Una personificación de la Parca sólida y convincente en
una excelente adaptación del clásico homónimo de Alberto Casella: La muerte de vacaciones o el respingo
del contacto con la sombra helada…
Título original: Death Takes a
Holiday
Año: 1934
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Director: Mitchell Leisen
Guion: Maxwell Anderson,
Gladys Lehman, Walter Ferris (Obra: Alberto Casella)
Música: Bernhard Kaun, John
Leipold, Milan Roder
Fotografía: Charles Lang (B&W)
Reparto: Fredric March, Evelyn Venable, Guy Standing,
Katharine Alexander, Gail
Patrick, Helen Westley, Kathleen
Howard, Kent Taylor, Henry Travers, G.P. Huntley, Otto Hoffman, Edward Van Sloan, Hector Sarno,
Frank Yaconelli, Anna De Linsky.
Tomando como base la obra
teatral de Alberto Casella, un éxito sin precedentes del autor italiano en 1924,
Mitchell Leisen dirigió una década más tarde esta interesante y lograda adaptación
filmica a la que un relativamente reciente remake, ¿Conoces a Joe Black?, de Martin Brest, en modo alguno fue capaz de
hacer justicia, no solo por ser un relato plúmbeo y eterno, ¡tres horas de
duración!, sino por la suma de dos debilidades: la realización y la interpretación
de Brad Pitt, en modo alguno comparable con la excelente de Fredric March, uno
de los grandes valores de la película, si no el principal. Nos movemos en el
ámbito de un teatro simbólico-alegórico que tuvo cierto predicamento en la
escena de aquellos años. La propuesta de Casella es simple: la muerte se
presenta en casa de unos magnates y, atraído por la belleza de una mujer,
suspende su deletérea actividad para tratar de comprender las razones
apasionadas por las que los humanos se agarran a la vida con una intensidad que
a ella, la muerte, le resulta incomprensible. Durante un fin de semana en la
mansión de unos nobles, y tras llegar a un pacto “de caballeros” con el dueño,
la muerte desaparecerá de la faz de la tierra, algo que se confirma a través de
unas inserciones de carácter documental, al estilo de un noticiero cinematográfico,
en las que se da cuenta de las mil y una catástrofes, accidentes y desgracias
que han ocurrido en el globo sin que, ¡milagrosamente!, haya habido ninguna
pérdida de vidas humanas en ellas. La contradicción de la muerte,
imposibilitada durante un tiempo limitado de ejercer su oficio y, al tiempo, de
enamorarse de una humana sin que su naturaleza terrible acabe con ese ser, es
vivida por su encarnación, Fredric March con tal sutileza en la interpretación
que es capaz de transmitirla con una intensidad de visajes y gestos quizás más
propios del cine mudo que del hablado, pero, en cualquier caso, altamente
efectivos para lo que el guion exige y el director pretende. Es cierto que en
el fondo de la anécdota late una oposición entre la vida frívola de unos
aristócratas bon vivants y el drama de la muerte, de modo que cuando esta se
acerca a ellos y puede privarles de la existencia de alguno de sus miembros,
las debilidades humanas afloran en la misma medida en que han aflorado las de
la muerte condicionada por el pacto de “no agresión” que durará el fin de
semana en que es un invitado del dueño de la mansión y comparte con todos los
invitados la vida cotidiana, si bien su
condición de Príncipe de un pequeño país centroeuropeo lo convierte en el centro de interés de todos los invitados y, sobre todo, de las, de las invitadas, que rivalizan por captar su atención. La
presencia de la Parca en la sociedad implica, también, un cierto juego cómico acerca
de su desconocimiento de los pequeños pormenores de la vida social, la
etiqueta, los protocolos, e incluso las instituciones y las costumbres o los
objetos, lo que da pie a no pocos diálogos ingeniosos y hasta cierto punto
cómicos que contrarrestan la carga dramática inequívoca de la película. La
ironía de esta Parca de mirar sombrío y gesto adusto a la que tanto le cuesta
esbozar una sonrisa preside la actuación de March, quien arrastra tras de sí la
atención del espectador, quien la imanta de una manera poderosa. Ya digo que su
exclusiva interpretación vale por toda la película, y prueba de ello debe de
ser que lo hayan rodeado de actores y actrices propiamente secundarios, acaso
para no estorbar esa identificación de los espectadores con un personaje tan
siniestro como atractivo. La película, rodada casi íntegramente en los
interiores de la mansión aristocrática, tiene la puesta en escena adecuada a la
condición de los personajes y recuerda esas comedias de alta sociedad tan de
moda en los años 30, aquí adaptadas a la nobleza italiana, esa nobleza que hace
poco, ya decadente, veíamos en una película como La condesa descalza, de Mankiewicz, por ejemplo, y que ha dado pie
a películas tan memorables como El
gatopardo, de Visconti. Los efectos especiales, que haylos, son pocos pero
sugerentes, sobre todo en la escena del accidente de coche del que todos salen
ilesos. En fin, que sin tratarse de la octava maravilla del séptimo arte, la película
tiene un interés inequívoco, no solo por la originalidad del planteamiento del
autor de la historia, Alberto Casella, sino también por la realización
estilizada y una interpretación magistral de March, altamente recomendable. No
niego que a algunos espectadores puede echarles para atrás un comienzo
demasiado moroso e insípido, pero en cuanto entra la muerte en escena,
olvídense todos de cualquier aburrimiento, porque esa suerte de conflicto
íntimo, tipo Jeckyll y Hyde, que preside la historia logrará cautivar al más
reticente de los espectadores.
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