miércoles, 16 de diciembre de 2015

La poética dolorosa del amor no correspondido: “Pobre amor”, de Griffith


                         

Pobre amor, de Griffith: una aparente obra menor con una Lillian Gish  y un Robert Harron magníficos. 
Título original: True Heart Susie
Año: 1919
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: D.W. Griffith
Guión: Marian Fremont
Música: Película muda
Fotografía: G.W. Bitzer (B&W)
Reparto: Lillian Gish, Robert Harron, Wilbur Higby, Loyola O'Connor, George Fawcett, Clarine Seymour, Kate Bruce, Carol Dempster, Raymond Cannon

            David. W. Griffith es autor de una obra tan extensa y significativa en la Historia del Cine que, al margen de sus grandes obras, Intolerancia sobre todas ellas, conviene ir buceando de tanto en tanto en ese corpus magnífico porque, como sucede en este caso, halla el espectador películas como Pobre amor que, a buen seguro, acabarán complaciéndole. Vista con ojos de aficionado, además, las recompensas se multiplican, porque ese don para la narración cinematográfica de Griffith, que alcanza ya su madurez tan tempranamente como en Nacimiento de una nación o Intolerancia, de 1915 y 1916 respectivamente, se exhibe en este Pobre amor de 1919. La seguridad con que, desde una relación escolar hasta la emotiva anagnórisis final del verdadero amor de su vida, tras un desdichado matrimonio por medio, Griffith relata la historia de ese “corazón sencillo” que es la protagonista sorprende al espectador y le imanta a la narración de la historia, que fluye admirablemente en un encadenamiento de secuencias ninguna de ellas gratuita, y algunas de ellas logradísimas. Si, además, la interpretación se apoya en el sensible y extraordinario trabajo de esa gran dama del cine que fue Lillian Gish, de dilatadísima trayectoria, el espectador poco más puede pedir. En el esplendor de su carrera, Griffith supo sacar un partido magnífico de la expresividad plural de una actriz de incomparable fotogenia. A pesar de ser cine mudo, no espere el espectador aquellos énfasis habituales, tan graciosamente parodiados en Cantando bajo la lluvia, porque lo que va a encontrar es una suerte de minimalismo gestual lleno de una poderosa magia. La mirada de Lillian Gish posee una versatilidad tan extraordinaria que son innumerables las emociones que transmite con ella a lo largo de la película, desde la resignación hasta el amor apasionado, pasando por el rencor, la profunda tristeza, la ironía o el desprecio: un auténtico recital interpretativo a cuyo nivel de excelencia difícilmente pueden acercarse las actrices actuales, con quienes resulta demasiado atrevido establecer una comparación.
          La historia de Pobre amor está relacionada, esencialmente, con una caracterología humana: la de la joven enamorada y abnegada que cifra en la felicidad ajena su propia felicidad, un corazón sencillo flaubertiano con quien el espectador se identifica desde el primer momento por la limpidez de sus sentimientos, la abnegación y el inmenso sacrificio que está dispuesta a hacer para conseguir que su enamorado logre ir a la universidad y se convierta en una persona importante, porque ella quiere casarse con alguien importante. La protagonista vende su vaca, y le hace llegar a su enamorado los dineros de la venta para que vaya a la universidad. Cuando vuelve, continúan su relación, pero, como el buen partido en que se ha convertido para las jóvenes casaderas, cae como un pardillo en el hechizo de quien solo quiere casarse con él sin renunciar a su licenciosa vida de soltera. Toda la aventura del joven está narrada prácticamente desde el punto de vista de su fiel amiga, porque son constantes los planos de la mirada de ella observando el desarrollo de los acontecimientos en contra de sus aspiraciones. Contribuye a esa “vigilancia” el hecho de ser vecinos y vivir casi puerta con puerta. Sin salir del modesto lugar que ocupa en la vida de su enamorado, el espectador observa el verdadero alcance del drama de la protagonista y comprende a la perfección la verdadera naturaleza de la psicología del “corazón sencillo”, esos millones de jóvenes a quienes su modesto príncipe azul dejará por otra mujer, y a quienes Griffith dedica su película. Quienes han vivido amores contrariados por haberse invisibilizado a ojos del objeto amado seguirán con emoción esta película, porque la protagonista no solo encarna con toda propiedad a quienes así han sufrido, sino que, además,  se recrea en el retrato de los ingenuos “pobres hombres” de escasa o nula personalidad, prestos a caer en los engaños del halago interesado, como es el caso de su enamorado, ciego por completo al descubrimiento del verdadero amor constante más allá, incluso, de las más adversas circunstancias. La película no hubiera sido lo que es si para ese papel Griffith no hubiera contado con Robert Harron, quien con esta interpretación logró una fama que, curiosamente, no consiguió tras su actuación en las películas capitales de Griffith, Nacimiento de una nación e Intolerancia. Las primeras escenas de la película, en las que Harron interpreta el correlato masculino de la protagonista, pero sin el anclaje en la realidad de ésta, constituyen una actuación extraordinaria, a la altura de su colega y amiga. Después del paso por la universidad, la caracterización del personaje cambia, para indicar el nuevo estatus social alcanzado y ello conlleva una nueva manera de reaccionar frente al mundo y a los demás, una especie de serenidad burguesa que se materializa a través de su matrimonio engañoso. Tanto antes como después de la transformación, Harron le da una réplica extraordinaria a Gish, lo que sirvió para convertir esta amable comedia romántica en un gran éxito de publico.
          La película está llena de imágenes soberbias, algunas de ellas de índole metafórica, que satisfarán los criterios de los espectadores más exigentes. Teniendo en cuenta que nos movemos en un ámbito casi rural, la presencia de la naturaleza a lo largo de la película, iniciales del amor eterno en la corteza de los árboles incluidas, tiene un carácter casi dominante, sobre todo en la primera parte, antes de la boda. Después, para los enredos del matrimonio fallido se escogen los interiores, como dando a entender, la prisión en la que se ha metido el protagonista, prisión de la que quien quiere huir, sin embargo, es la joven jaranera, a quien incluso acaba protegiendo en sus mentiras su rival, en una deliciosa escena en la que, compartiendo la misma cama, después de una cana al aire de la esposa, la protagonista siente la tentación de descargar físicamente su ira contra ella. Una oportuna revelación, sin embargo, por parte de la tía de la protagonista, con quien vive Susie, acabará poniendo las cosas (y a las personas) en su lugar.

          La película es un melodrama tradicional, pero la delicadeza, incluso la ternura, con que la historia se narra, que emana del propio argumento, dada la naturaleza abnegada de la protagonista, supone una apología del “triunfo de la virtud”, sí, pero también una reivindicación de la ingenuidad y la ausencia de doblez propia de los corazones sencillos propios de los ambientes rurales, algo que tanto Lillian Gish como Robert Harron (quien murió poco tiempo después de haber rodado esta película, por cierto) supieron expresar con una profunda emotividad que no dejará indiferente al espectador que sabe que “cine mudo” suele equivaler a “buen cine”, máxime cuando de directores como Griffith se trata. Pues eso.

2 comentarios:

  1. Siento pudor al intervenir en este post puesto que no he visto esta película ni la archifamosa El nacimiento de una nación que tengo en DVD pirateado pero que no he llegado a ver. No puedo decir nada sino recrearme en tu reseña y desear verla algún día en que no tenga tan apretado el tiempo. Me maravilla este cenit del cine mundo en estos tempranos años muy poco después de la invención del cine. ¿Conocerán a estos maestros los nuevos directores? Uno se podría pasar la vida viendo buen cine, como has hecho tú. Yo también aunque en menor medida pues mi bagaje de cine clásico es muy escueto. Agradezco tu crítica pues me abre perspectivas que algún día se realizarán.

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    1. En uno de mis perfiles de Google me dio por rellenar, aunque detesto esas "filiaciones" casi comerciales, el apartado "algo de lo que esté orgulloso", y lo hice con la mención de mi número de carnet cineclubista, el 482 de 5 de noviembre de 1968, expedido por la Federación Nacional de Cine-Clubs de España.
      Me alegro de que admitas mis sugerencias, porque significa que has captado lo esencial de mi actividad cinéfila actual: descubrir todo aquello que la falta de tiempo me había impedido ver, a pesar de mi afición. De adolescente y joven era un asiduo de los programas de doble sesión y, dado el precio asequible de los cines de barrio, veía un número de películas que, desde la desaparición del circuito de doble sesión ya no he vuelto a alcanzar nunca. Se encareció mucho, demasiado.

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