redondear una realidad degradada que paree incitarla a volver a la «aburrida» y segura vida anterior. Y si Tom Aldredge se luce esplendorosamente, el policía donjuanesco que protagoniza Robert Duvall, quien vive en una caravana con su hija, es literalmente de antología. ¡Menuda perita en dulce le ofreció Coppola al que luego sería el impecable abogado de don Vito Corleone!

          Obviamente, dejo en silencio la totalidad de ese episodio último que bien puede verse como un corto, por la densidad dramática de la historia que se nos narra. Deja algunos flecos sueltos, el desenlace, pero lo sustancial está contado y muy bien contado. Que Shirley Knight sea la actriz que nos lleve de la mano de sus inseguridades y miedos de principio a fin de la historia solo cabe decir que es un acierto fundamental. Al comienzo y en las primeras conversaciones en las que acaba colgándole al marido no parece que sea capaz de transmitir la entidad de su compleja situación existencial, pero esa impresión dura poco, y con un trabajo espectacular va haciendo crecer a su personaje hasta el mismísimo desenlace.

          Una película que merece un visionado atento, porque da muchísimo más de lo que su modesta producción aparenta. Algo que no debe sorprendernos en quien después, con un presupuesto casi sin límites, rodó El Padrino. Recordemos, además, para onere e conexto adecuado a la crisis existencial de Natalie, que estamos en 1969, al final de la Década Prodigiosa que cambió radicalmente muchas mentalidades.

         


jueves, 9 de octubre de 2025

«Mikey y Nicky», de Elaine May, o el «dirty realism» fílmico.

 

En la estela de John Cassavetes, aquí actor, un ejercicio de estilo sobre la traición y la amistad, película jamás estrenada en pantalla grande en España.

 

Título original; Mikey and Nicky

Año: 1976

Duración: 119 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Elaine May

Guion: Elaine May

Reparto: Peter Falk; John Cassavetes; Ned Beatty; Rose Arrick; Carol Grace; M. Emmet Walsh; Joyce Van Patten; Sanford Meisner; William Hickey.

Música:John Strauss

Fotografía

Victor J. Kemper.

 

          Parece mentira que un «crimen anunciado» sea capaz de atarnos a su desarrollo durante casi dos horas de un ejercicio cinematográfico que deslumbra por la crudeza de la situación, por el estilo nervioso de la dirección y por las solidísimas interpretaciones de Peter Falk y John Cassavetes, dos pequeños delincuentes que se enfrentan a la traición cometida por uno de ellos, Nicky, quien, además de paranoico, sufre de una úlcera de estómago que lo trae a mal parir. Nicky está refugiado en un hotel barato y, para salir del atolladero mortal en que se ha metido, solo puede confiar en un viejo amigo de toda la vida, de quien incluso, por momentos, recela, con la difusa intuición de que también él pueda haber sido enviado para ganarse su confianza y acabar traicionándolo. No de otra manera cabe interpretarse lo mucho que le cuesta a Mikey que Nicky le abra la puerta del hotel y acabe aceptando que el amigo baje a comprar algo de leche para aplacar la úlcera de Nicky, ¡Y lo que le vuelve a costar que le deje entrar de nuevo!

          Tras aceptar la sugerencia de que abandone el hotel y la ciudad, pues será la única manera de salvarse, la película se convierte en una suerte de curiosa road movie urbana nocturna por los barrios de la ciudad que les son familiares a ambos protagonistas. La cámara los sigue en su deambular con insólita proximidad objetiva, porque los planos cortos logran descifrar el mundo alcoholizado, desarraigado y solitario de quienes, propiamente, no se tienen más que el uno al otro, o así lo cree Nicky, sobre todo. Más adelante sabremos que uno de ellos, Nicky, vive separado de su mujer, a quien visita en una escena tan o más patética que la mayoría de ellas, porque en ninguna descansa la degradación patética de unas vidas rotas y sin valor alguno al que agarrarse. Mikey, sin embargo, vive con su mujer, a quien pretende apartar de sus problemas, y lo hace con una frialdad que lleva implícito un cierto menosprecio.

          Nicky es un ser despreciable que solo piensa en los demás en términos de utilidad, Por eso la visita a la prostituta, supuestamente amiga, es una de las más duras escenas de la película, sobre todo porque en lo que se empeña Nick es en que Mikey «haga uso» de ella. La mujer, de una fragilidad absoluta, cede y se mantiene dignamente frente a ambos a partes iguales. La cámara deja de estar presente en el reducido apartamento de la mujer, como si se hubiera abolido su presencia, ¡de tal manera estamos inmersos en esa turbia relación en la que un ser humano se ve indefenso ante la falsa adulación de los bárbaros! No se usa la cámara subjetiva, pero no hay plano que no sea lo que por fuerza han de contemplar cada uno de los personajes.

          Para entonces ya sabemos que Mikey ha concertado con el mafioso que busca a Niky su entrega en un bar, y esas secuencias llamémoslas «de ambiente» le otorgan a la película una suerte de valor documental que nos muestra una cara de la ciudad muy alejada del glamur de tantas películas, una película que nos hace pensar en clásicos de perdedores como Fat City, de John Huston, por ejemplo. La necesidad de Nicky de no parar quieto en un mismo sitio es lo que va a provocar su ansia de salir a la carrera de lo que oscuramente intuye que puede ser una encerrona, sobre todo por la insistencia de Mikey en que continúen allí un rato más largo.

          Y vuelta a la calle, y a los dos amigos, tambaleándose y argumentando, con muy poca coherencia, sobre la vida y sus milagros, y sobre su relación «privilegiada», porque la película, aparte de una road movie es, también, una buddy movie: Y poco a poco irá creciendo en Nicky la sospecha de que Mikey no es trigo limpio, de que o lo ha vendido ya o está a punto de hacerlo. Es cierto que el discurso inconexo de Niky no permite saber nada seguro acerca de su psicopatía, pero lo cierto son las explosiones de ira y violencia que dominan su carácter. Ninguna escena mejor para comprobar su desafiante, su provocativo comportamiento que su aparición en un bar frecuentado en exclusiva por gente negra, que está a punto de acabar en una trifulca de consideración. Digamos que Nicky es irreductible a cualquier norma social que constriña la vivencia anárquica de su libertad enfrentada a las normas y a la convivencia, por eso resulta tan difícil  para cualquiera relacionarse con él.

          Si a este panorama humano le sumamos una realización extraordinaria de Elaine May, con una impecable fotografía de grano muy marcado, llena de claroscuros y planos algo borrosos, como si un aficionado con su cámara no profesional hubiera querido guardar testimonio de sucesos que llaman la atención, nos plantamos ante una película excepcional en la corta carrera de directora de May, porque bien puede decirse que tras el estrepitoso fracaso de Ishtar, su carrera se truncó. Hoy pueden leerse críticas de la película que, lejos de aquel estreno nefasto, le ven cierta gracia. Me han tentado para ver si me ocurre lo mismo que me ocurrió con Girls de Verhoeven… Albergo la sospecha de que la ultrasobrepasada actuación de Cassavetes esconde una participación muy activa en la toma de decisiones de la directora, no sé, como si su interactuación directora-actor hubiera permitido a Cassavetes sugerir determinados planos o secuencias, acaso al hilo de una profunda improvisación, que es la sensación que constantemente tiene el espectador, de que están rodando en tiempo real, esto es, en el momento en que, llegada la inspiración, los actores dan rienda suelta a su capacidad para empatizar con su personaje y con sus interlocutores, de lo cual emerge esa especie de discurso inconexo que salta de un tema a otro y de una emoción profunda a otra, siempre en busca de asegurar que uno no está solo en la vida y que el otro será capaz de ocultar su terrible traición hasta que el asesino a sueldo que los persigue con su coche a lo largo de su peregrinaje sin rumbo la ejecute.

          El final apoteósico es un magnífico acierto, y, a pesar de su condición innoble, lo aceptamos porque el deambular de los dos amigos nos ha permitido ver en su interior: dos auténticas cajas de los horrores, intercambiables. Nadie nos dijo que la vida había de ser  hermosa como un atardecer, desde luego.

lunes, 6 de octubre de 2025

«Chernóbil», de Craig Mazin, o el ocaso de la URSS.

 

Entre el patético estado de la razón (soviética) y  la delirante Razón de Estado.

 

Título original: Chernobyl

Año: 2019

Duración: 60 min.

País: Estados Unidos

Dirección:Craig Mazin (Creador), Johan Renck

Guion: Craig Mazin

;Reparto: Jared Harris; Stellan Skarsgård; Emily Watson; Paul Ritter; Jessie Buckley; Robert Emms; Adam Nagaitis; Sam Troughton; Adrian Rawlins; Con O'Neill; Joshua Leese; Ross Armstrong; Philip Barantini; James Cosmo; Karl Davies; David Dencik; Caoilfhionn Dunne; Fares Fares; Alex Ferns; Peter Guinness; Ralph Ineson; Mark Lewis Jones; Gerard  Kearns; Donald Sumpter; Barry Keoghan; James Kermack; Hilton McRae; Diarmaid Murtagh; Kieran O'Brien; Ian Pirie; William Postlethwaite; Lucy Russell; Michael Shaeffer; Jay Simpson; Jamie Sives; Michael Socha; Lucy Speed; Laurence Spellman; Sam Strike; Joe Tucker; Sakalas Uzdavinys; Laura Elphinstone.

Música: Hildur Guðnadóttir

Fotografía: Jakob Ihre.

 

          Debo de contarme entre los pocos televidentes que no habían visto aún una serie que ha sido constantemente aclamada desde que se estrenó, y con razón (de la buena). Se ha dado la circunstancia de que las producciones de HBO pueden verse ahora en Movistar y ahí que me he lanzado enseguida a verla, para reparar aquella desatención de entonces.

          Al margen de que empezar por el final, el suicidio de Valery Legasov, el ingeniero que será el hilo conductor de la serie,  te marca el contexto de la tragedia que fue la explosión del reactor nuclear y la amenaza sobre Europa, la serie es una magnífica recreación de un sistema político basado en una ideología con más carencias que un ayuno radical. Sorprende la puesta en escena de unos espacios, interiores y exteriores, pero sobre todo los primeros, que reflejan a la perfección las enormes dificultades para construir una sociedad viva, dinámica y emprendedora, desde una ideología que, en vez de alas, le pone cadena a los individuos y, lo que es peor, al libre desarrollo del conocimiento, fuera de lo permitido por el sacrosanto «Partido», dueño y señor de las vidas y haciendas de todos los súbditos a los que supuestamente «ampara».

          El mundo de las relaciones humanas que se nos ofrece, comenzando por el tirano encargado de la planta nuclear que trata despóticamente a sus subordinados, implica una carencia de valores sociales muy curiosa, teniendo en cuenta que hablamos del país donde se «materializa» el comunismo. Verlo tan claramente en pantalla, y comprobar que el gran error cometido en la central nuclear tuviera tanto que ver con la incompetencia y el ejercicio autoritario del mando nos revela esas carencias trágicas de las que hablaba al principio.  Una vez que algo sale mal, todo tiende a empeorar, sin poder revertir el yerro inicial. Y, así, una supuesta demostración de la «normalidad» en el funcionamiento de la central se convierte en la peor catástrofe nuclear de todos los tiempos, con unos resultados que aún llegan a nuestros días, aunque se produjo en 1986, cuando todo daba a entender que era inminente el desmoronamiento de la URSS, presidida por Gorbachov, quien a duras penas aguanto el achacoso aparato represivo hasta 1991, momento en que se disolvió el comité central y Yeltsin, que había encabezado la resistencia a un golpe e estado involucionista, fue aupado al poder de la nueva Rusia excomunista.

          A los aficionados a as películas del este, las rusas incluidas, no nos llama la atención la austeridad, pobreza y decadencia de la vida en esos países en los que el progreso material estaba condicionado por las directrices del Partido, un aparato de poder mastodóntico y nulo de reflejos para satisfacer las necesidades de la población. Lo que uno ve en la serie, a través de la peripecia trágica de Valery Legasov, en el curso de su enfrentamiento con la cadena de fallos que propiciaron la explosión del reactor, y a través de una interpretación antológica de Jared Harris, es el poder omnímodo del Partido y cómo todo ha de subordinarse a las directrices políticas, so pena de ser inmediatamente fulminado de cualquier cargo de responsabilidad. Boris Shcherbina, en aquel entonces vicepresidente del Consejo de Ministros, fue el encargado de lidiar políticamente con aquella crisis para minimizar cuanto se pudiera el efecto de la tragedia en la «reputación» de la URSS. Aunque enfrentados desde el principio, Legásov y Shcherbina forman una pareja que nos permite entender el funcionamiento del sistema. El ingeniero opera desde la ciencia y sus razonamientos, incluso los humanitarios, como la petición de desalojar a más de cien mil personas de sus casas para evitar los daños ciertos de la contaminación; el político, desde el cálculo reputacional y el escepticismo del «no será para tanto» producto de la ignorancia. En primera línea de combate contra el maléfico genio de la lámpara nuclear, ambos contendientes, y luego aliados, saben que están expuestos a esa radiación y que ambos morirán a causa de ella.

          La historia se afronta desde varios puntos de vista, para darle un empaque dramático, como el de la mujer del bombero que ha de ir al sacrificio, una historia «humana» cuya principal protagonista, Jessie Bucley, es todo un descubrimiento, una capacidad de interpretación que luego corroboré en Beast, de Michael Pearce. Como si fuera propio de una serie de horror, y hay mucho de él en el desarrollo de la serie, resulta muy impactante la evolución médica de quienes han estado luchando en el interior de la Central para tratar de atajar los daños. Porque el abordaje para sepultar los restos del reactor son de muy diversa naturaleza, como es el caso del episodio de los mineros que trabajan desnudos para intentar una acción desde el subsuelo de la Central. Ellos formaban parte del equipo que se llamó los «liquidadores», unas seiscientas mil personas que trabajaron en las labores para devolver al núcleo del reactor el grafito tóxico reventado por la explosión y así evitar que siguieran contaminando. Se estima que unas cien mil personas de aquellos «liquidadores» murieron a causa de la radiación a la que se expusieron. En la serie se refleja, perfectamente, de un modo muy realista, cómo afecta la radiación al cuerpo humano y a qué atroces niveles de deformación puede llevar a cuantos a ella se expusieron.

          Como la he visto muy lejos de su fecha de realización, he tenido la oportunidad de hacer un visionado que me ha traído, casi sin quererlo, a la realidad de nuestro país, a este septenio ominoso de la versión edulcorada del comunismo que es el socialismo, cuando este se aparta de la vía socialdemócrata y se acerca a los extremos populistas de su ideología autoritaria. El culto al líder, la disciplina espartana para acatar las directrices del partido, la exculpación de cualquier responsabilidad del partido en todo cuanto pasa de malo, la ignorancia e incompetencia de los mandos, más pendientes de sus promociones individuales que de la administración del procomún, son aspectos que uno contempla en la película como si fuese algo privativo de aquella cárcel ideológica en que encerró a tantos millones de personas la revolución soviética, pero no tarda en darse cuenta de que ese autoritarismo chusco y soez lo vivimos muy cerquita.

          Hay un aspecto técnico de la serie, la fotografía, de Jakob Ihre, que consigue crear, por la iluminación y los colores mortecinos, una sensación de irrealidad y belleza propia de mundo onírico. Y es que a veces tenemos la sensación de estar en el interior de un sueño satánico, incluso con sus terribles calderas de Pero Botero liberando una contaminación que supuso, para Europa, un serio aviso del peligro de unas instalaciones no gobernadas con la prudencia que la energía nuclear exige.

          Aunque el mensaje ecologista de la serie está fuera de toda duda, enfrentados al peor de los males de esa energía, y debió de contribuir lo suyo en un momento dado al rechazo de la energía nuclear, no es menos cierto que esta está viviendo una nueva edad dorada frente al abandono de las energías fósiles, aunque no todos los gobiernos saben verlo de la misma manera.

          Insisto, las interpretaciones de los personajes centrales es determinante para empatizar inmediatamente con ellos y seguir, con su desesperanza y desasosiego, la evolución en tiempo real de la catástrofe anunciada, si al frente de esas instalaciones no están las personas adecuadas. Si El síndrome de China, de James Bridges, supuso un fuerte impacto en la audiencia en su momento, Chernóbil es un punto y aparte en el género de las catástrofes, porque es difícil conjuntar de un modo tan espectacular la radiografía de un régimen totalitario y todo lo relacionado con un accidente como nunca antes había sucedido, ¡ni esperamos que vuelva a suceder!

 

domingo, 5 de octubre de 2025

«Sucedió una noche», de Frank Capra, forjador de la comedia «screwball».

 

A más de una década de ¡Qué bello es vivir!, y con la libertad de rodar antes de la severa implantación del código Hays.

 

Título original: It Happened One Night

Año: 1934

Duración: 105 min.

País: Estados Unidos

Dirección. Frank Capra

Guion. Robert Riskin. Historia: Samuel Hopkins Adams

Reparto: Clark Gable, Claudette Colbert, Walter Connolly, Roscoe Karns, Jameson Thomas, Ward Bond,

Eddy Chandler, Arthur Hoyt, Alan Hale.

Música. Louis Silvers

Fotografía. Joseph Walker (B&W).

 

          Que el mundo del cine es un misterio sobre el destino final de las películas que se ruedan tiene un buen ejemplo en esta producción relativamente barata de la Columbia que acabó alzándose en los Oscar con el repóker de grandes premios: Mejor película, mejor dirección y mejor actor, mejor actriz y mejor guion adaptado. ¡Ahí es nada!, para una historia con ingredientes ya aparecidos en otras películas de flojos resultados comerciales, y me refiero al viaje en autobús de los protagonistas.

          La película, a la que se le adjudica críticamente el honor de haber iniciado el subgénero de la comedia llamado screwball, en la que brilló un actor como Cary Grant, por ejemplo, tiene un inicio de lo que se conocía entonces como «alta comedia», que tanto gustaba a los espectadores, acaso por lo alejado de esas vidas sin las preocupaciones de la ente normal y corriente. Dentro de esas comedias, la relación de esos burgueses con alguien de la clase trabajadora, ningún ejemplo mejor que el de Una chica afortunada, de Mitchell Leisen, una joya de este subgénero, rodada tres años después de la de Capra. Quien se nos presenta como una hija caprichosa, ociosa y rebelde de un ricachón que quiere casarla a toda costa, respetando la elección de su hija, se encuentra con que, tras haberse anunciado el enlace matrimonial, la hija no quiere casarse y se lanza por la borda del yate de su padre para acabar subiendo a un autobús Greyhound —la compañía de autobuses usamericanos que han acabado siendo una importante seña de identidad de aquel país— con destino a Nueva York, huyendo de su destino, aun forjado por ella, y de su padre. Y ahí se produce el encuentro entre dos almas errantes: el periodista Peter Warne, encarnado magistralmente por Clark Gable, en un papel que, a mi parecer, supera al de Lo que el viento se llevó, de Víctor Fleming. Aunque entraditos en años, tanto ella, Claude Colbert, quien había rechazado el papel en principio, aunque luego lo aceptó por una subida de salario, como Clark Gable dan el tipo perfecto para la famosa «guerra de sexos» que tendrá momentos espectaculares y una tensión emocional, más que sexual, de primera magnitud, alimentada, eso sí, por los inevitables malentendidos, que son, siempre y en toda historia, poderosos motivos dinámicos.

          Cabe decir que el pretendiente de Ellie Andrews, la protagonista, es un piloto envarado y chapado a la antigua, mayor que ella y en cuyos brazos se había refugiado la protagonista sin una explicación demasiado clara, y de ahí la renuncia y la huida posteriores, las que la llevan a un contacto más íntimo del que ella pudiera haberse imaginado con un apuesto galán que juega, con habilidad, su doble papel protector y censurador de los caprichos de ella, en quien detecta, enseguida, una historia que bien podría aprovechar para reconquistar su puesto en el diario, del que le han echado. Un percance del autobús, ¡los guionistas se las saben todas!, obliga a los pasajeros a pernoctar en un motel. Los dos protagonistas, haciéndose pasar por una pareja casada, ocupan la misma habitación y es entonces cuando aparece esa invención magnífica que Peter denomina Los muros de Jericó, una prolepsis de lo que será el final y cuyo significado no quiero desvelar para no chafárselo sobre todo a las generaciones jóvenes que harían bien en ver esta película magistral para entender cómo se construyen ciertos gags. A partir de la lectura de un titular que recoge la huida de la joven heredera, y de un intento de chantaje por parte de otro viajante del autobús, el periodista decide que tiene entre manos una exclusiva demasiado valiosa, razón por la que decide abandonar el autobús, prometiéndole a ella que, si lo sigue, llegaran antes a Nueva York. Para entonces, la relación entre ambos ya ha dado varios pasos significativos, y entre ellos, que el padre, que lanzó a la policía en su búsqueda y estuvo a unto de «cazarla» en el motel, de lo que se libra porque, en franca complicidad con el periodista, improvisan ambos una pelea matrimonial escandalosa que convence a los policías de que esa mujer llorigritona no puede ser la hija del millonario.

          Si algo necesita una screwball comedy es un ritmo preciso que no permita ningún momento muerto en el que el espectador pudiera reflexionar demasiado sobre la frivolidad de la vida de los ricos y la suerte excesiva de quienes aspiran a ganarse las lentejas. Aquí el espectador encontrará una acción perfectamente pautada para que esos escasos momentos en que parece que todo va a salir mal no se apoderen de la historia ni de la pantalla. El secreto, obviamente, es contar con secundarios de lujo que redondean la eficaz acción de los protagonistas. Y ahí tenemos a Ward Bond, actor fordiano, en el papel de conductor de autobús; a un siempre competente Walter Connolly, en el papel de padre de Ellie o a Charles C. Wilson, interpretando al desquiciado jefe de redacción del periódico donde trabajaba el protagonista, con quien mantiene una relación que remite instantáneamente a la obra de Hetch The Front Page, «primera plana», concretamente a Un gran reportaje, de Lewis Milestone, quien, ya en 1931, dirigió una película que bien podría haberse clasificado como la primera screwball comedy de la historia, a juzgar por lo que se ajusta al género cuya forja se adjudica a Capra. En fin, doctores tiene la iglesia para juzgar estas alambicadas cuestiones. Lo definitivo es que si comparamos este tipo de comedias de los 30 y 40 con ciertas boberías como Notting Hill, por ejemplo, nos daremos cuenta de que, ¡afortunadamente!, no existe el concepto de «progreso» en el arte.

          En fin, concluyo con la recomendación de que la vean los muchísimos que quedan aún por verla, y así tendrán una ligera noción de lo que era el glamur de las estrellas y su capacidad de arrastrar a los públicos a los cines. ¡Y que conste que aún no había rodado, Gable, Lo que el viento se llevó ni la joya casi póstuma que fue Vidas rebeldes, de John Huston, junto al trabajo también casi póstumo de Marilyn Monroe!