miércoles, 26 de enero de 2022

«Rojo», de Benjamín Naishat, o la descomposición moral de la sociedad argentina pre Videla.

Estupenda «chabrolada» política de Benjamín Naishat en la Argentina profunda. 

 

Título original: Rojo

Año: 2018

Duración: 109 min.

País: Argentina

Dirección: Benjamín Naishtat

Guion: Benjamín Naishtat

Música: Vincent van Warmerdam

Fotografía: Pedro Sotero

Reparto: Darío Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Claudio Martínez Bel, Mara Bestelli, Rudy Chernicoff, Rafael Federman, Laura Grandinetti, Abel Ledesma, Raymond Lee, Susana Pampín.

 

       


  Reconozco mi debilidad por el cine argentino desde aquellos tiempos en que Leopoldo Torre Nilsson se nos dio a conocer, a los jóvenes amantes del cine, con la adaptación de Boquitas pintadas. De entonces acá me acerco siempre con interés a sus producciones, llevado no solo por mi admiración a sus estupendos actores, sino también por el amor al país, su idiosincrasia, y a su particular manera de usar el castellano. Hace poco critiqué El ciudadano ilustre, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, pero antes disfruté con El cuento de las comadrejas, de Campanella, por ejemplo, y con muchas otras, porque hay una generación de jóvenes directores que han situado muy alto el nivel de dicho cine. Muchos habrán visto alguna película de directores como Burman, Sorín, Szifron, Borensztein o Trapero, por mencionar algunos cuyas obras he visto recientemente. A esa brillante nómina añado ahora el nombre de Benjamín Naishat, porque esta película, Rojo, puede codearse con los mejores títulos de los citados y de sus antecesores en la historia del cine argentino, desde luego.

         La he calificado de «chabrolada» porque la película, situada cronológicamente en los tiempos convulsos que precedieron a la dictadura militar encabezada por Videla, responsable de un auténtico genocidio contra sus conciudadanos de ideología izquierdistas o simplemente liberal, un auténtico episodio negro de la historia del país cuyos efectos indirectos aún forma parte del presente del mismo,  nos describe el clima moral que precedió a ese golpe. De modo nada enfático, se nos retrata una situación que recuerda aquel cuento de Cortázar, La casa tomada, porque así se abre la película, con la imagen fija de una casa abandonada que los vecinos, discretamente, van desvalijando, porque lo dueños han tenido que huir de la persecución policial, como le revela, no sin antes mirar a izquierda y derecha, por si las famosas moscas, una vecina al protagonista, quien se hace pasar por amigo de los huidos para, mediante un testaferro falso, poder quedarse con la titularidad de la misma.

         Del desvalijamiento de la casa pasamos a una secuencia magnífica en el interior de un restaurante en el que un recién llegado, en quien se intuye un trastorno psicológico o existencial acusado, se encara con un cliente, el protagonista, que aguarda la llegada de su mujer para cenar. El encontronazo entre ambos hombres da lugar, primero, a la humillación verbal del joven a cargo del abogado protagonista, y, segundo, a una pelea que se salda con la expulsión del hombre violento, quien se harta de acusar de «nazis» a voz en grito a todos los presentes. Justo después aparece la mujer en la puerta del restaurante. Digamos, a título anecdótico, que nunca antes había visto tanto desarrollo dramático de una historia antes de que apareciera sobreimpreso en la pantalla el título de la película. La continuación de la escena en el exterior desierto de la pequeña ciudad de provincias a esas horas se complica de tal manera que la pelea no solo continúa, sino que aparece una pistola en manos del joven, aunque, cuando ambos esposos temen por su vida y le imploran que no los mate, que tienen una hija, el joven desequilibrado se dispara en la cabeza. La situación es impactante y el abogado recoge al hombre aún vivo y, después de dejar a su mujer en casa, con la promesa de que lo llevará al hospital, se aleja hacia el desierto y allí, entre los matorrales rastreros, lo abandona a la muerte segura, solo, en la doble vastedad del paisaje: la del de abajo y la del de arriba. Mientras arrastra al hombre herido, los angustiosos gemidos del hilo de vida del herido jalonan las inmisericordes acciones del abogado.

         Y la vida sigue. Y un amigo le propone el negocio de la casa, y él, que primero protesta por la ilegalidad del mismo, y lo que puede perjudicar tal acción su reputación, decide finalmente sumarse al asunto. Antes decide, no obstante, tomarse unas pequeñas vacaciones en el sur del país para alejarse espacialmente de la cercanía a la desaparición del joven desequilibrado, momento en el que asoma el aroma nacionalista de las costumbres folclóricas típicas de los gauchos y la música tradicional; momento, también, en el que la familia vive un eclipse de sol que lo tiñe todo de rojo, el color simbólico bajo cuyo polisémico valor referencial se ha construido la historia. Como el joven que se suicidó es hermano de la mujer del amigo que le ha propuesto el negocio ilegal sobre la casa, y esta está desesperada por la nueva desaparición de su hermano, entra en escena un investigador privado, chileno y famoso por sus apariciones en TV para hacerse cargo de la investigación de la misma. Ahí la película recibe un impulso extraordinario, porque la aparición de Alfredo Castro, un actor descomunal, y solo hay que recordar su papel en El club, de Pablo Larraín, supone un giro en la trama que hará descarrilar la seguridad con la que, hasta ese momento, se había conducido el protagonista, un Grandinetti que borda aquí uno de sus mejores papeles, dada la complejidad de su personaje.

         Hay en la película, como en todas las que se precien de serlo, elementos netamente simbólicos que requieren una explicación, pero estoy convencido de que los espectadores sabrán, por ellos mismos, descifrarlos, como es el caso, por ejemplo, del peluquín que se encasqueta el protagonista al final de la película. El del eclipse es obvio, por eso me he tomado la libertad de interpretarlo, pero los otros caen del lado de los espectadores, porque una crítica no es una sesión de cineclub, ciertamente.

         Rojo merece mucho la pena, porque la facilidad con la que se transita por la historia está llena de recovecos que van bastante más allá del mero enunciado, y ello al margen de escenas tan conseguidas como la del torpe escarceo sexual de la hija del protagonista con un novio del que parece querer alejarse, mientras suena, de fondo, la banda musical de aquellos años, y en esta escena en particular, una canción de Camilo Sesto. En fin, que el cine argentino sigue dándonos obras magníficas que conviene no perderse.

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