Una versión actualizada del Fausto sobre una base biográfica edulcorada: Quiéreme o déjame, una visión parcial de la vida de Ruth Etting.
Título original: Love Me or Leave Me
Año: 1955
Duración: 122 min.
País: Estados Unidos
Director: Charles Vidor
Guion: Daniel Fuchs, Isobel
Lennart
Música: Nicholas Brodszky,
Percy Faith, George E. Stoll, Chilton Price
Fotografía: Arthur E. Arling
Reparto: Doris Day, James Cagney,
Cameron Mitchell, Robert
Keith, Tom Tully, Peter Leeds, Harry Bellaver, Richard Gaines, Claude Stroud, Audrey Young,
John Harding.
No hace mucho tuve la
oportunidad de descubrir El misterio de
Fiske Manor, de Charles Vidor, una película notabilísima que competía
sobradamente con lo mejor de Gilda, aunque sea prácticamente desconocida, pero
se trata de un film gótico que explora ciertos recursos estéticos en la puesta
en escena de un modo sobresaliente. Ahora cae en mis manos Quiéreme o déjame,
el título de una de las canciones que hicieron famosa a Ruth Etting, una
cantante cuya vida se narra, parcialmente, en esta película rodada en CinemaScope
con un color muy de época y con unos planos de estilo operístico en los que
caben treinta camarotes de los Hermanos Marx, y que Vidor explota con una
maestría tal que parece que toda la vida haya rodado en ese formato. La
amplitud y la profundidad de campo, como cuando en primer plano hablan la
protagonista y su pianista, vigilados al fondísimo por el sicario del gánster
con quien ella se ha casado tras una decisión que antepuso el triunfo al amor,
crean un espacio propio con el que solo el 3D ha podido competir en nuestros
días. Ruth Etting fue una celebridad usamericana de la canción popular, y esta
película narra su vida con una capacidad dramática que roza la tragedia y nos
recuerda, desde ese comienzo al que antes he aludido, que estamos ante la enésima
versión del mito de Fausto. Harta de no ser nadie, Etting vende su alma a un
gánster de relativa poca monta que se prenda de ella y con quien establece un
pacto implícito: yo te ayudo a triunfar por todo lo alto y tú me pertenecerás a
mí en exclusiva. Ella es testaruda y orgullosa; él, violento, posesivo y
autoritario hasta la violencia física. Y ahí emerge, ante los espectadores, la
figura de un James Cagney a quien, sin duda, deberían haberle dado el Oscar ex
aequo con Ernest Borgnine, quien se lo llevó por esa joya del realismo social
que es la inolvidable Marty, de
Delbert Mann. Que Cagney es un rostro asociado íntimamente a la era dorada del
cine negro usamericano, en blanco y
negro, naturalmente, es una obviedad que ni merecería ser recordada; pero aquí,
con un color espectacular, Cagney resulta tan o más efectivo que en el bícromo.
Su creación de Moe, el Cojo es todo un espectáculo en sí mismo que exige ser
visto por cualquier aspirante a actor. Aunque la película parece marcar tan
nítidamente la conducta y la moral de la pareja protagonista, lo cierto es que
hay suficientes matices y claroscuros para impedir que el maniqueísmo se
apodere de la trama. Considerada como una víctima sexual fácil al comienzo de
la película, el gánster acabará enamorándose como jamás pensó que llegaría a
hacerlo; y ella, que vendió su cuerpo y su alma por el triunfo artístico sabe
que ha de pagar la deuda que contrajo, aunque de esa unión de intereses tan
divergentes solo podía crecer la flor hedionda del desengaño y la culpa, como
sucede. Cuando, después de una carrera de éxitos, Etting acaba llegando al
mundo del cine y se reencuentra con el amor que despreció en los inicios de su
carrera, se desata el drama común de los celos del marido despreciado, quien ni
siquiera duda en recurrir a las armas para quitarse al rival de en medio. Como
dijo la cantante en el juicio contra su ex, pues se divorció de él: “Moe nunca
dormía sin una pistola bajo la almohada”. El drama matrimonial es también, en
realidad, un drama de personalidades que compiten por exhibir el triunfo
profesional y social. Mientras Moe triunfa llevando la carrera de ella, ella lo
desengaña y lo enfrenta a la verdadera realidad: ¿Qué es él sin ella, que ha
conseguido por sí mismo? Doris Day, una
cantante de buen gusto, demuestra una vez más que, contra ciertas etiquetas
malévolas, era un pedazo de actriz como la copa de un pino, como ya vi que lo
era en esa envenenada comedia que es Pijama
para dos, de Delbert Mann, que vuelve a aparecer en esta crítica… (¿Se me
nota mi Mannía…?), y como lo acabo de ver en esta, donde exhibe un abanico de
recursos que convence a los espectadores del aciago destino de su mal negocio
vital, por más que consiguiera un éxito que, como las armas, suele cargarlos el
diablo, y más cuando con él se negocia el conseguirlo. Pareja extraña, Snyder y
Etting que bien merecían un película como esta, por más que se renuncie a
ciertos entresijos de la historia real que, por fuerza, por mor de las elipsis, han de quedar fuera
de las dos horas largas a que se va la película, para gozo del espectador, por
supuesto. Las canciones son las propias que forjaron la carrera de la Etting,
cuya voz original oigo en estos momentos en que escribo, con ese encanto del
cri cri de las viejas grabaciones, pero si he de destacar alguna interpretación
de Doris Day quizá me quede con Ten cents
a dance, que resume su historia personal con el gánster, pues él la conoce
en una sala de baile en la que las dancistas habían de protegerse de los
intentos de propasarse de quienes adquirían los tíquets para bailar con ellas
en los tiempos de la postdepresión, lo que en España se llamaban “tanguistas”. Estamos, pues, ante una película
“al viejo estilo”, de poderosa imaginación visual y con unas interpretaciones
de esas que, como solemos decir, “ya no se estilan”.
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