miércoles, 1 de octubre de 2025

«Cinéfilos», de Arnaud Desplechin, tributo a la magia del cine.

Una declaración de amor al cine y a los espectadores.

 

       Hermosísima y emotiva película que va más allá de la narración clásica y del documental para entregarnos un emocionado homenaje al cine y a lo que el cine significa no solo en la vida de los cinéfilos, para quienes es acaso la parte más importante de su vida, sino en los espectadores corrientes y molientes, como se recoge en algunas entrevistas a aficionados no particularmente «cinéfilos», pues estos no solo viven apasionadamente el hecho cinematográfico, sino que viven para él, pues puede decirse que en torno a él organizan su vida. Arnaud Desplechin ha hecho una película autobiográfica, por supuesto, porque ha escogido a un personaje suyo habitual, Paul Dédalus, a quien los espectadores contemplamos aquí como niño, adolescente y joven en tres fases distintas de su formación vital y académica si bien el cine siempre está presente en cada una de esas fases.

Todo se inicia con una ViewMaster, que nos permite ver imágenes tridimensionales y, a partir de ese momento, arranca un recorrido por la historia de la imagen animada con una explicación doctoral de cómo en la pintura podemos advertir la aspiración de la imagen para llegar al movimiento, una invención que, con las primeras películas de los Lumière apenas congregaban a unas 30.000 personas, frente a los casi dos millones que frecuentaban los museos de pintura. Poco después pasamos a la prueba de fuego que para Paul es el bautismo de la sala de cine, su primera proyección, aunque parece llamarle tanto la atención el cañón de luz del proyector como lo que ocurre en pantalla, donde se representa Fantomas, la primera película que recuerda haber visto Desplechin en una sala, aunque como la violencia impresiona a su hermana, la abuela se los lleva y el niño no puede acabar de verla.

Un texto altamente emotivo de Roland Barthes sobre una fotografía suya con su madre sigue ampliando el círculo de nuestra relación con las imágenes y en ese discurso es importante señalar que, aun a pesar de centrarse en su alter ego y su relación apasionada con el cine, Desplechin se interroga de forma muy amplia sobre la condición del «espectador» que queda expuesto a una nueva realidad, la de la obra de arte cinematográfica, en modo alguno idéntica a nuestra realidad cotidiana. Hábil mezcla de documental y de ficción, Desplechin incluso filma las contestaciones de personas anónimas que revelan cuál fue su primera película, y en esa encuesta hay un participante que dice que la primera la vio desde el útero de su madre…

A partir de la primera película a la que asiste, Gritos y susurros, fingiendo que tiene la edad que no tiene para poder verla, dieciséis años, Desplechin, cuya voz en off nos acompaña a través de la admiración que siente  por su métier, irá recordando ante los complacidos ojos de los espectadores que comparten su pasión, no solo la capacidad testimonial del cine, como las imágenes de Freud y su famoso diván o algunas secuencias de esa maravilla de Dziga Vértov que es El hombre de la cámara, una de las maravillas eternas del Séptimo Arte, sino también de la ficción, y ahí expone él, sin duda, su propia experiencia, porque la selección de las películas que usa para abrir el abanico de posibilidades de la ficción cinematográfica abarca desde El cazador, de Cimino, hasta Regreso a casa, de Zhan Yimou, pasando por el Napoleón de Gance, Los niños terribles, de Jean-Pierre Melville, El hombre mosca, de Sam Taylor y Fred C. Newmeyer, Ran de Kurosawa y tantas otras que los buenos aficionados reconocerán enseguida, y que le sirven para revelarnos de lo que es capaz el cine, convertido en algo esencial de su condición: el espectáculo, una faceta del cine que el autor tiene muy presente.

Las reflexiones sobre el cine son constantes a lo largo de la película, como la de los jóvenes que entablan conversación con una lectora en un bistrô a quien creen que molestan con su conversación exaltada sobre la experiencia de la realidad en el cine, aunque la lectora se revela como una «especialista» que está leyendo a Stanley Cavell en inglés, A lo largo de la conversación se menciona también a André Bazin, el creador de los Cahiers du Cinema y eximio teórico del cine. Ahí no se acaba la teorización sobre el cine y el espectador, porque cuando Paul Dédalus asiste a las clases en la universidad, se nos ofrece una brillante reflexión sobre el cambio sufrido por los espectadores del teatro, cuya visión de la obra es única en cada espectador, en función de lo que ven en escena y desde dónde lo ven, y la «cesión» irreparable que supone convertirnos en espectadores de cine, dado que el único punto de vista posible es el del director, el de la cámara.

Resulta enternecedora la progresión de Paul hacia la consolidación de su pasión, que no es otra que convertirse él mismo en director de cine, por supuesto, y verlo convertido en impulsor del cine-fórum de su Liceo, con la proyección de una película checa, Las margaritas, de Vera Chytilová, que el joven cinéfilo confiesa no haber visto, así como tampoco Sombras, de Casavettes, a la que alude en su presentación. Así, poco a poco, y en diferentes etapas de su vida, observamos de qué modo un arte como el del cinematógrafo es capaz de atraernos de un modo no solo absorbente, sino hasta peligroso, porque el impacto emocional de las imágenes nos condicionan y estas acaban formando parte principalísima de nuestras vidas. Acaso por ello no es sino hacia el último tercio de la película, cuando se nos habla de la televisión, como la nueva «pantalla», cuando el niño Dédalus, en el curso de una comida familiar, está absorto ante las secuencias tremendas de Recuerda, de Hitchcock, justo cuando al protagonista le regresa a la memoria el terrible accidente que supuso la trágica muerte de su hermano, que el niño contempla sobrecogido frente al televisor. Más tarde, desvelado, esa misma noche, acabará en el regazo de su padre,  y contemplará otra terrible escena,  el interrogatorio con tortura de la vieja bruja en Dies Irae, de Dreyer, de quien el padre dice que es el mejor director de la Historia del Cine.

Desplechin dedica un largo capítulo final de la película a uno de los grandes monumentos del cine, Shoa, de Claude Lanzmann, el reputado documentalista cuya obra sobre el genocidio cometido por los nazis ha significado un antes y un después en la historia del documentalismo como género. Es significativo que Desplechin, a lo largo de su obra, ponga en un mismo plano de importancia el cine de ficción y el cine documental, sin que ambos dejen de ser cine, una mirada creadora interpuesta entre la realidad y las imágenes con que queremos traducirla. 

Cinéfilos, película a la que la distribuidora española debería haberle respetado el título original, Espectadores, no puede dejar indiferente a nadie, porque a pesar de que el género del homenaje al cine tiene su propia tradición, Los Fabelman, Cinema Paradiso, etc., el director ha sabido guiarnos delicadamente tanto por su historia como por la historia de quien, desde niño, la ha recorrido con esa mirada virginal que se va cargando, película tras película, de asombro, de pasión y de reflexión a partes iguales. ¡Y cómo no recordar al Antoine Doinel de Truffaut en el Paul Dédalus!

¡Para no perdérsela!, porque me temo que es posible que haya pasado algo desapercibida, al no haberse estrenado en cines aquí en España.