Entre
el encargo, las musas, el carácter, la perseverancia y la ocasión: El Bolero
de Ravel o un descubrimiento con fórceps…
Título original: Boléro
Año: 2024
Duración: 120 min.
País: Francia
Dirección: Anne Fontaine
Guion; Anne Fontaine; Claire Barré; Pierre Trividic.
Reparto: Raphaël Personnaz; Doria Tillier; Jeanne Balibar; Emmanuelle
Devos; Vincent Pérez; Sophie Guillemin; Alexandre Tharaud; Florence Ben Sadoun;
Mélodie Adda; Katia Tchenko; Serge Riaboukine; Constance Verluca; Joniece
Jamison; Jelle De Beule; Jean-Chrétien Sibertin-Blanc; Bruno Fleury; Max Harter;
Raphaël Cohen.
Fotografía: Christophe Beaucarne.
Música: Ravel (interpretada
por Raphaël Personnaz).
Es sutil la diferencia entre un biopic
y una película biográfica sobre un artista famoso en un momento dado de su vida
o el intento de abarcarla toda ella. En ambos casos, el derroche de producción
para la recreación de la época, porque se suelen escoger personajes alejados en
el tiempo, lo que implica una reconstrucción de los escenarios de su vida y un
generoso presupuesto para vestuario, maquillaje y decorados, es vital para
conseguir una puesta en escena que lleve a los espectadores con absoluta naturalidad
por esas épocas alejadas de su presente. Maurice Ravel es el escogido, y cuenta,
como ya suele ser habitual en los retratos biográficos franceses, con un
intérprete que encarna con absoluta propiedad al músico de origen español, por
parte de madre, a quien estaba casi edípicamente unido.
A pesar de que vamos a repasar los
últimos años de la vida del compositor y muy especialmente el momento de la creación
de su obra más conocida e interpretada, su célebre Bolero, la película va a
prodigarse en flashbacks que nos ofrecerán algo así como las claves de una
vida, cuyas constantes del presente suelen obedecer, muy a menudo, a los
periodos iniciales de formación de la personalidad. Así, la dependencia
emocional y artística de su madre o su rechazo a ser alistado para participar,
como todos los hombres «útiles» de su generación, en la Primera Guerra Mundial,
en la que, por su insistencia acabó participando como conductor, o su tendencia
a olvidar ciertos aspectos de la vida cotidiana, lo que lo llevará a necesitar
permanentemente la ayuda de alguien de confianza que los repare, esos olvidos. No
es Maurice Ravel, ciertamente, una personalidad que destaque por una vida «movidita»
cuyo descubrimiento pueda hacer las delicias de los públicos curiosones,
fisgones, encantados de contemplarla a través del ojo de la cerradura. La película,
no obstante, nos lo muestra en situaciones tan diversas y apartadas de la
imagen común de severa seriedad con que acaso haya pasado al imaginario
colectivo, que da de sí lo suficiente como para que nos interesemos por esa personalidad
de artista muy en su papel, que no es otro que el del compromiso con el trabajo
y los esfuerzos por componer, en un mundo de solicitudes que lo apartan del
recogimiento que la música, como cualquier arte, exige a sus practicantes. Su
presencia en los burdeles, un templo masculino de la sexualidad accesible
previo pago, tan propios de ciertas épocas mojigatas, acentúa esos contrastes con
su seriedad de los que la película sabe extraer lo más parecido a una vida
atractiva.
Comprometido con la bailarina Ida
Rubinstein, quien bailó para los ballets rusos de Serguéi Diáguilev, para
escribirle la música de su próxima coreografía, la película toma ese encarga
como hilo principal de la vida del artista, quien, a medida que se acercaba la
fecha límite para entregar la partitura, se desesperaba, y con razón, de que
las musas —en las que no creía, por cierto…—, le hubieran dado la espalda del
silencio. Siguió con su vida, atareada en amores platónicos y en éxitos
diversos que incluso lo llevan a Inglaterra y, posteriormente, a Usamérica,
donde es recibido como un músico excepcional, conoce a George Gershwin y puede
él disfrutar a sus anchas del jazz y el blues, dos géneros musicales que le
apasionan, del mismo modo que, al decir de sus biógrafos, le apasionaba la
música española, de raíces vascas, de su madre. Es muy significativo en la película
que el momento brillante de la inspiración que no llega esté asociado a la interpretación
de una canción, el pasodoble Valencia, de José Padilla Sánchez, que
canta su criada con precisa entonación y ritmo, que él hace suyo como base
rítmica de su futuro Bolero, confirmando el origen español de su
composición más celebrada. Ya es curioso que dos de las obras universalmente
famosas de la música francesa, la Habanera de Bizet, a partir de El
arreglito, de Sebastián Iradier y el Bolero de Ravel, hayan nacido
gracias a la música española.
Ravel, que tuvo enfrente en su época a
un genio de la música como Debussy, a quien admiraba tanto como se consideraba su
igual, tiene unas composiciones muy heterogéneas, singulares en grado máximo,
como el Concierto para la mano izquierda, escrito exprofeso para Paul
Wittgenstein, un pianista al que, por las heridas en el brazo derecho durante
la Primera Guerra Mundial, hubo de amputársele el brazo, y la Pavana para
una infanta difunta, entre otras.
En la historia que nos cuenta la
película podemos admirar tanto la confianza poderosísima de Ravel en su propia
imaginación, como una cierta inseguridad vital y cierta debilidad emocional
ante las circunstancias. Pero en ningún caso admitía, como se ve, que la
crítica tuviera la última palabra sobre una obra que se defendía por sí misma,
aunque el hecho de aceptar encargos supusiera una suerte de espada de Damocles que
lo atemorizaba hasta límites incomprensibles. Y luego estaba el control de su
obra, porque cuando vio la coreografía inicial que invento Rubinstein para su
Bolero, se opuso a que su obra fuera el vehículo de una exhibición pornográfica.
Algo en lo que, andando el tiempo, medio siglo después, acabaría
convirtiéndose, o casi, con el éxito de una película, 10 la mujer perfecta,
de Blake Edwards, en la que su Bolero juega un papel central. Quien sabe si,
por esa intuición, Ravel siempre mantuvo una cierta ambigüedad respecto de su
obra. La detestó durante mucho tiempo, pero acabó reconociendo su «gracia», su
originalidad, y se reconcilió con ella, después de mucho tiempo de parecerle
una suerte de «divertimento» intrascendente. Por hacer un paralelismo clásico,
¡que le hubieran dicho a Cervantes que iba a pasar a la posteridad por Don
Quijote, y no por Los trabajos de Persiles y Sigismunda!
Reconozco que mi interés en conocer,
aunque sea de forma rudimentaria, la vida de Ravel, sobre quien nunca me había
planteado ninguna indagación biográfica, como nos sucede con tantos artistas
que no han hecho de sus figuras su primera obra, ha sido sobradamente
recompensado, y quiero destacar la brillante interpretación de Raphaël
Personnaz, quien, además, se encarga de ilustrar personalmente al piano ciertos
pasajes de las obras del autor.
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