La aventura religiosa
de un apasionado de los daguerrotipos y la naturaleza.
Título original: Vanskabte
Land
Año: 2022
Duración: 143 min.
País: Islandia
Dirección: Hlynur Palmason
Guion: Hlynur Palmason
Reparto: Ingvar Eggert
Sigurdsson; Elliott Crosset Hove; Victoria Carmen Sonne; Jakob Ulrik Lohmann; Ída
Mekkín Hlynsdóttir; Waage Sandø; Hilmar Guðjónsson.
Música: Alex Zhang Hungtai
Fotografía: Maria von
Hausswolff.
Que el cine
nórdico tiene fama de describir seres angustiados por una vivencia de la
religión en las antípodas del sensualismo con que se vive la fe en el sur de
Europa es un hecho irrefragable. Dreyer, Bergman y muchos otros directores nos
han metido en vidas torturadas, llenas de dudas, sombras, orgullos mal
entendidos y una profunda aversión al pecado omnipresente. Que el protagonista de
esta historia sea un sacerdote enviado a la «salvaje» Islandia para construir
una iglesia donde ejercer su ministerio y salvar almas para la gloria de dios nos
es algo familiar. La novedad, sin embargo, es que el pastor en cuestión es un
enamorado del daguerrotipo y carga en su viaje hacia la remota aldea con su
preciada y preciosa cámara, con la que aspira a retratar los paisajes y la
gente de la agreste isla que decide atravesar a pie y caballería, en vez de
hacerlo por la vía más segura y corta del viaje marítimo. A su manera, el
pastor tiene un algo de misionero enviado a tierras salvajes, porque el pastor
que lo alecciona antes de emprender el viaje, desde la Dinamarca natal de
ambos, le describe la isla como un infierno pestilente y a sus habitantes casi
como auténticos salvajes difícilmente evangelizables.
Quienes retengan
en la memoria el deslumbrante viaje de Aguirre por la jungla, en Aguirre o la
cólera fe Dios, de Werner Herzog, tendrán un referente bastante aproximado para
esta otra travesía que desafía, como lo hizo el español, los obstáculos de la
naturaleza, llevado por una fe que, sin embargo, no comparte con el pastor
protagonista de esta película, quien varias veces se arrepiente de haber
aceptado el encargo y, sobre todo, de haber decidido hacer la travesía de la
isla a pie. De sus penalidades, no obstante, somos los espectadores quienes
sacamos un fruto espléndido, porque la película es un canto a la naturaleza y a
la belleza de una isla, captada desde todas las panorámicas posibles con una
sensibilidad para la iluminación y el color que poco menos que la convierten en
un documental de los muy reputados de National Geographic. Hay un afán
documentalista y antropológico en la película y no debe despreciarse, aun a
costa de que la acción pastoral del protagonista no progrese como a algunos les
gustaría. Nunca antes como en esta película el camino, el viaje, ha sido más
importante que el destino. Hay muchas películas centradas en la vivencia adversa
de la naturaleza, desde Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sydney Pollack
hasta Náufrago, de Robert Zemeckis, la ultimísima La sociedad de la
nieve, de Bayona, bien próxima a esta, siquiera sea por la presencia de la
nieve, o El renacido, de González Iñárritu. Y si recordamos el primer
documental ya centenario: Nanook, el esquimal, de Robert J. Flaherty, cerramos
el capítulo de antecedentes de una aventura con mucho de visionaria y un mucho
de artística, porque a Lucas, el protagonista, le parece mucho más atractivo el
recorrido a través de la isla que los menesteres pastorales que ha de realizar
en una comunidad en la que aún ni disponen de iglesia donde celebrar los
oficios.
El viaje acaba
constituyendo una odisea difícilmente olvidable, no solo por la dureza inhumana
del propio recorrido, sino, básicamente, por el abismo que se abre entre Lucas
y los islandeses que lo acompañan como porteadores y guías, excluyendo un
ayudante cuya vida acabará perdiéndose por la febril determinación de Lucas de
sortear peligros que bien podrían acabar con la vida de alguno de los miembros
de la expedición, y aquel que resulta damnificado es con quien había
establecido una relación fraternal en la que incluso puede intuirse alguna
atracción homoerótica. El botín de tantas penalidades es el desfile
interminable de paisajes espléndidos captados con una fidelidad fotográfica
inmejorable. Cierto, el delirio fotográfico de Lucas subyace a la aventura,
teóricamente vemos el paisaje a través de sus ojos, porque no podemos hacerlo a
través de la lente de su rudimentaria cámara, pero él aspira a captar la
naturaleza virgen de un terreno prácticamente inviolado, como si hollara un
territorio virgen que ni siquiera los acompañantes islandeses hubieran pisado
nunca.
En la medida
en que Islandia era colonia de Dinamarca, hay una evidente tensión, sobre todo lingüística,
entre unos y otros, algo que llama poderosamente la atención, y el
enfrentamiento se concentra entre el jefe de la expedición y, posteriormente,
constructor de la iglesia donde va a cumplir su destino pastoral Lucas. El
pueblo adonde llega, cuyos vecinos jamás nos son mostrados, porque, tras estar
al borde la muerte en el camino, Lucas reaparece, como por arte de birlibirloque
—que en el lenguaje cinematográfico son las elipsis—, en la casa de un
adinerado danés que vive con dos hijas, una adulta y una niña. La primera
acabará convirtiéndose en objeto de deseo del pastor; la segunda es un prodigio
de espontaneidad y no tiene nada que ver con el laconismo y la parquedad
gestual ni de su padre ni de su hermana ni del propio Lucas. La vida del protagonista,
que parece haber vuelto del más allá, a juzgar por la cara de alucinado con que
volvemos a encontrarlo en el sótano de la casa y, después, en una cabaña en la
que lo instalan porque no puede convivir con una mujer y una niña bajo el mismo
techo, a juicio del padre, quien no tarda en ver en el pastor una amenaza para
acabar perdiendo a su hija mayor. La película, casi de repente, da un giro en
medio de una celebración popular en que los hombres se retan a luchar cuerpo a
cuerpo, porque ahí emerge Lucas como un rival imbatible tanto para el padre de
las chicas como para el constructor que le sirvió de guía hasta llegar a su
destino. Hay muy pocas explicaciones de los cambios, y también, todo hay que
decirlo, muy poca piedad religiosa en el protagonista. Mi Conjunta y yo
estuvimos pensando durante mucho tiempo que se trataba de un impostor, que se
hacía pasar por sacerdote, pero que sería incapaz de desarrollar una labor
pastoral, como, de hecho, así sucede, aunque en ningún momento hay señales inequívocas
de que sea el impostor que nosotros creímos ver en él.
No adelanto el
final, porque es difícil de entender cómo la ira puede llegar a los extremos a
que llega en un personaje cuya trayectoria solo puede entenderse desde un desequilibrio
muy profundo entre su misión y su condición sacerdotal. A lo largo del viaje,
ni siquiera duda en pedir a Dios que lo aleje de allí, que lo arranque de
tantas penalidades como está viviendo, aunque todas ellas, bien mirada la
historia, son pocas, en comparación con las que lo tienen como protagonista
indiscutible al final de la película.
La película, muy
centrada en la peripecia espiritual y social del protagonista, nos ofrece
ciertos atisbos antropológicos que permiten comprender usos y costumbres no tan
extraños como pudieran parecer, en una geografía tan remota y adversa. Pero incluso
en el final vuelve a tener la naturaleza una presencia muy destacada, casi
protagonista. No entendemos ciertas partes del argumento, sobre todo las
motivaciones de Lucas y el padre de las chicas, pero no cabe duda de que sus
interpretaciones son magníficas. En la medida en que se trata de una película
eminentemente visual, hemos de reparar,
sin importarnos esas motivaciones, en la capacidad de subyugación de una
fotografía y unos paisajes que adquieren un valor protagonista.
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