Mr. Turner: La atrabiliaria y sórdida humanidad
del genio incomprendido.
Título
original: Mr. Turner
Año:
2014
Duración:
149 min.
País:
Reino Unido
Director:
Mike Leigh
Guión:
Mike Leigh
Música:
Gary Yershon
Fotografía:
Dick Pope
Reparto:
Timothy Spall, Dorothy Atkinson, Marion Bailey, Jamie Thomas King, Roger
Ashton-Griffiths, Robert Portal, Lasco Atkins, John Warman
Mike
Leigh es un director británico muy personal cuya obra ha tenido reconocimiento
universal a partir de su undécima película, Secretos
y mentiras (1996), después de la cual ha firmado dos obras, El secreto de Vera
Drake (2004) y Another Year (2010) que lo han confirmado como uno de los grandes
directores europeos de nuestros días. Mr Turner llega a la cartelera como una
propuesta de biografía, que no de biopic,
y esta es una diferencia no menospreciable, sobe los últimos 2 años de vida de
un maestro de la pintura cuya evolución no fue comprendida en su país, como lo
prueba que la reina Victoria rehusara concederle el título de caballero que recibieron
otros pintores menores, sin posible comparación con él. La propuesta de Leigh
es muy arriesgada, porque Turner, el excéntrico personaje en que se convirtió
en sus postrimerías, no es precisamente un ser con el que identificar o
sencillamente simpatizar. Hacer una película de dos horas y media con un
protagonista que no habla o, cuando lo hace, emite gruñidos, y que eso resulte
imantador para el espectador no es ciertamente fácil. Leigh lo ha conseguido
con creces e incluso logra que no nos parezca tan larga como de hecho lo es. No
diré que al espectador le parezca corta, pero casi. Como en cualquier película
inglesa de época, la recreación de los ambientes, el vestuario y los personajes
secundarios son de una exquisitez como en pocas filmografías se ve. Leigh, además,
ha buscado y hallado, con Dick Pope, una fotografía paisajística que nos
permite entender fácilmente la impresión que, en su momento, debió de sufrir
Turner cuando buscaba la contemplación de los maravillosos efectos de la luz
que supo capturar en sus obras. Asistimos, sin embargo, a la última etapa de su
carrera, aquella que podemos considerar no sólo un precedente directo del
impresionismo, sino también de la abstracción. El copioso anecdotario del
pintor, teniendo en cuenta la convicción social de que se había vuelto loco,
nos dice que en algunos cuadros había de hacer una señal en el marco para saber
cuál era la parte de arriba y cuál la de abajo a la hora de colgarlos en la
pared para su exhibición.
La
película se centra básicamente en la personalidad extrema de Turner, un gañán
sucio, maleducado, desconsiderado y primitivo sobre el que no dejamos de
preguntarnos, durante todo el rato que dura la película, como es posible que un
ser con tan graves carencias humanas fuera un auténtico genio de la pintura.
Leigh se complace no en ofrecérnoslos como modelo, sino como contraste, por
ejemplo, de su cara opuesta, el crítico John Ruskin, presentado como un
petimetre insoportable, aunque fuera, en su momento, el más ardiente defensor
de la obra de Turner, una suerte de visionario cuyo gusto se adelantó, como Turner
en sus lienzos, a su época; el actor que interpreta a Ruskin, además, hace un
papel delicioso y sirve de contrapunto perfecto a la dejadez física y moral del
protagonista, a pesar de su pedantería, que encubre, por cierto, opiniones muy
bien fundadas.
Para
entender el carácter atrabiliario de Turner, hemos de recordar que su madre se
volvió loca y tuvo que ser internada en un manicomio, donde murió. Así como que
el propio Turner, después de la muerte de su padre, quien trabajó para él
incondicionalmente, para facilitarle la vida como pintor dedicado en cuerpo y
ánima a su obra, cayó en una fuerte depresión de la que salió iniciando una
relación con una viuda, Sophia Boot (magníficamente interpretada por Marion
Bailey, en un maravilloso duelo interpretativo con Dorothy Atkinson, la criada para todo –y todo es todo…,
en unas escenas punzantes y dramáticas, pero elocuentes del carácter del
artista–, del cual ninguna de las dos se alza con l victoria, teniendo en
cuenta la excelencia de ambas interpretaciones), najo la falsa identidad de un
almirante de la armada retirado, aunque en la película lo convierten en
abogado.
La lucha
pictórica que ha de afrontar Turner en el seno de la Royal Academy of Arts, con
unas escenas llenas de atractivo, porque se trata de un pequeño microcosmos en
el que cada uno de los miembros tiene su historia personal, sus rivalidades,
sus miserias… Entre la pérdida de visión y la locura, Turner linda con el
fracaso, pero es nítida su conciencia del valor propio, un convencimiento con
el que se cierra la película: sabe que el futuro le pertenece. Eso se demuestra
en dos momentos que no dejan lugar a dudas: Por un lado, rechaza una oferta de
compra de toda su obra por parte de un magnate. Le dice que quiere que toda su
obra se vea junta y, además, gratis; por otro lado, la cámara se pasea, en la
última exposición de sus obras en la Royal Academy, por unos cuadros insulsos,
figurativos, llenos de insipidez y desprecio por la nobleza del arte de la
pintura, y contra los que los suyos destacan a simple vista.
Como
película, la recreación constante de las obras de Turner y, sobre todo, del
conseguido efecto cromático de sus cuadros, mediante la poderosa fotografía que
nos ofrece Dick Pope, consiguen que el espectador agradezca tantas excursiones
el autor a la naturaleza para capar aquellos momentos mágicos de la luz que
después querrá llevar a sus lienzos. A veces, el espectador, tendrá incluso la
impresión de que no muy diferentes de este Turner primitivo, rústico y tosco
habrían de ser los pintores de las cuevas de Altamira, por ejemplo. En el
fondo, se trata de un espectáculo que complacerá no solo a los amantes de la
pintura, sino también a los de las biografías y a los anglófilos, tan
extendidos…
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