Desahuciado, solo ante el peligro o el neorrealismo
español de Jose A. Nieves Conde: El inquilino: una película
antisistema (pero en pleno franquismo, que la prohibió).
Título
original: El inquilino
Año:
1957
Duración:
90 min.
País:
España
Director:
José Antonio Nieves Conde
Guión:
José Antonio Nieves Conde, José Luis Duro, José María Pérez Lozano, Manuel
Sebares
Música:
Miguel Asins Arbó
Fotografía:
Francisco Sempere
Reparto:
Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vázquez, Manuel Alexandre, Ángel
Álvarez, Erasmo Pascual, Mari Carmen Alonso, Pedro Beltrán, Francisco Bernal,
Francisco Camoiras, José Marco Davó, Manuel de Juan, Félix Fernández, José
María Lado, Carlos Lucas, Mercedes Muñoz Sampedro, Jesús Narro, Pilar Rodero,
José María Rodríguez, María Rosa Salgado, Fernando Sancho, Lidia San Clemente,
Julio Sanjuán, Laura Valenzuela, Antonio Vela.
A pesar de admirar una película suya,
Surcos, auténtica aclimatación del
neorrealismo italiano en el cine español, no había visto El inquilino. Hace unos días, gracias a ese benemérito ciclo de
cine español de La 2, una de las obras culturales más meritorias de los últimos
años en el ámbito televisivo, he podido verla con interés, con placer y hasta
con admiración. No tiene la mordacidad sarcástica de El pisito, de Ferreri,
esa estimulante mezcla del neorrealismo y el humor negro español, pero sí las
suficientes dosis de crítica no teatralizada ni enfatizada como para que, al
hilo de la aventura del matrimonio se advierta que lo de la vivienda era un
problema de tal magnitud que el Régimen sabía todo el daño que una película
como la de Conde podía hacerle. De ahí la prohibición durante cinco años, la
férrea censura que se le aplicó y el final postizo que se obligó a añadir a la
película. Por suerte, en La 2 pudieron rescatar una copia que quedaba de la película
original, sin los cortes ni el final postizo y es la que vi. Nos pusieron, eso
sí, las imágenes “consoladoras” del final añadido, en línea con el “sueño” de El último, de Murnau, quizás una de las
mejores películas de la Historia del Cine. La trama es bien sencilla, un
matrimonio, él practicante, ella, ama de casa con cuatro hijos a su cargo, son
los únicos habitantes de un inmueble que comienza a ser demolido con ellos
dentro. Gracias a la empatía de la cuadrilla de obreros que ha de llevar a cabo
el derribo, permiten al matrimonio pasar de la última a la primera planta, para
darles algo de margen para encontrar lo imposible: un piso donde meterse. La
película, así pues, tiene un clima desasosegante que, a medida que avanza, logra
apoderarse del espectador, porque no se vislumbra, con muy buen criterio por
parte de los guionistas, que aquella pueda tener final feliz alguno. El
arranque es ya impactante, porque escoger como protagonista a un practicante a
domicilio con familia numerosa roza ya el humor negro, más aún cuando, además,
las relaciones entre los esposos están más que condicionadas por su situación
social, porque, sin siquiera tener dinero para pagar una entrada, el plazo se
va venciendo y cada nueva aventura inmobiliaria del patético practicante acaba
peor, en un crescendo que verán con gusto los espectadores que a ella se
acerquen. Lo bueno de este tipo de obras
que han acabado teniendo más valor sociológico que propiamente
cinematográfico es que ni siquiera el hecho de saber el final de la historia
disuade de verlas con mucho interés, porque es en los detalles donde está el
demonio de la crítica, en esos comentarios que los censores descubrían “entre
líneas” y a los que acuchillaban sin piedad, como estos: “El problema de la
vivienda es el más acuciante de nuestro tiempo”, “Una vivienda propia es la
base de la familia”, “La especulación sobre la vivienda es un acto criminal”, “Solo
con vivienda propia podrá el hombre cumplir su destino social”, “Si los pobres
no nos ayudamos entre nosotros…”. o el “Espera que va a llamar un optimista”,
que le dice a su novio por teléfono quien ha de dejárselo al practicante, “que
es una urgencia” para llamar “por un piso”… La galería de personajes con
quienes tiene trato el protagonista, un Fernando Fernán Gómez que había
triunfado popularmente en Balarrasa,
siete años antes, también dirigida por Nieves Conde, todos ellos interpretados
por secundarios de lujo como ha habido siempre en nuestra cinematografía: José
Luis López Vázquez, el inimitable Félix Fernández, Fernando Sancho, Manuel
Alexandre, graciosísimo en su papel de novillero que convence al practicante
para que se gane sus 5000 pesetas haciendo de D.Tancredo en el ruedo, unas
escenas extraordinarias; esa galería, digo, nos permite conocer sin prolijas
disquisiciones ni historias paralelas que hubieran sobrecargado la película, un
fresco de la sociedad española de aquellos años, muy poco antes del inicio del
desarrollismo de los años 60. La deplorable vida marital de los esposos, por
ejemplo, y cierta sensiblería, un poco al estilo de Capra, son ejes que
permiten el desarrollo de la acción. Las idas y venidas del hogar, los mil y un
intentos del protagonista por conseguir “dónde meterse”, porque la situación es
así de cruda, enfrenta al personaje con la realidad del chabolismo, de la
usura, de la estafa, amén de con sus propias limitaciones, una especie de
candor y de fatalismo que le impide una acción eficaz. Maldecir la propia
suerte y apenas hacer nada por cambiarla, más allá de confiar ilusamente en el
Deus ex machina que todo lo resuelva por arte de birlibirloque, no pueden tener
como corolario sino el desolador final de la película: los vecinos les ayudan a
hacer la mudanza del piso que será derruido hasta ¡la esquina de la calle! donde
instalan sus muebles, su salón de estar, y donde hasta cuelga, en la pared
pública, su título de practicante. Los vecinos van trayendo puertas viejas que
colocan como un biombo que los aísla del resto de la calle, y ahí se quedan,
como solemos decir, desgarradamente, ¡en
la puta calle!
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