jueves, 31 de agosto de 2017

Fredric March: la muerte en persona: “La muerte de vacaciones”, de Mitchell Leisen



Una personificación de la Parca sólida y convincente en una excelente adaptación del clásico homónimo de Alberto Casella: La muerte de vacaciones o el respingo del contacto con la sombra helada…


Título original: Death Takes a Holiday
Año: 1934
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Director: Mitchell Leisen
Guion: Maxwell Anderson, Gladys Lehman, Walter Ferris (Obra: Alberto Casella)
Música: Bernhard Kaun, John Leipold, Milan Roder
Fotografía: Charles Lang (B&W)
Reparto: Fredric March,  Evelyn Venable,  Guy Standing,  Katharine Alexander,  Gail Patrick, Helen Westley,  Kathleen Howard,  Kent Taylor,  Henry Travers,  G.P. Huntley, Otto Hoffman,  Edward Van Sloan,  Hector Sarno,  Frank Yaconelli,  Anna De Linsky.


Tomando como base la obra teatral de Alberto Casella, un éxito sin precedentes del autor italiano en 1924, Mitchell Leisen dirigió una década más tarde esta interesante y lograda adaptación filmica a la que un relativamente reciente remake, ¿Conoces a Joe Black?, de Martin Brest, en modo alguno fue capaz de hacer justicia, no solo por ser un relato plúmbeo y eterno, ¡tres horas de duración!, sino por la suma de dos debilidades: la realización y la interpretación de Brad Pitt, en modo alguno comparable con la excelente de Fredric March, uno de los grandes valores de la película, si no el principal. Nos movemos en el ámbito de un teatro simbólico-alegórico que tuvo cierto predicamento en la escena de aquellos años. La propuesta de Casella es simple: la muerte se presenta en casa de unos magnates y, atraído por la belleza de una mujer, suspende su deletérea actividad para tratar de comprender las razones apasionadas por las que los humanos se agarran a la vida con una intensidad que a ella, la muerte, le resulta incomprensible. Durante un fin de semana en la mansión de unos nobles, y tras llegar a un pacto “de caballeros” con el dueño, la muerte desaparecerá de la faz de la tierra, algo que se confirma a través de unas inserciones de carácter documental, al estilo de un noticiero cinematográfico, en las que se da cuenta de las mil y una catástrofes, accidentes y desgracias que han ocurrido en el globo sin que, ¡milagrosamente!, haya habido ninguna pérdida de vidas humanas en ellas. La contradicción de la muerte, imposibilitada durante un tiempo limitado de ejercer su oficio y, al tiempo, de enamorarse de una humana sin que su naturaleza terrible acabe con ese ser, es vivida por su encarnación, Fredric March con tal sutileza en la interpretación que es capaz de transmitirla con una intensidad de visajes y gestos quizás más propios del cine mudo que del hablado, pero, en cualquier caso, altamente efectivos para lo que el guion exige y el director pretende. Es cierto que en el fondo de la anécdota late una oposición entre la vida frívola de unos aristócratas bon vivants y el drama de la muerte, de modo que cuando esta se acerca a ellos y puede privarles de la existencia de alguno de sus miembros, las debilidades humanas afloran en la misma medida en que han aflorado las de la muerte condicionada por el pacto de “no agresión” que durará el fin de semana en que es un invitado del dueño de la mansión y comparte con todos los invitados  la vida cotidiana, si bien su condición de Príncipe de un pequeño país centroeuropeo lo convierte en el  centro de interés de todos los invitados y, sobre todo, de las, de las invitadas, que rivalizan por captar su atención. La presencia de la Parca en la sociedad implica, también, un cierto juego cómico acerca de su desconocimiento de los pequeños pormenores de la vida social, la etiqueta, los protocolos, e incluso las instituciones y las costumbres o los objetos, lo que da pie a no pocos diálogos ingeniosos y hasta cierto punto cómicos que contrarrestan la carga dramática inequívoca de la película. La ironía de esta Parca de mirar sombrío y gesto adusto a la que tanto le cuesta esbozar una sonrisa preside la actuación de March, quien arrastra tras de sí la atención del espectador, quien la imanta de una manera poderosa. Ya digo que su exclusiva interpretación vale por toda la película, y prueba de ello debe de ser que lo hayan rodeado de actores y actrices propiamente secundarios, acaso para no estorbar esa identificación de los espectadores con un personaje tan siniestro como atractivo. La película, rodada casi íntegramente en los interiores de la mansión aristocrática, tiene la puesta en escena adecuada a la condición de los personajes y recuerda esas comedias de alta sociedad tan de moda en los años 30, aquí adaptadas a la nobleza italiana, esa nobleza que hace poco, ya decadente, veíamos en una película como La condesa descalza, de Mankiewicz, por ejemplo, y que ha dado pie a películas tan memorables como El gatopardo, de Visconti. Los efectos especiales, que haylos, son pocos pero sugerentes, sobre todo en la escena del accidente de coche del que todos salen ilesos. En fin, que sin tratarse de la octava maravilla del séptimo arte, la película tiene un interés inequívoco, no solo por la originalidad del planteamiento del autor de la historia, Alberto Casella, sino también por la realización estilizada y una interpretación magistral de March, altamente recomendable. No niego que a algunos espectadores puede echarles para atrás un comienzo demasiado moroso e insípido, pero en cuanto entra la muerte en escena, olvídense todos de cualquier aburrimiento, porque esa suerte de conflicto íntimo, tipo Jeckyll y Hyde, que preside la historia logrará cautivar al más reticente de los espectadores. 

viernes, 11 de agosto de 2017

“Quiéreme o déjame”, de Charles Vidor, entre el biopic y la tragedia.



Una versión actualizada del Fausto sobre una base biográfica edulcorada: Quiéreme o déjame, una visión parcial de la vida de Ruth Etting. 

Título original: Love Me or Leave Me
Año: 1955
Duración: 122 min.
País: Estados Unidos
Director: Charles Vidor
Guion: Daniel Fuchs, Isobel Lennart
Música: Nicholas Brodszky, Percy Faith, George E. Stoll, Chilton Price
Fotografía: Arthur E. Arling
Reparto: Doris Day,  James Cagney,  Cameron Mitchell,  Robert Keith,  Tom Tully,  Peter Leeds, Harry Bellaver,  Richard Gaines,  Claude Stroud,  Audrey Young,  John Harding.


No hace mucho tuve la oportunidad de descubrir El misterio de Fiske Manor, de Charles Vidor, una película notabilísima que competía sobradamente con lo mejor de Gilda, aunque sea prácticamente desconocida, pero se trata de un film gótico que explora ciertos recursos estéticos en la puesta en escena de un modo sobresaliente. Ahora cae en mis manos Quiéreme o déjame, el título de una de las canciones que hicieron famosa a Ruth Etting, una cantante cuya vida se narra, parcialmente, en esta película rodada en CinemaScope con un color muy de época y con unos planos de estilo operístico en los que caben treinta camarotes de los Hermanos Marx, y que Vidor explota con una maestría tal que parece que toda la vida haya rodado en ese formato. La amplitud y la profundidad de campo, como cuando en primer plano hablan la protagonista y su pianista, vigilados al fondísimo por el sicario del gánster con quien ella se ha casado tras una decisión que antepuso el triunfo al amor, crean un espacio propio con el que solo el 3D ha podido competir en nuestros días. Ruth Etting fue una celebridad usamericana de la canción popular, y esta película narra su vida con una capacidad dramática que roza la tragedia y nos recuerda, desde ese comienzo al que antes he aludido, que estamos ante la enésima versión del mito de Fausto. Harta de no ser nadie, Etting vende su alma a un gánster de relativa poca monta que se prenda de ella y con quien establece un pacto implícito: yo te ayudo a triunfar por todo lo alto y tú me pertenecerás a mí en exclusiva. Ella es testaruda y orgullosa; él, violento, posesivo y autoritario hasta la violencia física. Y ahí emerge, ante los espectadores, la figura de un James Cagney a quien, sin duda, deberían haberle dado el Oscar ex aequo con Ernest Borgnine, quien se lo llevó por esa joya del realismo social que es la inolvidable Marty, de Delbert Mann. Que Cagney es un rostro asociado íntimamente a la era dorada del cine negro usamericano, en  blanco y negro, naturalmente, es una obviedad que ni merecería ser recordada; pero aquí, con un color espectacular, Cagney resulta tan o más efectivo que en el bícromo. Su creación de Moe, el Cojo es todo un espectáculo en sí mismo que exige ser visto por cualquier aspirante a actor. Aunque la película parece marcar tan nítidamente la conducta y la moral de la pareja protagonista, lo cierto es que hay suficientes matices y claroscuros para impedir que el maniqueísmo se apodere de la trama. Considerada como una víctima sexual fácil al comienzo de la película, el gánster acabará enamorándose como jamás pensó que llegaría a hacerlo; y ella, que vendió su cuerpo y su alma por el triunfo artístico sabe que ha de pagar la deuda que contrajo, aunque de esa unión de intereses tan divergentes solo podía crecer la flor hedionda del desengaño y la culpa, como sucede. Cuando, después de una carrera de éxitos, Etting acaba llegando al mundo del cine y se reencuentra con el amor que despreció en los inicios de su carrera, se desata el drama común de los celos del marido despreciado, quien ni siquiera duda en recurrir a las armas para quitarse al rival de en medio. Como dijo la cantante en el juicio contra su ex, pues se divorció de él: “Moe nunca dormía sin una pistola bajo la almohada”. El drama matrimonial es también, en realidad, un drama de personalidades que compiten por exhibir el triunfo profesional y social. Mientras Moe triunfa llevando la carrera de ella, ella lo desengaña y lo enfrenta a la verdadera realidad: ¿Qué es él sin ella, que ha conseguido por sí mismo?  Doris Day, una cantante de buen gusto, demuestra una vez más que, contra ciertas etiquetas malévolas, era un pedazo de actriz como la copa de un pino, como ya vi que lo era en esa envenenada comedia que es Pijama para dos, de Delbert Mann, que vuelve a aparecer en esta crítica… (¿Se me nota mi Mannía…?), y como lo acabo de ver en esta, donde exhibe un abanico de recursos que convence a los espectadores del aciago destino de su mal negocio vital, por más que consiguiera un éxito que, como las armas, suele cargarlos el diablo, y más cuando con él se negocia el conseguirlo. Pareja extraña, Snyder y Etting que bien merecían un película como esta, por más que se renuncie a ciertos entresijos de la historia real que, por fuerza,  por mor de las elipsis, han de quedar fuera de las dos horas largas a que se va la película, para gozo del espectador, por supuesto. Las canciones son las propias que forjaron la carrera de la Etting, cuya voz original oigo en estos momentos en que escribo, con ese encanto del cri cri de las viejas grabaciones, pero si he de destacar alguna interpretación de Doris Day quizá me quede con Ten cents a dance, que resume su historia personal con el gánster, pues él la conoce en una sala de baile en la que las dancistas habían de protegerse de los intentos de propasarse de quienes adquirían los tíquets para bailar con ellas en los tiempos de la postdepresión, lo que en España se llamaban  “tanguistas”. Estamos, pues, ante una película “al viejo estilo”, de poderosa imaginación visual y con unas interpretaciones de esas que, como solemos decir, “ya no se estilan”. 

“Cómo robar un millón”, de William Wyler: la eterna comedia de guante blanco…


Dos actores y un estado… de gracia: Cómo robar un millón o la estilización sofisticada del arte de la comedia.

Título original: How to Steal a Million
Año: 1966
Duración: 123 min.
País: Estados Unidos
Director: William Wyler
Guion: Harry Kurnitz (Historia: George Bradshaw)
Música: John Williams
Fotografía: Charles Lang
Reparto: Peter O'Toole,  Audrey Hepburn,  Charles Boyer,  Eli Wallach,  Hugh Griffith, Fernand Gravey,  Marcel Dalio,  Jacques Marin,  Moustache,  Roger Tréville, Edward Malin,  Bert Bertram.


Después de realizar una película tan opresiva e intensa como El coleccionista, Wyler escogió rodar una comedia ligera y banal, que no supusiera tan fuerte implicación psicológica como la de la que venía. Curiosamente, tanto aquella como esta son, cada una en su género, dos películas excepcionales. De lo sombrío a lo luminoso; de la perturbación a la excentricidad. Cómo robar un millón nos sitúa ante una historia-pretexto, la actividad fraudulenta de un exitoso copista de grandes obras -al estilo de Elmy De Hory, cuya actividad fue llevada al cine nada menos que por Orson Welles en F  for fake-, que se pasa la vida inundando el mercado con originales de famosos artistas pintados por él. La hija, Audrey Hepburn, una mujer de orden que intenta persuadir al padre de que abandone su actividad delictiva, acabará enamorándose de un ladrón que entra en su mansión para robar un Van Gogh, Peter O’Toole, a quien acaba disparando, e hiriendo, con un arma antigua que extrae de una panoplia colgada en la pared de la escalera. A partir del flechazo inevitable, que da lugar a una serie de gags estupendos, la película se complica con la cesión de una Venus original de Benvenuto Cellini, que no quiere vender bajo ningún concepto a un usamericano dispuesto a todo por conseguirla, y que cede a un museo para que sea exhibida con rigurosísimas y novedosas medidas de seguridad que hacen imposible el robo. La cuestión se complica al firmar inadvertidamente una póliza de seguro que incluye un peritaje de un acreditado experto en la materia, lo cual llevará al gran descubrimiento: se trata, como era de esperar, de otro fraude, pues fue esculpida por el abuelo de la protagonista. Tras convencer al ladrón, O’Toole, para que robe la pieza y evite así la desgracia del padre, entramos en una dinámica que, sin llevar la película a la comedia alocada, hay momentos en los que se acerca muchísimo, como las escenas del robo en el museo, un prodigio de inventiva y de comicidad, y en las que la dirección juega con primeros planos de las pinturas expuestas como una suerte de comentarios mudos sobre la acción en curso. La película tiene el toque de distinción desde el comienzo, como si el mundo del arte que subyace a la trama delictiva hubiera contagiado cuanto sucede alrededor de él. La exhibición de vestuario de Givenchy de Audrey Hepburn no es uno de los menos atractivos de la comedia, desde luego, como tampoco la monumental actuación de un Peter O’Toole que, aun habiendo alcanzando la fama a través de la interpretación de un personaje tal complejo como T.E. Lawrence, en Lawrence de Arabia, regala a los espectadores una actuación con vis cómica de primera magnitud, algo, acaso, en la línea de Cary Grant, pero, a pesar de ser ambos ingleses,  con ese toque de humor británico que en él resulta inconfundible, frente al usamericanizado Grant. La compenetración de la pareja es extraordinaria, y las secuencias del robo conjunto de la Venus, cuando se quedan dentro del museo para llevar a cabo la fechoría bien pueden pasar a la antología de la comedia con todos los honores. ¡Es increíble la cantidad ingente de películas capaces de alegrarte la vida durante un buen par de horas que transcurren sin casi darte ni cuenta de ello, por el modo como la trama va progresando, incluida la paralela del millonario usamericano que quiere comprar la Venus y, de paso, casarse con la hija del falsificador! La comedia bien hecha, la comedia inteligente, es impagable, y difícilmente cualquier otro género, ni aun el negro, puede competir con ella, y si detrás de la cámara está un director como Wyler, quizá no tan alabado como merece, acaso por no haber tenido valedores europeos, él que lo era plenamente, mucho más que usamericano, entonces la garantía es ya total. ¡Qué alegría haber tenido la oportunidad de disfrutarla por ese Azar todopoderoso que gobierna mis elecciones en Tallers 79! La cogí por simpatía y la he acabado de ver con devoción. Me ha recordado, en cierto modo, a Atrapa a un ladrón, de Hitchcock, otra en la que la “química” de la pareja Grant-Kelly funciona como un reloj de precisión. Siempre la han considerado algunos una “obra menor” de Sir Alfred, pero cuando volví a verla hace algunos años, me sorprendió la depuración estilística de la obra, llena de aciertos de encuadre y fotografía que ya quisieran algunas de sus obras maestras. Pues lo mismo ocurre con la de Wyler, parece una obra festiva e intrascendente y está llena de planos exquisitamente imaginados en una puesta en escena incomparable. Admito que el fervor es incompatible con la crítica ecuánime, y que una recomendación desde él tiene más de parcialidad que de sereno juicio, pero ¡cómo me gustaría estar en el lugar de quien nunca la haya visto!

jueves, 10 de agosto de 2017

“Barreras de orgullo”, una excepcional adaptación de Simenon por Henry Hathaway


La rivalidad fraterna con base autobiográfica: Barreras de orgullo o la llamada atávica de la misma sangre.

Título original: The Bottom of the Bottle
Año: 1956
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Director: Henry Hathaway
Guion: Sydney Boehm (Novela: Georges Simenon)
Música: Leigh Harline
Fotografía: Lee Garmes
Reparto: Van Johnson,  Joseph Cotten,  Ruth Roman,  Jack Carson,  Margaret Hayes, Bruce Bennett,  Brad Dexter,  Peggy Knudsen,  Jim Davis,  Margaret Lindsay, Nancy Gates.


Maravillosa adaptación de Sydney Boehm de la novela de Simenon El fondo de la botella, basada en un hecho real: el hermano del autor, alcohólico y colaboracionista de los alemanes, se presentó ante él tras la guerra pidiéndole ayuda para salir del atolladero en el que se encontraba. Que la adaptación se ubique en el sur de Usamérica, en la frontera con México, y que la película adquiera un aire de western relativamente contemporáneo, pone tierra por medio de la novela de Simenon sin perder, sin embargo, ni un ápice del drama que se desarrolla ante los ojos de los espectadores con una intensidad y un grado de veracidad que le dejan clavado en la butaca. Vaya por delante que Van Johnson siempre me ha parecido un actor muy desigual, capaz de lo mejor, en A 23 pasos de Baker Street, también de Hathaway, y de lo peor, como en tantas y tantas películas de circunstancias, al estilo de 30 segundos sobre Tokyo, de Mervin Leroy; pero aquí, indiscutiblemente, me parece que alcanza la cima de su vida interpretativa, aunque, como es obvio no he visto todas sus películas, pero, salvo algunos flojos momentos, como el de la conversación con los hijos que le esperan al otro lado del río que separa Usamérica de Méjico, es difícil conseguir una interpretación más ajustada a un papel que en modo alguno es fácil, todo lo contrario. Joseph Cotten, que prácticamente nunca está mal, haga lo que haga, le da la réplica en este tenso diálogo imposible entre hermanos que han seguido tumbos muy diferentes en la vida, Cotten un representante de la ley y respetable preboste de la comunidad; Johnson un fuera de la ley que acaba de escaparse de la penitenciaría para pasar la frontera y reunirse en Méjico con su mujer y sus tres hijos, quien se presenta en casa de su hermano para ser ayudado por este a pasar la frontera. Que en época de lluvias el río baje crecido e impetuoso, de tal manera que resulte imposible atravesarlo, va a convertir la larga espera para hacerlo en un motivo de enfrentamiento sordo y oculto de dos hermanos que no se presentan como tales a los amigos del matrimonio del hermano rico durante la tensa y equívoca espera. El presidiario, que acaba de superar en la cárcel un serio problema de adicción al alcohol, no tardará en recaer, debido al desarrollo de los acontecimientos y a la amenaza de que a su mujer y a sus hijos los pongan de patitas en la calle por no poder pagar la habitación de la miserable pensión donde se hospedan hasta que él se reúna con ellos, porque adeudan ya una cantidad considerable. Una vez que el demonio del fondo de la botella vuelve a sonreírle, el hermano pobre y el hermano rico se las tienen tiesas, lo que implica que este lo echa de su casa para sacarlo como pueda, aunque sea mal y miserablemente, de su vida, porque, como se sabrá hacia el final, muertos los padres de los tres hermanos, el mayor abandonó a los pequeños para construirse su propia vida, sin llevárselos con él porque, como confiesa, él mismo era apenas un niño. Estamos, pues, ante un drama familiar en toda regla, en el que se ventilan emociones muy profundas y dolorosas que, al menos a mí, me impactaron contundentemente a medida que se iban revelando, porque no sale todo de golpe, sino que vamos conociendo su relación y la verdadera historia, no solo a través del conflicto entre ellos, sino también del conflicto entre el protagonista y su mujer, con quien no atraviesa un buen momento, por su reserva, la de él,  y porque intuye en él la torturante pesadumbre de una culpa cuya naturaleza y alcance ignora. Que él quiera desentenderse totalmente del destino de su cuñada y sus sobrinos acaba generando un conflicto matrimonial a la altura del fraterno, por lo que los frentes se le van abriendo en un desarrollo que acaba sobrecogiendo al espectador. El ritmo del crescendo se mantiene a la perfección y la película, rodada en CinemaScope con unos planos largos y modélicos en los que la acción se fragmenta. El color brillante y, sobre todo, los fieros exteriores del desierto y los más que magníficos del río rugiente y desatado que ambos hermanos acaban intentando atravesar a caballo en el fantástico desenlace de la trama, dotan a la película de una elegancia escénica absoluta. Sí, estamos ya en una premonición de la estética de los 60, por más que la localización sureña de la acción atempere algo la renovación estética que sucede a la década de los 50, tan clásica dentro del cinema, con los modelos del cine negro; pero la decantación hacia un western psicológico hace de la película un notabilísimo ejemplo de un género sureño que, como La gata sobre el tejado de zinc, de Brooks, y tantas otras, se van a adueñar de las pantallas al inicio de esa década de los 60. 

martes, 8 de agosto de 2017

“Muñecos infernales”, de Tod Browning, o la domesticación del genio creador.


Más allá de Freaks, Tod Browning retoma el mito de Frankenstein en Muñecos infernales al servicio de la más terrenal de las venganzas.

Título original: The Devil-Doll
Año: 1936
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Director: Tod Browning
Guion: Garrett Fort, Guy Endore, Erich von Stroheim (Novela: A. Merritt)
Música: Franz Waxman
Fotografía: Leonard Smith (B&W)
Reparto: Lionel Barrymore,  Maureen O'Sullivan,  Frank Lawton,  Robert Greig,  Lucy Beaumont, Henry B. Walthall,  Rafaela Ottiano.


Todo en esta película de Browning, celebérrimo autor del género de terror, con una indiscutible obra maestra, Freaks, exhala ese aroma a clasicismo genérico que se ajusta a los cánones con tan escrupulosa regularidad como novedad hay en su planteamiento fílmico. La huida de dos prisioneros envejecidos que “necesitan” retomar uno sus aventuradísimos trabajos centíficos y el otro cumplir con la venganza de quienes lo encerraron entre rejas mediante una conspiración para arrebatarle el banco que dirigía abre esta aventura en la que ambos destinos acabarán sumándose cuando el científico, después de haber exhibido ante su amigo de prisión y desdichas los frutos del mismo, el vengador descubra que, más allá de la ética de los infernales descubrimientos, ella puede ser puesta al servicio de su venganza. La llegada a la casa del científico, donde el exbanquero contempla la naturaleza perversa de los descubrimientos de su compañero de prisión, actúa como prólogo del motivo dinámico esencial de la obra: la venganza, calculada al milímetro, y sin excluir ningún refinamiento necesario que pueda satisfacerla. El gran descubrimiento del científico loco, cuya ayudante, su propia mujer, coja, cuya actuación parece inspirada en la reciente, entonces, de Elsa Lanchester como protagonista de La novia de Frankestein, de James  Whale, un año antes del rodaje de la presente, en 1935, al menos si nos atenemos al icónico peinado electrizado y al juego de miradas desquiciadas de la protagonista, porque, a mi entender, Lionel Barrymore -que intenta remedar, como puede el papel idéntico que interpreta Lon Channey en El trío fantástico, también de Browning y comentada ya en este Ojo-, a pesar de resultar convincente en su travestido papel, y más aún cuando lo abandona, al relacionarse, como un desconocido con su propia hija, que no lo recuerda, cede el protagonismo a una Rafaela Ottiano extraordinaria en su papel, aun a pesar de cierta tendencia a la sobreactuación de cine mudo que, sin embargo, encaja perfectamente con ese mundo de probetas, vapores, filtros y drogas inclasificables y deletéreas. La película transcurre en París y ello mismo le confiere a la acción un cierto sello de cosmopolitismo propio de este género de películas en las que no es infrecuente que lo más humilde, como los locos investigadores, en este caso, y la clase alta, los banqueros traidores, se relacionen, en una interactuación que nos permite pasar de los escenarios más modestos a los más sofisticados. El descubrimiento, reducir a mínima escala los cuerpos vivos que solo pueden ser reanimados desde una mente que dirija sus actos, se convierte en la herramienta que acaba usando el exbanquero para deshacerse de sus compañeros traidores. Las escenas en las que la iniciativa vengadora cae en manos de los muñecos, que han de sortear los obstáculos tradicionales a que su condición liliputiense les enfrenta, están realizadas con tal perfección que incluso con los trucajes de aquella temprana época del cine el espectador ni siquiera se plantea descubrir las diferencias de luz, la superposición de planos u otras señales que indiquen el efecto especial; es más, estoy convencido de que les pasará como a mí, que se dejarán llevar por la perfección de la realización y asistirán, con ese asombro en parte infantil que pertenece al género, al desarrollo de dichas secuencias. La presencia de Maureen O’Sullivan, siempre oportuna en una película, forma parte de la parte sentimental de la trama, que hayla, porque, más allá de la venganza, el amor de padre que vela por la seguridad de su hija es lo que más preocupa al exbanquero que a duras penas soporta verla trabajador como lavandera explotada a quien, en su disfraz de vieja, visita para llevarle ropa para lavar. Browning consigue una realización podríamos decir transparente, narrativamente eficaz y sin excesivas complicaciones de encuadre, siempre al servicio del desarrollo de una trama sencilla pero eficaz, sobre todo, en la parte delictiva de la misma. La iluminación  consigue un blanco y negro sin contrastes que realza el aire clásico de la película, pródiga en interiores y planos cortos que deriva la historia por terrenos psicológicos muy potentes, como la rebeldía de la hija contra el padre que, disfrazado e impotente, asiste al desprecio profundo de su hija por él. Respeto de Freaks, es evidente que hay una suerte de acomodación a una narrativa más clásica, un cierto aburguesamiento, podríamos decir,  que busca un público mayoritario, algo a lo que el reparto apunta directamente. Es cierto, sin embargo, que hay en la interpretación alegórica de la trama una suerte de teoría de la alienación social que está más cerca del totalitarismo de 1989 de Orwell que de una simple película de terror, pero quizás eso caiga ya del lado del exceso de celo hermenéutico que se revela indispensable para apreciar los muchos valores que la película tiene.

El soft-noir primerizo de Mankiewicz: “Solo en la noche”.


Hechuras de clásico A con reparto de serie B y una trama digna de las complicaciones de Hammett: Solo en la noche o la poderosa atracción de la amnesia como estrés postraumático bélico. 

Título original:  Somewhere in the Night
Año: 1946
Duración: 110 min.
País:  Estados Unidos
Director: Joseph L. Mankiewicz
Guion: Howard Dimsdale, Joseph L. Mankiewicz
Música: David Buttolph
Fotografía: Norbert Brodine (B&W)
Reparto: John Hodiak,  Nancy Guild,  Lloyd Nolan,  Richard Conte,  Charles Arnt, Richard Benedict,  Whit Bissell,  Clancy Cooper.


Mankiewicz es, casi por definición, un amante de las tramas complejas, largas y llenas de golpes de efecto, y lo fue en todas sus épocas, desde los inicios, como la presente, hasta La huella, la última. Otra cosa es que a los espectadores no les permitiera respiro o que buena parte de ellos saliera del cine intentando confirmar, a menudo en vano, quién era quién o qué hizo cada cual en cada momento de la historia. Vaya por delante que veinte años más tarde, Delbert Mann dirigió La mujer sin rostro, teniendo bien presente esta película de Mankiewicz, no solo por el uso de la cámara subjetiva inicial, mucho más intenso en Mann, sino por el recurso de la amnesia para reconstruir una identidad que no resulta especialmente grata ni decorosa. Mankiewicz trabajó con una pareja de actores, John Hodiak y Nancy Guild que tenían todas las trazas de “comerse el mundo”, pero que no llegaron a lo más alto del estrellato, aunque condiciones, como se aprecia en esta película no les faltaban. La presencia de Richard Conte, con la elegancia innata y un saber estar en la escena propios de los grandes, complementa el reparto protagonista que tiene unos secundarios de lujo, como el “mentalista” Fritz Kortner, Anselmo o Doctor Oracle en cuyo cartel anunciador se incluye entre sus habilidades parapsicológicas o videncias varias el psicoanálisis…, no sé si como broma o como reflejo de una época en la que la “ciencia de la palabra” aún, popularmente, podía confundirse con la charlatanería. Desde que conocemos al militar George Taylor, a quien, habiéndole rehecho la cara por los efectos de una bomba, licencian del ejército sin que sepa él de sí mismo más que su propio nombre, o al menos el que consta como tal en el Ejército, iniciamos una desesperada persecución policiaca de un tal Larry Cravat, que es la referencia a la que accede tras saber que su última residencia fue en un hotel de Los Ángeles. Poco a poco ese nombre acabará convirtiéndose en una realidad fundamental para determinar quién es realmente el ser que habita en el cuerpo del amnésico. La indagación y el contacto con muy diversos personajes, no todos ellos friendly people, pone en alerta al personaje y también a los espectadores de que algo no muy limpio hay en el pasado del protagonista. Mi duda es si seguir ampliando la trama para dar a entender algo que, se ve venir desde el comienzo de la película, porque es la primera hipótesis que el habituado a los thriller suele emitir: “se busca a sí mismo”, como Edipo. No digo ni que sí ni que no, porque, en última instancia, de lo que se trata es de qué haya hecho la persona a quién busca con franca desesperación que tiene mucho de dolor moral y de temor legal. Lloyd Nolan, que, en función de detective, completa el cuarteto protagonista, se permite una cierta ironía, muy de Mankiewicz, y aun diríamos que de Hitchcock, sobre la falta de propiedad caracterológica del personaje por el hecho de no usar sombrero, como le pone de manifiesto la amiga del dueño del bar y rendida enamorada del extraño al que acoge en su casa después de haber sufrido una violenta paliza por no haber podido explicar ni quién es George Taylor, ni quién Larry Cravat ni qué relación tenía el primero con el segundo. Lo bueno de la trama es que, los pasos que va dando George Taylor lo van haciendo encajar poco a poco en la vida de Larry Cravat, como si, inconscientemente, fuera él solo encajando todas las piezas del puzle en que se convierte la historia de su personaje. A ello contribuye, no lo olvidemos, que los cirujanos tuvieron que recomponerle el rostro por efecto de una granada que explotó muy cerca de él. Así pues, sin ser reconocido por nadie, ni reconocer él tampoco a nadie, los extremos parecen acercarse indefectiblemente hasta ensamblarse en la solución del misterio. Nada falta en la película, por parte de la dirección, para que la consideremos un ejercicio brillante de cine negro, y desde la música hasta la fotografía tenebrosa, pasando por los ambientes nocturnos, los matones de manual o el botín de marras, de dos millones de dólares en este caso, todo encaja para que podamos considerar esta película de Mankiewicz como una brillante muestra del género. El hecho de haber rodado con una pareja casi desconocida confiere a la cinta unas dosis de verosimilitud muy notable, y aunque Hodiak no es dueño de muchos registros, los que exhibe bastan y sobran para cumplir con su cometido. Nancy Guild, por su parte, en el estilo de Gene Tierney, pero algún escalón por debajo, bellísima, no solo le da una excelente réplica, sino que le roba el protagonismo en cualquier escena en la que aparezcan juntos.  Finalmente, hay un pequeño misterio acerca de una película de Mankiewicz que aparece en su filmografía como rodada en el mismo año que esta, 1946: Backfire, de la que únicamente se sabe que trabaja Richard Conte en ella. Algún crítico usamericano sostiene que posiblemente se trate de otro título para Solo en la noche, pero, a ciencia cierta, no me ha sido posible determinar si ello es así o si, en efecto, rodó otra con ese título. Que “el tiro le salga por la culata” al protagonista de Solo en la noche sería una manera pedestre de entender el desenlace de la trama, pero, aun así, podría ajustarse a lo que se cuenta en la película. En fin, investigadores tendrá este séptimo arte que acaso nos resuelvan el misterio. De momento, lo que han de saber los espectadores es que se trata de una película muy notable, a la altura de la obra posterior de quien llegó a ser Joseph L. Mankiewicz.

jueves, 3 de agosto de 2017

Un desvarío de la ignaro-ficción: “Las mujeres gato de la luna”, de Arthur Hilton, o una seria candidata al top ten de las peores películas de la Historia del cine.


Una película inclasificable y atrozmente divertida: Las mujeres gatos de la luna o la frustrada invasión selenita de las amazonas.

Título original: Cat-Women of the Moon
Año: 1953
Duración: 64 min.
País: Estados Unidos
Director: Arthur Hilton
Guion: Roy Hamilton (Historia: Al Zimbalist, Jack Rabin)
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: William P. Whitley (B&W)
Reparto: Sonny Tufts,  Victor Jory,  Marie Windsor,  William Phipps,  Douglas Fowley, Carol Brewster,  Susan Morrow,  Suzanne Alexander,  Bette Arlen,  Roxann Delman.


Si, soy capaz de esto y de más. Apenas había acabado de ver Muñecos infernales, de Tod Browning, sobre la que volveré un día de estos, me lancé con verdadero entusiasmo naíf a la visión de lo que presumía que sería una joya ridícula de la ciencia ficción que, en el título, he rebautizado como ignar-ficción, atendiendo a los disparates científicos de todo tipo con los que uno se encuentra en el desarrollo de un guión surgido de una mente algo más que calenturienta, la verdad. He de confesar que cuando vi el nombre de Elmer Bernstein asociado a este proyecto pensé que me equivocaba y que, a lo mejor -el sueño de todo crítico- me tropezaba con una joya ignorada del séptimo arte. No ha sido así, evidentemente, pero, en sentido contrario, bien puede decirse que es difícil, e incluso casi imposible, hacer una película de este género tan ridícula, de principio a fin, como Las mujeres gato de la luna. De hecho, y siendo harto generosos, podríamos decir que la película se inspira libérrimamente en el episodio de Circe de la Odisea, de Homero, pero ni aun así seremos capaces de intuir el más mínimo interés en esta antología del disparate narrativo y científico que supone esta “aventura en la luna”. Una tripulación con una mujer a bordo alunizan en la parte oscura de la luna y la mujer, que ha sido monitorizada por las mujeres gato, lleva a sus compañeros a una gruta donde serán asaltados, en primer lugar, por unas arañas de guardarropía pésimamente sujetas y peor articuladas, y, en segundo lugar, por unas mujeres gato que habitan en un palacio en medio de la luna en el que disponen de todas las comodidades imaginables; viandas jugosas, vino, etc. En él habitan los pocos ejemplares de una raza que se extingue y que ha de buscar un nuevo planeta donde medrar. ¿Cuál menor que la Tierra, donde pueden subvertir el orden tradicional rebelando a las mujeres contra la opresión machista y haciéndose con el poder del mundo? La lectura feminista de la historia está, pues, servida. ¡Lástima que el amor se cruce en tan nobles designios y eche a perder semejante colonización! La trama, ya digo, exige una dosis de tolerancia del disparate descomunal, porque vamos de absurdo en absurdo hasta el absurdo final, pero si la película merece una atenta visión, como la que yo he hecho, rozando el entusiasmo, ello se debe a la impagable puesta en escena. Para ahorrar un esfuerzo descriptivo que acaso desmerezca la imaginación de los decoradores de la película, cualquiera puede echarle un vistazo a esa joya de la escenografía en este vínculo. Y lamento haberlo adjuntado, porque sé que, una vez abierto en pantalla semejante despliegue de despropósitos, a todos los espectadores les va a ser imposible retirar su atención de la pantalla hasta que llegue el famoso The End. Agradezco a los dioses del Séptimo Arte que haya sido tan escaso el presupuesto para esta película, porque de otro modo bien podría habernos confundido sobre la verdadera naturaleza aberrante de esta ficción hiperbólica. Si la comparo con Solaris, dirigida por Boris Nirenburg, que es quince años posterior, podemos apreciar el salto cualitativo que ha dado el género. En esta ficción barata aún nos movemos en el terreno de las películas de terror espacial, con seres amenazadores y con enemigos exteriores que quieren acabar con la especie humana. Que en este caso la “amenaza” sean unas señoritas vestidas con un mono ajustado y con ciertos ademanes gatunos, excede cualquier previsión posible. En YouTube hay una selección de escenas antológicas de esta antipelícula, puesto que existe la antimateria, y destaca, muy merecidamente, la del bofetón que la gataza mandona le clava a la gata enamorada que se le insubordina…Insisto, la cabina de la nave, una oficina improvisada, con unas camillas en las que viajan atados los tripulantes como si fuesen enfermos mentales inmovilizados, no tiene desperdicio. Es todo tan barato como los propios decorados de la cueva lunar adonde los conduce la mujer monitorizada por los superpoderes telepáticos de las mujeres gato lunares. Los trajes espaciales no tienen desperdicio, y el palacio de las mujeres gato a medio camino entre el budismo y el péplum tiene toda la pinta de ser un set reciclado de otra película. Que el plantel de actores se tome en serio la película es lo mejor de todo, sin duda, que hayan sido capaces de creer por un momento que estaban participando en una película de verdad, en vez de en un experimento para Cine Exin… Con todo, insisto, me lo he pasado de fábula viendo esta aventura delirante, me sentía como si me hubiera tomado una pastilla de LSD…Viaje a la luna total.

miércoles, 2 de agosto de 2017

“Virtud”, de Edward Buzzell: un potente y eficaz melodrama.


 La redención por el amor: Virtud o la insólita unión de los extremos (la prostitución antes del código Hays)
  
Título original: Virtue
Año: 1932
Duración: 68 min.
País: Estados Unidos
Director: Edward Buzzell
Guion: Robert Riskin (Historia: Ethel Hill)
Fotografía: Joseph Walker (B&W)
Reparto: Carole Lombard,  Pat O'Brien,  Ward Bond,  Shirley Grey,  Mayo Methot,  Jack La Rue, Willard Robertson,  Jessie Arnold,  Arthur Wanzer,  Edwin Stanley,  Harry Semels.


Si hablamos de “comedia romántica”, también deberíamos poder hablar de “drama romántico”, sin que llegue a tragedia ni se quede en melodrama, aunque Virtud estaría más cerca de este que de aquella. La historia y el guion son excelentes, la realización está al servicio de la curiosa aventura de dos seres que son el uno la antítesis del otro y que, sin embargo, acaban uniéndose como dos solitarios que no quieren perder, cada uno por sus propias razones, la última oportunidad de llevar una vida “normal” y, sobre todo, satisfactoria. La película, con dos actores excepcionales, Carole Lombrad y Pat O’Brien, aunque la presencia de O’Brien como protagonista -lo fue en contadísimas ocasiones a lo largo de su accidentada carrera (fue represaliado por el famoso comité MaCarthy)- casi parece indicar que nos hallamos en esa frontera entre las películas de serie A y de serie B, una franja en la que nos encontramos con verdaderas “joyas” como la presente, llena de auténtico “verismo” y con unas dosis de emotividad que atrapan al espectador en el destino adverso de la protagonista. Virtud es de las últimas películas, si no la última,  en la que aparece una prostituta como protagonista. De hecho, las primeras imágenes del film fueron borradas y solo se ha conservado el audio en el que el juez condena a la protagonista a salir de Nueva York, advirtiéndola de que si infringe la sentencia, acabará en la cárcel. La autoridad la mete, literalmente, en un tren para que la sentencia sea cumplida, pero ella apenas tarda ni dos paradas en apearse y volver a la big apple, donde coge un taxi -y ahí entra O’Brien como conductor del mismo- que va a acabar, también literalmente, cambiando su vida. De O’Brien, que comparte piso con un amigo, se nos ha adelantado su radical misoginia y su convicción de que las mujeres lo único que pretenden es “cazarle a uno” y “vivir a costa de uno”, es decir, explotarlo, y de ahí su firme propósito de no dejarse “cazar” jamás. Ahora bien, no todos los días acaba llevando uno a una pasajera como Carole Lombard y menos aún que alguien así pueda llegar a ser capaz de fijarse en un humilde y cascarrabias taxista que lucha duramente para conseguir un sueño: comprar una gasolinera donde establecerse por cuenta propia. El taxista significa para ella la posibilidad de una redención que la libre de una vida sin futuro, llena de tantas trampas existenciales como peligros físicos evidentes, tal y como se advertirá en el desarrollo de la historia, porque, de total buen corazón, la protagonista cae en la trampa que le tiende una antigua compañera de profesión y acaba dándole 200$ para una operación “urgente” que resulta ser una estafa. La trama se acelera, hacia el abismo cuando ella, que ha sustraído los 200$ de la cuenta de él, donde va guardando el dinero para llegar a los 500$ que le piden por la gasolinera, se entera de que el dueño de la gasolinera ha acelerado la venta, rebajando el precio, y que, por consiguiente, su marido va a necesitar todo el dinero que había ahorrado. Y ahí entramos en el drama de la mujer que ha de “volver” a su pasado para tratar de recuperar los dineros del marido no solo para restituir lo que él ha conseguido tras tantos esfuerzos, sino, también, para que ella no haya de revelar a dónde fue a parar ese dinero y descubrir su pasado, que, hasta ese momento, había celosamente ocultado a su marido. Hay una muerte por medio, pero no entraré en detalles, por si alguien se siente atraído por esa película realista que logra un más que aceptable nivel dramático y que mantiene en vilo al espectador hasta un final del que también me ahorro cualquier explicación. Baste decir que las escenas en las que una vida en común forjada a través de una cotidianidad feliz que de ningún modo resulta almibarada ni mínimamente afectada se deshace tras conocer él la vida anterior de ella, después de presentarse la policía en su casa para detenerla por haber infringido la sentencia que se le impuso, y ahí O’Brien, esgrimiendo su contrato matrimonial, está perfecto, lleno de una tormentosa contradicción que lo devora: saca el orgullo de ser su marido, y recrimina al policía que ella no es una “cualquiera”, y, al mismo tiempo, se siente, ¡él, hasta un mal día misógino de pro!, totalmente engañado, estafado. Ya digo que la interpretación en esta película es definitiva, porque la historia, aunque perfectamente hilvanada, no deja de ser como una suerte de remedo de La Traviata, por ejemplo, esa dura vida de renuncias y falsas alegrías de las “cortesanas”, y Lombard y O’Brien, que forman realmente una extraña pareja, se meten de lo lindo en sus papeles y consiguen transmitir un verdadero carrusel de emociones , que es en lo que se convierte la película así ella es detenida, acusada de la muerte de a quien le prestó los 200 dólares… Huy, no sé si ya he dicho demasiado… En cualquier caso, la parte de thriller que tiene la película, está desarrollada a la perfección y poco a poco, el marido, de quien ella no quiere saber nada, irá…. Huy, huy, que ya me perdía definitivamente y le arruinaba al futuro espectador lo por venir de una película que bien merece el visionado placentero que hemos hecho mi conjunta y yo. Ella, tan atenta a ciertos datos biográficos, me informó de que un chiste que se hace sobre Clark Gable en la película -diciendo que el protagonista no es tan guapo como él- aprovechaba el “tirón” popular del matrimonio entre Lombard y Gable; así como de la muerte muy prematura, a los 33 años, en un accidente de aviación. La investigación posterior lo que me confirma es que el accidente tuvo lugar tras rodar la celebérrima película de Lubitsch, Ser o no ser, y que Carole Lombard no llegó a ver el estreno de la película.