Más allá de Freaks,
Tod Browning retoma el mito de Frankenstein en Muñecos infernales al servicio de la más terrenal de las venganzas.
Título original: The Devil-Doll
Año: 1936
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Director: Tod Browning
Guion: Garrett Fort, Guy
Endore, Erich von Stroheim (Novela: A. Merritt)
Música: Franz Waxman
Fotografía: Leonard Smith (B&W)
Reparto: Lionel
Barrymore, Maureen O'Sullivan, Frank Lawton,
Robert Greig, Lucy Beaumont,
Henry B. Walthall, Rafaela Ottiano.
Todo en esta película de
Browning, celebérrimo autor del género de terror, con una indiscutible obra
maestra, Freaks, exhala ese aroma a
clasicismo genérico que se ajusta a los cánones con tan escrupulosa regularidad
como novedad hay en su planteamiento fílmico. La huida de dos prisioneros
envejecidos que “necesitan” retomar uno sus aventuradísimos trabajos centíficos
y el otro cumplir con la venganza de quienes lo encerraron entre rejas mediante
una conspiración para arrebatarle el banco que dirigía abre esta aventura en la
que ambos destinos acabarán sumándose cuando el científico, después de haber
exhibido ante su amigo de prisión y desdichas los frutos del mismo, el vengador
descubra que, más allá de la ética de los infernales descubrimientos, ella puede
ser puesta al servicio de su venganza. La llegada a la casa del científico,
donde el exbanquero contempla la naturaleza perversa de los descubrimientos de
su compañero de prisión, actúa como prólogo del motivo dinámico esencial de la
obra: la venganza, calculada al milímetro, y sin excluir ningún refinamiento
necesario que pueda satisfacerla. El gran descubrimiento del científico loco,
cuya ayudante, su propia mujer, coja, cuya actuación parece inspirada en la
reciente, entonces, de Elsa Lanchester como protagonista de La novia de Frankestein, de James Whale, un año antes del rodaje de la presente,
en 1935, al menos si nos atenemos al icónico peinado electrizado y al juego de
miradas desquiciadas de la protagonista, porque, a mi entender, Lionel
Barrymore -que intenta remedar, como puede el papel idéntico que interpreta Lon
Channey en El trío fantástico,
también de Browning y comentada ya en este Ojo-,
a pesar de resultar convincente en su travestido papel, y más aún cuando lo
abandona, al relacionarse, como un desconocido con su propia hija, que no lo
recuerda, cede el protagonismo a una Rafaela Ottiano extraordinaria en su
papel, aun a pesar de cierta tendencia a la sobreactuación de cine mudo que,
sin embargo, encaja perfectamente con ese mundo de probetas, vapores, filtros y
drogas inclasificables y deletéreas. La película transcurre en París y ello
mismo le confiere a la acción un cierto sello de cosmopolitismo propio de este
género de películas en las que no es infrecuente que lo más humilde, como los
locos investigadores, en este caso, y la clase alta, los banqueros traidores,
se relacionen, en una interactuación que nos permite pasar de los escenarios
más modestos a los más sofisticados. El descubrimiento, reducir a mínima escala
los cuerpos vivos que solo pueden ser reanimados desde una mente que dirija sus
actos, se convierte en la herramienta que acaba usando el exbanquero para
deshacerse de sus compañeros traidores. Las escenas en las que la iniciativa
vengadora cae en manos de los muñecos, que han de sortear los obstáculos
tradicionales a que su condición liliputiense les enfrenta, están realizadas
con tal perfección que incluso con los trucajes de aquella temprana época del
cine el espectador ni siquiera se plantea descubrir las diferencias de luz, la
superposición de planos u otras señales que indiquen el efecto especial; es
más, estoy convencido de que les pasará como a mí, que se dejarán llevar por la
perfección de la realización y asistirán, con ese asombro en parte infantil que
pertenece al género, al desarrollo de dichas secuencias. La presencia de Maureen
O’Sullivan, siempre oportuna en una película, forma parte de la parte
sentimental de la trama, que hayla, porque, más allá de la venganza, el amor de
padre que vela por la seguridad de su hija es lo que más preocupa al exbanquero
que a duras penas soporta verla trabajador como lavandera explotada a quien, en
su disfraz de vieja, visita para llevarle ropa para lavar. Browning consigue
una realización podríamos decir transparente, narrativamente eficaz y sin
excesivas complicaciones de encuadre, siempre al servicio del desarrollo de una
trama sencilla pero eficaz, sobre todo, en la parte delictiva de la misma. La
iluminación consigue un blanco y negro
sin contrastes que realza el aire clásico de la película, pródiga en interiores
y planos cortos que deriva la historia por terrenos psicológicos muy potentes,
como la rebeldía de la hija contra el padre que, disfrazado e impotente, asiste
al desprecio profundo de su hija por él. Respeto de Freaks, es evidente que hay una suerte de acomodación a una
narrativa más clásica, un cierto aburguesamiento, podríamos decir, que busca un público mayoritario, algo a lo
que el reparto apunta directamente. Es cierto, sin embargo, que hay en la
interpretación alegórica de la trama una suerte de teoría de la alienación social
que está más cerca del totalitarismo de 1989
de Orwell que de una simple película de terror, pero quizás eso caiga ya del
lado del exceso de celo hermenéutico que se revela indispensable para apreciar
los muchos valores que la película tiene.
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