Muy cerca de Kafka, pero lejos de Kunta Kinte, el inolvidable héroe de Raíces, deMarvin J. Chomsky .
Título original: 12 Years a Slave (Twelve Years a Slave)
Año: 2013
Duración: 133 min
País: Estados Unidos
Director: Steve McQueen
Guión: John Ridley (Biografía: Solomon Northup)
Música: Hans Zimmer
Fotografía: Sean Bobbitt
Reparto: Chiwetel Ejiofor, Michael
Fassbender, Benedict
Cumberbatch, Paul Dano, Paul Giamatti, Lupita Nyong’o, Sarah Paulson, Brad Pitt, Alfre Woodard, Michael K.
Williams, Garret Dillahunt, Quvenzhané
Wallis, Scoot McNairy, Taran Killam, Bryan Batt, Dwight Henry
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Quizás el
título adecuado hubiera debido ser Doce
años como esclavo, porque implicaría que ha habido otros años en que el
protagonista no lo ha sido. El que han puesto puede dar a entender que siempre
ha sido esclavo pero que la esclavitud sólo duró doce en total. Sea como sea,
es muy difícil hacer abstracción del
contexto a la hora de ver una película. No se ve igual esta película en Noruega
que en Gambia que en Virginia o, y ahí quiero llegar, en la Catalunya que lleva
no doce, ¡sino trescientos años de esclavitud!, al decir de su máximo
representante institucional –aunque esto sea una paradoja, como es evidente-.
Entra uno en el cine diciéndose que saldrá de él comprendiendo a la perfección
la ideología secesionista y acaso empatizando, en el no va más de las hipótesis…,
con su causa. Demasiadas expectativas y demasiados condicionantes para lo que,
en ningún caso, es un entretenimiento ni una diversión, categorías que no sirven
cuando el séptimo arte se vuelve combativo y quiere “remover” las conciencias,
al margen del innegable esteticismo que envuelve algunos momentos de la
narración como las malikianas
descripciones de la naturaleza: ¡esos pantanos y esos sauces!, y algún momento
de “awareness” del personaje en medio de ella: absorto en una suerte de rapto
que trasciende su angustiosa situación individual.
La película
hunde sus raíces cinematográficas en el cine de Hitchcock, cuya película Falso culpable podría entenderse como
lejana inspiración de 12 años de
esclavitud, si bien enseguida la peripecia personal se va convirtiendo en
peripecia colectiva, aunque McQueen no añade nada, desde el punto de vista de
la denuncia social, a un buen número de películas que han abordado el tema, y
ni de lejos puede compararse con aquella serie televisiva –antecesora lejana de
las obras maestras de las que ahora disfrutamos– cuyos ecos aún siguen vivos en
la conciencia de las gentes, pues Kunta Kinte ha alcanzado, como rebelde con
causa, el mismo estatus que Espartaco. Sin ir más lejos, la descripción de la
crueldad para con los esclavos negros es mucho más provocadora, como denuncia
social, en Django desencadenado que
en estos 12 años de esclavitud. En la película de Tarantino hay un tratamiento
de la esclavitud de los negros que lo emparenta con el tratamiento de los esclavos de emperadores como Calígula o Nerón,
mostrando las verdaderas raíces de la lacra.
El aspecto más llamativo,
por su ambigüedad moral, de la película es el de la actitud que ante su destino
adopta el protagonista, Solomon, dispuesto, sobre todo, a sobrevivir, aunque
para ello haya de renunciar a involucrarse en el destino de sus compañeros de
sufrimiento, haya de endurecerse, de petrificarse ante el dolor ajeno que, si acaso,
puede desgarrarlo por dentro, pero no tanto como para forzarlo a la acción
heroica, aunque inútil. Digamos que nos hallamos ante un perfecto calculador
–se insiste demasiado a lo largo de la historia en que el personaje sabe mucho
para ser lo que es (que quien no lo
es nunca para nadie desde que es secuestrado, como en una breve pero magistral
interpretación nos muestra Paul Giamatti), que es un Salomón– que aplica todo
su saber a la tarea de sobrevivir para encontrar el modo como salir de esa
angustiosa situación que, además de hitchcockiana puede ser considerada, por
derecho propio y esquema argumental, como kafkiana, en la doble manifestación
del perseguido judicialmente en El
proceso como en la del escarabajo de La
transformación –título más apropiado, al parecer de los estudiosos
actuales–, porque hay algo del escarabajo kafkiano en la secuencia del
despertar encadenado del personaje con la que se inicia su proceso de
“descenso” a la condición de animal de trabajo cuya terrible doma nos avisa de
los horrores que nos esperan a continuación, aunque McQueen ha sabido
dosificarlos con unas sabias dosis de remansos humanizadores como el del primer
amo de Platt, un Platt cuyo despersonalización comienza por el cambio de nombre
que oculte el rastro del delito gracias al cual ha sido capturado y cuya
aventura consistirá en recuperar su verdadero nombre, que lleva implícito el
saber que en él se ostenta.
Viendo la
película se me superpusieron imágenes de la última parte de los viajes de
Gulliver, cuando éste llega al reino de los Houyhnhnms y se encuentra con los
yahoos, unos humanos cimarrones que son vistos por los sabios caballos como
animales salvajes y de los que él, Gulliver, se distancia, no reconociéndolos
como de su propia especie. A Solomon le ocurre algo parecido, ¿qué tiene él que
ver con esos seres primitivos, sin estudios, que parecen haber nacido para
cumplir ese aciago destino? ¿Por qué ha de vivir y padecer como ellos si él es
radicalmente “diferente”? La distancia que mantiene frente a sus compañeros de
cautiverio forma parte del lento proceso de asunción de su situación y de la
toma de conciencia de su pertenencia a lo que el poeta senegalés Léopold Seda
Senghor, justamente popularizado por las élites progresistas en los años 70 del siglo
pasado, llamó la negritud. Entre los varios momentos climáticos –casi todos
ellos dolorosos– que nos ofrece la película, quisiera destacar el del canto
funeral junto a la tumba de un esclavo fallecido: de una manera demasiado
obvia, pero no por ello menos emotiva, Platt se une al canto de esperanza de
esos seres privados hasta de la condición humana. Pero el coraje para afrontar
su existencia que le suplican a Dios, Solomon sabe que sólo puede salir de
ellos mismos, y a ello dedicará su vida como activista abolicionista, pues
hemos de considerar que el periodo cronológico que narra la película 1841-1853
aún está lejos de la Guerra de Secesión norteamericana y, por consiguiente, de
la abolición de la esclavitud en todo el territorio, por más que la segregación racial haya seguido formando
parte de la vida usamericana hasta prácticamente nuestros días.
La mirada
retrospectiva hacia aquella barbarie esclavista no puede dejarnos satisfechos,
tras el visionado de la película, como si hubiéramos visto algo que pertenece
exclusivamente a la Historia, porque a dos manzanas del cine abren sus
puertas meublés clandestinos –o peluquerías-tapadera chinas– en el que hay
esclavas sexuales a las que se trata igual que a las esclavas de la película,
locales donde los nativos no dudan en entrar y consumir con la misma
indiferencia del tratante encarnado por Giamatti y, además, con el hipócrita
consentimiento de las autoridades que hacen poco o nada por erradicar esa
lacra. ¿Qué se puede esperar, al menos en Catalunya, donde un negrero tiene
estatua levantada al comienzo de la Vía Layetana?
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