Barco
a la deriva: una chispeante comedia sureña de John Ford.
Título original: Steamboat Round the
Bend
Año:
1935
Duración:
88 min.
País:
Estados Unidos
Director:
John Ford
Guión:
Dudley Nichols, Lamar Trotti (Novela: Ben Lucien Burman)
Música: Samuel Kaylin
Fotografía: George Schneiderman
(B&W)
Reparto: Will Rogers, Anne Shirley,
Irvin S. Cobb, Eugene Pallette, John McGuire, Berton Churchill, Francis Ford,
Roger Imhof, Raymond Hatton
Nadie le discute a John Ford su posición de privilegio en el reducido
grupo de los genios del cine, pero es en películas como ésta, una obra
absolutamente menor, donde esas cualidades se manifiestan de forma más
apabullante, porque consigue rescatar un guion meramente entretenido para
convertirlo en una comedia deliciosa, llena de momentos divertidísimos y de
recompensas continuas para el espectador que sigue la trama con un interés que
no le permite distraer la atención ni un momento. Todo gira en torno al gran
río Mississippi y el modo de vida conformado por el mundo de los grandes vapores
que lo surcaron, con unos personajes de marcada personalidad que se organizan
como un microcosmos en el que todos sus miembros observan un mismo código de
conducta. La tensión entre el río y los pantanos próximos, encarnada en la
película en una relación amorosa entre un miembro de cada comunidad, muestra
bien a las claras esa individualidad de cada comunidad. Así las cosas, la trama
se complica cuando el sobrino de un vendedor de pócimas milagrosas bajo la
advocación de Pocahontas, la gran maga nativa que conocía los mejores remedios
naturales, un excelente Will Rogers que se lleva todo el protagonismo de la
película, mata en defensa propia a un familiar de la chica opuesta a su
decisión de casarse con un “enemigo” del río. El tío convence al sobrino para
que se entregue y tenga un juicio justo, pero lo que sucede es que lo condenan
a muerte. Toda la acción girará en torno a la necesidad de encontrar a un testigo
presencial, El nuevo Moisés –nada que ver, como es obvio, con el nacionalismo
catalán, del que en el Mississippi ni siquiera hoy han oído hablar…–, que viaja
por el rio convirtiendo a los fieles a la verdad de la religión y apartándolos
del consumo vehemente del alcohol. La persecución del predicador se mezcla,
accidentalmente, con una competición de vapores en la que el tío acaba
participando, con una acción trepidante y momentos absolutamente
desternillantes, precedidos, mucho antes, por las impagables escenas de la boda
de los dos jóvenes en la prisión, con un alguacil a reventar de gracia y buen
hacer interpretativo a cargo de Eugene Pallet, un “característico”
imprescindible en las comedias de los años 30 y 40 en el cine norteamericano.
Aunque es injusto destacar ninguna actuación, porque la película es
absolutamente coral, y gracias a ello el espectador alcanza un nivel de disfrute
que ya quisieran otros con obras mucho más alabadas. El ritmo frenético de la
película choca, sin embargo, con el final más precipitado que yo recuerde haber
visto nunca, como si se hubieran dado cuenta, en la mesa de montaje, de que
había un décalage entre el tiempo real de los hechos de ambas tramas, la del
ahorcamiento del joven y la del descubrimiento del predicador y la llegada al
penal con el indulto del Gobernador que es quien les entrega, al tío y a la
tripulación, la copa de vencedores en la regata fluvial. Con todo, es un
detalle absolutamente menor en una película llena de gracia por los cuatro
costados, o por las dos amuras, mejor dicho, que satisfará no solo a los
seguidores de siempre de John Ford, sino a quienes aún no se hayan acercado a
las muchísimas virtudes cinematográficas de este director fuera de serie. La película,
por otro lado, explora ese mundo tan atractivo de la navegación del Mississippi
y el mundo sureño, sin dejar de lado realidades sangrantes como la exclusión
racial, pero dando, al mismo tiempo, a algunos negros un protagonismo en
algunos de los mejores gags de la película, porque Barco a la deriva es una
excelente comedia de costumbres en la que Ford contempla con ironía no exenta
de piedad esa realidad sureña tan característica.
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