Entre el patético estado de la razón (soviética) y la delirante Razón de Estado.
Título original: Chernobyl
Año: 2019
Duración: 60 min.
País: Estados Unidos
Dirección:Craig Mazin
(Creador), Johan Renck
Guion: Craig Mazin
;Reparto: Jared Harris; Stellan Skarsgård; Emily Watson; Paul Ritter; Jessie
Buckley; Robert Emms; Adam Nagaitis; Sam Troughton; Adrian Rawlins; Con O'Neill;
Joshua Leese; Ross Armstrong; Philip Barantini; James Cosmo; Karl Davies; David
Dencik; Caoilfhionn Dunne; Fares Fares; Alex Ferns; Peter Guinness; Ralph
Ineson; Mark Lewis Jones; Gerard Kearns;
Donald Sumpter; Barry Keoghan; James Kermack; Hilton McRae; Diarmaid Murtagh; Kieran
O'Brien; Ian Pirie; William Postlethwaite; Lucy Russell; Michael Shaeffer; Jay Simpson;
Jamie Sives; Michael Socha; Lucy Speed; Laurence Spellman; Sam Strike; Joe
Tucker; Sakalas Uzdavinys; Laura Elphinstone.
Música: Hildur Guðnadóttir
Fotografía: Jakob Ihre.
Debo de
contarme entre los pocos televidentes que no habían visto aún una serie que ha
sido constantemente aclamada desde que se estrenó, y con razón (de la buena). Se
ha dado la circunstancia de que las producciones de HBO pueden verse ahora en
Movistar y ahí que me he lanzado enseguida a verla, para reparar aquella
desatención de entonces.
Al margen de
que empezar por el final, el suicidio de Valery Legasov, el ingeniero que será el
hilo conductor de la serie, te marca el
contexto de la tragedia que fue la explosión del reactor nuclear y la amenaza
sobre Europa, la serie es una magnífica recreación de un sistema político
basado en una ideología con más carencias que un ayuno radical. Sorprende la
puesta en escena de unos espacios, interiores y exteriores, pero sobre todo los
primeros, que reflejan a la perfección las enormes dificultades para construir
una sociedad viva, dinámica y emprendedora, desde una ideología que, en vez de
alas, le pone cadena a los individuos y, lo que es peor, al libre desarrollo
del conocimiento, fuera de lo permitido por el sacrosanto «Partido», dueño y
señor de las vidas y haciendas de todos los súbditos a los que supuestamente «ampara».
El mundo de
las relaciones humanas que se nos ofrece, comenzando por el tirano encargado de
la planta nuclear que trata despóticamente a sus subordinados, implica una
carencia de valores sociales muy curiosa, teniendo en cuenta que hablamos del
país donde se «materializa» el comunismo. Verlo tan claramente en pantalla, y comprobar
que el gran error cometido en la central nuclear tuviera tanto que ver con la
incompetencia y el ejercicio autoritario del mando nos revela esas carencias
trágicas de las que hablaba al principio.
Una vez que algo sale mal, todo tiende a empeorar, sin poder revertir el
yerro inicial. Y, así, una supuesta demostración de la «normalidad» en el
funcionamiento de la central se convierte en la peor catástrofe nuclear de
todos los tiempos, con unos resultados que aún llegan a nuestros días, aunque
se produjo en 1986, cuando todo daba a entender que era inminente el
desmoronamiento de la URSS, presidida por Gorbachov, quien a duras penas
aguanto el achacoso aparato represivo hasta 1991, momento en que se disolvió el
comité central y Yeltsin, que había encabezado la resistencia a un golpe e
estado involucionista, fue aupado al poder de la nueva Rusia excomunista.
A los
aficionados a as películas del este, las rusas incluidas, no nos llama la
atención la austeridad, pobreza y decadencia de la vida en esos países en los
que el progreso material estaba condicionado por las directrices del Partido,
un aparato de poder mastodóntico y nulo de reflejos para satisfacer las necesidades
de la población. Lo que uno ve en la serie, a través de la peripecia trágica de
Valery Legasov, en el curso de su enfrentamiento con la cadena de fallos que
propiciaron la explosión del reactor, y a través de una interpretación
antológica de Jared Harris, es el poder omnímodo del Partido y cómo todo ha de
subordinarse a las directrices políticas, so pena de ser inmediatamente fulminado
de cualquier cargo de responsabilidad. Boris Shcherbina, en aquel entonces
vicepresidente del Consejo de Ministros, fue el encargado de lidiar políticamente
con aquella crisis para minimizar cuanto se pudiera el efecto de la tragedia en
la «reputación» de la URSS. Aunque enfrentados desde el principio, Legásov y
Shcherbina forman una pareja que nos permite entender el funcionamiento del
sistema. El ingeniero opera desde la ciencia y sus razonamientos, incluso los
humanitarios, como la petición de desalojar a más de cien mil personas de sus
casas para evitar los daños ciertos de la contaminación; el político, desde el
cálculo reputacional y el escepticismo del «no será para tanto» producto de la
ignorancia. En primera línea de combate contra el maléfico genio de la lámpara
nuclear, ambos contendientes, y luego aliados, saben que están expuestos a esa
radiación y que ambos morirán a causa de ella.
La historia se
afronta desde varios puntos de vista, para darle un empaque dramático, como el
de la mujer del bombero que ha de ir al sacrificio, una historia «humana» cuya
principal protagonista, Jessie Bucley, es todo un descubrimiento, una capacidad
de interpretación que luego corroboré en Beast, de Michael Pearce. Como
si fuera propio de una serie de horror, y hay mucho de él en el desarrollo de
la serie, resulta muy impactante la evolución médica de quienes han estado
luchando en el interior de la Central para tratar de atajar los daños. Porque
el abordaje para sepultar los restos del reactor son de muy diversa naturaleza,
como es el caso del episodio de los mineros que trabajan desnudos para intentar
una acción desde el subsuelo de la Central. Ellos formaban parte del equipo que
se llamó los «liquidadores», unas seiscientas mil personas que trabajaron en
las labores para devolver al núcleo del reactor el grafito tóxico reventado por
la explosión y así evitar que siguieran contaminando. Se estima que unas cien
mil personas de aquellos «liquidadores» murieron a causa de la radiación a la
que se expusieron. En la serie se refleja, perfectamente, de un modo muy
realista, cómo afecta la radiación al cuerpo humano y a qué atroces niveles de deformación
puede llevar a cuantos a ella se expusieron.
Como la he visto
muy lejos de su fecha de realización, he tenido la oportunidad de hacer un
visionado que me ha traído, casi sin quererlo, a la realidad de nuestro país, a
este septenio ominoso de la versión edulcorada del comunismo que es el
socialismo, cuando este se aparta de la vía socialdemócrata y se acerca a los
extremos populistas de su ideología autoritaria. El culto al líder, la disciplina
espartana para acatar las directrices del partido, la exculpación de cualquier responsabilidad
del partido en todo cuanto pasa de malo, la ignorancia e incompetencia de los
mandos, más pendientes de sus promociones individuales que de la administración
del procomún, son aspectos que uno contempla en la película como si fuese algo
privativo de aquella cárcel ideológica en que encerró a tantos millones de
personas la revolución soviética, pero no tarda en darse cuenta de que ese
autoritarismo chusco y soez lo vivimos muy cerquita.
Hay un aspecto
técnico de la serie, la fotografía, de Jakob Ihre, que consigue crear, por la
iluminación y los colores mortecinos, una sensación de irrealidad y belleza
propia de mundo onírico. Y es que a veces tenemos la sensación de estar en el interior
de un sueño satánico, incluso con sus terribles calderas de Pero Botero
liberando una contaminación que supuso, para Europa, un serio aviso del peligro
de unas instalaciones no gobernadas con la prudencia que la energía nuclear exige.
Aunque el
mensaje ecologista de la serie está fuera de toda duda, enfrentados al peor de
los males de esa energía, y debió de contribuir lo suyo en un momento dado al
rechazo de la energía nuclear, no es menos cierto que esta está viviendo una
nueva edad dorada frente al abandono de las energías fósiles, aunque no todos
los gobiernos saben verlo de la misma manera.
Insisto, las
interpretaciones de los personajes centrales es determinante para empatizar
inmediatamente con ellos y seguir, con su desesperanza y desasosiego, la
evolución en tiempo real de la catástrofe anunciada, si al frente de esas
instalaciones no están las personas adecuadas. Si El síndrome de China,
de James Bridges, supuso un fuerte impacto en la audiencia en su momento, Chernóbil
es un punto y aparte en el género de las catástrofes, porque es difícil
conjuntar de un modo tan espectacular la radiografía de un régimen totalitario
y todo lo relacionado con un accidente como nunca antes había sucedido, ¡ni
esperamos que vuelva a suceder!
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