domingo, 5 de octubre de 2025

«Sucedió una noche», de Frank Capra, forjador de la comedia «screwball».

 

A más de una década de ¡Qué bello es vivir!, y con la libertad de rodar antes de la severa implantación del código Hays.

 

Título original: It Happened One Night

Año: 1934

Duración: 105 min.

País: Estados Unidos

Dirección. Frank Capra

Guion. Robert Riskin. Historia: Samuel Hopkins Adams

Reparto: Clark Gable, Claudette Colbert, Walter Connolly, Roscoe Karns, Jameson Thomas, Ward Bond,

Eddy Chandler, Arthur Hoyt, Alan Hale.

Música. Louis Silvers

Fotografía. Joseph Walker (B&W).

 

          Que el mundo del cine es un misterio sobre el destino final de las películas que se ruedan tiene un buen ejemplo en esta producción relativamente barata de la Columbia que acabó alzándose en los Oscar con el repóker de grandes premios: Mejor película, mejor dirección y mejor actor, mejor actriz y mejor guion adaptado. ¡Ahí es nada!, para una historia con ingredientes ya aparecidos en otras películas de flojos resultados comerciales, y me refiero al viaje en autobús de los protagonistas.

          La película, a la que se le adjudica críticamente el honor de haber iniciado el subgénero de la comedia llamado screwball, en la que brilló un actor como Cary Grant, por ejemplo, tiene un inicio de lo que se conocía entonces como «alta comedia», que tanto gustaba a los espectadores, acaso por lo alejado de esas vidas sin las preocupaciones de la ente normal y corriente. Dentro de esas comedias, la relación de esos burgueses con alguien de la clase trabajadora, ningún ejemplo mejor que el de Una chica afortunada, de Mitchell Leisen, una joya de este subgénero, rodada tres años después de la de Capra. Quien se nos presenta como una hija caprichosa, ociosa y rebelde de un ricachón que quiere casarla a toda costa, respetando la elección de su hija, se encuentra con que, tras haberse anunciado el enlace matrimonial, la hija no quiere casarse y se lanza por la borda del yate de su padre para acabar subiendo a un autobús Greyhound —la compañía de autobuses usamericanos que han acabado siendo una importante seña de identidad de aquel país— con destino a Nueva York, huyendo de su destino, aun forjado por ella, y de su padre. Y ahí se produce el encuentro entre dos almas errantes: el periodista Peter Warne, encarnado magistralmente por Clark Gable, en un papel que, a mi parecer, supera al de Lo que el viento se llevó, de Víctor Fleming. Aunque entraditos en años, tanto ella, Claude Colbert, quien había rechazado el papel en principio, aunque luego lo aceptó por una subida de salario, como Clark Gable dan el tipo perfecto para la famosa «guerra de sexos» que tendrá momentos espectaculares y una tensión emocional, más que sexual, de primera magnitud, alimentada, eso sí, por los inevitables malentendidos, que son, siempre y en toda historia, poderosos motivos dinámicos.

          Cabe decir que el pretendiente de Ellie Andrews, la protagonista, es un piloto envarado y chapado a la antigua, mayor que ella y en cuyos brazos se había refugiado la protagonista sin una explicación demasiado clara, y de ahí la renuncia y la huida posteriores, las que la llevan a un contacto más íntimo del que ella pudiera haberse imaginado con un apuesto galán que juega, con habilidad, su doble papel protector y censurador de los caprichos de ella, en quien detecta, enseguida, una historia que bien podría aprovechar para reconquistar su puesto en el diario, del que le han echado. Un percance del autobús, ¡los guionistas se las saben todas!, obliga a los pasajeros a pernoctar en un motel. Los dos protagonistas, haciéndose pasar por una pareja casada, ocupan la misma habitación y es entonces cuando aparece esa invención magnífica que Peter denomina Los muros de Jericó, una prolepsis de lo que será el final y cuyo significado no quiero desvelar para no chafárselo sobre todo a las generaciones jóvenes que harían bien en ver esta película magistral para entender cómo se construyen ciertos gags. A partir de la lectura de un titular que recoge la huida de la joven heredera, y de un intento de chantaje por parte de otro viajante del autobús, el periodista decide que tiene entre manos una exclusiva demasiado valiosa, razón por la que decide abandonar el autobús, prometiéndole a ella que, si lo sigue, llegaran antes a Nueva York. Para entonces, la relación entre ambos ya ha dado varios pasos significativos, y entre ellos, que el padre, que lanzó a la policía en su búsqueda y estuvo a unto de «cazarla» en el motel, de lo que se libra porque, en franca complicidad con el periodista, improvisan ambos una pelea matrimonial escandalosa que convence a los policías de que esa mujer llorigritona no puede ser la hija del millonario.

          Si algo necesita una screwball comedy es un ritmo preciso que no permita ningún momento muerto en el que el espectador pudiera reflexionar demasiado sobre la frivolidad de la vida de los ricos y la suerte excesiva de quienes aspiran a ganarse las lentejas. Aquí el espectador encontrará una acción perfectamente pautada para que esos escasos momentos en que parece que todo va a salir mal no se apoderen de la historia ni de la pantalla. El secreto, obviamente, es contar con secundarios de lujo que redondean la eficaz acción de los protagonistas. Y ahí tenemos a Ward Bond, actor fordiano, en el papel de conductor de autobús; a un siempre competente Walter Connolly, en el papel de padre de Ellie o a Charles C. Wilson, interpretando al desquiciado jefe de redacción del periódico donde trabajaba el protagonista, con quien mantiene una relación que remite instantáneamente a la obra de Hetch The Front Page, «primera plana», concretamente a Un gran reportaje, de Lewis Milestone, quien, ya en 1931, dirigió una película que bien podría haberse clasificado como la primera screwball comedy de la historia, a juzgar por lo que se ajusta al género cuya forja se adjudica a Capra. En fin, doctores tiene la iglesia para juzgar estas alambicadas cuestiones. Lo definitivo es que si comparamos este tipo de comedias de los 30 y 40 con ciertas boberías como Notting Hill, por ejemplo, nos daremos cuenta de que, ¡afortunadamente!, no existe el concepto de «progreso» en el arte.

          En fin, concluyo con la recomendación de que la vean los muchísimos que quedan aún por verla, y así tendrán una ligera noción de lo que era el glamur de las estrellas y su capacidad de arrastrar a los públicos a los cines. ¡Y que conste que aún no había rodado, Gable, Lo que el viento se llevó ni la joya casi póstuma que fue Vidas rebeldes, de John Huston, junto al trabajo también casi póstumo de Marilyn Monroe!

         

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