jueves, 26 de noviembre de 2015

Kenji Mizoguchi en color y en blanco y negro: “La emperatriz Yang Kwei-Fei ” y “La mujer crucificada.” Del Japón imperial al moderno.


                        


La emperatriz Yang Kwei-Fei: el amor y la belleza, extremos, en el Japón feudal.


Título original: Yôkihi
Año: 1955
Duración: 98 min.
País:  Japón
Director: Kenji Mizoguchi
Guión: Matsutaro Kawaguchi, Masashige Narusawa, Tao Qin, Yoshikata Yoda
Música: Fumio Hayasaka
Fotografía: Kohei Sugiyama
Reparto: Machiko Kyô, Masayuki Mori, Sô Yamamura, Eitarô Shindô, Eitarô Ozawa, Haruko Sugimura, Yôko Minamida, Bontarô Miyake

         No es que me haya aficionado a los programas dobles, que marcaron mi adolescencia y primera juventud, pero hallar de tan buena oferta dos películas de uno de los grandes directores japoneses es algo a lo que no me sé resistir. Dos novedades absolutas y ambas excelentes. La emperatriz Yang Kwei-Fei, un arrebatado drama amoroso en el Japón medieval y en la corte de un Emperador puede ser considerada algo así como el epítome de la belleza máxima del color en el cine. Para que otros aficionados me entiendan, diría que entre Mizoguchi y Visconti no hay apenas diferencia, que, cada uno en su estilo, ambos representan esa tendencia hacia la exquisitez formal y la riqueza sensorial, rasgos estéticos que tantos quebraderos de cabeza le depararon a Góngora, haciendo una comparación funambulesca y algo atrabiliaria, cuando se conocieron los versos enrevesados y bellísimos de sus Soledades. La película de Mizoguchi está inspirada, sin duda alguna, en el celebérrimo cuento de La cenicienta. Tras serle presentadas tres hermanas al rey para que se consuele de la pérdida de su venerada esposa, a quien idolatra y por quien, de hecho, vive como un alma en pena que solo halla refugio en la música, en el arte, aceptando,  a duras penas, y  con manifiesta repugnancia, hacerse cargo de las labores propias de su condición de Emperador, acabará encontrando en la prima y sirvienta de las otras tres a la candidata ideal para llenar el vacío que le dejó la muerte de su esposa. Ese alejamiento de lo terrenal favorece el movimiento de intrigantes que aspiran a hacerse con las riendas reales del país. Buscando medrar ante el Emperador, uno de sus generales descubre a la prima y sirvienta de las tres hermanas y, admirado por su belleza, que tanto le recuerda a la de la anterior Emperatriz, no descansa hasta que el Emperador pueda echarle la vista encima. Habiendo sido llevada a palacio contra su voluntad, la cenicienta japonesa se manifiesta espontáneamente y le confiesa al Emperador los oscuros motivos ajenos de su presencia en palacio. El Emperador, que la oye tocar una de sus canciones, lo que le depara una tranquilidad de ánimo como hacía tiempo que no conocía, decide acogerla en palacio y, poco a poco, dada su afinidad de caracteres, se va fortaleciendo una relación artística y de amistad entre ellos que acaba, claro está, en un amor no apasionado y, al mismo tiempo, lleno de ese encanto japonés del recato, el respeto, la cortesía, la cortesía, la delicadeza y la belleza. Con todo, la joven campesina que “asciende” a Emperatriz, supone un aire fresco en palacio. Teniendo en cuenta la condición divina de los emperadores, el hecho de acompañar de incógnito a la joven a confraternizar con sus súbditos en una noche de feria, quizás la parte más animada de la película, le permite tener al protagonista una visión de la vida que nunca antes había conocido que lo llena de admiración y lo lleva incluso a considerarse, por vez primera, “un hombre como los demás”.
         La puesta en escena de la película, rodada toda ella en estudio, es de un preciosismo que se extiende a todo cuanto entra en el plano, no solo por el excepcional uso del color, sino del rico vestuario, los muebles, y el diseño de los espacios, sean interiores o exteriores. ¡Cuánto eco viscontiniano en la película! De aquel Luchino de quien cuenta la leyenda que obligó a pintar de verde parte de un prado para conseguir la tonalidad exacta que deseaba… La película, estructurada mediante un flash back que nos es presentado desde el presente, al que se vuelve para asistir a la muerte del Emperador, avanza lenta pero majestuosamente hacia la tragedia, porque la familia de la joven, alzada al poder, provoca el descontento del pueblo por la manera autoritaria de ejercerlo, de tal manera que no parece haber otra vía para erradicarlo que acabar con la “nefasta” influencia de la nueva Emperatriz sobre su soberano. Este, que vive al margen de esos usos políticos, solo vive el drama desde su condición de enamorado, de ahí que sea incapaz de detener la furia desatada de sus soldados levantados en armas ¡en defensa de la pureza del régimen de su soberano!
         No hay encuadre gratuito en la película, todos los planos revelan un virtuosismo en el arte del mismo que luchan unos con otros por la preeminencia, sin conseguirlo. No hay excesivos movimientos de cámara, ni ángulos rebuscados, sino un afán de adaptarse al ritmo del estado de ánimo del soberano, sobre todo en los interiores, en los que parece incluso congelarse la imagen, siempre dotada, ya digo, de una belleza constante, uniforme, avasalladora. Las interpretaciones, como suele ser habitual en cintas de directores de este nivel, tienen una calidad excepcional, sobre todo la de la Emperatriz, que reparte por igual la espontaneidad, la capacidad seductora y un control riguroso de lo que la etiqueta imponía en aquel tiempo medieval. La dedicación musical del Emperador le trae a la memoria al crítico la figura de Alfonso X, si bien éste compaginó dedicación artística y dedicación guerrera con idénticos bríos. Advierto, finalmente, un cierto paralelismo entre la lentitud descriptiva de Mizoguchi y la de Max Ophüls, contemporáneo suyo y reconocido esteta del séptimo arte. En ambos casos hay una pasión descriptiva que acaba convirtiendo la pantalla en un lienzo, para nuestro deleite.




                                                             



La mujer crucificada: Tradición y modernidad en el Japón de posguerra desde el punto de vista de la mujer.

Título original: Uwasa no onna
Año: 1954
Duración: 83 min.
País:  Japón
Director: Kenji Mizoguchi
Guión: Yoshikata Yoda, Masashige Narusawa
Música: Toshiro Mayuzumi
Fotografía: Kazuo Miyagawa (B&W)
Reparto: Kinuyo Tanaka, Tomoemon Otami, Yoshiko Kuga, Eitarô Shindô, Chieko Naniwa, Bontarô Miake, Haruo Tanaka, Hisao Toake, Michiko Ai, Sachiko Mine

            La mujer crucificada cuenta una historia del Japón moderno en el que, sin embargo, aparecen rasgos tradicionales a modo de contraste para plantear una dialéctica modernidad-tradición en la que se desenvuelven los destinos del trío amoroso transgresor que se nos presenta. La madre de la protagonista va a buscar a su hija, que regresa de Tokio después de haber intentado suicidarse mediante ingestión de medicamentos tras un desengaño amoroso. Todo discurre normalmente hasta que, al regresar a casa, advertimos que la madre es la dueña de un burdel de geishas que administra con notable eficacia, un negocio que de siempre escandalizó a su hija, lo que motivó que esta quisiera vivir su vida lejos de su madre y del infamante negocio. El médico que atienda a las necesidades sanitarias del burdel, un joven ambicioso, que mantiene una relación nunca especificada detalladamente en la novela, pero sugerida inequívocamente, conoce a la hija de la dueña del burdel y acaba enamorándose de ella, para despecho de la madre que estaba dispuesta a financiarle la apertura de una clínica privada para que ejerciera su profesión. La vida del burdel y la lenta aclimatación de la hija al nuevo espacio y al viejo negocio, forman parte de un desarrollo que tendrá su momento climático en el momento en que la madre descubre la relación de su hija con el médico. Herida por la traición y devorada por los celos de su propia hija, las escenas del enfrentamiento entre ambas mujeres adquieren una intensidad dramática que conmueve al espectador, porque la lucha de expectativas amorosas de dos mujeres situadas en franjas de edad tan alejadas, la veintena y la cincuentena, siendo madre e hija, tiene un grado de intensidad que ambas, además, representan con una pasión, con una intensidad y con una capacidad para exhibir el desgarro, que por fuerza hemos de acabar viendo como un pelele al médico que ha suscitado ese enfrentamiento, de ahí el final, nada previsible: la hija, que sabe lo que significa el desengaño amoroso, empatiza con la madre y, de despreciarla por su dedicación profesional, aunque ella haya vivido de “eso”, pasa a reconocerle todos sus esfuerzos por mantenerla. Cuando la madre enferma, Yukiko, la hija, ha de hacerse cargo del negocio familiar, lo que desempeña con una profesionalidad sorprendente. He de dejar constancia que el negocio de las geishas parece ya, en aquella época de los 50 en Japón, una atracción turística, más que su manera autóctona de organizar la prostitución. Hay algo de harén en esa vida compartida de las concubinas y en los delicados preparativos para recibir, como auténticas diosas del amor, a los clientes. Al ser en blanco y negro, no podemos gozar del colorido de esas vestiduras, pero no es menos cierto que hay una gama de grises que acaban dotando a las imágenes de una cierta sensualidad. La puesta en escena, de nuevo casi toda la película transcurre en interiores, se recrea en la particular disposición arquitectónica de las casas japonesas tradicionales, lo que permite unos ejercicios de perspectiva y de transparencias muy curiosos. Se trata de un espacio ambiguo en el que tanto se representa la reclusión como la liberación. De hecho, la dura situación de la mujer sin posibles que había de hacerse cargo de otras personas supone un relevo de personas que difícilmente hará que naufrague un negocio que gira alrededor de la profesión más antigua del mundo. Que a través del respeto a nuestros mayores (a su madre) se acepte una realidad como la de la prostitución, que antes se había despreciado tan acerbamente, no parece un planteamiento muy progresista, pero sí muy humano. La empatía de la hija con la madre que sufre ante sus ojos un desengaño como el que a ella la llevó al intento de suicidio es realmente conmovedora, y el espectador acaba dejándose arrastrar a la lógica de los hechos y compartiendo con la hija su repentino fervor profesional.

         Dos películas tan diferentes como las criticadas permiten entender la dimensión cinematográfica de Mizoguchi y su apuesta por el rigor argumental y por la puesta en escena. Todo en ellas sucede, además, a pesar del hieratismo majestuoso de la primera, con una sorprendente naturalidad que parece encubrir el artificio retórico, ese ejercicio de dirección que asombra a cualquiera que esté acostumbrado a ver buen cine.

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