Título original: Kurutta ippêji
Año: 1926
Duración: 60 min.
País: Japón
Dirección: Teinosuke
Kinugasa
Guion: Yasunari Kawabata,
Teinosuke Kinugasa, Minoru Inuzuka. Historia: Yasunari Kawabata
Reparto: Masuo Inoue
Actor: Yoshie Nakagawa; Ayako
Iijima; Misao Seki; Eiko Minami; Hiroshi Nemoto; Kyosuke Takamatsu; Minoru
Takase; Shintarô Takiguchi.
Fotografía: Kohei Sugiyama
(B&W).
Después de estar perdida durante cuarenta y cinco años, el propio Teinosuke Kinugasa encontró una copia de su película en un almacén de su casa. Con una nueva banda sonora, fue reestrenada, cosechando la isma admiración que cuando fue estrenada, una época en la que Una página de locura, podía competir y superar a las más conocidas muestras del cine mudo de Vanguardia, como La edad de oro o El perro andaluz, de Luis Buñuel y Salvador Dalí.
Sin profesar en el surrealismo, la realización de Kinugasa acaba rozando esa técnica al intentar describir el proceso de locura y el de alienación que sufren los internados y un celador cuya mujer está internada en el centro y a quien trata de cuidar con no pocos reordimientos e incluso quiere liberar de una cárcel tan tremenda como la de un sanatorio psiquiátrico siempre es.
El comienzo de la película, con la danza de una interna que se produce teniendo el fondo de una tormenta, con planos que van de los efectos luminosos y de la caída en tromba del agua al vértigo de los pasos de baile en el interior de una celda, nos dan la pista en seguida del desarrollo de una historia que, debido a la decidida voluntad del director, quien suprimió en el nuevo montaje los intertítulos, debe interpretar el espectador sin otro auxilio que, llegado el caso, el de procurarse una sinopsis de la historia creada por quien luego fuera Premio Nobel de literatura, Yasunari Kawabata. Me atreería a decir que la propuesta de Kinugasa radica en que el espectador se exponga a la catarata de imágenes, muchas de ellas dramáticas, que irán generando un desasosiego íntimo que nos lleve a reaccionar emocionalmene, no intelectualmente, porque el hecho de estar «prisioneros» de la locura solo puede entenderse si ignoramos procesos intelectuales que nos apartan de lo que sienten los personajes y nos meten en un laberinto de conceptos y teorías que nos permiten mirar a los internos exclusivamente con la compasión y el distanciamiento.
He de reconocer que la historia es aparentemente simple, más allá del rigor de lo ideado por Kawabata, y que los intentos del celador para «rescatar» a su mujer, por reunirla con su hija, ya que el hijo contempla con cierto desprecio la locura de la madre y se burla de sus manifestaciones desesperadas, nos sumen en un encadenamiento de acciones que ponen en jaque la propia seguridad del celador, quien no acaba de entender que su mujer se niegue a salir con él del manicomio, que se sienta más segura en el suelo de su celda y establezca una insólita comunión con la bailarina, cuyo baila excita tanto a mujeres como a hombres, quienes se arraciman junto a las rejas de su celda y exhiben los desgarradores rostros del desquiciamiento, de la locura. Se trata, concretamente, de tres de ellos que, en cierto momento, se enfrentarán al celador para que no se lleve a su mujer del sanatorio. Esta parte, sin embargo, que incluye una lucha con el director de la institución, a quien agrede con enorme violencia, parece caer del lado del mundo onírico, de sueños como el que ya ha tenido de una feria en la que participa y acaba recibiendo un regalo extraordinario que ofrece a su hija, quien, al parecer, está a punto de casarse, y cuyo matrimonio puede malograrse por el hecho de que se sepa que su madre está internada en el sanatorio, dada la creencia de que la locura era hereditaria, lo cual llevaría a la familia del novio a impedir el matrimonio.
Ese discurso narrativo, no obstante, cede ante las muchas situaciones concretas en las que los y las internas salen de sus celdas, para recibir el beneficio de la luz solar y todo acaba complicándose al excitarse anímicamente con la contemplación de la danza de la interna, un baile muy próximo, por cierto, al del ballet contemporáneo de aquellas fechas del periodo de entreguerras en Europa, cuando triunfan los ballets rusos y estrellas polémicas como Nijinski o Ida Rubinstein. Esos momentos de agitación general sostenidos perfectamente con una cámara que capta el oleaje de las convulsiones de los enfermos y de los desesperados intentos de los cuidadores de reincorporar a los enfermos a sus celdas, son momentos excepcionales en la película, y se alternan, con sabiduría, con primeros y primerísimos planos de los rostros de los enfermos y del celador, quien siempre se mueve por esos espacios como queriendo pasar desapercibido para que no se sospeche de la relación con su esposa internada.
Las técnicas del montaje propias del primer cine ruso, los muy diversos efectos visuales que consigue con la cámara, la puesta en escena simple de las celdas psiquiátricas y la superposición de imágenes, tanto del pasado como del presente, nos instalan en una visión muy distorsionada de lo real que se corresponde con el intento de plasmar el mundo de la alienación de la locura, ¡y a fe que lo consigue! Y con ello, el profundo sufrimiento del espectador, quien no asiste a la proyección con complacencia ninguna. Sufren los internos y sufre el celador, incapaz de devolverle a su mujer el sano juicio para satisfacción de una hija que la echa de menos y que siente un profundo amor por ella.
A pesar de los años transcurridos, la copia está en mejor estado del que pudiera haberse pensado, y aunque ciertas imágenes nocturnas nos dejan en cierta casi ceguera, me parece que cualquier aficionado al séptimo arte debería ver esta joya inicial de la historia del cine, no solo porque representa un intento muy loable de llevar la modernidad al cine, sino porque la visión oriental de las relaciones familiares y sociales le añade una perspectiva singular que se une a un modo bastante occidental de acercarse al trastorno mental, a jugar por cómo se comportan médicos y enfermeras. Y de ahí su universalidad, por supuesto.
Entre todas esas escenas, quizás me quede con aquella en la que el protagonista, el celador, se acerca a su mujer y a los locos que la protegieron frente a él y les coloca mascaras del teatro Noh o Nō, con lo que parece amansarlos y franquearles el acceso a una serenidad que, sin ellas, les está negada. De hecho, tras el último encuentro entre uno de los internos furiosos el celador, aquel le hace una reverencia a este, como si rindiera tributo a quien ha sabido encontrar la manera de «humanizarlos», dentro de su trastorno. Muy emotivo, ciertamente.
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