A más de una
década de ¡Qué bello es vivir!, y con la libertad de rodar antes de la
severa implantación del código Hays.
Título original: It Happened One Night
Año: 1934
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección. Frank Capra
Guion. Robert Riskin.
Historia: Samuel Hopkins Adams
Reparto: Clark Gable, Claudette Colbert, Walter Connolly, Roscoe Karns, Jameson
Thomas, Ward Bond,
Eddy Chandler, Arthur Hoyt, Alan Hale.
Música. Louis Silvers
Fotografía. Joseph Walker
(B&W).
Que
el mundo del cine es un misterio sobre el destino final de las películas que se
ruedan tiene un buen ejemplo en esta producción relativamente barata de la Columbia
que acabó alzándose en los Oscar con el repóker de grandes premios: Mejor película,
mejor dirección y mejor actor, mejor actriz y mejor guion adaptado. ¡Ahí es
nada!, para una historia con ingredientes ya aparecidos en otras películas de
flojos resultados comerciales, y me refiero al viaje en autobús de los
protagonistas.
La
película, a la que se le adjudica críticamente el honor de haber iniciado el
subgénero de la comedia llamado screwball, en la que brilló un actor
como Cary Grant, por ejemplo, tiene un inicio de lo que se conocía entonces
como «alta comedia», que tanto gustaba a los espectadores, acaso por lo alejado
de esas vidas sin las preocupaciones de la ente normal y corriente. Dentro de
esas comedias, la relación de esos burgueses con alguien de la clase
trabajadora, ningún ejemplo mejor que el de Una chica afortunada, de
Mitchell Leisen, una joya de este subgénero, rodada tres años después de la de
Capra. Quien se nos presenta como una hija caprichosa, ociosa y rebelde de un
ricachón que quiere casarla a toda costa, respetando la elección de su hija, se
encuentra con que, tras haberse anunciado el enlace matrimonial, la hija no
quiere casarse y se lanza por la borda del yate de su padre para acabar
subiendo a un autobús Greyhound —la compañía de autobuses usamericanos que han
acabado siendo una importante seña de identidad de aquel país— con destino a
Nueva York, huyendo de su destino, aun forjado por ella, y de su padre. Y ahí
se produce el encuentro entre dos almas errantes: el periodista Peter Warne,
encarnado magistralmente por Clark Gable, en un papel que, a mi parecer, supera
al de Lo que el viento se llevó, de Víctor Fleming. Aunque entraditos en
años, tanto ella, Claude Colbert, quien había rechazado el papel en principio,
aunque luego lo aceptó por una subida de salario, como Clark Gable dan el tipo
perfecto para la famosa «guerra de sexos» que tendrá momentos espectaculares y
una tensión emocional, más que sexual, de primera magnitud, alimentada, eso sí,
por los inevitables malentendidos, que son, siempre y en toda historia,
poderosos motivos dinámicos.
Cabe
decir que el pretendiente de Ellie Andrews, la protagonista, es un piloto
envarado y chapado a la antigua, mayor que ella y en cuyos brazos se había
refugiado la protagonista sin una explicación demasiado clara, y de ahí la
renuncia y la huida posteriores, las que la llevan a un contacto más íntimo del
que ella pudiera haberse imaginado con un apuesto galán que juega, con habilidad,
su doble papel protector y censurador de los caprichos de ella, en quien
detecta, enseguida, una historia que bien podría aprovechar para reconquistar
su puesto en el diario, del que le han echado. Un percance del autobús, ¡los
guionistas se las saben todas!, obliga a los pasajeros a pernoctar en un motel.
Los dos protagonistas, haciéndose pasar por una pareja casada, ocupan la misma
habitación y es entonces cuando aparece esa invención magnífica que Peter
denomina Los muros de Jericó, una prolepsis de lo que será el final y cuyo
significado no quiero desvelar para no chafárselo sobre todo a las generaciones
jóvenes que harían bien en ver esta película magistral para entender cómo se construyen
ciertos gags. A partir de la lectura de un titular que recoge la huida de la
joven heredera, y de un intento de chantaje por parte de otro viajante del
autobús, el periodista decide que tiene entre manos una exclusiva demasiado valiosa,
razón por la que decide abandonar el autobús, prometiéndole a ella que, si lo
sigue, llegaran antes a Nueva York. Para entonces, la relación entre ambos ya
ha dado varios pasos significativos, y entre ellos, que el padre, que lanzó a
la policía en su búsqueda y estuvo a unto de «cazarla» en el motel, de lo que
se libra porque, en franca complicidad con el periodista, improvisan ambos una
pelea matrimonial escandalosa que convence a los policías de que esa mujer llorigritona
no puede ser la hija del millonario.
Si
algo necesita una screwball comedy es un ritmo preciso que no permita ningún
momento muerto en el que el espectador pudiera reflexionar demasiado sobre la
frivolidad de la vida de los ricos y la suerte excesiva de quienes aspiran a
ganarse las lentejas. Aquí el espectador encontrará una acción perfectamente
pautada para que esos escasos momentos en que parece que todo va a salir mal no
se apoderen de la historia ni de la pantalla. El secreto, obviamente, es contar
con secundarios de lujo que redondean la eficaz acción de los protagonistas. Y
ahí tenemos a Ward Bond, actor fordiano, en el papel de conductor de autobús; a
un siempre competente Walter Connolly, en el papel de padre de Ellie o a
Charles C. Wilson, interpretando al desquiciado jefe de redacción del periódico
donde trabajaba el protagonista, con quien mantiene una relación que remite instantáneamente
a la obra de Hetch The Front Page, «primera plana», concretamente a Un
gran reportaje, de Lewis Milestone, quien, ya en 1931, dirigió una película
que bien podría haberse clasificado como la primera screwball comedy de
la historia, a juzgar por lo que se ajusta al género cuya forja se adjudica a
Capra. En fin, doctores tiene la iglesia para juzgar estas alambicadas
cuestiones. Lo definitivo es que si comparamos este tipo de comedias de los 30
y 40 con ciertas boberías como Notting Hill, por ejemplo, nos daremos cuenta de
que, ¡afortunadamente!, no existe el concepto de «progreso» en el arte.
En
fin, concluyo con la recomendación de que la vean los muchísimos que quedan aún
por verla, y así tendrán una ligera noción de lo que era el glamur de las
estrellas y su capacidad de arrastrar a los públicos a los cines. ¡Y que conste
que aún no había rodado, Gable, Lo que el viento se llevó ni la joya casi
póstuma que fue Vidas rebeldes, de John Huston, junto al trabajo también
casi póstumo de Marilyn Monroe!
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