Dos actores y un estado… de gracia: Cómo robar un millón o la estilización
sofisticada del arte de la comedia.
Título original: How to Steal
a Million
Año: 1966
Duración: 123 min.
País: Estados Unidos
Director: William Wyler
Guion: Harry Kurnitz
(Historia: George Bradshaw)
Música: John Williams
Fotografía: Charles Lang
Reparto: Peter O'Toole, Audrey Hepburn, Charles Boyer, Eli Wallach,
Hugh Griffith, Fernand Gravey,
Marcel Dalio, Jacques Marin, Moustache,
Roger Tréville, Edward Malin,
Bert Bertram.
Después de realizar una
película tan opresiva e intensa como El
coleccionista, Wyler escogió rodar una comedia ligera y banal, que no
supusiera tan fuerte implicación psicológica como la de la que venía.
Curiosamente, tanto aquella como esta son, cada una en su género, dos películas
excepcionales. De lo sombrío a lo luminoso; de la perturbación a la
excentricidad. Cómo robar un millón
nos sitúa ante una historia-pretexto, la actividad fraudulenta de un exitoso copista
de grandes obras -al estilo de Elmy De Hory, cuya actividad fue llevada al cine
nada menos que por Orson Welles en F for fake-, que se pasa la vida inundando
el mercado con originales de famosos artistas pintados por él. La hija, Audrey
Hepburn, una mujer de orden que intenta persuadir al padre de que abandone su
actividad delictiva, acabará enamorándose de un ladrón que entra en su mansión
para robar un Van Gogh, Peter O’Toole, a quien acaba disparando, e hiriendo,
con un arma antigua que extrae de una panoplia colgada en la pared de la
escalera. A partir del flechazo inevitable, que da lugar a una serie de gags
estupendos, la película se complica con la cesión de una Venus original de
Benvenuto Cellini, que no quiere vender bajo ningún concepto a un usamericano
dispuesto a todo por conseguirla, y que cede a un museo para que sea exhibida
con rigurosísimas y novedosas medidas de seguridad que hacen imposible el robo.
La cuestión se complica al firmar inadvertidamente una póliza de seguro que
incluye un peritaje de un acreditado experto en la materia, lo cual llevará al
gran descubrimiento: se trata, como era de esperar, de otro fraude, pues fue
esculpida por el abuelo de la protagonista. Tras convencer al ladrón, O’Toole,
para que robe la pieza y evite así la desgracia del padre, entramos en una
dinámica que, sin llevar la película a la comedia alocada, hay momentos en los
que se acerca muchísimo, como las escenas del robo en el museo, un prodigio de
inventiva y de comicidad, y en las que la dirección juega con primeros planos
de las pinturas expuestas como una suerte de comentarios mudos sobre la acción
en curso. La película tiene el toque de distinción desde el comienzo, como si
el mundo del arte que subyace a la trama delictiva hubiera contagiado cuanto
sucede alrededor de él. La exhibición de vestuario de Givenchy de Audrey
Hepburn no es uno de los menos atractivos de la comedia, desde luego, como
tampoco la monumental actuación de un Peter O’Toole que, aun habiendo alcanzando
la fama a través de la interpretación de un personaje tal complejo como T.E.
Lawrence, en Lawrence de Arabia,
regala a los espectadores una actuación con vis cómica de primera magnitud,
algo, acaso, en la línea de Cary Grant, pero, a pesar de ser ambos ingleses, con ese toque de humor británico que en él
resulta inconfundible, frente al usamericanizado Grant. La compenetración de la
pareja es extraordinaria, y las secuencias del robo conjunto de la Venus,
cuando se quedan dentro del museo para llevar a cabo la fechoría bien pueden
pasar a la antología de la comedia con todos los honores. ¡Es increíble la
cantidad ingente de películas capaces de alegrarte la vida durante un buen par
de horas que transcurren sin casi darte ni cuenta de ello, por el modo como la
trama va progresando, incluida la paralela del millonario usamericano que
quiere comprar la Venus y, de paso, casarse con la hija del falsificador! La
comedia bien hecha, la comedia inteligente, es impagable, y difícilmente cualquier
otro género, ni aun el negro, puede competir con ella, y si detrás de la cámara
está un director como Wyler, quizá no tan alabado como merece, acaso por no
haber tenido valedores europeos, él que lo era plenamente, mucho más que
usamericano, entonces la garantía es ya total. ¡Qué alegría haber tenido la
oportunidad de disfrutarla por ese Azar todopoderoso que gobierna mis
elecciones en Tallers 79! La cogí por simpatía y la he acabado de ver con
devoción. Me ha recordado, en cierto modo, a Atrapa a un ladrón, de Hitchcock, otra en la que la “química” de la
pareja Grant-Kelly funciona como un reloj de precisión. Siempre la han
considerado algunos una “obra menor” de Sir Alfred, pero cuando volví a verla
hace algunos años, me sorprendió la depuración estilística de la obra, llena de
aciertos de encuadre y fotografía que ya quisieran algunas de sus obras
maestras. Pues lo mismo ocurre con la de Wyler, parece una obra festiva e
intrascendente y está llena de planos exquisitamente imaginados en una puesta
en escena incomparable. Admito que el fervor es incompatible con la crítica
ecuánime, y que una recomendación desde él tiene más de parcialidad que de sereno
juicio, pero ¡cómo me gustaría estar en el lugar de quien nunca la haya visto!
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