lunes, 28 de diciembre de 2015

“Langosta”: los solteros resistentes: una distopía perversa de Yorgos Lanthinos.


                    

Langosta: la risa, la mueca y el horror: una desconcertante y magnífica comedia negra de Yorgos Lanthinos.

Título original: The Lobster
Año: 2015
Duración: 118 min.
País: Grecia
Director: Yorgos Lanthimos
Guión: Efthymis Filoppou, Yorgos Lanthimos
Música: Varios
Fotografía: Thimios Bakatakis
Reparto: Colin Farrell, Rachel Weisz, Jessica Barden, Olivia Colman, Ashley Jensen, Ariane Labed, Angeliki Papoulia, John C. Reilly, Léa Seydoux, Michael Smiley, Ben Whishaw, Roger Ashton-Griffiths, Rosanna Hoult, Heidi Ellen Love

            Seis años después de su inclasificable ópera prima, Canino, cuyo simple resumen argumental, pues no he tenido ocasión aún de verla, permite imaginar a la perfección las duras imágenes que han de traducirlo, teniendo en cuenta las impactantes que dejan en la retina esta Langosta tan sorprendente como atractiva, tan conseguida, el director griego nos ofrece una película con mayor presupuesto y con la participación de dos de los “grandes” actuales de la interpretación, Colin Farrell y Rachel Weisz, que no decepcionan en sus papeles de solteros resistentes que no pueden ceder a la energía contestataria del amor en un mundo cuya regla básica impide el emparejamiento, y aun hasta la más mínima corriente de simpatía entre los activistas solteros, un fiel reflejo, invertido, del orden social imperante que obliga a estar emparejado para poder sobrevivir como seres humanos en la sociedad. La “invención” de la película, como sucede con la mejor literatura distópica, como en Fahrenheit 451 o en Soylent Green, es extraordinariamente feliz, y el corolario, la existencia de los hoteles donde se les da un plazo prudencial de tiempo a los solteros para emparejarse antes de ser convertidos en animales si no son capaces de conseguirlo, genera un sinfín de situaciones que se mueven entre el absurdo, la comedia negra y el esperpento. Los forzados clientes del hotel, un dechado de imperfecciones congénitas que han impedido tener una pareja estable, pueden ganar tiempo extra en el hotel cuando logran “cazar” a algunos solteros “salvajes” que viven en los bosques, al margen del sistema, un poco al estilo de los yahoos de Swift. Desde la llegada del protagonista al hotel, con un cuestionario que avanza tímidamente al espectador la extrañísima realidad en la que se va a sumergir inmediatamente, la acción mantiene un crescendo impecable que atrae su atención y le permite seguir casi con el alma en vilo una serie de acontecimientos que se resuelven trágicamente y que dan paso a la segunda aparte, la huida al bosque, donde entra en contacto con la resistencia y su lideresa máxima, Lea Seydoux, una actriz en permanente progresión que, en esta ocasión, y aun a pesar de la escasa consistencia del personaje, sabe dotarlo de un relieve que la hace destacar. Las incursiones que, desde su “territorio libre”, hacen en la ciudad para diversos menesteres, entre ellos visitar a sus padres, camuflándose como parejas, están entre los mejores momentos de la película. La historia tiene dos partes bien definidas, la estancia en el hotel, la más atractiva, y la huida al bosque, quizás excesivamente alargada y algo pesada y monótona en su desarrollo, porque resulta evidente la atracción entre los protagonistas, la cual sufrirá un castigo de una crueldad en modo alguno diferente de la ejercida por la “autoridad” en el hotel donde se les concede la última oportunidad a los solteros para “ordenar” sus vidas. El desesperado intento del protagonista le lleva a emparejarse con una sádica sin sentimientos, personaje protagonizado por Aggeliki Papoulia, una actriz llena de fuerza y capaz de lograr un extraordinario nivel de verosimilitud para su personaje. Ese emparejamiento llevará hasta el clímax la disparatada situación que viven los solteros en el hotel y precede a la segunda parte, la del enamoramiento real del protagonista en el seno de la resistencia armada, en el bosque. A pesar de ser mundos opuestos, hay personajes que se mueven entre ambos, en funciones de soporte logístico, lo cual permite entender la supervivencia del grupo, acaso como parte de un sistema del que forman parte como presas para los forzados clientes del hotel, algo que se intuye pero que ningún dato objetivo permite confirmar.
         La película tiene, así pues, dos partes bien definidas, la del hotel, la mejor de ambas, y la del bosque, un alargado complemento de la primera. Si en esta los personajes están sometidos a fuertes restricciones y la amenaza definitiva de ser transformados en animales -cada uno en el que escoge al entrar en el hotel y rellenar la ficha- si no son capaces de emparejarse; en la segunda, la del bosque, no son menores ni las restricciones ni los castigos, como tendremos ocasión de ver cuando los protagonistas no puedan resistir la tentación del amor que nace entre ellos. El director muestra dos puestas en escena muy diferentes: el recinto del hotel, perfectamente pulcro y anodino; y la naturaleza de un bosque tupido y salvaje en el que han de sobrevivir los huidos. No nos llamará la atención, de la película, una realización preciosista, porque los encuadres y los planos están al servicio de la escasa vitalidad y el nulo encanto seductor de los personajes reunidos en el hotel, los cuales, a pesar de su dramática situación, más parecen a veces enemigos unos de otros que propiamente las últimas tablas de salvación, el clavo ardiendo al que agarrarse. Sin llegar a ser una película coral, porque el hilo narrativo sigue al protagonista, un Colin Farrell extraordinario en su registro de hombre insignificante y desprovisto de la más mínima capacidad de seducción, hay diversas historias que se ramifican a partir de los conocimientos que va haciendo en el hotel y que permiten una variedad de situaciones que redondean la primera parte de una forma muy eficaz. La distopía que nos presenta el director, una sociedad que margina a los solteros y que basa su orden en la institución de la pareja unida por una profunda afinidad, se revela, a pesar de la existencia de solteros rebeldes sobreviviendo al margen del sistema, como las dos viejas caras de la misma moneda, porque la alienación, las restricciones y los castigos que hallamos en el orden establecido, tienen su réplica no menos estricta y cruel en el mundo de los resistentes, como se comprueba cuando la lideresa del grupo descubre el enamoramiento apasionado de los protagonistas y entra en acción, lo cual nos lleva a un final que permite remontar el decaimiento último de la segunda parte y enfrente al espectador a un final sobrecogedor del que nada diré, por supuesto.
         Al igual que ya ocurrió con Canino, su primera película, esta Langosta es uno de esos filmes que pueden hasta poner de muy mal humor al espectador que no “conecte” con el sentido transgresor y hasta cómico con el que el director ha planteado la historia, y es posible que incluso pueda acabar viéndola como una provocación absurda, sin gracia ninguna; pero eso sería tanto como decir que ese mismo espectador se saldría de Esperando a Godot porque nunca acaba de hacer, Godot, su entrada en escena. Lo cierto es que el trabajo de los actores, tan exquisito, consigue dotar de total verosimilitud la historia narrada y resulta muy difícil no entrar en el juego perverso que nos propone Yorgos Lanthimos, quien consigue esa distancia objetiva que nos permite incluso empatizar con los personajes y sentir nuestras sus ansiedades, sus temores y aun hasta sus desesperaciones. A mí, personalmente, me ha recordado aquellos lejanos años 70 en los que se hacían películas como Dillinger é morto, Tamaño natural o Goto, isla del amor, por ejemplo, un cine al margen completamente de los estándares comerciales, como no hace mucho tuvimos ocasión de ver con El maquinista, por ejemplo, o, como en la última película aquí criticada, Invasión, de Borges y Bioy Casares. Ejemplos de un cine para los que se buscó una etiqueta que lo marginara, Cine de Arte y ensayo, y que le concedió verdadera carta de naturaleza como “el cine” propiamente dicho.


jueves, 24 de diciembre de 2015

“Invasión”: Historia y guion de Borges y Bioy Casares, una película tan insólita como magnética.


                           
                                         
Invasión, entre El hombre que fue Jueves, La zona, el teatro del absurdo, el mundo porteño de Borges y el Cortázar de Casa tomada. La ópera prima de Hugo Santiago.


Título original: Invasión
Año: 1969
Duración: 123 min.
País: Argentina
Director: Hugo Santiago
Guión: Hugo Santiago, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares
Música: Edgardo Canton
Fotografía: Ricardo Aronovich
Reparto: Olga Zubarry, Lautaro Murúa, Juan Carlos Paz, Martín Adjemián, Daniel Fernández, Roberto Villanueva, Jorge Cano, Ricardo Ornellas, Leal Rey, Horacio Nicolai, Juan Carlos Galván, Aldo Mayo, Hedy Krilla, Claudia Sánchez
           
            A este ritmo, admito que YouTube puede ser mi perdición… En poco tiempo he descubierto varias joyas de cuya existencia lo ignoraba todo. Mi suerte crítica, con todo, es que puedo enlazar la URL para que ningún aficionado que pase por estas páginas se las pierda, caso de que se vea con ánimo de pasar de mi teoría a la práctica del visionado. Hugo Santiago es un director argentino radicado en Francia que fue ayudante de dirección de Robert Bresson, de quien se declara discípulo, y quien tras siete años de aprendizaje regresó a Buenos Aires para rodar el guion de Borges y Bioy Casares, Invasión, en el que él también acabaría participando. La película se ha convertido, como buena parte de la obra del autor, en una rareza en principio diríase que solo apta para cinéfilos, pero trataré de demostrar que no es así, que, como El Proceso de Welles, Providence, de Resnais  u otras obras enigmáticas parecidas, la película admite un público muy heterogéneo y no exclusivamente cinéfilo. Estamos ante una historia de intriga en la que una ciudad-estado, podríamos decir, Aquilea, trasunto de un Buenos Aires perfectamente reconocible, sobre el plano de la cual realizó J.C. Distéfano unos títulos de crédito muy ajustados al espíritu de la película, está siendo invadida por unos seres que pasan desapercibidos excepto por la tendencia a vestir gabardinas claras que caracteriza a los invasores. Frente a ellos, y a partir de un viejo profesor que vive solo con su gato, un animal que acaba teniendo una dimensión totémica, a juzgar por la relación que establece Don Porfirio, el anciano, con él, un grupo de hombres, todos ellos vestidos de negro o con colores oscuros, intentará hacer frente a los invasores, tratando de sabotear sus planes de invasión. El hilo conductor de la película pasa por Herrera, un personaje interpretado excepcionalmente por el director Lautaro Murúa, y su mujer, un matrimonio en crisis por la imposibilidad de comunicarle el protagonista a su mujer cuáles son las secretas actividades a que se dedica. Esa relación humana se complica cuando Herrera intuye que su mujer tiene, también, una vida paralela sobre la que no parece dispuesta a dar explicaciones. La película, así pues, sigue dos tramas que, al final, acabarán convergiendo en el desenlace. No es el exceso de información lo que caracteriza a la película, por lo que salvo el carácter supuestamente heroico de los resistentes y el impío de los invasores, dispuestos a acabar con quien se oponga a sus planes de invasión, todo lo demás lo ha de poner el espectador a partir de las andanzas de ese grupo de amigos que, con ciega confianza en la capacidad estratégica de Don Porfirio, se dedica, prioritariamente, a su labor de resistentes. La vida de Buenos Aires, los cafés, el empedrado característico de sus calles, y hasta la estupendísima milonga La muerte de Manuel Flores, con música de Aníbal Troilo y letra de Borges, interpretada en la película por el guitarrista Ubado de Lio y recitada por el actor Roberto Villanueva, todo, en conjunto, hacen de Invasión un mensaje lo suficientemente ambiguo como para que cada cual quiera entender en él lo que le parezca. Es cierto que el mapa de Aquilea no “casa” con el de Buenos Aires, está claro, pero todo lo demás se ajusta como un guante. La película, en blanco y negro, cuenta no solo con una fotografía fabulosa de Ricardo Aronovich, quien colaboró con Scola en La familia y con Resnais en Providence, sino con una dirección que no ha dejado plano ni encuadre al azar, consiguiendo, tanto en interiores como en los muchos exteriores en los que transcurre la acción, un fortísimo poder sugestivo de las imágenes. Quizás, aunque sean notables, las menos imaginativas sean las de la invasión, por tierra mar y aire de los invasores. El resto de la trama, en el que van cayendo de uno en uno los personajes que forman el grupo resistente, nos permite acercarnos a una tensión entre la acción y el espacio, muy a menudo de noche y en espacios neutros como estaciones, el puerto o un estadio de fútbol desierto, lo que acentúa la impresión constante de amenaza, que es lo que más se acerca al mundo despersonalizado del absurdo, como si la ciudad estuviera despoblada y fuera un tablero de ajedrez donde invasores y resistentes jugaran su partida. A menudo tiene uno la sensación de habitar en el espacio frío de los personajes de Magritte o en las calles de De Chirico. De vez en cuando, sin embargo, como la reunión en el café donde se escucha la milonga, se nos impone el Buenos Aires clásico de la narrativa argentina del propio Borges y de Cortázar. El conjunto de actores cumple su cometido a la perfección, esos “hombres de negro” que encarnan valores tradicionales como la amistad, la lealtad, la hombría, la galantería, el sentido del deber, el espíritu de aventura, un patriotismo indefinido y, se deduce, una defensa de la libertad que les lleva a sacrificar incluso su propia vida; todo ello, sin embargo, desde una óptica escoradamente masculina, a pesar del desenlace.  La película mantiene el interés del espectador sin desmayo, y a ello contribuye poderosamente no solo la naturaleza llamémosle bélica de los episodios, sino, sobre todo, el poderoso ritmo visual que ha imprimido Hugo Santiago, además del impagable paseo visual por una ciudad de tanto eco literario como Buenos Aires. Los personajes se mueven en ella, en Aquilea, vaya, casi con el mismo tacto y precaución que el protaganista de Stalker (“La zona”), de Tarkovski, algo que se acentúa en el episodio de la isla, por ejemplo. Hugo Sánchez retomaría el tema mucho tiempo después y llegaría a hacer dos películas continuadoras de esta primera, una trilogía que, forzosamente, he de hacer todo lo posible por ver, está claro...
Acabemos, sin embargo, remitiendo al fatalismo de La milonga de Manuel Flores:
         Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo el sabio Merlín:

morir es haber nacido.

martes, 22 de diciembre de 2015

Cine histórico, de espías y de aventuras: “El reinado del Terror”, de Anthony Mann.


                         

El reinado del Terror: La caída de Robespierre vista por Anthony Mann y John Alton en un asombroso ejercicio tenebroso de expresionismo cinematográfico y poderoso ritmo narrativo.


Título original: Reign of Terror
Año: 1949
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Director: Anthony Mann
Guión: Æneas MacKenzie, Philip Yordan
Música: Sol Kaplan
Fotografía: John Alton (B&W)
Reparto: Robert Cummings, Richard Basehart, Richard Hart, Arlene Dahl, Arnold Moss, Norman Lloyd, Charles Mcgraw, Beulah Bondi, Jess Barker, Wade Crosby, William Challee, Georgette Windsor


   ¡Sorpresa de las mayúsculas! En programa doble del vídeo se me ofrecía Testigo accidental de Fleisher y El reinado del terror, de Anthony Mann. Vi la primera, e incluso la critiqué junto con Con las horas contadas de Rudolph Maté, por mi arraigada predilección por el cine negro; pero ayer quise, para poder retirar el vídeo de los que esperan turno, asomarme con curiosidad a esa visión de la Revolución Francesa que me proponía Anthony Mann, director prolífico y autor de algunas obras de mérito, como El Cid, asesorada por Menéndez Pidal, y, por supuesto su excelente colección de westerns como Horizontes lejanos o El hombre de Laramie. Me temía alguna orduñada, porque el cine histórico es pasto frecuente para el extravío de no pocos directores, independientemente de su acreditada calidad (aún recuerdo con horror Tierra y libertad de Ken Loach, por ejemplo), pero desde el mismísimo comienzo de la película se aventura ya, por la maravillosa fotografía en blanco y negro de  John Alton (Oscar por Un americano en París) que vale tanto como una puesta en escena,  para una historia de traiciones, sospechas, persecuciones, huidas, disimulos, intrigas, suplantaciones de personalidad y los malentendidos de un amor cruzado con la política; desde el marcado claroscuro casi expresionista de los primeros planos, digo, se intuye que quizás estemos en presencia de una obra injustamente olvidada o relegada en la larga filmografía de su autor, quien ese mismo año, por cierto, filmó otras dos:  Side Street y Border Incident.  Ambientada en los años del Terror de la Revolución Francesa, la trama gira en torno a los intentos de algunos revolucionarios franceses, encabezados por Barras, para impedir que Robespierre , principal figura del Comité de Salvación Publica, se convierta en Dictador único de Francia. A través de un agente del Marqués de Lafayette que suplanta la personalidad del sanguinario revolucionario de Estrasburgo, y a quien Robespierre encarga la búsqueda del cuaderno negro donde ha apuntado los nombres de los contrarrevolucionarios que han de ser ejecutados para garantizar el triunfo de la Revolución, se va desvelando una intriga en la que se cruzan los intereses personales de dos personajes históricos de muy distinta catadura, Saint-Just y Fouché. La ambientación, con un París nocturno, prácticamente no hay escenas diurnas en la película: o son nocturnas o son interiores, lo cual, está claro, permite adelgazar el presupuesto de la película, pero esa ausencia de inversión se ha compensado con el ingenio y la iluminación. En la película es muy frecuente, por otro lado, el uso alterno del picado y del contrapicado, de lo cual podría derivarse alguna interpretación ideológica que dejo al albur de cada uno de sus posibles espectadores, pero parece evidente esa intención comunicativa en el director. En lo que no hay ambigüedad posible, a lo largo de la película, es en la denuncia explícita de la dictadura policiaca popular en que se convierte la Revolución a través del gobierno del Comité presidido por Robespierre. La interpretación corre pareja con la iluminación y la sobria pero muy eficaz puesta en escena, que potencia el lado de película de aventuras que rezuma la película, con personajes equívocos, como Fouché, cuyo intérprete, Arnold Moss, a medio camino, físicamente, entre Adrien Brody y Marty Feldman, contribuye poderosamente, junto con  la “iluminada” actuación de Richard Basheart (el almirante Nelson de la entrañable serie Viaje al fondo del mar), como Robespierre,  a elevar poderosamente la categoría de la película. Nadie a quien le gusten películas como Los contrabandistas de Moonfleet, de Fritz Lang, u otras por el estilo, dejará de apreciar en El reinado del terror sus muchos valores cinematográficos y éticos, porque, afortunadamente, la película no se centra en una dicotomía Revolución/Restauración monárquica, sino en una orientación democrática o autocrática de la Revolución, lo que la hace mucho más interesante y compleja. La omnipresencia de Robert Cummings en el rol del agente infiltrado en el Comité, molesta algo, porque no acaba de administrar eficazmente sus recursos interpretativos, sobre todo cuando esboza la media sonrisa de suficiencia y aplomo en las situaciones comprometidas, pero ello no impide que el espectador siga sus pesquisas con curiosidad y pasión por descubrir el paradero del famoso cuaderno negro de Robespierre, sobre el cual renuncio a decir ni una palabra para no arruinar sorpresas bien tramadas.

         La perspectiva histórica de la película es muy respetuosa, incluso con detalles como el de la mandíbula destrozada de Robespierre, antes de ser guillotinado junto con Saint-Just, y, en términos generales, nada da el cantazo de forma clamorosa, ni siquiera la un pelín forzada aparición, al final, de un desconocido Napoleón Bonaparte con quien parece querer enlazarse la tentación autocrática del periodo del terror. En suma, una película muy entretenida y muy imaginativa desde el punto de vista de la realización, con un uso excepcional del primer plano y con una fotografía expresionista que contribuye poderosamente a la plasmación de las intrigas revolucionarias en las que sus participantes se juegan ciertamente la vida.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Deuda comenzada a saldar: “La caja”, de Manoel de Oliveira.


                   

 Un mágico encuentro con Manoel de Oliveira: La caja, el (neo)realismo sucio portugués o la impecable puesta en escena de la fatalidad.


Título original:A caixa  
Año: 1994
Duración: 93 min.
País: Portugal
Director: Manoel de Oliveira
Guión: Manoel de Oliveira
Música: Isabel Ruth
Fotografía: Mario Barroso
Reparto: Luís Miguel Cintra, Glicínia Quartin, Ruy de Carvalho, Beatriz Batarda, Diogo Dória, Isabel Ruth, Filipe Cochofel, Sofia Alves, Mestre Duarte Costa, Paula Seabra, Miguel Guilherme, Antonio Fonseca, Rogério Samora

            Primer encuentro con Manoel de Oliveira, con quien tenía una cita siempre postergada sin ninguna razón especial que lo justificara, salvo la de ese azar que siempre me ha gobernado las inclinaciones y los encuentros. Finalmente, me he sentado a ver La caja, que me ha dejado literalmente clavado a la butaca, y he descubierto lo que, sin duda, será un filón que habré de explorar en el futuro inmediato, para confirmar que el resto de su filmografía tiene la calidad que la de esta La caja, tan extraordinaria. Partamos de un dato que confirma el derroche de imaginación visual de este cineasta portugués, quien estuvo trabajando hasta después de haber cumplido los 100 (murió con 106): toda la obra transcurre en un único escenario, rindiendo tributo al origen teatral de la película: una obra de Hélder Prista Monteiro de mismo título A caixa. Se trata de un dramaturgo de quien también llevó al cine su obra Inquietude. La obra tiene un origen autobiográfico, porque se base en el trayecto que recorría Prista Monteiro en Lisboa a través de las escaleras que iban de la calle de la Madalena hasta la sede de los Socorros mutuos de los empleados de comercio donde Prista pasaba consulta en su condición de médico neumólogo. El dramaturgo portugués inició su carrera como seguidor del teatro del absurdo que se impone en los escenarios europeos en la década de los 50, algo que Oliveira recoge, parcialmente, y al final, en su adaptación cinematográfica, en un giro que se aproxima más al realismo mágico que propiamente al teatro del absurdo.

          La película ha sido rodada en un estado de gracia poético-fílmica que, a pesar de la desgarrada tragedia que se narra en ella, la belleza inunda casi cada plano de ese tramo de escalera, no más de cien metros, en el que se desarrolla la acción, en un prodigio tal de fluidez narrativa que en ningún momento el espectador llega a sentir la claustrofobia de quien durante hora y media no sale de espacio tan reducido. Es cierto que Oliveira se caracteriza por el uso de planos fijos en el seno de los cuales evolucionan los personajes, pero en esta ocasión, desde el mismísimo inicio, hay un sutil juego de perspectivas que consiguen incluso crear la sensación de que hasta hemos cambiado de espacio. El color, el empedrado de la calle, la miseria de las paredes desconchadas y las viviendas más que modestas, junto a los personajes humildes y muy variados, desde la piedad hasta la crueldad extrema, más los respectivos picados y contrapicados desde los que asistimos a la dramática historia del robo de la caja oficial de recaudación de un ciego que vende en el portal de su casa cerillas y otros modestísimos artículos para ganar algo con que contribuir, desde su invalidez, a la economía familiar,  se va a ir complicando progresivamente en una suerte de comedia bárbara valleinclanesca, en la que el odio de la hija hacia su padre y el chulo de su marido, que, camorrista impulsivo, asegura que no cejará hasta dar con los ladrones de la caja de su suegro, a quien maltrata como lo hace su propia esposa. El otro centro de interés en el tramo de escalera es la taberna donde “reside” un perdedor vital que se aferra a su maestría musical con la guitarra, para deleite de todos los parroquianos y, sobre todo, del dueño del bar, otro desengañado sin más dios que su propio miserable negocio. Uno de los momentos mágicos del esperpento, por ejemplo, es el que se produce cuando, tras unas vagas confidencias del maestro Duarte Costa, un músico que se interpreta a sí mismo, este, tras las dudas metafísicas del dueño del bar, le ofrece una versión extraordinaria del Ave María de Schubert, ejecutado con una delicadeza que transfigura la escena hasta que irrumpe la epifanía de lo santo, de la mano de las cuerdas tan sabiamente gobernadas. Es toda la película, tan bárbara, tan cruel, tan desengañada, la que está llena de momentos espléndidos, como la lucha del yerno del ciego contra tres maleantuchos de tres al cuarto en medio de la escalera, una coreografía trágica extraordinaria en la que sorprende, por ejemplo, la presencia de una pintora de calle junto a dos turistas americanas que van comentando el progreso del cuadro y que se ven literalmente arrolladas por la pelea entre los hombres; una escena entre lorquiana y valle-inclanesca resuelta con una simplicidad maravillosa; una escena en la que, además de ellas, también comparecen en escena la mayoría de los personajes de la obra, porque se trata de una obra coral, aunque el centro de atención esté en el ciego y en la caja que, para los donantes, es una suerte de certificado oficial de su minusvalía. Al apresamiento del marido no tarda en sucederle, cuando, después de huir del barrio, llega la noticia de que ha sido detenido y de que lo llevan a la cárcel, el maltrato salvaje al padre ciego y la determinación final de este de suicidarse, ante la amenaza de la hija de abandonarlo a su suerte. Las pasiones desatadas, la pobreza y la miseria honrada de la mayoría de los personajes contrastan con la tragedia del ciego y con la picaresca que rodea a algunos personajes, como ocurre con el encuentro con otro ciego que lleva un lazarillo con una caja “oficial”, y que se revela, haciendo un guiño cómplice a la cámara, un impostor. En fin, que a lo largo del desarrollo de la trama no hay momento en que no haya un destello del mejor cine de siempre, en esta película rodada, por cierto, cuando Oliveira tenía más de 80 años, ¡un chaval!, vaya, teniendo en cuenta que aún rodaba cumplida la centena… No quiero seguir explicando la trama, porque arruinaría una sorpresa curiosa, sobre la que baste decir que tiene relación, a su manera, con esa joya narrativa que es El callejón de los milagros, de Mahfuz; pero no quiero dejar de insistir en la puesta en escena de la película, en ese tramo de escalera en la Alfama lisboeta que adquiere una condición mágica y microcósmica: los olvidados, los nadie, los supervivientes la ocupan y nos muestran sus miserias y sus grandezas. Un hermoso poema trágico.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

La poética dolorosa del amor no correspondido: “Pobre amor”, de Griffith


                         

Pobre amor, de Griffith: una aparente obra menor con una Lillian Gish  y un Robert Harron magníficos. 
Título original: True Heart Susie
Año: 1919
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: D.W. Griffith
Guión: Marian Fremont
Música: Película muda
Fotografía: G.W. Bitzer (B&W)
Reparto: Lillian Gish, Robert Harron, Wilbur Higby, Loyola O'Connor, George Fawcett, Clarine Seymour, Kate Bruce, Carol Dempster, Raymond Cannon

            David. W. Griffith es autor de una obra tan extensa y significativa en la Historia del Cine que, al margen de sus grandes obras, Intolerancia sobre todas ellas, conviene ir buceando de tanto en tanto en ese corpus magnífico porque, como sucede en este caso, halla el espectador películas como Pobre amor que, a buen seguro, acabarán complaciéndole. Vista con ojos de aficionado, además, las recompensas se multiplican, porque ese don para la narración cinematográfica de Griffith, que alcanza ya su madurez tan tempranamente como en Nacimiento de una nación o Intolerancia, de 1915 y 1916 respectivamente, se exhibe en este Pobre amor de 1919. La seguridad con que, desde una relación escolar hasta la emotiva anagnórisis final del verdadero amor de su vida, tras un desdichado matrimonio por medio, Griffith relata la historia de ese “corazón sencillo” que es la protagonista sorprende al espectador y le imanta a la narración de la historia, que fluye admirablemente en un encadenamiento de secuencias ninguna de ellas gratuita, y algunas de ellas logradísimas. Si, además, la interpretación se apoya en el sensible y extraordinario trabajo de esa gran dama del cine que fue Lillian Gish, de dilatadísima trayectoria, el espectador poco más puede pedir. En el esplendor de su carrera, Griffith supo sacar un partido magnífico de la expresividad plural de una actriz de incomparable fotogenia. A pesar de ser cine mudo, no espere el espectador aquellos énfasis habituales, tan graciosamente parodiados en Cantando bajo la lluvia, porque lo que va a encontrar es una suerte de minimalismo gestual lleno de una poderosa magia. La mirada de Lillian Gish posee una versatilidad tan extraordinaria que son innumerables las emociones que transmite con ella a lo largo de la película, desde la resignación hasta el amor apasionado, pasando por el rencor, la profunda tristeza, la ironía o el desprecio: un auténtico recital interpretativo a cuyo nivel de excelencia difícilmente pueden acercarse las actrices actuales, con quienes resulta demasiado atrevido establecer una comparación.
          La historia de Pobre amor está relacionada, esencialmente, con una caracterología humana: la de la joven enamorada y abnegada que cifra en la felicidad ajena su propia felicidad, un corazón sencillo flaubertiano con quien el espectador se identifica desde el primer momento por la limpidez de sus sentimientos, la abnegación y el inmenso sacrificio que está dispuesta a hacer para conseguir que su enamorado logre ir a la universidad y se convierta en una persona importante, porque ella quiere casarse con alguien importante. La protagonista vende su vaca, y le hace llegar a su enamorado los dineros de la venta para que vaya a la universidad. Cuando vuelve, continúan su relación, pero, como el buen partido en que se ha convertido para las jóvenes casaderas, cae como un pardillo en el hechizo de quien solo quiere casarse con él sin renunciar a su licenciosa vida de soltera. Toda la aventura del joven está narrada prácticamente desde el punto de vista de su fiel amiga, porque son constantes los planos de la mirada de ella observando el desarrollo de los acontecimientos en contra de sus aspiraciones. Contribuye a esa “vigilancia” el hecho de ser vecinos y vivir casi puerta con puerta. Sin salir del modesto lugar que ocupa en la vida de su enamorado, el espectador observa el verdadero alcance del drama de la protagonista y comprende a la perfección la verdadera naturaleza de la psicología del “corazón sencillo”, esos millones de jóvenes a quienes su modesto príncipe azul dejará por otra mujer, y a quienes Griffith dedica su película. Quienes han vivido amores contrariados por haberse invisibilizado a ojos del objeto amado seguirán con emoción esta película, porque la protagonista no solo encarna con toda propiedad a quienes así han sufrido, sino que, además,  se recrea en el retrato de los ingenuos “pobres hombres” de escasa o nula personalidad, prestos a caer en los engaños del halago interesado, como es el caso de su enamorado, ciego por completo al descubrimiento del verdadero amor constante más allá, incluso, de las más adversas circunstancias. La película no hubiera sido lo que es si para ese papel Griffith no hubiera contado con Robert Harron, quien con esta interpretación logró una fama que, curiosamente, no consiguió tras su actuación en las películas capitales de Griffith, Nacimiento de una nación e Intolerancia. Las primeras escenas de la película, en las que Harron interpreta el correlato masculino de la protagonista, pero sin el anclaje en la realidad de ésta, constituyen una actuación extraordinaria, a la altura de su colega y amiga. Después del paso por la universidad, la caracterización del personaje cambia, para indicar el nuevo estatus social alcanzado y ello conlleva una nueva manera de reaccionar frente al mundo y a los demás, una especie de serenidad burguesa que se materializa a través de su matrimonio engañoso. Tanto antes como después de la transformación, Harron le da una réplica extraordinaria a Gish, lo que sirvió para convertir esta amable comedia romántica en un gran éxito de publico.
          La película está llena de imágenes soberbias, algunas de ellas de índole metafórica, que satisfarán los criterios de los espectadores más exigentes. Teniendo en cuenta que nos movemos en un ámbito casi rural, la presencia de la naturaleza a lo largo de la película, iniciales del amor eterno en la corteza de los árboles incluidas, tiene un carácter casi dominante, sobre todo en la primera parte, antes de la boda. Después, para los enredos del matrimonio fallido se escogen los interiores, como dando a entender, la prisión en la que se ha metido el protagonista, prisión de la que quien quiere huir, sin embargo, es la joven jaranera, a quien incluso acaba protegiendo en sus mentiras su rival, en una deliciosa escena en la que, compartiendo la misma cama, después de una cana al aire de la esposa, la protagonista siente la tentación de descargar físicamente su ira contra ella. Una oportuna revelación, sin embargo, por parte de la tía de la protagonista, con quien vive Susie, acabará poniendo las cosas (y a las personas) en su lugar.

          La película es un melodrama tradicional, pero la delicadeza, incluso la ternura, con que la historia se narra, que emana del propio argumento, dada la naturaleza abnegada de la protagonista, supone una apología del “triunfo de la virtud”, sí, pero también una reivindicación de la ingenuidad y la ausencia de doblez propia de los corazones sencillos propios de los ambientes rurales, algo que tanto Lillian Gish como Robert Harron (quien murió poco tiempo después de haber rodado esta película, por cierto) supieron expresar con una profunda emotividad que no dejará indiferente al espectador que sabe que “cine mudo” suele equivaler a “buen cine”, máxime cuando de directores como Griffith se trata. Pues eso.

martes, 8 de diciembre de 2015

"El puente de los espías": El americano medio metido a espía: Spielberg con guion de los Cohen.


                          


La maestría narrativa de Spielberg: El puente de los espías: De la defensa de la Constitución al intercambio de espías.
  
Título original: Bridge of Spies
Año: 2015
Duración:135 min.
País: Estados Unidos
Director: Steven Spielberg
Guión: Matt Charman, Ethan Coen, Joel Coen
Música: Thomas Newman
Fotografía: Janusz Kaminski
Reparto: Tom Hanks, Mark Rylance, Amy Ryan, Alan Alda, Scott Shepherd, Sebastian Koch, Billy Magnussen, Eve Hewson, Peter McRobbie, Austin Stowell, Domenick Lombardozzi, Michael Gaston
           
         Vaya por delante que el espectador no está ante una emulación o superación de Múnich, una de las mejores películas de Spielberg, a mi juicio; pero no es menos cierto que, desde otra perspectiva, esta película reúne las mejores virtudes de la filmografía del autor y de su magnífico quehacer como director. No solo la historia, totalmente verídica, sino la recreación de época, la puesta en escena perfecta y unas interpretaciones dignas de encomio hacen de El puente de los espías una película que se ve con sumo gusto, al que contribuye una suerte de bajo continuo en forma de sentido del humor que atraviesa toda la película y aumenta el goce de la contemplación de la misma. Desde un inicio anecdótico, un abogado de una compañía de seguros a quien se asigna la defensa de oficio de un espía soviético al que se atrapa en suelo norteamericano y a quien se juzga sin concederle ciertos derechos solo reservados para los ciudadanos norteamericanos, hasta la posterior complicación de la misión mediadora entre la URSS y Usamérica en el territorio de la DDR para realizar un intercambio de prisioneros, pues un piloto de un avión espía ha sido capturado en territorio soviético, la peripecia mediadora del abogado se sigue con un interés total, sobre todo por la distancia irónica con que Tom Hanks ha encarado la interpretación de su papel: un padre de familia y abogado experto en seguros teniendo que vérselas con el complejo mundo de las relaciones entre los dos bloques en plena guerra fría sin, como exigen los cánones, ser “representante oficial ni oficioso” de Usamérica.
 La película tiene dos partes muy marcadas. La primera gira en torno a la relación humana que se establece entre el abogado y el impávido espía. La segunda, en torno a las gestiones en la DDR, justo cuando se levanta el muro de la vergüenza en Berlín y se separan ambos estados alemanes. Si la primera es una defensa de la preeminencia del derecho sobre los atropellos a quienes carecen de la nacionalidad del estado donde se les juzga (y cierta referencia crítica implícita creo advertir a la “excepción” límbica de Guantánamo), hecha a través de un letrado que nos trae enseguida a la memoria la figura de Atticus Finch, no solo por la defensa de a quien se reconoce como “enemigo” de la comunidad, sino por las reacciones agresivas que contra la familia del letrado se producen, parecidas también a las que provoca el letrado encarnado por Orson Welles en la película Impulso criminal, de Richard Fleisher, comentada hace poco en este Ojo cosmológico, cuando ha de defender de la pena capital a dos asesinos convictos. El viaje a Berlín, una ciudad en plena reconstrucción y donde reina aún la escasez de bienes, la miseria y donde se ha impuesto, en la parte de la DDR, un régimen totalitario que acabará con la vida de quienes intenten huir de él, lo que el personaje, en estremecedora escena, contempla cuando viaja en el Sbahn por encima de la zona de seguridad del muro, centra la segunda parte de la película, menos intimista que la primera pero más efectista desde el punto de vista cinematográfico, porque enseguida nos vienen a la memoria planos y atmósferas de películas como Cortina rasgada y tantas otras.. Aunque asistido por miembros de la CIA que le ofrecen apoyo, pero que, al tiempo, lo dejan abandonado a su suerte para llevar a cabo la negociación, el abogado neoyorquino, con notable habilidad negociadora, se empeñará en querer intercambiar el espía soviético por el soldado capturado y por un estudiante universitario que es encarcelado en calidad de espía sin que hiciera otra cosa que trabajar en una tesis con un economista de la Alemania oriental. El doble juego del protagonista, queriendo negociar a dos bandas un intercambio doble por un solo espía nos ofrece los mejores momentos de la película. Para el espectador catalán, curiosamente, no le pasarán desapercibidos los esfuerzos diplomáticos del recién nacido país, la DDRA, por obtener el reconocimiento internacional, aunque sea en forma de negociación para un intercambio de prisioneros espías, de un país de la importancia de Estados Unidos; les parece imprescindible para la consolidación del recién creado régimen comunista alemán. A ese respecto, las gestiones del encargado de dichas gestiones recuerdan, paródicamente, los esfuerzos del Diplocat catalán para mendigar esa pizca de reconocimiento que, de momento, nadie ha tenido a bien concederles, ni tendrá, tal y como se manifiestan todos esos países a cuyas puertas quieren llamar con la ansiedad con que un bebé recién nacido respira a pulmón abierto…
Spielberg, en todo momento dominador de unos recursos suficientemente acreditados, sabe dotar al guion de los hermanos Cohen de una solidez visual que desde el arranque de la película, con escenas de verdadero cine negro clásico, se alarga a lo largo de la cinta con una fluidez admirable. Incluso, como un guiño para los seguidores de su Indiana Jones, incluye una espectacular secuencia en la que el piloto del avión espía ha de decidir entre las dos opciones que le “aconsejan” antes de despegar, en caso de ser abatido, estrellarse con el aparato o, si advierte posibles rutas de huida, por caer cerca de una frontera, tirarse en paracaídas. El hecho de ser apresado, lo equipara por completo al espía soviético detenido en Nueva York: ambos se convierten para los responsables militares y de los servicios de inteligencia de sus respectivos países en dos “apestados”, sospechosos de haber “cantado” cuanto sabían, aunque no lo hayan hecho. Ese giro argumental, que tanto sorprende al abogado, pone una nota de amargura en el relato, porque, desde su indiscutible patriotismo que no necesita demostrarse, el abogado observa las rigideces éticas de ciertos comportamientos oficiales en el ámbito de la seguridad nacional. Ìntroducir en ese mundo glacial del espionaje y los servicios secretos la mirada humana y comprometida en la relación con sus semejantes del abogado neoyorquino es un éxito que concede a la película de Spielberg una dimensión moral que la convierte en una reflexión sobre el individuo, más que sobre la geopolítica.

[Fue tal el éxito negociador del abogado que fue requerido por el gobierno usamericano para que siguiera involucrado en ese tipo de delicadas misiones, e incluso negoció en Cuba la repatriación de más de 1000 prisioneros hechos por los cubanos durante la fallida invasión de Bahía Cochinos, lo que logró a cambio de una remesa de alimentos y medicinas valorada en más de 55 millones de dólares.]

sábado, 5 de diciembre de 2015

El arte y la gracia inconfundibles de John Ford: “Barco a la deriva”

                            


Barco a la deriva: una chispeante comedia sureña de John Ford.

  
Título original: Steamboat Round the Bend
Año: 1935
Duración: 88 min.
País:  Estados Unidos
Director: John Ford
Guión: Dudley Nichols, Lamar Trotti (Novela: Ben Lucien Burman)
Música: Samuel Kaylin
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Will Rogers, Anne Shirley, Irvin S. Cobb, Eugene Pallette, John McGuire, Berton Churchill, Francis Ford, Roger Imhof, Raymond Hatton


            Nadie le discute a John Ford su posición de privilegio en el reducido grupo de los genios del cine, pero es en películas como ésta, una obra absolutamente menor, donde esas cualidades se manifiestan de forma más apabullante, porque consigue rescatar un guion meramente entretenido para convertirlo en una comedia deliciosa, llena de momentos divertidísimos y de recompensas continuas para el espectador que sigue la trama con un interés que no le permite distraer la atención ni un momento. Todo gira en torno al gran río Mississippi y el modo de vida conformado por el mundo de los grandes vapores que lo surcaron, con unos personajes de marcada personalidad que se organizan como un microcosmos en el que todos sus miembros observan un mismo código de conducta. La tensión entre el río y los pantanos próximos, encarnada en la película en una relación amorosa entre un miembro de cada comunidad, muestra bien a las claras esa individualidad de cada comunidad. Así las cosas, la trama se complica cuando el sobrino de un vendedor de pócimas milagrosas bajo la advocación de Pocahontas, la gran maga nativa que conocía los mejores remedios naturales, un excelente Will Rogers que se lleva todo el protagonismo de la película, mata en defensa propia a un familiar de la chica opuesta a su decisión de casarse con un “enemigo” del río. El tío convence al sobrino para que se entregue y tenga un juicio justo, pero lo que sucede es que lo condenan a muerte. Toda la acción girará en torno a la necesidad de encontrar a un testigo presencial, El nuevo Moisés –nada que ver, como es obvio, con el nacionalismo catalán, del que en el Mississippi ni siquiera hoy han oído hablar…–, que viaja por el rio convirtiendo a los fieles a la verdad de la religión y apartándolos del consumo vehemente del alcohol. La persecución del predicador se mezcla, accidentalmente, con una competición de vapores en la que el tío acaba participando, con una acción trepidante y momentos absolutamente desternillantes, precedidos, mucho antes, por las impagables escenas de la boda de los dos jóvenes en la prisión, con un alguacil a reventar de gracia y buen hacer interpretativo a cargo de Eugene Pallet, un “característico” imprescindible en las comedias de los años 30 y 40 en el cine norteamericano. Aunque es injusto destacar ninguna actuación, porque la película es absolutamente coral, y gracias a ello el espectador alcanza un nivel de disfrute que ya quisieran otros con obras mucho más alabadas. El ritmo frenético de la película choca, sin embargo, con el final más precipitado que yo recuerde haber visto nunca, como si se hubieran dado cuenta, en la mesa de montaje, de que había un décalage entre el tiempo real de los hechos de ambas tramas, la del ahorcamiento del joven y la del descubrimiento del predicador y la llegada al penal con el indulto del Gobernador que es quien les entrega, al tío y a la tripulación, la copa de vencedores en la regata fluvial. Con todo, es un detalle absolutamente menor en una película llena de gracia por los cuatro costados, o por las dos amuras, mejor dicho, que satisfará no solo a los seguidores de siempre de John Ford, sino a quienes aún no se hayan acercado a las muchísimas virtudes cinematográficas de este director fuera de serie. La película, por otro lado, explora ese mundo tan atractivo de la navegación del Mississippi y el mundo sureño, sin dejar de lado realidades sangrantes como la exclusión racial, pero dando, al mismo tiempo, a algunos negros un protagonismo en algunos de los mejores gags de la película, porque Barco a la deriva es una excelente comedia de costumbres en la que Ford contempla con ironía no exenta de piedad esa realidad sureña tan característica.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

“El inquilino”: actual y eterna. La vivienda a examen crítico en pleno franquismo.


                                                          
Desahuciado, solo ante el peligro o el neorrealismo español de Jose A. Nieves Conde: El inquilino: una película antisistema (pero en pleno franquismo, que la prohibió).


Título original: El inquilino
Año: 1957
Duración: 90 min.
País: España
Director: José Antonio Nieves Conde
Guión: José Antonio Nieves Conde, José Luis Duro, José María Pérez Lozano, Manuel Sebares
Música: Miguel Asins Arbó
Fotografía: Francisco Sempere
Reparto: Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vázquez, Manuel Alexandre, Ángel Álvarez, Erasmo Pascual, Mari Carmen Alonso, Pedro Beltrán, Francisco Bernal, Francisco Camoiras, José Marco Davó, Manuel de Juan, Félix Fernández, José María Lado, Carlos Lucas, Mercedes Muñoz Sampedro, Jesús Narro, Pilar Rodero, José María Rodríguez, María Rosa Salgado, Fernando Sancho, Lidia San Clemente, Julio Sanjuán, Laura Valenzuela, Antonio Vela.


         A pesar de admirar una película suya, Surcos, auténtica aclimatación del neorrealismo italiano en el cine español, no había visto El inquilino. Hace unos días, gracias a ese benemérito ciclo de cine español de La 2, una de las obras culturales más meritorias de los últimos años en el ámbito televisivo, he podido verla con interés, con placer y hasta con admiración. No tiene la mordacidad sarcástica de El pisito, de Ferreri, esa estimulante mezcla del neorrealismo y el humor negro español, pero sí las suficientes dosis de crítica no teatralizada ni enfatizada como para que, al hilo de la aventura del matrimonio se advierta que lo de la vivienda era un problema de tal magnitud que el Régimen sabía todo el daño que una película como la de Conde podía hacerle. De ahí la prohibición durante cinco años, la férrea censura que se le aplicó y el final postizo que se obligó a añadir a la película. Por suerte, en La 2 pudieron rescatar una copia que quedaba de la película original, sin los cortes ni el final postizo y es la que vi. Nos pusieron, eso sí, las imágenes “consoladoras” del final añadido, en línea con el “sueño” de El último, de Murnau, quizás una de las mejores películas de la Historia del Cine. La trama es bien sencilla, un matrimonio, él practicante, ella, ama de casa con cuatro hijos a su cargo, son los únicos habitantes de un inmueble que comienza a ser demolido con ellos dentro. Gracias a la empatía de la cuadrilla de obreros que ha de llevar a cabo el derribo, permiten al matrimonio pasar de la última a la primera planta, para darles algo de margen para encontrar lo imposible: un piso donde meterse. La película, así pues, tiene un clima desasosegante que, a medida que avanza, logra apoderarse del espectador, porque no se vislumbra, con muy buen criterio por parte de los guionistas, que aquella pueda tener final feliz alguno. El arranque es ya impactante, porque escoger como protagonista a un practicante a domicilio con familia numerosa roza ya el humor negro, más aún cuando, además, las relaciones entre los esposos están más que condicionadas por su situación social, porque, sin siquiera tener dinero para pagar una entrada, el plazo se va venciendo y cada nueva aventura inmobiliaria del patético practicante acaba peor, en un crescendo que verán con gusto los espectadores que a ella se acerquen. Lo bueno de este tipo de obras  que han acabado teniendo más valor sociológico que propiamente cinematográfico es que ni siquiera el hecho de saber el final de la historia disuade de verlas con mucho interés, porque es en los detalles donde está el demonio de la crítica, en esos comentarios que los censores descubrían “entre líneas” y a los que acuchillaban sin piedad, como estos: “El problema de la vivienda es el más acuciante de nuestro tiempo”, “Una vivienda propia es la base de la familia”, “La especulación sobre la vivienda es un acto criminal”, “Solo con vivienda propia podrá el hombre cumplir su destino social”, “Si los pobres no nos ayudamos entre nosotros…”. o el “Espera que va a llamar un optimista”, que le dice a su novio por teléfono quien ha de dejárselo al practicante, “que es una urgencia” para llamar “por un piso”… La galería de personajes con quienes tiene trato el protagonista, un Fernando Fernán Gómez que había triunfado popularmente en Balarrasa, siete años antes, también dirigida por Nieves Conde, todos ellos interpretados por secundarios de lujo como ha habido siempre en nuestra cinematografía: José Luis López Vázquez, el inimitable Félix Fernández, Fernando Sancho, Manuel Alexandre, graciosísimo en su papel de novillero que convence al practicante para que se gane sus 5000 pesetas haciendo de D.Tancredo en el ruedo, unas escenas extraordinarias; esa galería, digo, nos permite conocer sin prolijas disquisiciones ni historias paralelas que hubieran sobrecargado la película, un fresco de la sociedad española de aquellos años, muy poco antes del inicio del desarrollismo de los años 60. La deplorable vida marital de los esposos, por ejemplo, y cierta sensiblería, un poco al estilo de Capra, son ejes que permiten el desarrollo de la acción. Las idas y venidas del hogar, los mil y un intentos del protagonista por conseguir “dónde meterse”, porque la situación es así de cruda, enfrenta al personaje con la realidad del chabolismo, de la usura, de la estafa, amén de con sus propias limitaciones, una especie de candor y de fatalismo que le impide una acción eficaz. Maldecir la propia suerte y apenas hacer nada por cambiarla, más allá de confiar ilusamente en el Deus ex machina que todo lo resuelva por arte de birlibirloque, no pueden tener como corolario sino el desolador final de la película: los vecinos les ayudan a hacer la mudanza del piso que será derruido hasta ¡la esquina de la calle! donde instalan sus muebles, su salón de estar, y donde hasta cuelga, en la pared pública, su título de practicante. Los vecinos van trayendo puertas viejas que colocan como un biombo que los aísla del resto de la calle, y ahí se quedan, como solemos decir, desgarradamente, ¡en la puta calle!

jueves, 26 de noviembre de 2015

Richard Fleisher redescubierto: “Sábado trágico” e “Impulso criminal”: Entre el cine negro y la reflexión sobre el mal: dos películas de auténtica serie A +.







Sábado trágico: Película de atraco a un banco en una pequeña localidad: el microcosmos y el azar criminal.

Título original: Violent Saturday
Año: 1955
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: Richard Fleischer
Guión: Sydney Boehm (Novela: William L. Heath)
Música: Hugo Friedhofer
Fotografía: Charles G. Clarke
Reparto: Victor Mature, Richard Egan, Stephen McNally, Lee Marvin, Ernest Borgnine, Virginia Leith, Tommy Noonan, Margaret Hayes, J. Carrol Naish, Sylvia Sidney, Billy Chapin, Dorothy Patrick

         Del mismo modo que pude ver el tercer secreto de Michael Crichton en YouTube, me complace anunciar a los aficionados al cine que por el mismo canal pueden disfrutar de dos películas que merecen mucho, pero que mucho, la alegría de ser vistas. Se trata de dos géneros muy distintos y de dos realizaciones también muy distintas, porque las temáticas de una y otra nada tienen que ver, en principio. Hurgando un poco en ambas bien pudieran hallarse puntos de contacto entre una y otra, pero lo esencial es que se trata de dos películas logradas, cada una en su género, uno más convencional que el otro, por supuesto, aunque ninguna de ellas se ha rodado “fuera” de la tradición respectiva, sino teniéndola muy presente, sobre todo en el caso de Impulso criminal, que trata un tema, el de la posible impunidad del mal, que ya fue tratado por Hitchcock de manera magistral en La soga, un virtuosismo técnico al tiempo que un denso desarrollo ético.
         Sábado trágico tiene un inicio de antología con la llegada del autobús a una pequeña localidad del oeste americano cuya pacífica vida aparentemente idílica alberga diversas miserias que Fleisher expondrá con elocuente claridad y economía de medios en la primer aparte de la película, diferentes dramas que, aun ajenas por completo al atraco que se gesta en un hotel de la ciudad, a escasa distancia del banco que será asaltado, acabarán entrecruzándose con este, de lo que se deriva un desenlace que no deja ningún cabo suelto de los planteados al inicio, siguiendo el modelo poético de diseminación-recolección. La entrada del autobús que se detiene a escasos metros del banco, en un plano que integrará a un enigmático pasajero que, dada la composición, no puede ser nadie más que el futuro atracador del mismo, por sus andares, sus miradas, su sonrisa condescendiente y por la relativa extrañeza de su persona respecto de la pequeña y pacífica localidad donde acaba de bajarse del autobús, porque acto seguido, al registrarse en el hotel, sabemos que ha frecuentado el pueblo como representante de comercio, coartada bajo la que amparará la presencia de sus dos compinches, dos compañeros novatos a los que ha de instruir en el oficio. Estos llegan en tren, en el que se desarrolla una escena que parece anecdótica, con unos amish que luego acabarán teniendo una  importancia trascendental para el desenlace de la historia.
         Con una exquisita precisión, Fleisher  mantiene las líneas paralelas de su relato: de un lado, las pequeñas historias de los sitios pequeños a las que él otorga su exacta y dolorosa dimensión: el director de la agencia bancaria, enamorado en secreto de una atractiva enfermera del hospital, a la que espía por las noches mientras esta se desnuda con las cortinas corridas; el matrimonio roto, incapaz de enfrentarse al deterioro de su relación; el hijo que no soporta que su padre haya tenido que quedarse en la retaguardia, atendiendo la explotación de cobre que dirige, mientras los padres de sus amigos  poco menos que han vuelto como héroes de la guerra; la bibliotecaria a quien el banco está dispuesto a ejecutar un embargo de sus bienes por una deuda impagada… La vida misma, como se advierte. Todos esos hilos, sin embargo, se tejen admirablemente en un crescendo lleno de diálogos eficaces y de secuencias brillantes, como la del baile en la cafetería.
         De estas películas llama mucho la atención encontrarse a actores y actrices que triunfaron años después en papeles absolutamente secundarios,  como Lee Marvin, en un papel de asesino sin escrúpulos que le va como anillo o al dedo o Ernest Borgnine, casi irreconocible bajo su disfraz de amish; esas presencias parece, sin embargo, que tengan la virtud de conseguir que otros, más famosos entonces, pero deplorables actores en términos generales, como Victor Mature, saquen adelante sus papeles con notable dignidad. Por otro lado y como es habitual en películas que, aun siendo buenísimas, no da la impresión de que aspiren a perdurar, sino solo a entretener, aparece una galería de actores que saben aprovechar su protagonismo para demostrar que la cantera usamericana de excelentes actores es inagotable. Todos los personajes que conforman el microcosmos de la pequeña ciudad y cuyas vidas sigue la historia, brillan a gran altura interpretativa, y muy especialmente Richard Egan y Virginia Leith.
         Estoy convencido de que para aquellos espectadores que no la conozcan, Sábado trágico –el título original Violent Saturday no es tan desgarrado como el título español– constituirá una estupenda sorpresa, porque es una película con una estructura clásica que contiene diversas tramas que podrían haber dado lugar, por ellas mismas, a películas propias, y que se resuelven en el propio desenlace de la acción criminal del robo del banco y la posterior huida, pero ahí me aconseja detenerme la prudencia de quien no quiere arruinar un conseguidísimo final.

                                                       


Un viaje al fondo de la mente humana: Impulso criminal o la elucidación del mal en la estela de La soga o anticipando una joya: Funny games y una triste secuela: Asesinato 1,2,3

Título original: Compulsion
Año: 1959
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Director: Richard Fleischer
Guión: Richard Murphy (Novela: Meyer Levin)
Música: Lionel Newman
Fotografía: William C. Mellor (B&W)
Reparto: Orson Welles, Diane Varsi, Dean Stockwell, Bradford Dillman, E.G. Marshall, Martin Milner, Richard Anderson, Robert F. Simon, Edward Binns, Robert Burton, Wilton Graff, Louise Lorimer, Gavin MacLeod
           
            Es inevitable traer a colación la película de Hitchcock, La soga, porque Impulso criminal lleva a la pantalla la misma trama, aunque con notables diferencias que, al margen del virtuosismo técnico de la obra de Hitchcock, las convierte en dos apuestas estéticas y temáticas diferentes, sobre todo porque, en la de Fleischer se mezcla un alegato contra la pena de muerte que concede una dimensión más completa a la historia. De hecho, la aparición del personaje del abogado defensor de los dos jóvenes “nietzscheanos”, situados más allá del bien y del mal, como representantes del superhombre frente a la masa, permite dividir nítidamente la película en dos tramos: el primero, en el que se trama y ejecuta ese asesinato que ha de servir para probar su superioridad frente a los alienados ciudadanos obedientes de la ley, y el segundo, en que, atrapados por esa ley de la que se quieren burlar, gracias a una prueba en apariencia poco determinante, unas gafas halladas en la escena del crimen que no pertenecen a la víctima, las familias ricas a las que pertenecen contratan al abogado que, interpretado por Orson Welles, en una de sus mejores actuaciones, consigue, declarándose culpable en ambos casos, evitar la pena de muerte, no sin antes haber batallado duramente con el fiscal que “sedujo” a los asesinos para ganarse su confianza y forzarlos a cometer el error que los incriminaba.
La maldad gratuita, que ha hallado quizá en Funny  Games, de Haneke, su más angustiosa propuesta cinematográfica, le viene enseguida al espectador a la memoria cuando ha de vérselas con los dos jóvenes ociosos que han cifrado en su designio de transgredir todas las normas el disfrute intelectual de la vida. Michael Pitt, uno de los intérpretes sádicos de Funny Games seguramente hizo méritos para aparecer en esta tras interpretar una versión demasiado comercial de Impulso criminal, titulada Asesinato 1,2,3, dirigida por Barbet Schroeder, junto a Ryan Gosling. La pareja protagonista de Impulso criminal, Dean Stockwell y Bradford Dillman, no gozaban, en su momento, sin embargo, de la reputación artística de quienes acabo de nombrar, pero a ambos les fue concedido, conjuntamente, el premio al mejor actor en el festival de Cannes de 1959, lo que permite entender el altísimo nivel de su trabajo. Si a ello se le añade la composición que hace Welles de su personaje, un abogado poco presentable que, sin embargo, es capaz de robarle al fiscal su deseada presa: una condena a muerte, advertimos, entonces, que no estamos ante una película que pudiera considerarse “secuela” de La soga, sino ante una obra de envergadura que sabe captar el interés del espectador a lo largo de todo el desarrollo de la historia. Fleisher nunca renuncia a planos que añadan un “plus” de autoría singular a la película, como, por ejemplo, la escena en la que el principal responsable del asesinato, el ideólogo del mismo y el fiscal se reúnen a solas en una habitación y se ven frente a frente pero reflejados cada uno de ellos en cada uno de los cristales de las gafas, captadas en primer plano. Pequeños detalles que apartan Impulso criminal de una obra meramente al servicio de la trama, y capaz, por tanto, de ofrecernos una visión particular de la misma. Cualquiera que sea amante de las películas “de juicios” un subgénero que ha dado obras maestras al cine, como Testigo de cargo o Doce hombres sin piedad, entre otras, disfrutará lo suyo con la interpretación imantadora de Orson Welles, dueño de una gama de registros vocales y de gestos que solo hallan paralelismo en su interpretación de Quinlan en Sed de mal. Prepárense, así pues, los espectadores a contemplar dos obras mayores de Richard Fleisher, un director que, al menos para mí, sigue subiendo puestos en el escalafón de los mejores.

Kenji Mizoguchi en color y en blanco y negro: “La emperatriz Yang Kwei-Fei ” y “La mujer crucificada.” Del Japón imperial al moderno.


                        


La emperatriz Yang Kwei-Fei: el amor y la belleza, extremos, en el Japón feudal.


Título original: Yôkihi
Año: 1955
Duración: 98 min.
País:  Japón
Director: Kenji Mizoguchi
Guión: Matsutaro Kawaguchi, Masashige Narusawa, Tao Qin, Yoshikata Yoda
Música: Fumio Hayasaka
Fotografía: Kohei Sugiyama
Reparto: Machiko Kyô, Masayuki Mori, Sô Yamamura, Eitarô Shindô, Eitarô Ozawa, Haruko Sugimura, Yôko Minamida, Bontarô Miyake

         No es que me haya aficionado a los programas dobles, que marcaron mi adolescencia y primera juventud, pero hallar de tan buena oferta dos películas de uno de los grandes directores japoneses es algo a lo que no me sé resistir. Dos novedades absolutas y ambas excelentes. La emperatriz Yang Kwei-Fei, un arrebatado drama amoroso en el Japón medieval y en la corte de un Emperador puede ser considerada algo así como el epítome de la belleza máxima del color en el cine. Para que otros aficionados me entiendan, diría que entre Mizoguchi y Visconti no hay apenas diferencia, que, cada uno en su estilo, ambos representan esa tendencia hacia la exquisitez formal y la riqueza sensorial, rasgos estéticos que tantos quebraderos de cabeza le depararon a Góngora, haciendo una comparación funambulesca y algo atrabiliaria, cuando se conocieron los versos enrevesados y bellísimos de sus Soledades. La película de Mizoguchi está inspirada, sin duda alguna, en el celebérrimo cuento de La cenicienta. Tras serle presentadas tres hermanas al rey para que se consuele de la pérdida de su venerada esposa, a quien idolatra y por quien, de hecho, vive como un alma en pena que solo halla refugio en la música, en el arte, aceptando,  a duras penas, y  con manifiesta repugnancia, hacerse cargo de las labores propias de su condición de Emperador, acabará encontrando en la prima y sirvienta de las otras tres a la candidata ideal para llenar el vacío que le dejó la muerte de su esposa. Ese alejamiento de lo terrenal favorece el movimiento de intrigantes que aspiran a hacerse con las riendas reales del país. Buscando medrar ante el Emperador, uno de sus generales descubre a la prima y sirvienta de las tres hermanas y, admirado por su belleza, que tanto le recuerda a la de la anterior Emperatriz, no descansa hasta que el Emperador pueda echarle la vista encima. Habiendo sido llevada a palacio contra su voluntad, la cenicienta japonesa se manifiesta espontáneamente y le confiesa al Emperador los oscuros motivos ajenos de su presencia en palacio. El Emperador, que la oye tocar una de sus canciones, lo que le depara una tranquilidad de ánimo como hacía tiempo que no conocía, decide acogerla en palacio y, poco a poco, dada su afinidad de caracteres, se va fortaleciendo una relación artística y de amistad entre ellos que acaba, claro está, en un amor no apasionado y, al mismo tiempo, lleno de ese encanto japonés del recato, el respeto, la cortesía, la cortesía, la delicadeza y la belleza. Con todo, la joven campesina que “asciende” a Emperatriz, supone un aire fresco en palacio. Teniendo en cuenta la condición divina de los emperadores, el hecho de acompañar de incógnito a la joven a confraternizar con sus súbditos en una noche de feria, quizás la parte más animada de la película, le permite tener al protagonista una visión de la vida que nunca antes había conocido que lo llena de admiración y lo lleva incluso a considerarse, por vez primera, “un hombre como los demás”.
         La puesta en escena de la película, rodada toda ella en estudio, es de un preciosismo que se extiende a todo cuanto entra en el plano, no solo por el excepcional uso del color, sino del rico vestuario, los muebles, y el diseño de los espacios, sean interiores o exteriores. ¡Cuánto eco viscontiniano en la película! De aquel Luchino de quien cuenta la leyenda que obligó a pintar de verde parte de un prado para conseguir la tonalidad exacta que deseaba… La película, estructurada mediante un flash back que nos es presentado desde el presente, al que se vuelve para asistir a la muerte del Emperador, avanza lenta pero majestuosamente hacia la tragedia, porque la familia de la joven, alzada al poder, provoca el descontento del pueblo por la manera autoritaria de ejercerlo, de tal manera que no parece haber otra vía para erradicarlo que acabar con la “nefasta” influencia de la nueva Emperatriz sobre su soberano. Este, que vive al margen de esos usos políticos, solo vive el drama desde su condición de enamorado, de ahí que sea incapaz de detener la furia desatada de sus soldados levantados en armas ¡en defensa de la pureza del régimen de su soberano!
         No hay encuadre gratuito en la película, todos los planos revelan un virtuosismo en el arte del mismo que luchan unos con otros por la preeminencia, sin conseguirlo. No hay excesivos movimientos de cámara, ni ángulos rebuscados, sino un afán de adaptarse al ritmo del estado de ánimo del soberano, sobre todo en los interiores, en los que parece incluso congelarse la imagen, siempre dotada, ya digo, de una belleza constante, uniforme, avasalladora. Las interpretaciones, como suele ser habitual en cintas de directores de este nivel, tienen una calidad excepcional, sobre todo la de la Emperatriz, que reparte por igual la espontaneidad, la capacidad seductora y un control riguroso de lo que la etiqueta imponía en aquel tiempo medieval. La dedicación musical del Emperador le trae a la memoria al crítico la figura de Alfonso X, si bien éste compaginó dedicación artística y dedicación guerrera con idénticos bríos. Advierto, finalmente, un cierto paralelismo entre la lentitud descriptiva de Mizoguchi y la de Max Ophüls, contemporáneo suyo y reconocido esteta del séptimo arte. En ambos casos hay una pasión descriptiva que acaba convirtiendo la pantalla en un lienzo, para nuestro deleite.




                                                             



La mujer crucificada: Tradición y modernidad en el Japón de posguerra desde el punto de vista de la mujer.

Título original: Uwasa no onna
Año: 1954
Duración: 83 min.
País:  Japón
Director: Kenji Mizoguchi
Guión: Yoshikata Yoda, Masashige Narusawa
Música: Toshiro Mayuzumi
Fotografía: Kazuo Miyagawa (B&W)
Reparto: Kinuyo Tanaka, Tomoemon Otami, Yoshiko Kuga, Eitarô Shindô, Chieko Naniwa, Bontarô Miake, Haruo Tanaka, Hisao Toake, Michiko Ai, Sachiko Mine

            La mujer crucificada cuenta una historia del Japón moderno en el que, sin embargo, aparecen rasgos tradicionales a modo de contraste para plantear una dialéctica modernidad-tradición en la que se desenvuelven los destinos del trío amoroso transgresor que se nos presenta. La madre de la protagonista va a buscar a su hija, que regresa de Tokio después de haber intentado suicidarse mediante ingestión de medicamentos tras un desengaño amoroso. Todo discurre normalmente hasta que, al regresar a casa, advertimos que la madre es la dueña de un burdel de geishas que administra con notable eficacia, un negocio que de siempre escandalizó a su hija, lo que motivó que esta quisiera vivir su vida lejos de su madre y del infamante negocio. El médico que atienda a las necesidades sanitarias del burdel, un joven ambicioso, que mantiene una relación nunca especificada detalladamente en la novela, pero sugerida inequívocamente, conoce a la hija de la dueña del burdel y acaba enamorándose de ella, para despecho de la madre que estaba dispuesta a financiarle la apertura de una clínica privada para que ejerciera su profesión. La vida del burdel y la lenta aclimatación de la hija al nuevo espacio y al viejo negocio, forman parte de un desarrollo que tendrá su momento climático en el momento en que la madre descubre la relación de su hija con el médico. Herida por la traición y devorada por los celos de su propia hija, las escenas del enfrentamiento entre ambas mujeres adquieren una intensidad dramática que conmueve al espectador, porque la lucha de expectativas amorosas de dos mujeres situadas en franjas de edad tan alejadas, la veintena y la cincuentena, siendo madre e hija, tiene un grado de intensidad que ambas, además, representan con una pasión, con una intensidad y con una capacidad para exhibir el desgarro, que por fuerza hemos de acabar viendo como un pelele al médico que ha suscitado ese enfrentamiento, de ahí el final, nada previsible: la hija, que sabe lo que significa el desengaño amoroso, empatiza con la madre y, de despreciarla por su dedicación profesional, aunque ella haya vivido de “eso”, pasa a reconocerle todos sus esfuerzos por mantenerla. Cuando la madre enferma, Yukiko, la hija, ha de hacerse cargo del negocio familiar, lo que desempeña con una profesionalidad sorprendente. He de dejar constancia que el negocio de las geishas parece ya, en aquella época de los 50 en Japón, una atracción turística, más que su manera autóctona de organizar la prostitución. Hay algo de harén en esa vida compartida de las concubinas y en los delicados preparativos para recibir, como auténticas diosas del amor, a los clientes. Al ser en blanco y negro, no podemos gozar del colorido de esas vestiduras, pero no es menos cierto que hay una gama de grises que acaban dotando a las imágenes de una cierta sensualidad. La puesta en escena, de nuevo casi toda la película transcurre en interiores, se recrea en la particular disposición arquitectónica de las casas japonesas tradicionales, lo que permite unos ejercicios de perspectiva y de transparencias muy curiosos. Se trata de un espacio ambiguo en el que tanto se representa la reclusión como la liberación. De hecho, la dura situación de la mujer sin posibles que había de hacerse cargo de otras personas supone un relevo de personas que difícilmente hará que naufrague un negocio que gira alrededor de la profesión más antigua del mundo. Que a través del respeto a nuestros mayores (a su madre) se acepte una realidad como la de la prostitución, que antes se había despreciado tan acerbamente, no parece un planteamiento muy progresista, pero sí muy humano. La empatía de la hija con la madre que sufre ante sus ojos un desengaño como el que a ella la llevó al intento de suicidio es realmente conmovedora, y el espectador acaba dejándose arrastrar a la lógica de los hechos y compartiendo con la hija su repentino fervor profesional.

         Dos películas tan diferentes como las criticadas permiten entender la dimensión cinematográfica de Mizoguchi y su apuesta por el rigor argumental y por la puesta en escena. Todo en ellas sucede, además, a pesar del hieratismo majestuoso de la primera, con una sorprendente naturalidad que parece encubrir el artificio retórico, ese ejercicio de dirección que asombra a cualquiera que esté acostumbrado a ver buen cine.