domingo, 24 de julio de 2016

Un thriller psicológico sobre la amnesia fulminante: “La mujer sin rostro”, de Delbert Mann.


La mujer sin rostro o el descubrimiento de la faz atroz del yo vergonzante: la quest angustiosa de sí mismo como una investigación policiaca del mejor cine negro.
 Título original: Mister Buddwing
Año: 1966
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Director: Delbert Mann
Guión: Dale Wasserman (Novela: Evan Hunter)
Música: Kenyon Hopkins
Fotografía: Ellsworth Fredericks (B&W)
Reparto: James Garner, Jean Simmons, Suzanne Pleshette, Katharine Ross, Angela Lansbury, George Voskovec, Jack Gilford, Charles Seel.

Cinematográficamente, La mujer sin rostro, de Delbert Mann, un “supuesto” autor “menor” que, sin embargo, consiguió el Oscar al mejor director por su ópera prima, Marty, una suerte de nerorrealismo usamericano, es un prodigio, sobre todo en el arranque de la misma, cuando la cámara describe un giro de 180º, pasando del enfoque de las copas de los árboles y del cielo a la parte delantera del cuerpo sentado del protagonista, afanado en rebuscar en sus bolsillos no se sabe qué. Es precisamente en esos momentos cuando el espectador constata que se halla ante un uso de la cámara subjetiva que lo desconcierta. Después de rebuscar en los bolsillos, de mirar y remirar el anillo y las iniciales de la parte interior del mismo, el protagonista se levanta e inicia un recorrido que no acabará hasta el final de la película. Durante un breve tramo de ese recorrido, la cámara subjetiva nos permitirá identificarnos con la ausencia de identidad del personaje y sus miradas angustiosas a uno y otro lado buscando referencias que le permitan re-conocerse en la búsqueda infructuosa que hace en todos sus bolsillos, una secuencia en la que el cuerpo del protagonista, sentado, parece la encarnación del vacío capital; solos los ojos miran y buscan con frenesí alguna señal que le permita identificarse. Ni el anillo que lleva, ni un papel en el que solo aparecen unas iniciales y un teléfono; seguiremos sus pasos hasta que entra en un hotel y acaba ante un espejo, llevándose la sorpresa terrible de no poder identificar a la persona que ve ante él, a quien el espectador ve por vez primera. Ese es el momento en que, una vez puesto el rostro, dejamos de lado la cámara subjetiva y se inicia el thriller identitario. El protagonista, no tardaremos en enterarnos de ello, ha perdido totalmente la memoria, es un amnésico solo en las calles de Nueva York y decidido a recuperar su identidad perdida, porque hay un poso de angustia en él que no lo deja tranquilo, como si intuyera que él es el responsable de algo trágico, al menos por la ansiedad con que vive su amnesia. La historia, desde el punto de vista literario es fascinante, y Delbert Mann, a través de un guion modélico de Dale Wasserman, de quien hemos de recordar que fue el creador de El hombre de la Mancha, una adaptación de su obra Yo, Don Quijote, que, en realidad, era una tentativa biográfica sobre el propio Cervantes a partir de su célebre novela, consigue un timing perfecto para una narración que en ningún momento, a pesar de su extensión se vuelve tediosa o repetitiva, porque el esquema, simple y eficaz es el siguiente: el protagonista, a través de mujeres con las que se encuentra fortuitamente por la calle está convencido de haberse encontrado con quien él ha tenido una relación, porque físicamente las confunde con el recuerdo borroso de esa “mujer sin rostro” con quien ha vivido una historia que apunta a un final trágico. A través de la relación con ellas se recrea lo que ha sido la vida del protagonista, y con cada una de ellas vamos obteniendo la información que nos permite reconstruir la biografía del personaje y cómo ha llegado a su realidad actual de la angustiosa amnesia que le impide saber quién es, con quién convive, a qué se dedica y qué vida ha llevado. Por una mezcla de dos referencias totalmente circunstanciales, un camión de cerveza Buddwiser y de un avión que lo sobrevuela, el amnésico decide que acaso se llame Buddwing, nombre artificial con el que irá atravesando las diferentes historias con las mujeres con quienes se encuentra azarosamente hasta descubrir, finalmente, quién es, qué ha ocurrido y cuál es su responsabilidad. El blanco y negro de cine negro, el rodaje en exteriores por las calles de Nueva York, la iluminación tenebrista que refuerza el pasado oscuro del personaje y la potente banda sonora jazzística de Kenyon Hopkins, un prodigio de transcripción musical del laberinto identitario del protagonista, configuran una puesta en escena más que poderosa y efectiva. Recuerdo, porque no está de más, que Kenyon Hopkins es también el autor de la banda sonora de El buscavidas, de Robert Rossen. Nunca he sentido debilidad por James Garner, porque siempre me ha parecido no poco patoso y falto de recursos, pero he de reconocer que esa ausencia de cualidades contribuye a definir su papel de una manera espectacular y consigue atraer al espectador a su drama amnésico. Empatizamos desde el inicio de la película con quien lo ignora todo de sí y de los suyos, y vamos progresando en el conocimiento de su vida con verdadera ansiedad por descubrir el secreto, el trauma que ha provocado esa amnesia temporal. El reparto del póker femenino es realmente un póker de ases, porque todas ellas, las cuatro, cada una en su estilo, y en especial Suzanne Pleshette y Jean Simmons, consiguen interpretaciones que rayan a enorme altura. De Pleshette criticamos no hace mucho en esta Ojo Cosmológico una película notable y olvidada, Vida sin freno, de Walter Grauman, en que bordaba el papel de una ninfómana, y en esta confirma sus muy valiosas dotes como actriz, acaso merecedora de un reconocimiento crítico que aún no ha recibido. Jean Simmons,  por su parte, la excepcional sargento Sarah Brown de Ellos y Ellas, de Mankiewicz, hace un papel desgarrado de una mujer adicta al alcohol, al juego y a la disipación  que consigue momentos de singular intensidad cuando, en la partida de dados se van alternando las tiradas del azar con el proceso de rememoración del protagonista, un crescendo dramático que nos lleva directamente al desenlace, que les ahorro a los lectores de esta crítica, porque me parece de todo punto necesario que vean la película cuanto antes. No me voy sin mencionar, porque es de justicia, el papelón de Angela Lansbury, cuya brevedad no le resta mérito alguno. Son breves secuencias que su presencia encumbra hasta cimas del mejor cine usamericano de los años cincuenta, pero hecho casi en los 70, pues la película es de 1966, años en los que la estética y la puesta en escena de Una mujer sin rostro remiten a más de una década antes, y de ahí el aire clásico de gran cine que Mann supo plasmar con evidente genialidad.

“En tierra de hombres”, de Niki Caro: cine feminista (necesario).




El cine como arma combativa en pro de la igualdad laboral de los sexos: En tierra de hombres, de Niki Caro, de la humillación a la justicia.

Título original: North Country
Año: 2005
Duración: 126 min.
País:  Estados Unidos
Director: Niki Caro
Guión: Michael Seitzman (Libro: Clara Bingham, Laura Leedy Gansler)
Música: Gustavo Santaolalla
Fotografía: Chris Menges
Reparto: Charlize Theron, Frances McDormand, Sissy Spacek, Woody Harrelson, Sean Bean, Richard Jenkins, Jeremy Renner, Michelle Monaghan, Amber Heard, Rusty Schwimmer.

No llama la atención que algunas críticas masculinas a la película de Niki Caro, como las que pueden leerse en la página de FilmAffinity de la película, redunden en la idea del pastelón, el melodrama, el novelón rosa, o la parcialidad propagandística… como estas dos de Torreiro y de Sánchez, en El País y en Fotogramas: Un panfleto vulgar hasta la extenuación, lacrimógeno sin descanso y con más agujeros que un queso emmental, escribe M. Torreiro;  Panfletario cuento feminista (...) un discurso que huele a rancio melodrama concienciado, escribe a su vez Sergi Sánchez, juicios sumarísimos que tanto chocan con la opinión de Lou Lumenik, del New York Post: Un clásico drama social en la orgullosa tradición de 'Norma Rae'. 'Silkwood' y 'Erin Brockovich'.  ¿Cómo puede darse semejante abismo entre las opiniones críticas? Me apresuro a aclarar que estoy más próximo a la opinión de Lumenik que a la de mis dos colegas españoles, cuyas anteojeras ideológicas les han impedido ver sin prejuicios una historia en la que efectivamente hay emociones y reivindicaciones, pero ni las primeras son sentimentaloides ni las segundas son postureo. Se trata, en última instancia de un caso real y aunque puede admitirse que entre las dos clases de mineras que se nos muestran, las despampanantes y las “curtidas” sí que puede haber una “desviación” estética que pudiera pasar factura a la película, no es menos cierto que la historia de humillaciones, vejaciones y abusos sufridos por la protagonista, convierten la película en un sólido drama que emociona a quien sigue esa historia sin la distancia fría de quien no quiere dejarse involucrar en semejante drama. En modo alguno es la distancia brechtiana, sino el miedo a conmoverse y tener que dar explicaciones de haberse dejado conmover. La película arranca tras la separación de una mujer que sufre agresiones físicas por parte de su marido. Decide volver al hogar familiar y pedir trabajo en la mina donde trabaja su padre, su primer novio, convertido en acosador despechado y otras mujeres que están siendo pioneras en la conquista del derecho a la igualdad frente al trabajo, luchando contra esa tendencia social a dar por sentado que hay trabajos “de hombres” y “de mujeres”, y que, está claro, “la mina no es para ellas”. A partir de las vejaciones continuas que sufren las mujeres por parte de sus compañeros de trabajo, que van incluso más allá del acoso para caer en la humillación deliberada, una de ellas decide, harta de sufrir dichas humillaciones, plantar cara a la compañía. Ahí comienza una batalla judicial que, en la estructura de la película, se va alternando con las perrerías de la vida cotidiana en las minas, de tal manera que progresivamente nos vamos acercando a un clímax en el que el abogado defensor consigue establecer no solo la honorabilidad de la protagonista, puesta en duda por otras mujeres, por su propio padre y, sobre todo, por su propio hijo, fruto de una violación, sino también demostrar irrefutablemente la culpabilidad social de la empresa. El reparto, excepcional, contribuye a que el proyecto producido por Theron, no solo acabe teniendo un empaque de película al estilo de las enumeradas por Lumenik, sino también a que las historias paralelas de su mejor amiga, Frances McDormand o la de la relación de sus padres con ella, adquieran un relieve que penetran en los estratos más profundos de lo real. En este sentido es admirable la interpretación de Richard Jenkins, inolvidable en The Visitor o en la serie Six Feet Under, en quien se fija el guion para mostrar una evolución del machismo recalcitrante a la tolerancia y la justicia de la reivindicación feminista de la igualdad. Hay una descripción de eso que suele llamarse la “norteamérica profunda”, esto es, un compendio de ignorancia, valores perversos y prejuicios arraigados que próximamente serán sometidos a votación presidencial en la encarnación grotesca que de ellos supone Trump. Las muchas historias familiares y de amistad que se cuentan en la película, para las que la demanda judicial es el detonante que las lleva al conflicto y a la necesidad de una solución, plantean ante los espectadores relaciones densas, no solo realistas, sino, me atrevería a decir, ejemplares del “realismo sucio” que tan de moda se puso en la literatura hace algunos años: la vida cotidiana, las relaciones aparentemente triviales, esconden siempre un potencial de conflicto dramático que, si se sabe observar con lucidez y plasmar con inteligencia, no pueden por menos que servirle al espectador como una ocasión para experimentar la catarsis que lo purifica, como en la escena de la reconciliación entre madre e hijo o la excepcional del discurso del padre ante sus colegas en la reunión del sindicato cuando, después de haber tomado su hija la palabra, como cotizante que es, para defender su postura, sube al estrado y, de forma contenido y contundente, reniega de sus colegas y amigos de toda la vida y reconoce que de la única persona de la que no se siente avergonzado es de su hija, a quien, hasta ese momento, había combatido como el resto de los mineros, convencido de que la mina no era un sitio para ella. Es cierto que su mujer decide separarse de él e irse a dormir a un motel, ante la incomprensión de su marido respecto de su hija, y también que, después de una larga vida matrimonial, que algo así se desmorone por fuera habría de hacerle recapacitar, como así sucede. La película narra una historia tan potente y el drama que esconde la biografía de la protagonista es de tal calado que Niki Caro se limita a narrar casi escondiéndose, técnicamente, poniéndose al servicio de la historia sin incurrir en ningún alarde imaginativo que despiste al espectador: la historia es la protagonista; y aunque no cae para nada en la técnica del pseudo documental, tampoco la sobriedad de la puesta en escena la acerca a la estética del telefilm de sobremesa. A mí me emocionó. Allá otros con sus armaduras. A los interesados en este cine combativo social seguramente les interesará saber que Pago justo, de Nigel Cole, con una Sally Hawkins en estado de gracia, es una película excelente que aporta, desde la perspectiva británica, algo que, en cierta manera se echa de menos en En tierra de hombres, el sentido del humor. Son dos variantes distintas, el drama y la tragicomedia, pero la misma reivindicación de imprescindible cumplimiento: la igualdad de sexos a todos los niveles pero, en el caso de estas dos películas, a nivel laboral.

sábado, 16 de julio de 2016

Una visión zolesca de la modernidad: “El paraíso de las damas” de Julien Duvivier.




La pugna entre la modernidad y la tradición: el penoso destino del pequeño comercio frente al esplendoroso de los grandes almacenes: El paraíso de las damas, de Julien Duvivier, una realización entre Eisenstein y Berlín, sinfonía de una gran ciudad.



Título original: Au bonheur des dames
Año: 1930
Duración: 85 min.
País: Francia
Director: Julien Duvivier
Guión: Noël Renard (Novela: Émile Zola)
Música: Película muda
Fotografía: André Dantan, René Guichard, Émile Pierre, Armand Thirard (B&W)
Reparto: Dita Parlo, Ginette Maddie, Andrée Brabant, Madame Barsac, Nadia Sibirskaïa, Germaine Rouer, Simone Bourday, Cognet.

De Julien Duvivier vi hace milenios PéPé le Moko, con Jean Gabin,  y Seis destinos, película usamericana que el éxito de la anterior le permitió rodar allí,  con dos actuaciones memorables de Charles Laughton y Edward G. Robinson, en dos de los seis episodios de que consta la película, y ambas las vi en el programa de José Luis Garci, nunca suficientemente elogiado, porque ¡Qué grande es el cine!  fue algo así como una auténtica Escuela oficial de cinematografía, en la que tantos y tantos aficionados, amigos de trasnochar, nos deleitamos durante diez años con el saber ver y el saber decir de quienes aportaban conocimientos que los ignaros bebíamos con avidez. Ayer, estando mi casa sosegada y mi persona desvelada, ¿qué mejor que ponerme una película muda para no molestar a nadie con mis desarreglos circadianos? Basada en una novela de Zola, de idéntico título, El paraíso de las damas,  me parece una película extraordinaria que combina, como avanzo en el título, las mejores técnicas de realización del cine de Eisenstein, a quien Duvivier sigue muy de cerca sobre todo en la angustiosa interiorización que el rival desvalido de los grandes almacenes hace del derrocamiento de los edificios anejos al suyo, donde va a instalarse la ampliación de ese enorme comercio que en todo recuerda, para quienes hemos visto el proceso, el modo como El Corte Inglés fue ocupando la manzana de la Plaza de Cataluña donde está instalado, hasta acabar conformando una suerte de espectacular “fortaleza” del comercio que en nada tiene que envidiar al “Paraíso de las Damas”, sobre todo en el plano final centrado en el megaedificio en que se convierte, tras haber arruinado a toda la pequeña competencia que le rodeaba. Permítaseme la evocación, pero en 1968, en mi primera visita a Barcelona, me hospedé en un hotel en cuyos bajos estaba instalado el primitivo Corte Inglés…, así pues, imagínese la diferencia entre aquellos bajos y la ocupación de la manzana actual. La historia se teje a partir de las relaciones amorosas que se establecen entre el gerente todopoderoso de los almacenes y la sobrina del vendedor de telas que se niega a vender su comercio para que el rival se expanda. La terrible situación de pobreza de la familia de la protagonista, su sentido de la lealtad hacia ellos, que en parte se resiente porque ella entra a trabajar en la “competencia”, así como otras virtudes que consiguen que el gerente se fije en ella hasta quedar prendado por esas virtudes y una suerte de belleza que se aparta de los modelos estándar de mujeres atractivas con las que el gerente se ha relacionado habitualmente, y que, al conocer a la empleada, desdeña totalmente, conforman una suerte de relato paralelo que, sin embargo, privilegia la relación amorosa de los “rivales”, así como la vida interior de los grandes almacenes, en los que las rivalidades, los celos, los hábitos laborales, etc. adquieren casi un tono documental que nos informa, adaptando a los años 30 una realidad que Zola describe como propia del Tercer Imperio, esa época de las Pasajes, estudiados con mimo por Walter Benjamin, y que prefiguran la modernidad de los grandes almacenes. De hecho, las famosas Galerías Lafayette fueron las escogidas como escenario natural para buen número de escenas, aunque es probable que la inspiración de la película también incluyera los almacenes La Samaritaine, cuya historia es paralela a la de las Galerías Lafayette como proyecto urbano expansivo. La Samaritaine, por cierto, son unos grandes almacenes que aparecen casi en ruinas en una de las increíbles e impactantes historias de la reciente Holy Motors, de Léos Carax. La realización de Duvivier pretende captar, desde el inicio, con la llegada a la estación de la protagonista, el ritmo febril de la gran metrópoli merced a una superposición de planos que se entrecruzan creando un movimiento como el enloquecido de la circulación de los alrededores de El Paraíso… que después retomará en los magníficos de los derribos y la construcción de la ampliación de los almacenes. La historia tiene una dimensión trágica inevitable, porque la prosperidad de los almacenes es la ruina de los pequeños competidores, y Zola acentúa ese drama hasta un desenlace tan emotivo como desgarrador, por más que los mensajes del director y del novelista difieran ligeramente: la sobrina del comerciante arruinado, cuya hija muere el mismo día en que se presentan funcionarios del juzgado con una orden de desahucio de su local, acaba reconociendo el avance imparable del progreso frente a su tío, que se vuelve loco y, pistola en mano, en unas escenas llenas de nervio, tensión y efectividad narrativa, pretende acabar con el gerente y, tras no conseguirlo, preso de su enajenación y de su afán de venganza, acaba incluso disparando contra los clientes, poco antes de acabar atropellado, al huir de los almacenes, por un camión de El Paraíso. A mí me ha parecido una obra muy notable, no solo por la modernidad de la lucha entre el comercio de proximidad y las grandes superficies, sino, sobre todo, por una realización vigorosa que ha sabido sacar buen provecho de la vena documentalista del cine como testigo de la Historia y de la profunda enseñanza del uso metafórico de la imágenes propia de  Eisenstein. Releyendo documentación sobre Duvivier, he descubierto que en 1939 hizo un remake de La carreta fantasma, de Victor Sjöström, película que no hace mucho traje a este Ojos Cosmológico y que, sin duda, merecería un atento visionado para hacer las comparaciones odiosas pertinentes.
Galerías Lafayette

martes, 12 de julio de 2016

“El dossier 51”, de Michel Deville, una obra de arte militante.



Seguridad estatal y libertad individual, dialéctica eterna: El dossier 51, de Michel Delville, película de insospechable actualidad en la España sainetera del ángel de la guarda Marcelo…


Título original: Le dossier 51
Año: 1978
Duración: 108 min.
País: Francia
Director: Michel Deville
Guión: Michel Deville (Novela: Gilles Perrault)
Música: Jean Schwarz
Fotografía: Claude Lecomte
Reparto: Françoise Béliard, Patrick Chesnais, Jenny Clève, Jean Dautremay, Gérard Dessalles, Jean-Michel Dupuis.

Ninguna película más oportuna pata nuestros actuales tiempos políticos que El dossier 51, una obra de Michel Deville en la que se entra tan difícilmente como cuesta, después, salir de ella, justo cuando un final algo precipitado nos impide seguir disfrutando de una película tan inteligente como sorprendente y especialmente actual, como digo. A través de las grabaciones de los servicios de seguridad, películas, fotos, encuentros forzados, citas trampa, etc., todo ello hecho de forma oculta, como es propio de los servicios de espionaje y contraespionaje, se plantea el caso del seguimiento de 51, un diplomático francés trasladado de África a Luxemburgo de quien se sospecha un comportamiento que no se ajusta a lo que su profesión exige. Un despliegue de medios técnicos de primera magnitud se va a poner a disposición de los servicios de seguridad para elaborar un dossier sobre 51, mediante el cual poder tener “cogido” al diplomático, Dominique Auphal, quien en ningún momento será consciente de la trama urdida para controlarlo mediante el conocimiento total de su vida y la explotación de sus debilidades. Los encargados de la seguridad del Estado actúan en todo momento como dioses que supervisan desde su abstracción legal y sus medios concretos de acción, técnicos y humanos, la vida de cualquier individuo, en este caso, además, de un diplomático. A través de las grabaciones se va contando la vida del objetivo, que no protagonista, porque el protagonismo cae del lado de quienes reconstruyen a través del espionaje la vida, obra y milagros del diplomático. La película, que empieza muy fríamente, lejos incluso de la impersonalidad burocrática de La vida de los otros, va entrando en materia poco a poco y va descubriendo “secretos” de la vida del diplomático a través de una sutil actuación de los agentes del estado que se encargan de sonsacar a familiares y amigos la información necesaria para determinar las solideces y flaquezas del personaje, que no protagonista, vuelvo a repetir. De hecho, ese uso de la cámara subjetiva coloca a los espectadores en la perspectiva del Estado, por más que al espectador pueda  repugnarle la técnica invasiva de la intimidad de los ciudadanos, pero ha de reconocerse el virtuosismo del sistema de indagación y, sobre todo, hacia el final, el fino análisis psicoanalítico que les lleva a determinar, en el espiado, su homosexualidad latente, una vía de acceso informativo que se apresurarán a explotar, si bien, llegados a ese punto es cuando se produce el desenlace, en parte inesperado, en parte consecuente. La película trata de recomponer un puzzle en el que emerja la inequívoca personalidad del espiado, de ahí que los diferentes fragmentos que se nos dan solo adquieran su sentido definitivo al final de la película. Mediante escenas en las que, por ejemplo, se sonsaca al servicio doméstico, a la madre o a los amigos, informaciones muy relevantes, se va construyendo una película en la que hay momentos culminantes, como, a mi entender, la entrevista con la madre con una falsa estudiante de la represión nazi en Francia en la Segunda Guerra Mundial, cuando ésta confiesa que su hijo, Dominique, es un hijo bastardo de quien murió en un campo de concentración tras ser denunciado por un marido celoso con quien, sin embargo, siguió casada después de la guerra, revelaciones que se producen en unas secuencias tan contenidas estéticamente como llenas de emoción humana. Del lado del servicio de inteligencia es de donde nos viene un cáustico sentido del humor que sirve de contrapunto a la tragedia familiar que emerge de los datos que se van recabando. Da la impresión de que quienes dirigen la investigación están más interesados en demostrar su competencia y su saber hacer que en la información obtenida, y, a ese respecto, las escenas finales del “proceso” psicoanalítico del equipo de investigación frente al responsable último que ha de decidir los siguientes pasos que se han de seguir son de una ironía absoluta. Comparado con El dossier 51, es evidente que las conversaciones del Ministro del interior, su ángel de la guarda Marcelo y Daniel de Alfonso, juez presidente de la Oficina Antifraude de Cataluña, son algo así como un monumento a la famosa “chapuza nacional”, una suerte de sainete o negativo de lo que la película de Delville representa, que es una seria reflexión sobre los límites de la libertad y del poder de los aparatos del Estado. Se trata, además, de una película muy diferentes de las dos suyas que había visto con anterioridad, Las confesiones del Dr. Sachs y La lectora, ambas espléndidas y de las que guardo un excelente recuerdo, sobre todo de la segunda, por razones literarias obvias. Dossier 51 se filmó tomando como base una obra de Gilles Perrault, quien se hizo famoso, sobre todo, por su obra de denuncia de la represión política del rey Hassan II en Marruescos: Nuestro amigo el rey, que transformó incluso la acción diplomática francesa respecto de la monarquía alauita. Se trata, pues, de una obra eminentemente política en la que, como no puede ser de otra manera, se ventilan asuntos humanos, muy humanos. Una película muy recomendable y casi una “rareza”, pero la acertadísima puesta en escena, y una dirección que va combinando la distancia fría con la pasión cercana, además de unas interpretaciones exquisitas, recompensarán con creces a quienes se aventuren en su visionado.

Un melodrama esencial: “El ángel de la calle”, de Frank Borzage

  
El expresionismo aplicado al folletín de fuste: El ángel de la calle o la emoción verdadera, con una Janet Gaynor excepcional.
  
Título original: Street Angel
Año: 1928
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Director: Frank Borzage
Guión: HH Caldwell, Philip Klein, Henry Robert Symonds (Obra: Marion Orth)
Música: Película muda
Fotografía: Ernest Palmer, Paul Ivano (B&W)
Reparto: Janet Gaynor, Charles Farrell, Alberto Rabagliati, Gino Conti, Chido Trento, Henry Armetta

Hace tanto tiempo que había visto Amanecer, de Murnau, que, a pesar de haberme resultado familiar el rostro de Janet Gaynor, nada más aparecer en pantalla, no he conseguido asociarlo con el de aquella actriz que tanto me impresionó en la película del alemán expatriado. He quedado tan maravillado, no obstante, por su interpretación en El ángel de la calle, que no he perdido el tiempo para ir a YouTube a ver si encontraba no solo Amanecer, sino, sobre todo El séptimo cielo, también dirigida por Borzage, con la misma pareja protagonista Gaynor- Farrell, y de la que El ángel de la calle es, dado el éxito de la primera, una suerte de continuación de la fórmula de éxito. Ambas, de igual manera que Amanecer, aunque esta en menor medida, son ejemplos modélicos de melodramas a los que la música se le añadía en la proyección, en vez de llevarla incorporada. De hecho, la versión que he visto, de Feel Films tiene una banda sonora ajustada con total propiedad al desarrollo de la película, con música napolitana tradicional y algunas arias operísticas que subrayan con total propiedad las muchas emociones que la película depara, servidas en bandeja de plata por dos interpretaciones que mejoran, al menos a mi entender, las de El séptimo cielo. La historia puede decirse que es puramente folletinesca, una hija que ha de comprar medicinas para la madre enferma, que no tiene dinero y que, viviendo en un barrio donde es normal la prostitución, decide salir, desde la inexperiencia total, a la captura de algún cliente con cuyos dineros poder comprar las medicinas. Siéndole imposible seducir a ninguno, intenta robar la vuelta de un cliente en un bar y es detenida por la policía. Se escapa, a través de las callejuelas del Nápoles portuario, perfectamente reconstruido en estudio, lo que dota a la película de una dimensión poética que la aparta del neorrealismo anticipado al que la historia, tan lumpenproletaria, pertenece. Que sea salvada por los miembros de un circo, con quienes acaba actuando como miembro de la troupe, en una escena llena de encanto y picardía permite un giro de la historia que llevará al encuentro con el pintor que le disputa los espectadores al circo. Entablaba la relación entre la artista circense y el pintor, se produce un flechazo que llevará a que ambos sigan su camino por su cuenta. Él pinta un retrato de ella por el que recibe una buena suma que les permite salir de la pobreza extrema en la que viven. Recibe, así mismo, el encargo de pintar unos frescos. Por esos azares que marcan la vida tortuosa de los protagonistas de los melodramas, un policía recuerda el rostro de la mujer que un día, cuando la llevaba detenida se le escapó. Esa anagnórisis fatal coincide con el momento de mayor felicidad de la pareja, encaminada hacia una boda inminente. Entre lágrimas, proyectos y promesas de amor eterno, la protagonista le pide al policía apenas una hora para despedirse de su amor antes de ser llevada a la cárcel, donde cumplirá su condena. Una prostituta que ronda al pintor es la portadora de las noticias que trastornan al hombre, de ahí que, cuando, en una noche de niebla ambos amantes tropiezan el uno con el otro y a la luz de una cerilla se reconocen, la explosión de ira del pintor lo lleve a querer estrangularla en el puente donde tiene el encuentro… Y ahí debería dejar el resumen argumental, porque la ingenua confianza de este crítico es ganar espectadores para las películas que traigo a esta página. La espectacular fotografía oscura de la película, los encuadres en unos decorados que no esconden su condición, y el juego constante entre los primeros planos expresivos, donde tantísima gana Janet Gaynor, quien seduce a los espectadores por la limpidez de su actuación en modo alguno exagerada, a pesar de ser una película muda, por la facilidad asombrosa con que su sonrisa y su mirada son capaces de transmitir matices tan nítidos del sentimiento, son todos ellos rasgos de un expresionismo que, más allá de sus orígenes, se acerca al gran público con la intención de conmover, algo que consigue a la perfección. Los destinos desdichados ya suelen conmover por sí mismos, sobre todo si son producto de la mala fortuna o de la injusticia, y ambas circunstancias se dan en esta película, pero cuando la pareja protagonista los vive con una naturalidad que ni siquiera parece que estén actuando ante la cámara se produce uno de esos raros momentos del arte cinematográfico en que el espectador se desase de sí y se convierte en una suerte de fantasma invisible en plena secuencia, tentado de consolar a los desdichados o de alegrarse festivamente por su felicidad. Janet Gaynor fue la primera actriz en recibir el Oscar a la mejor interpretación femenina en la primera edición de los célebres premios en 1928, pero la Academia de Cine se lo concedió no solo por esta película, sino por su actuación en las tres que hemos citado, supongo que por no poder otorgarle dos retrospectivos, que hubiera sido lo suyo. Cualquier aficionado al cine debería programarse una buena tarde de asueto para ver este triple programa inexcusable. Me agradecerán el consejo.

viernes, 1 de julio de 2016

Olivia de Havilland por partida doble: “A través del espejo”, de Robert Siodmak.




El mundo propio, y a veces oscuro y perverso, de los gemelos idénticos: A través del espejo, de Robert Siodmak.
Título original: The Dark Mirror
Año: 1946
Duración: 85 min.
País: Estados Unidos
Director: Robert Siodmak
Guión: Nunnally Johnson (Historia: Vladimir Pozner)
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: Milton Krasner (B&W)
Reparto: Olivia de Havilland, Lew Ayres, Thomas Mitchell, Richard Long, Charles Evans, Gary Owens

The dark mirror, el espejo oscuro, me parece un título más preciso y adecuado que A través del espejo. El título en inglés nos remite al desdoblamiento de Jeckyll y Hide y su traducción española a la segunda parte de Alicia en el país de las maravillas. En cualquier caso, también en esta película hay una vena de lo real maravilloso, si bien desde el punto de vista psicológico, porque la historia nos sitúa ante la previsible imposibilidad de determinar policialmente cuál de los dos gemelas idénticas ha cometido el crimen con que se abre la película, un comienzo que imitaría muchos años después Charles Crichton en El tercer secreto, por cierto. El peso de la investigación, como no podía ser de otra manera, no recae en los agentes policiales, sino en un psicólogo que, para más complicación narrativa, está enamorado de una de las dos gemelas. Técnicamente, la película es un thriller en el que curiosamente se sabe quién es la asesina y, por lo tanto, lo fundamental es cómo llegar a demostrar su identidad, siendo ambas gemelas un puro calco la una de la otra. Pronto advertiremos que ambas hermanas son el reverso la una de la otra y que, a pesar de la estrechísima unión que hay entre ambas, tiene lugar un proceso de venganza en el seno de su reducidísima comunidad que corre paralelo a la investigación del psicólogo, quien, poco a poco, va acorralando a la asesina hasta, con la colaboración de la hermana “buena”, desenmascararla. Ayer por la noche vi la película y hoy me entero, temprano, que la actriz, residente en París, acaba de cumplir la hermosa cifra de 100 años, manteniendo una presencia física que ya quisiéramos todos para nosotros, en caso de llegar a esa cada vez menos “avanzada” edad. En la película, y gracias a técnicas que hoy en día han sido superadas de forma espectacular, como demostró Woody Allen en esa joya del cine que es Zelig, Olivia de Havilland se desdobla y logra realizar un admirable trabajo que combina las ineludibles dosis de ambigüedad con la delimitación precisa de dos psicologías opuestas en una sola presencia física. A ese respecto es paradójica la afirmación última del psicólogo enamorado de una de ellas respecto de que, para él, siempre Ruth ha sido mucho más guapa que su hermana, Terry. La obra discurre la mayor parte del tiempo en interiores, sea el vestíbulo donde la hermana simpática lleva el quiosco de periódicos y golosinas, sea la casa de las hermanas, sean las oficinas de la policía, de ahí que vayamos sintiendo, a medida que avanza la acción y nos percatamos de la estrategia vengativa de Terry: querer volver loca a su hermana ya sea para que se suicide, ya para acabar internándola por demente, una suerte de claustrofobia que coincide punto por punto con el desplazamiento de la investigación de los móviles tradicionales del cine negro a los móviles psicológicos del trastorno mental en el difícil mundo de los gemelos idénticos, sobre los que tanta bibliografía hay, porque suponen un desafío apasionante a las teorías sobre la singularidad del yo y la personalidad que suele identificarlo como tal ante uno mismo y ante los demás. Lo habitual, sin embargo, es que en los gemelos idénticos, al margen de la singularidad propia de cada cual, se desarrolle un vínculo indestructible que difícilmente será puesto en cuestión nunca. Estamos, en el caso de la película, así pues, en una suerte de “desviación” de la norma, y de ahí lo del “espejo oscuro” que tanto le cuesta reconocer a la hermana que se convierto en objeto de la venganza de la rencorosa que no soporta el éxito social de la dulce y simpática Ruth. Se trata de motivaciones elementales, si se quiere, pero que forman parte de los celos entre hermanos que son algo así como el abecé de la realidad nuestra de cada día en el ámbito fraternal. ¡Benditos sean quienes se han librado de esa tenebrosa pulsión de los celos fraternales!  Aunque Havilland lleva el peso de la película, tanto el psicólogo, Lew Ayres, como el inspector de policía, el secundario por excelencia el cine usamericano, Thomas Mitchell, le dan la réplica perfectamente. Entre todos consiguen que los espectadores se contagien del verdadero callejón sin salida en el que se hallan el psicólogo y el policía, sabiendo que una de las dos es una asesina y no poder demostrarlo. El psicólogo, finalmente, gracias a la exploración de ambas, logra determinar con cierta nitidez la identidad de cada cual, a lo que contribuye, sin duda el estar enamorado y ser correspondido por una de ellas. ¿Puedes distinguir el beso de una y de otra?, le pregunta Terry, aunque el doctor le diga, mintiéndole, que no ha besado a Ruth. La historia no descuida en ningún momento, como se advierte por lo que acabo de decir, el poder del sentimiento en lucha con el poder de la investigación psicológica, de modo que buena parte del público crea más en el poder de revelación de esos sentimientos que en el del test de Rorschach, cuyos dibujos sirven de pantalla de fondo para los títulos de crédito al inicio de la película, dando una pista inequívoca de los derroteros por los que va moverse la historia. A través del espejo, aunque mejorable técnicamente, está claro, es una película que se sigue viendo con el mismo interés apasionado que cuando fue estrenada. ¿La convierte eso en un “clásico”? Estoy convencido de que sí. Felicidades, Olivia, y gracias por tu carrera cinematográfica.