Viva la libertà es, indudablemente, una película política,
pero esta es solo la primera de las dos lecturas que la obra permite, porque
junto a lo que es evidente, el oscuro y complejo mundo de la política, un
venenoso laberinto de ambiciones enmascaradas, transcurre la historia de dos
gemelos con una relación muy complicada, parte de la cual es que desde hace
veinticinco años, contra lo que dicta la experiencia sobre la vida de los
gemelos , que no pueden ignorarse mutuamente sin un agudo padecer, no saben
nada el uno del otro.
Con una premisa clásica, el Anfitrión, de Plauto, una de las
grandes joyas del teatro cómico universal, y desde el eco de obras en las
cuales la suplantación de la personalidad entre gemelos es el motor de la
historia, incluso en géneros tan alejados como la comedia y el drama, sea El
prisionero de Zenda, de Richard Thorpe, una obra maestra dentro de su género, o
Inseparables, de David Cronenberg, un perfecto ejemplo del cine de psicologías
enfermizas y morales perversas del autor canadiense; la película de Roberto
Andó, basada en su propia novela, Il
trono vuoto (El trono vacío), explota a la perfección este juego de
suplantaciones y permite al espectador no solo adentrarse en las entrañas de un
partido supuestamente democrático, sino también en la vida destrozada de un
dirigente que descubre, de repente, que ha perdido su vida personal y que se
siente desconectado del meollo de las emociones que nos definen como seres
humanos.
La presencia de Toni Servillo, después del
éxito indiscutible que consiguió con La grande belleza, es per se todo un
aliciente añadido a la película, y más aún si, como se anuncia en el cartel
publicitario de la película, se prevé que haga dos papeles diametralmente
opuestos. Esta suposición enseguida deviene una presunción equivocada, porque,
y eso es un mérito indiscutible de la película, la clave de la suplantación de
personalidades no radica en la mayor o menor eficacia de unos caracteres
marcadamente enfrentados, que permitan, por así decirlo, una actuación contenida y seria hasta el aburrimiento, por parte del político en horas bajas, y otra alocada, llena de eso que solemos
llamar la joie de vivre, del hermano loco, que se ajustaría, por otro
lado, al perfil propio de quien acaba de salir de una institución mental. No
hay tantas diferencias, sin embargo, entre ambos hermanos, y, de hecho, bien
podríamos considerar que son más las semejanzas entre ellos que propiamente las
diferencias. ¿En qué radica, entonces, el efecto antagónico que permite seguir
la película con un creciente placer sin exaltaciones ni desmesuras?
Contestar a esta pregunta significa
asistir a la más que inteligente renuncia del guion a explotar una situación
que podría haber dado pie a muchísimas más situaciones divertidas. Es de todo
punto elogiable la habilidad con que se ha construido el mismo para no dejarse
caer por la peligrosa pendiente de la screw ball comedy, lo cual nos
permite profundizar de una manera crítica, lúcida y realista en la tarea
política, y más especialmente en la italiana, cuyas antiguas raíces hemos de ir
a buscar a historiadores como Tácito, por ejemplo, que nos ofrece ya, en
aquella Roma Imperial, el patrón de conductas que cubren el abanico entero de
las pasiones humanas que hallamos en tan generosa dedicación ciudadana.
Desde siempre han sido noticia las luchas
de personalismos y las inmensas dificultades que han experimentado los
políticos italianos para llegar a acuerdos entre el gran número de fuerzas
políticas que obtienen representación parlamentaria, todos siempre más
pendiente de los citados personalismos que de acordar programas que lleven a
buen puerto políticas de modernización del país. Quizás a ese cainismo básico
de la política italiana se deba la «espantá» repentina del jefe de la
oposición, que desaparece de un día para otro sin dejar rastro ni comunicárselo
a nadie, ni a su mujer ni a su jefe de gabinete, un eficacísimo Valerio
Mastandrea, parte fundamental en el éxito de la comedia. Esa «espantá» inicia
una narración que se articula en torno a dos ejes bien definidos: el
reencuentro del político con una antigua amante, ahora script y mujer de un
famoso director de cine, por una parte; y, por otro, la actuación suplantadora
de un hermano que, sin él desearlo, se ve, por primera vez en su vida, con
acceso a las altas esferas políticas y con el poder inmenso de ser escuchado,
además de con la posibilidad real de transformar la realidad mediante su
iniciativa política. Sin caer en el sentimentalismo, en el primer caso, ni en la parodia histriónica en el segundo, los dos ejes se desarrollan como
si no hubiera relación ninguna entre ambos. A medida que avanza la película,
sin embargo, estas dos líneas paralelas se tuercen y, con una sutileza que el
espectador agradece, como si fuera un reconocimiento del director a su madurez
hermenéutica, la del público, ambos ejes acabarán convergiendo de una manera
casi imperceptible, pero inequívocamente, lo cual añade un grado de complejidad
a la historia que el espectador, al que no le agrada que se lo den todo
masticadito, agradecerá profundamente.
La vertiente política de la película tiene
mucho que ver con nuestra situación política actual, porque lo que se critica
es el aggiornamento de una clase política que se distancia del pueblo
que lo traiciona en aras del beneficio de los poderosos, de los poseedores del
capital que dictan, desde sus intereses, la política de cualquier gobierno, sea
de derechas o de izquierdas. Ante tal atonía representativa, el usurpador
articula un discurso que lejos de halagar a sus posibles votantes, los
interpela por el lado individual y los coloca ante sus propias
responsabilidades a la hora de crear sus propias vidas. Toda la actuación del
filósofo transmutado en político por
azarosas circunstancias -¡nada que ver, sin embargo, con la mediocridad
insultante del Terricabras secesionista, un auténtico demagogo de feria
ambulante!-, sus discursos e intervenciones ante la prensa o en encuentros con
otros colegas son de lo mejorcito de la película, y recuerdan, en parte,
aquella magnífica película, Bienvenido
Mr. Chance –basada en una breve novela de Jerzy Kozinsky, Being there,
que recomiendo como entretenida lectura– de Hal Ashby (autor, por
cierto de una joya bastante desconocida: Harold y Maude, cuya visión
también recomiendo fervientemente); una
película en la que Peter Sellers hacía el papel de un jardinero que deviene
azarosamente un experto analista político mediante unas enrevesadas metáforas
hortelanas cuya interpretación trae de cabeza a los más sesudos expertos in
politics. Son muchos los momentos brillantes de la película que desnudan la
impostura tradicional de la acción política y su juego de imposturas, engaños
¡y hasta daños!, pero baste como significativo botón de muestra el momento en
que el usurpador sube a un escenario para dar un mitin y parece que no sepa qué
decir. De repente se vuelve y descubre a su espalda un mural donde
aparecen decenas de palabras que quieren
sintetizar las principales reivindicaciones obreras. Las lee rápidamente, se
gira y comienza su alocución diciendo que no halla entre todas aquellas
palabras la única que iba buscando: pasión. El hermano loco del tristísimo y
solemnísimo secretario general del partido de la oposición representa, y así se
lo explica a las masas en un brillante discurso jamás oído por estos lares, la
pasión de vivir. Lo que me callo, en este juego arriesgado y oscuro de los
gemelos, al que habían jugado muchas veces hasta que se separaron, es, al
final, quién es quién. Para eso se habrá de ir a ver la película.
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