jueves, 10 de septiembre de 2020

«La mujer en la luna», de Fritz Lang o una obra de arte de la ingenuidad imaginativa. El origen, además, de la cuenta atrás espacial…


Entre las películas de espías y las de ciencia-ficción, La mujer en la luna es un hontanar cinematográfico del que han bebido desde Bergman hasta Kubrick, pasando, acaso, por Dreyer, Antonioni, Godard y Tarkovski… ¡Una joya insospechada!


Título original: Frau im Mond
Año:  1929
Duración: 165 min.
País: Alemania
Dirección: Fritz Lang
Guion: Thea von Harbou, Fritz Lang
Música: (Película muda)
Fotografía: Curt Courant, Oskar Fischinger, Otto Kanturek (B&W)
Reparto: Gerda Maurus, Willy Fritsch, Fritz Rasp, Gustav von Wangenheim, Klaus Pohl, Gustl Gstettenbaur, Tilla Durieux, Hermann Vallentin, Max Zilzer, Mahmud Terja Bey, Borwin Walth, Karl Platen, Margarete Kupfer, Alexa von Porembsky.

         He de reconocer que me he dejado seducir por la subyugante puesta en escena de esta película de Lang que reúne en una sola historia tópicos cinematográficos tan queridos como el científico loco y proscrito por la comunidad científica, cuyo manuscrito es buscado por una banda de malhechores, sabedores del potencial interés lucrativo del mismo; un excepcional viaje a la luna con intención de ajustarse a los avances científicos de su época, y un trío amoroso tan ambiguo como intenso. Todo ello aderezada con una estética minimalista en la interpretación, una imaginación desbordante para la parte técnica y escenas, como la persecución que emprenden el niño lector de tebeos de aventuras espaciales y el chófer del ingeniero protagonista, que recuerda en todo momento las últimas imágenes del Tintin de Spielberg, pero en 1929. Es decir, que la suma de ingredientes es lo suficientemente atractiva como para esperar lo que nos da: un peliculón. Eso sí, se han de tener ojos cosmológicos muy intensos para poder disfrutar de la ingenuidad, hoy un auténtico producto kitsch, de todo lo relacionado con la parte «técnica» de la película, porque, a pesar del enorme esfuerzo de lograr lo más cercano a la verosimilitud, la aventura espacial aún es más deudora de Meliès y de la serie B de películas espaciales que vendrán en los 40 y 50, que propiamente de los avanzadísimos efectos espaciales que nos sorprendieron tantísimo en 2001 Una odisea del espacio, de Kubrick. Pongamos por ejemplo la vara de zahorí con que el científico trastornado se lanza a buscar agua en la superficie lunar, una vez que descubre, al encender una cerilla, que hay oxígeno en la luna y puede desembarazarse de la escafandra de buzo con que había bajado a la superficie de nuestro satélite. No obstante, la cuenta atrás para el despegue de la nave, un espectáculo social radiado a todo el país, tuvo su origen en esta película de Lang.
         La historia es sencilla, un científico, el profesor Manfeldt,  defiende que en la luna no solo hay agua, sino inmensas cantidades de oro, lo que incita a los financiadores de la aventura espacial del protagonista a robar el manuscrito con las teorías del profesor y a plantear una negociación con el protagonista para que un hombre de la organización, Walter Turner, el villano por excelencia para Lang, el autor Fritz Rasp, el que robo los planos del ingeniero, vaya también en la nave espacial.
         Los dos compañeros del protagonista, que se acaben de prometer en matrimonio, son los otros candidatos para ir en el viaje. El protagonista, que está secretamente enamorado de la colega, una deslumbrante Gerda Maurus, actriz croata, en el papel de Friede Velten, sufre en silencio ese compromiso que se va a celebrar mientras se urden la trama del robo del manuscrito y de sus planos para hacer ese viaje a la luna.
         La película tiene dos partes bien definidas: la trama policiaca sobre el manuscrito del profesor y los planos del protagonista, el intermedio del despegue radiado y público de la nave, con unas tomas de los fotógrafos y del locutor excelentes, y el viaje a la luna propiamente dicho. Se acusaba a Lang de excesivamente premioso en la primera parte, pero, a mi entender, es una obra de arte del cine urbano de conjuras. La descripción de la miseria en la que vive el profesor proscrito científicamente, con ratón de compañía incorporado es impagable. Y no hay más que recordar la escena en la que le ofrece al protagonista, para cenar, su sillón cojo, que ha de calzar con libros para que uno pueda sentarse. Así mismo, el telescopio enfocado hacia el universo y la yacija donde duerme, amén de la ausencia de mobiliario en la casa, completan el retrato de dicha pobreza.
         El intermedio tiene que ver con la ceremonia del lanzamiento del cohete, un ritual muy pero que muy curioso, porque se les ocurrió nada más y nada menos que sumergir el cohete en un tanque de agua desde el que iniciaría el despegue, como así sucede. El interior de la nave casi solo es comparable a la versión rusa de Solyaris, de Lidiya Ishimbayeva y Boris Nirenburg, muy distinta de la de Tarkovski, y casi tan «ingenua», a todos los efectos,
técnicos y especiales, como esta de Lang. La retranmisión del lanzamiento casi como si de un concierto de un artista famoso se tratara tiene, sin embargo una poderosa actualidad, y las imágenes son muy potentes, como la del locutor que retransmite el acontecimiento por la radio e inicia la cuenta atrás para el despegue de la nave.
         La nave en sí, con las abrazaderas en el suelo y las agarraderas de autobús al alcance de la mano para vencer la falta de gravedad son tan encantadoras como las hamacas donde se van a atar las cintas de seguridad o los trajes de calle que llevan todos, con unos jerséis, ellos, por cierto, de actualísimo diseño. Un personaje, el villano, va caracterizado de tal manera que su flequillo recuerda poderosamente el del agitador, en aquel año de 1929, Adolf Hitler. Más adelante, cuando, en el transcurso del viaje, se descubre su doble personalidad, él fue el perpetrador del robo del manuscrito del profesor y de los planos del ingeniero, el actor realiza una remodelación de su apariencia y se convierte, casi por arte de magia, en el personaje que se presentó en casa del ingeniero como elemento de distracción y para guiar el robo de sus compinches. La escena trae a la memoria la variada caracterización de Sellers en la película de Kubrick: ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Una vez que han ido dejando atrás los diferentes módulos, acaban descubriendo, escondido en los trajes de buzo, al niño amante de los tebeos de aventuras espaciales, un elemento muy propio de un cine aún por venir, y que Lang plasma con un amor especial, porque él también era lector5 devoto de los tales. La presencia del niño, que ayudó en su momento al protagonista, cuando el robo, tendrá su importancia en el desenlace.
         La estancia en el arenal lunar, con unos planos extraordinarios de la soledad que rodea a los personajes, y con el Kitsch añadido del profesor zahorí a la búsqueda, con su varita detectora, de agua en la luna, no tiene precio. La sobriedad de los planos estáticos en que los personajes viven los momentos anteriores al despegue, tienen su reverso en la aventura lunar que se cobra la vida de… Ahí me detengo, por supuesto. Vale concluir, sin embargo, con la convicción de que a todos sorprenderá el desenlace y la seguridad de que se ha de tener poca imaginación para no disfrutar de la mucha que ha volcado en esta película Fritz Lang, en su despedida del cine mudo. Con lo aficionado que yo soy a las películas de monstruos y terror de la serie B, con ese encanto particular de sus deficientes pero ingeniosísimos efectos especiales, puedo garantizar que en la realización de Fritz Lang hay algo, no sé, casi como de operístico, como si sus imágenes hubieran sido creadas para que las acompañara la música de Strauss que luego acompañó las de Kubrick. En fin, no quiero acabar sin remitirme a los primeros planos de la imposible pareja protagonista, porque, alejados del histrionismo propio del cine mudo, constituyen casi un recital prebergmaniano. ¡Hay tanta pasión contenida en ellos!
         ¡A disfrutarla!
P.S. A otro tipo de crítica, acaso a la crónica de la vida artística, quedaría reservado el relato del estreno por todo lo alto que diseñaron Fritz Lang y la productora para el día del estreno en el UFA Palast am Zoo, teniendo a Albert Einstein de invitado especial, quien, a buen seguro, debió de reírse lo suyo con la ingenuidad científica de la película.La obra se estrenó en Usamérica con una reducción de metraje más que considerable. Pero esta versión original tiene mayores atractivos.

        

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