El lobo de Wall
Street: La génesis, ascensión y caída del macho alfa.
Título original: The Wolf
of Wall Street
Año: 2013
Duración: 179 min.
País: Estados Unidos
Director: Martin Scorsese
Guión: Terence
Winter (Libro: Jordan Belfort)
Música: Howard Shore
Fotografía: Rodrigo Prieto
Reparto: Leonardo
DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie, Matthew
McConaughey, Jean Dujardin, Kyle Chandler, Rob Reiner, Jon Bernthal, Jon Favreau, Ethan Suplee,Cristin Milioti, Katarina Cas, Joanna Lumley, Spike Jonze, Chris Kerson, Shea Whigham
Escribo esta
crítica aún bajo la fortísima impresión de una catarata de imágenes y escenas inolvidables
con las que el mejor Scorsese, el de Taxi
Driver, Raging Bull, Uno de los nuestros, Casino o Infiltrados me ha atrapado en el roller-coaster de su película
dejándome literalmente estupefacto. Que Di Caprio lleva camino de convertirse
en un mito del cine, como la Monroe, Bogart o Brando no se le escapa a nadie
que haya seguido sus muy distintas y siempre espectaculares interpretaciones,
Olimpo desde el que Martin Scorsese ha tenido a bien filmar esta película como
si fuera su primera película y quisiera impresionar a los espectadores para
dejar memoria de sí, un director que, como decía en la última entrevista a un
medio español, se siente una reliquia.
¡Bendita reliquia, pues!
El Lobo de Wall Street es una película que nace de la atención que a la
última crisis bursátil mundial le ha dedicado el mundo del cine, sea en forma
de documental, como el aclamado Inside
Job, sea en forma dramatizada, como la excelente Margin Call, con tantos paralelismos de fondo con la presente, que
no de forma. El uso del narrador-protagonista en primera persona que se dirige
directamente a la cámara y que se permite juegos narrativos con moviola
incluida, como el recorrido en coche desde el club hasta su domicilio, en una
de las partes más logradas de la película, tiene una frescura casi de nouvelle vague que le dificulta, hasta
cierto punto, al espectador la necesaria distancia que ha de tomar para juzgar
moralmente los actos que se suceden casi a ritmo vertiginoso ante su atónita
mirada, porque Scorsese ha introducido unas dosis de ambigüedad tan calculadas
en el relato que incluso juega, moralmente, con la capacidad del protagonista
para seducir al espectador –lo mejor de la interpretación de Di Caprio– y llevarlo
a su terreno, de modo que asienta,
acríticamente, al emotivo discurso del self
made man que forma parte del ADN usamericano y que aquí sirve para la ambigua
laudatio del “lobo”.
Desde esa
técnica narrativa, el narrador protagonista se permite unas ironías y
socarronerías mediantes las que crea,
sutilmente, esa corriente de simpatía del espectador hacia él y su
peripecia vital que tanta ambigüedad le
confiere a la película hasta el tramo del desenlace. A Scorsese quizás le
gustaría saber que el origen de ese protagonista narrador está en La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas
y adversidades, origen de la novela picaresca cuya estructura narrativa
llega hasta esta película, porque estos estafadores son de la estirpe de los
pícaros, si bien llevada su picaresca a un extremo transgresor que hace
palidecer el original.
He de reconocer
que iba predispuesto contra la película y que incluso ya había comenzado a
escribir, mentalmente, el primer párrafo de la crítica: “Al inolvidable Félix
Rodríguez de la Fuente no le hubiera gustado que se comparara a un delincuente
con el lobo, para el naturalista paradigma animal de virtudes más cercanas a la
ética que al instinto”, llevaba escrito, más o menos. Pero el título de la
película parece establecer una correspondencia exquisita entre la realidad del
personaje y el referente animal ya desde el comienzo de la misma, cuando la
inolvidable y brillante aparición de un casi irreconocible Mcconaughey, a fuer
de esquelético –exigencia de la película The
Dallas Buyer’s club, donde interpreta a un enfermo de sida–, nos marca las líneas maestras de la creación
de un macho alfa de la estafa, papel que irá asumiendo gradualmente el
protagonista, sin que, en parodia de los inicios del cristianismo, se obvie la
creación de la manada de machos apóstoles con los que cazar en grupo (pescar
incautos), y de ahí la extrema sociabilidad de un grupo que recuerda en todo
momento el de la serie Los Soprano,
también en sus excesos. Ese rasgo de animalismo, tan presente en buen número de
escenas de la película, retrata a la perfección a unos seres que, encumbrados a
la riqueza material, no tienen a su disposición mejor modo de emplearla que
satisfaciendo la inmediatez de los instintos básicos, fundamentalmente el sexo
orgiástico –representado en escenas que pretenden remedar, hasta cierto punto,
las bacanales de emperadores como Calígula o Nerón, aunque sin conseguirlo, por
su explicable zafiedad– y la búsqueda de experiencias límite a través de las
drogas: ofreciéndose como modelo para los empleados que ven en esas
manifestaciones vitales el no va más de “la buena vida”.
Construida al
modo clásico, con dos partes bien definidas: el auge y la caída, acaso a
algunos espectadores el metraje de la primera les parezca excesivo por la
reiteración de ciertas conductas, recreación que bien pudiera entenderse como
un tibio enaltecimiento, lo cual es el peligro ético de estas biografías de
quienes se sitúan al otro lado de la ley, algo que heredamos del Romanticismo y
su exaltación de figuras como el bandido o el pirata; pero en términos
generales está bien dosificado el metraje de una y otra parte, porque permite
ahondar en ciertas singularidades de la manada que explican mucho mejor el
desarrollo de los acontecimientos.
Hay muchas
películas dentro de esta película, y de cada una de ellas puede buscarse un
referente que permita trazar un mapa de las fuentes fílmicas en que ha bebido
Scorsese sin que pueda decirse que su película sea copia o imitación de
aquellas. El proceso de adicción a las drogas tiene todo que ver con Días de vino y rosas, por ejemplo; el
proceso de ·colaboración con la ley del protagonista sigue los pasos, muy de
cerca, de su película Uno de los nuestros;
e incluso, en la creación del imperio bursátil puede hallarse alguna analogía
con Ciudadano Kane; del mismo modo
que el final parece inspirado en el personaje de Magnolia, de Paul Thomas Anderson, que interpretaba
excelsamente Tom Cruise: mientras éste “despierta” a “varones domados” para
reafirmarlos en su masculinidad amenazada, el wolf de Wall Street
alecciona a los futuros estafadores, que beben los vientos por cada una de sus
palabras, siempre dispuestos a la caza y captura de los ingenuos a los que
colocar sus “preferentes”.
A las 4 de la
tarde de un domingo la sala estaba llena, pero la noche anterior a las 10 ya no
había entradas. Puedo pecar de entusiasmo, pero el entusiasmo compartido, en
cuestiones cinematográficas, es lo más parecido a la objetividad.
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