La libertad individual y la clase trabajadora, una
película Aynrandiana de Guy Green, un director de fuste: El amargo silencio entre el free cinema y el cine sobre la libertad.
Título original: The Angry Silence
Año: 1960
Duración: 95 min.
País: Reino Unido
Director: Guy Green
Guión: Richard Gregson,
Michael Craig, Bryan Forbes
Música: Malcolm Arnold
Fotografía: Arthur Ibbetson (B&W)
Reparto: Richard Attenborough,
Pier Angeli, Michael Craig, Bernard Lee, Alfred Burke, Geoffrey Keen, Laurence
Naismith, Russell Napier, Penelope Horner. Oliver
Reed.
Guy Green es un director al que hay que descubrir, no solo porque su cine tiene un contenido ideológico muy fuerte, como lo prueban las dos películas que he visto de él completas y, parcialmente, la tercera, Un retazo de azul, en el que el drama de las parejas interraciales se aborda en un melodrama casi perfecto, con un Sidney Potier excepcional y una Shelly Winters que ganó el Oscar a la mejor actriz de reparto, sino porque, siendo él también director de fotografía, junta ambas facetas y consigue unas puestas en escena la mar de convincentes, persuasivas. El mago, basado en la novela homónima de John Fowles, es una película que vio Fritz Perls, el creador de la terapia Gestalt, y a quien le impresionó tanto que volvió a verla al día siguiente, porque se identificó hasta las cachas con el Conchis retratado en la película. La novela, por cierto, es excelente, y merece una lectura detenida y entusiasta. La película, muy bien ambientada, con estupendas interpretaciones de Anthony Quinn y Michal Caine, es buena, pero no acaba de convencernos como sí lo hace Fowles con su prosa poderosa y la concepción de un personaje como Conchis, que tanto nos fascina como nos repele, pero de quien estamos deseando conocerlo todo. El amargo silencio, que de esta película es de lo que hemos venido a hablar hoy aquí, perteneciente al movimiento del Free Cinema, está ambientada en el mundo de las relaciones laborales, dentro y fuera de la empresa, porque el protagonista tiene alquilada una habitación de la casa a un compañero de la fábrica. La película comienza con la llegada a la ciudad industrial de Ipswich de un misterioso personaje a medio camino entre un agente del Partido Comunista inglés, o un agente infiltrado del KGB, en cualquier caso, un agitador en la sombra que quiere provocar una oleada de huelgas al margen de los sindicatos “oficiales”, los reconocidos por el tejido empresarial. La película se centra en un empleado con dos hijos cuya mujer, la bellísima Pier Angeli, espera un tercero, un hombre superado por su circunstancia y atado y bien atado a una realidad que lo constriñe irremediablemente. El capataz al servicio del agente provocador (nada que ver con Pere Gimferrer, por supuesto) convoca una reunión sindical en la que se describe a la perfección el modo como se puede manipular una asamblea para que sea aprobada una huelga que no parece estar justificada. A partir de esa declaración y de la negativa a secundarla de un grupo de obreros entre los que se encuentra el protagonista, Tom Curtis, la película derivará hacia los métodos mafiosos de sus compañeros de trabajo para lograr la paralización completa de la fábrica, aunque sea a costa no solo de pasar por encima del derecho individual a seguir trabajando, reconocido en la ley, en igualdad de condiciones que el derecho de huelga, sino incluso a costa de utilizar la violencia para “doblegar” a quienes se oponen a la realización de esa huelga ilegal, no lo olvidemos. En cierta manera, hay un eco innegable de La ley del silencio, de Kazan, en este Amargo Silencio, porque el empecinamiento del protagonista en el ejercicio de sus derechos individuales frente al aborregamiento de la masa dispuesta a dejarse llevar por quienes tienen intereses inconfesables es calcado del de la película que consagró a Brando. Richard Attenborough hace un papel tan contenido como efectivo, un hombre que no hace bandera de su derecho a ejercer la libertad de pensamiento sin dejarse amilanar por sus compañeros de trabajo, sino que, sencillamente, se limita a ejercer ese derecho contra viento y marea, aun a pesar de que los huelguistas incluso se atrevan a agredir a su hijo, a quien indisponen contra el padre, en una de las excelentes escenas de la película, llena de muchas secuencias formidables, tensas, como en la que la mujer, Pier Angeli, le reprocha a su inquilino, pretendido “amigo” de su esposo, que no haya sabido dar la cara por él, y le pide que salga de su casa, que deje libre la habitación, que no quiere compartir el mismo techo con alguien como él, capaz de preferir la manada a la verdadera amistad. La película puede entenderse, incluso, como un epígono del neorrealismo, porque el realismo puro y duro de la vida de los obreros en la Inglaterra industrial, con unas condiciones de vida bastante más que duras nos trae a la memoria no pocas escenas del cine italiano de posguerra. Por otro lado, la película ahonda en una cuestión compleja, cual es la de los límites del derecho a huelga y la licitud de ciertas estrategias sindicales como los piquetes violentos; elementos que se unen, por el otro, a la presión de los dueños de la fábrica para deshacerse del “individualista” que les da problemas y que pone en peligro llegar a un acuerdo con los huelguistas para poder cumplir con el pedido gubernamental que les asegura la actividad y el negocio. Entre dos fuegos, pues, está el protagonista, quien no cede. Se trata de un obrero sencillo, amante del fútbol, de ir mejorando su nivel de vida y de disfrutar de su familia…, no nos las vemos con un “intelectual” como el Gary Cooper de El manantial, cuyo discurso final aplaudiría este hombre modesto y trabajador, porque intuiría, antes que entendería cabalmente, que lo retrataba. De alguna manera, El amargo silencio podríamos considerarla como el reverso de Norma Rae, de Martin Ritt, otro cineasta con fuertes inquietudes sociales. Mientras que en la de Green, el agitador viene para usar a los trabajadores para su fin de agitación política inconfesable, en la de Ritt llega para concienciar a los trabajadores de que han de formar una agrupación sindical para defenderse de la explotación de los amos. En ambos casos, la integridad y la honestidad personal es el patrón que define a la protagonista de Norma Rae y al protagonista de El amargo silencio, aunque ambas historias tengan, a nivel argumental, poco en común.
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