El costado sórdido del boxeo y el orgullo frente al tongo.
Título original: The Set-Up.
Año: 1949
Duración: 72 min.
País; Estados Unidos
Dirección: Robert Wise
Guion: Art Cohn. Poema: Joseph Moncure March
Reparto: Robert Ryan; Audrey Totter; George Tobias; Alan Baxter; James
Edwards; Wallace Ford; Percy Helton; Darryl Hickman; David Clarke; Burman Bodel;
Kenny O'Morrison; Phillip Pine; Edwin Max; Herbert Anderson.
Música: C. Bakaleinikoff
Fotografía: Milton R.
Krasner (B&W).
Treinta y cinco años y ocho películas le bastaron a Robert Wise para rodar esta maravilla antológica no solo del mundo del boxeo, sino, sobre todo, sobre el fracaso profesional y existencial, todo ello ofrecido con un ejercicio de estilo de cine negro que consigue secuencias de lo mejorcito del género. No en vano, el protagonista de esta joya imperecedera es Robert Ryan, un tradicional del género y espectacular protagonista en esta cinta que engancha al espectador desde que la cámara, tras el baile de piernas y el nocaut que derriba a uno de los contendientes en la lona, sobre los que han aparecido los títulos de crédito, enfoca el reló que marca el inicio de la acción y, al fondo, veos el palacio de combates, Paradise City, junto a un restaurante de curioso neón: Dreamland. Entra esa «tierra soñada» y la «ciudad del Paraíso» va a discurrir la escasa hora intensa y dramática de un boxeador veterano a cuyas espaldas sus dos preparadores han amañado su combate con el joven protegido de un mafioso que acabará interponiéndose en su camino hacia el retiro.
Ni un solo minuto
de la película es gratuito, y todo se ajusta milimétricamente, en tiempo real,
a una sesión de boxeo con la que, teóricamente, el protagonista se despedirá
del mundo del boxeo con una bolsa mínima, pero suficiente para iniciar un
pequeño negocio del que vivir con su mujer sin que esta haya de sufrir como,
haciendo un equivalente no creo que disparatado, sufren las mujeres de los toreros
cada vez que han de enfrentarse al toro y no saben si entrarán en la casa para
salir de ella con los pies por delante. Lo que está claro, desde la habitación donde
el protagonista echa una cabezada antes de su combate, es que la pareja no anda
muy sobrada de dineros, y que ella ya no soporta durante más tiempo las
atrocidades de esos combates de los que sale como si de una guerra volviera
malherido.
La película sigue
con cierta parsimonia la llegada del «campeón» a un vestuario cutrísimo, donde
van y vienen las piltrafas humanas que salen con vida del espectáculo, a la
espera de que le llegue el momento de subir al cuadrilátero. Las descripciones
de ese submundo de los despojos del boxeo es tan impactante que a duras penas
los golpes sobre la lona compiten con él. Con todo, y a pesar de la morosidad
con que el director nos relata parte de esas vidas fallidas, teniendo siempre
como punto de referencia la serenidad del viejo boxeador que lo mira y lo oye
todo como una despedida sin lustre ni pompa alguna, el combate que le toca al
protagonista, contra un joven ambicioso que quiere comerse el mundo, durará la
eternidad de dieciocho minutos que dejan al espectador sin aliento y con la constatación
de que Scorsese vio muchas veces esta película antes de lanzarse a rodar Toro
salvaje, con un De Niro espléndido, pero por debajo de a creación inmortal
que logra Robert Ryan en esta película única. Son dos películas en blanco y
negro, pero de muy distinta factura; mientras que en la de Scorsese predomina
un negro difuminado de tono grisáceo, como el de la mina de grafito, buscando
cierta forma de irrealidad que suavizara las aristas de la violencia intrínseca
de la película, el blanco y negro de Milton R. Krasner bebe en las fuentes el
claroscuro muy marcado de o mejor del cine negro, sin descuidar la lejana
influencia de los primeros planos del viejo cine mudo soviético, sobre todo en
la descripción sociológica del público sediento de sangre y violencia que
asiste a veladas como en la que tiene que participar el protagonista. De hecho,
más crudo que los golpes que intercambian sin piedad ambos púgiles, es el
retrato de todos esos seres inmisericordes a quienes les importa una higa la
integridad física de los supuestos deportistas: ellos asisten para ver cómo una
mano de hierro es capaz de desfigurar una cara e incluso de matar a un hombre
que puede caer desplomado y sin vida a los pies de otro que celebrará, desde su
rincón, la gesta. A mí, particularmente, esa «fauna» humana me recuerda la
única velada de lucha libre a la que asistí en mi vida en el Price de Barcelona,
a mis quince años de edad, y en la que encontré a los mismos energúmenos
deseando lo mismo. En el Price todo era más cutre que en el Paradise City, y ha
de considerarse que la lucha libre es una suerte de simulación, no un
enfrentamiento que puede llegar a ser mortal, como vemos en la película. La dureza
extrema del combate logra un crescendo que atrapa al espectador en una tensión que,
en según quiénes, puede provocarles un malestar muy profundo y la necesidad
consiguiente de apartar la vista de unas escenas rodadas con un excepcional
grado de verismo, y en las que Robert Ryan sabe atraerse los ánimos del
respetable cuando decide ignorar la recomendación de sus segundos para que se
deje noquear por el rival, tal y como habían pactado. Lo que está claro es que
cuando el puntito de orgullo del púgil malherido le insufla fuerzas suficientes
para luchar de tú a tú y aun imponerse al barbilindo jovencito, los segundos
ponen los clásicos «pies en polvorosa» y lo dejan no ya ganar solo y a solas,
sino lo peor que le podría pasar al viejo campeón: ganarse la inquina del
mafiosillo que ha invertido en el joven como quien lo hace en un caballo de
carreras y pierde la primera competición en la que participa.
Y tras la
victoria comienza el desenlace de cine negro que tiene planos de auténtico
maestro. De hecho, la algarabía rabiosa de los espectadores sanguinarios, aun
siendo un fiel retrato del fanatismo, no puede competir con la sala vacía y sin
salida en la que se ve el viejo púgil acorralado y a merced de una venganza inexorable.
Pero eso ya
han de verlo, o acaso ya lo hayan visto, como me pasa a mí, los espectadores a
quienes me dirijo, porque esta revisitación de la película de Wise es de las
que se hacen de tanto en tanto, porque, apenas visto el comienzo, ya es imposible
detener la proyección y vamos a recrearnos en esa visión pesimista y triste,
muy triste, de un mundo en decadencia que siempre ha sobrevivido, mejor o peor,
a las modas. No hace poco se quejaban los elitistas lectores de ep de que se
hubieran vuelto a escribir críticas de veladas de boxeo, cuando se trataba de
un acuerdo revocado por el equipo de periodistas del diario, reclamando que no podían
obviar lo que era realidad para las demás empresas.
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