martes, 8 de agosto de 2017

“Muñecos infernales”, de Tod Browning, o la domesticación del genio creador.


Más allá de Freaks, Tod Browning retoma el mito de Frankenstein en Muñecos infernales al servicio de la más terrenal de las venganzas.

Título original: The Devil-Doll
Año: 1936
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Director: Tod Browning
Guion: Garrett Fort, Guy Endore, Erich von Stroheim (Novela: A. Merritt)
Música: Franz Waxman
Fotografía: Leonard Smith (B&W)
Reparto: Lionel Barrymore,  Maureen O'Sullivan,  Frank Lawton,  Robert Greig,  Lucy Beaumont, Henry B. Walthall,  Rafaela Ottiano.


Todo en esta película de Browning, celebérrimo autor del género de terror, con una indiscutible obra maestra, Freaks, exhala ese aroma a clasicismo genérico que se ajusta a los cánones con tan escrupulosa regularidad como novedad hay en su planteamiento fílmico. La huida de dos prisioneros envejecidos que “necesitan” retomar uno sus aventuradísimos trabajos centíficos y el otro cumplir con la venganza de quienes lo encerraron entre rejas mediante una conspiración para arrebatarle el banco que dirigía abre esta aventura en la que ambos destinos acabarán sumándose cuando el científico, después de haber exhibido ante su amigo de prisión y desdichas los frutos del mismo, el vengador descubra que, más allá de la ética de los infernales descubrimientos, ella puede ser puesta al servicio de su venganza. La llegada a la casa del científico, donde el exbanquero contempla la naturaleza perversa de los descubrimientos de su compañero de prisión, actúa como prólogo del motivo dinámico esencial de la obra: la venganza, calculada al milímetro, y sin excluir ningún refinamiento necesario que pueda satisfacerla. El gran descubrimiento del científico loco, cuya ayudante, su propia mujer, coja, cuya actuación parece inspirada en la reciente, entonces, de Elsa Lanchester como protagonista de La novia de Frankestein, de James  Whale, un año antes del rodaje de la presente, en 1935, al menos si nos atenemos al icónico peinado electrizado y al juego de miradas desquiciadas de la protagonista, porque, a mi entender, Lionel Barrymore -que intenta remedar, como puede el papel idéntico que interpreta Lon Channey en El trío fantástico, también de Browning y comentada ya en este Ojo-, a pesar de resultar convincente en su travestido papel, y más aún cuando lo abandona, al relacionarse, como un desconocido con su propia hija, que no lo recuerda, cede el protagonismo a una Rafaela Ottiano extraordinaria en su papel, aun a pesar de cierta tendencia a la sobreactuación de cine mudo que, sin embargo, encaja perfectamente con ese mundo de probetas, vapores, filtros y drogas inclasificables y deletéreas. La película transcurre en París y ello mismo le confiere a la acción un cierto sello de cosmopolitismo propio de este género de películas en las que no es infrecuente que lo más humilde, como los locos investigadores, en este caso, y la clase alta, los banqueros traidores, se relacionen, en una interactuación que nos permite pasar de los escenarios más modestos a los más sofisticados. El descubrimiento, reducir a mínima escala los cuerpos vivos que solo pueden ser reanimados desde una mente que dirija sus actos, se convierte en la herramienta que acaba usando el exbanquero para deshacerse de sus compañeros traidores. Las escenas en las que la iniciativa vengadora cae en manos de los muñecos, que han de sortear los obstáculos tradicionales a que su condición liliputiense les enfrenta, están realizadas con tal perfección que incluso con los trucajes de aquella temprana época del cine el espectador ni siquiera se plantea descubrir las diferencias de luz, la superposición de planos u otras señales que indiquen el efecto especial; es más, estoy convencido de que les pasará como a mí, que se dejarán llevar por la perfección de la realización y asistirán, con ese asombro en parte infantil que pertenece al género, al desarrollo de dichas secuencias. La presencia de Maureen O’Sullivan, siempre oportuna en una película, forma parte de la parte sentimental de la trama, que hayla, porque, más allá de la venganza, el amor de padre que vela por la seguridad de su hija es lo que más preocupa al exbanquero que a duras penas soporta verla trabajador como lavandera explotada a quien, en su disfraz de vieja, visita para llevarle ropa para lavar. Browning consigue una realización podríamos decir transparente, narrativamente eficaz y sin excesivas complicaciones de encuadre, siempre al servicio del desarrollo de una trama sencilla pero eficaz, sobre todo, en la parte delictiva de la misma. La iluminación  consigue un blanco y negro sin contrastes que realza el aire clásico de la película, pródiga en interiores y planos cortos que deriva la historia por terrenos psicológicos muy potentes, como la rebeldía de la hija contra el padre que, disfrazado e impotente, asiste al desprecio profundo de su hija por él. Respeto de Freaks, es evidente que hay una suerte de acomodación a una narrativa más clásica, un cierto aburguesamiento, podríamos decir,  que busca un público mayoritario, algo a lo que el reparto apunta directamente. Es cierto, sin embargo, que hay en la interpretación alegórica de la trama una suerte de teoría de la alienación social que está más cerca del totalitarismo de 1989 de Orwell que de una simple película de terror, pero quizás eso caiga ya del lado del exceso de celo hermenéutico que se revela indispensable para apreciar los muchos valores que la película tiene.

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