Historias de
familias con secretos y silencios,
muchos silencios.
Título original: Father Mother Sister Brother
Año: 2025
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jim Jarmusch
Guion: Jim Jarmusch
Reparto: Tom Waits; Adam Driver; Charlotte Rampling; Cate Blanchett; Vicky
Krieps; Mayim Bialik;
Indya Moore; Luka Sabbat; Sarah Greene; Françoise Lebrun.
Música: Jim Jarmusch
Fotografía: Yorick Le Saux,
Frederick Elmes.
Viniendo
de la intensidad nórdica de Valor sentimental, de Joachim Trier, estas
miniaturas de Jarmusch no paree que vayan, en apariencia, más allá de un ejercicio de estilo, algo
reiterado, estética y argumentalmente, a través de ciertas coincidencias en los
tres episodios de esta mirada benévola a los conflictos familiares, con un
padre y una madre presentes y un padre y una madre ausentes, pero los cuatro
con una insólita capacidad de determinar, de algún modo, las inseguridades de
los hijos que no están a la altura, por arriba o por bajo, de sus progenitores
o simplemente, como en el último episodio, los desconocen. Será en el último
episodio, el mejor remate posible a esta película, cuando descubramos la
complejidad y la intensidad de esas relaciones familiares que se enmascara en
los dos primeros.
El
primer episodio tiene como protagonistas a un insólito Tom Waits que recibe a
sus hijos, Adam Driver y Mayim Bialik, con quienes abre la película en su viaje
en coche para ver al padre, instalado en un remoto espacio en pleno enclave
natural, en New Jersey, en una cabaña junto a un lago. La condescendencia de los hijos, perfectamente
integrados en el sistema y que en más de una ocasión han ayudado económicamente
al padre, algo que el hijo continúa haciendo, a diferencia de la hija, nos
revela esa realidad, no tan inusual como pueda parecer, de los hijos haciéndose
cargo del declive físico y económico de los padres, exclusivamente porque están
en una situación mucho mejor que la del progenitor, una suerte de viejo jipi
que recibe a sus hijos con cariño y con unas grandes dosis de representación,
porque mientras los hijos viajaban hacia él, él se encargaba de «decorar» la
casa como si hiciera años que allí no hubiera entrado ni el orden ni la
limpieza, consolidando, así, la imagen de un padre «abandonado». De hecho, el
hijo incluso le trae una caja de alimentos de buena calidad. El hombre solo les
ofrece agua para beber e incluso, ante el escepticismo del hijo, brindan por la
familia con agua. Después la hermana encuentra un poco de té y lo prepara, y
vuelven a brindar con té. Los tres, por cierto, llevan una prenda del mismo
color, esa coincidencia en el «color familiar» como metáfora del vínculo que
los une, aunque ya muy de tanto en tanto, porque las visitas se alargan, a
pesar de lo que alegran al padre. La incomunicación es absoluta, y apenas
intercambian escasas frases banales, las
de rigor. El padre detiene al hijo cuando este quiere comprobar si ha arreglado
un muro que se cayó, para lo que le envió el cheque correspondiente. El encuentro,
dado el largo viaje de vuelta que tienen por delante, se acorta al poco y los
hijos se despiden. El resto, aunque no cuesta imaginarlo, lo dejo al placer
descubridor de los espectadores.
El
segundo episodio, soso hasta decir basta, pero con algunos destellos críticos
que no acaban de compensar el desequilibrio temático frente al primero, nos sitúa
ante dos hermanas, el día y la noche, y una madre estiradísima, old, old,
old style, que las invita a tomar el té como solo los ingleses saben
hacerlo, como una merienda que, en el expositor, asciende desde lo salado hasta
lo dulce, acompañados por el inevitable té. A diferencia del primer episodio,
el coche de la hermana mayor, quien es un calco muy imperfecto de la madre,
sufre una avería que la retrasa un tiempo. La hermana pequeña llega en el coche
de una amiga a la que le pide que antes de llegar la deje pasarse atrás para
que su madre crea que llega en un Uber. Cuando las dos girls se encuentran en
el hogar materno, ese apelativo se convierte en una suerte de reconvención,
repetido varias veces, para deleite de la hermana pequeña, quien se atreve a
violar el mandamiento materno de no sacar el móvil en la mesa. Entre la apocada
hermana mayor y la transgresora hermana pequeña, quien se inventa un
pretendiente para entretener a la madre mientras llega su hermana, la madre,
perfectamente «articulada» por Charlotte Rampling, intenta superar el fracaso
de haber tenido dos hijas como ellas. Al igual que en el primer episodio, hay tres factores que se repiten: los skaters,
el color burdeos y el agua. Los episodios se ubican, sin embargo, como corresponde
a la coproducción internacional que es, en tres espacios distintos: Usamérica, Dublin y París, lo cual pretende insistir en la dimensión universal de los
conflictos entre padres e hijos, los propios de la vida familiar que a casi todos
nos afecta. Como lo descubren las hijas, y ello no determina el rumbo de la
acción, la madre de las girls es escritora de novela romántica, pero
tiene prohibido que sus libros sean motivo de interés familiar. Lo que cuesta dios
y ayuda es concebir la infancia de esas criaturas con su madre y en esa casa, o
en cualquier otra. Y ahí la película nos muestra ese talón de Aquiles de las dos
primeras historias: ni los formalitos hermanos de la primera ni las girls
de la segunda parece que hayan tenido una larga infancia y adolescencia en
común con el padre y la madre, respectivamente, porque de otro modo no se
entiende la intensa frialdad que existe ahora entre unos y otros y la libertad
que supone, para todos, que se abrevie el encuentro.
El
último episodio transcurre en París, pero los protagonistas, dos hermanos
gemelos, se reúnen en París tras la muerte de sus padres. Salvo el magnífico desenlace
del primer episodio, este tercero de los hermanos huérfanos tiene un puntito de
melancolía y de intensa fraternidad que le permite despegar del vuelo raso de
los dos anteriores. Vuelve a aparecer el coche, esta vez para hacer un hermoso
recorrido por los barrios no céntricos de París, lo que permite descubrir su
ordenado y bello urbanismo. La hermana sugiere parar para tomar un café, que es un modo
de dilatar el choque soberbio que va a producir en ambos, pero sobre todo en la
hija, la visita al piso vacío que fue la residencia de la familia, con suelos
de madera, balcones a la calle, chimenea y
un amplio espejo donde se reflejan los recuerdos ya desaparecidos tras
el vaciado del piso, una labor que corrió por cuenta del hermano, el único que
podía hacerlo, al estar la hermana fuera. En este caso, a diferencia de los dos
anteriores, y aunque se reconoce la extravagancia de los padres, otros dos
jipis o poco menos, que compraron un certificado de matrimonio falso, del mismo
modo que disponían de un buen número de identidades falsas en carnets que las
acreditaban; en este caso, digo, los dos hijos tienen muy buenos recuerdos de
ellos y los echan de menos, ¡fueran quienes fueran!, pero, para ellos, los
padres que los cuidaron con amor y respeto. Vuelven a aparecer los motivos
recurrentes de los episodios anteriores, y en este caso los skaters
organizan una excelente coreografía en una encrucijada del barrio de París por
donde circulan los dos hermanos, y de nuevo el agua aparece como epítome de la
verdadera vida. El hermano lleva a su gemela hasta el guardamuebles donde ha almacenado
todas las pertenencias de los padres, muertos en un accidente aéreo, y la visión
de interior atestado con todos los bienes personales de los fallecidos
trasciende la historia de los protagonistas para impactar al espectador, sobre
todo a aquellos que hayan tenido que «deshacer la casa» de alguno de sus
progenitores o de los dos. Ver, de golpe, al subirse la persiana de acceso,
todos los objetos de una vida, amontonados unos sobre otros, con muchos de los
cuales se tiene una relación emocional profunda, es un auténtico choque. Ambos
reconocen que no están en condiciones de decidir qué harán con todo eso, es
decir, con una parte fundamental de ellos mismos.
Las interpretaciones son excelentes y la caracterización de los hijos en los dos primeros episodios rozan la perfección en cuanto a la creación de un personaje exclusivamente con la manera de vestir, ¡los zapatones de Cate Blanchet son memorables!, y un repertorio muy reducido de gesticulaciones casi de compromiso, a tenor de la autosubordinacion a la autoridad materna y paterna de los dos primeros relatos.
P.S. El último motivo recurrente de los
tres episodios: «será el tío Bob», Jarmusch reconoce que pertenece a su mundo familiar
autobiográfico.

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