El médico rural o el chamán de la
tribu: una institución milenaria: un emotivo homenaje del autor de Hipócrates, Thomas Lilti
Título original: Médecin de champagne
Año: 2016
Duración: 102 min.
País: Francia
Director: Thomas Lilti
Guión: Thomas Lilti, Baya Kasmi
Fotografía: Nicolas Gaurin
Reparto: François Cluzet,
Marianne Denicourt, Patrick Descamps, Christophe Odent, Isabelle Sadoyan, Félix
Moati.
Es frecuente que los críticos utilicen un concepto “alargada”,
con el que afearle a los directores la desmesura con que se enfrentan, a
menudo, a ciertas historias que en modo alguno requieren de añadidos “coloristas”
o “desviaciones folclóricas” o reiteraciones de o ya expuesto, y ese es el gran
pero que se le puede poner a esta apología del ejercicio de la medicina en el
medio rural. Mi hermano fue médico rural durante muchos años y conocí de
primera mano, a través de su aventura profesional y vital, lo que esta película
nos retrata con una efectividad casi documental, a juzgar por la minuciosidad
en el retrato del día a día de quien realmente atiende un servicio de urgencia
las 2 horas del día, sin posibilidad de sustitución y siendo consciente de que
hay vidas humanas cuya supervivencia dependen de su actuación. Que a esa
especie de chamán antiguo que es el médico rural se le declare un tumor
cerebral y haya de someterse a tratamiento de quimio y de radio complica no
poco la situación, y ahí es donde entra la “colaboradora” que ha de admitir
para poder “llegar a todo”, a las visitas y a la consulta, y a las urgencias
intempestivas. Que se vea obligado a reconocer su enfermedad y que su colega
sea una mujer, que ha sido antes enfermera, nos permite asistir a una lucha
profesional y humana en que ambas personalidades se describen a la perfección y
entre las que se genera un proceso de conocimiento y aceptación mutuos que sabe
captar y mantener la atención de los espectadores, sobre todo porque no
escasean las situaciones humorísticas que atenúan tanto la dureza del ejercicio
profesional como el drama del propio médico enfermo. Hipócrates era la película de los MIR, del mismo modo que Un doctor en la campiña es el retrato de
un profesional, el médico rural, a quien, como dice el hijo, cuando regresa al
pueblo para ver a su padre, los vecinos consideran como un Dios. Hay en la
película, como no podía ser de otra manera, un retrato de la Francia rural que
ha sido aplaudido por los espectadores galos y recompensado generosamente con
la asistencia masiva a los cines para ver la película. Es curioso, por otro
lado, la devoción usamericana que se plasma en esa reunión de amantes del
country auspiciada por el ayuntamiento, paralela al retrato de ciertos “tipos”
singulares de cualquier comunidad pequeña, y en eso la película actúa como una
radiografía social que permite conocer, de forma veraz y casi documental, sin
idealización alguna, una realidad alejada de la atención mediática, salvo para
las tragedias naturales, los conflictos o la promoción turística. El director
es médico en ejercicio y, por lo tanto, no solo sabe de qué está hablando, sino
que, además, lo hace de forma harto convincente, porque las escenas propiamente
médicas respiran un aire de veracidad como pocas veces advertimos en la
pantalla. François Cluzet, cuyo parecido innegable con Dustin Hoffman no se le
despinta al espectador a lo largo del film, actúa con sobriedad y sin
patetismo, pero acaso con un exceso de envaramiento y secretismo que no se
compadece con la relación franca y cordial que mantiene con sus pacientes. Es
evidente que un tumor cerebral descoloca a cualquiera, pero choca el secretismo
para con la colega que lo auxilia, porque no da abasto, independientemente de
su dolencia, para atender a tantos pacientes. Forma parte de la trama, está
claro y así se construye la película: una progresiva aceptación del otro, la
otra en este caso, se convierte en la aceptación de sí mismo y de su mal. Por
otro lado, el hecho de que sea un divorciado da a entender que algún problema
de relación tiene con las mujeres, y, de hecho, hay una soterrada y casi
imperceptible tensión sexual en la historia que solo se manifiesta, muy
tímidamente, cuando ella descubre las manchas en el pulmón al hacerle una
radiografía. A nivel anecdótico, me ha llamado la atención que del hijo,
arquitecto, nos diga el protagonista que está trabajando con un estudio
encargado del proyecto del Teatro de la Ópera de Madrid… Como no hubiera
querido decir el de Valencia, de Calatrava. La película, muy francesa, y, al
tiempo, en la onda universal del tradicional “menosprecio de corte y alabanza
de aldea”, mezcla en su trama algunos elementos de política municipal, un poco
al estilo del Rohmer de El árbol, el
alcalde y la mediateca (¡Una auténtica joya del sonoro… en la que no hay ni
un solo segundo de la película en la que no se hable…!), pero sin la mala uva y
la lucidez política de don Eric. Es un desvío totalmente prescindible, como,
acaso, el alargamiento de la historia del autista fanático de la Primera Guerra
Mundial, pero tampoco puede decirse que estropeen la película, aunque le roben
intensidad. En conjunto se trata de una película muy entretenida y muy bien
interpretada, con ese grado de verismo que permite al espectador olvidarse de
los actores y seguir con interés a los personajes. Hay algún desliz
sentimental, pero tampoco llega al borrón.
Hombre, Juan Pérez, comentas una película que he visto y puedo hablar de ella. No es una película con registros complejos o ambiguos, su mensaje es claro, su buena voluntad es evidente. Tanto como en el filme El olivo que no has comentado. Son del mismo orden. El triunfo de la bonhomía, del compromiso humano, de la rectitud profesional, de los buenos sentimientos en ese duelo entre los dos protagonistas que recuerda tanto al género de poli experimentado que tiene que unirse en la patrulla a uno novato, con las chispas que eso supone, su proceso de adaptación, sus conflictos, su entendimiento al final. Buena interpretación, cine hecho con corazón, ambientado en un medio rural. Hace un par de semanas terminé de leer un libro recomendable del que hablaba Antonio Muñoz Molina, La España vacía, de Sergio del Molino. En él se describe ese medio rural español frente al medio urbano que se lleva la inmensa mayor parte de las noticias, salvo las crónicas negras como la del asesinato del alcalde de Fago o Puerto Hurraco. En ese ambiente rural, desligado de la gran ciudad, al parecer más humanizado, que discurre más lento, se desenvuelve un profesional como la copa de un pino, el protagonista. Un hombre digno que se enfrenta a la crisis de su propia salud y ha de entenderse con una nueva facultativa que ha de sustituirle al menos parcialmente. La película discurre suavemente, matizadamente, sin sobresaltos, tanto es así que los últimos diez minutos me dormí y la oía en medio de mis ensoñaciones. No pasó nada porque al salir le pregunté a Rosa Mari, qué había pasado y logré reconstruir el final. Nada que objetar. Discretamente buena. Pero me gustó más El olivo.
ResponderEliminarAl final se dulcifica demasiado, aunque no llega a empalagosa, y sí, desciende mucho el ágil ritmo de las dos terceras partes de ella. Como tengo mi videoteca de segunda mano, veo muchas pelis que no son de estreno. Ayer fuimos a ver el documental del diálogo entre Truffaut y Hitchcock y ya no lo ponían... El presente fílmico es mucho más veloz que el de cualquier otro arte, imposible habitar en él, al margen de por el precio, claro...
EliminarAh, El olivo, al final, no me decidí, pero de aquí a poco la pasarán por TVE, supongo. Será el momento.
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