La gran
belleza: La lúcida tristeza de las viejas bacanales.
Título original: La grande bellezza
Año: 2013
Duración: 142 min.
País: Italia
Guión: Paolo Sorrentino,
Umberto Contarello
Música: Lele Marchitelli
Fotografía: Luca Bigazz
Intérpretes: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Serena Grandi, Isabella Ferrari, Giulia Di Quilio, Luca Marinelli, Giorgio Pasotti, Massimo Popolizio
La Gran Belleza, una película sólo apta para devotos amantes del cine, es una suerte de
homenaje a lo mejor no sólo del cine italiano –Fellini en primer lugar
indiscutible, desde La dolce vita
hasta I vitelloni, pasando por El satiricón; el inconmensurable
Antonioni, con su desoladora visión del ser humano; el imprescindible
Rossellini de Viaggio in Italia, y last but no least, el poderoso Visconti
de El gatopardo, de cuyo escéptico
personaje, el príncipe Salina, tantas reminiscencias hallamos en el desengañado
escritor y cronista de la vida romana Jep Gambardella, magistralmente
interpretado por Toni Servillo, sin duda en el papel de su vida–, sino también
del cine mundial, porque la presencia del recuerdo de Buñuel, sobre todo en las
escenas religiosas, pero no solo en ellas, desde El ángel exterminador hasta El
discreto encanto de la burguesía, pasando por Viridiana es harto evidente.
Lamento haber
encadenado tantas referencias en tan pocas líneas, pero Sorrentino es el
responsable de que su película suscite tantos ecos no solo fílmicos, sino
históricos y literarios. La realidad que describe Sorrentino está enraizada en
la sociedad italiana desde los descendientes de Augusto, con Heliogábalo y
Nerón a la cabeza, paradigma ambos de la vida licenciosa, pero también en su
literatura, como El Satiricón de
Petronio, libremente adaptado por Fellini. Todo ese andamiaje cultural en modo
alguno pueden explicar el valor de La
gran belleza si no hubiéramos tenido un cicerone como Jep Gambardella,
profundamente bíblico, porque la película puede entenderse como la ilustración
del famoso primer capítulo del Eclesiastés: vanidad
de vanidades, todo es vanidad; pero también fiel a la tradición del “árbitro
de la elegancia”, Petronio: Andamos por
el mundo como globos hinchados. Somos menos que las moscas; ellas, al menos,
tienen cierto poder; pero nosotros no somos más que burbujas. Burbujas son,
en efecto, los personajes que aparecen en ese mundo en el que no hay
transgresión que no parezca lo que es: un triste simulacro de otras anteriores.
Estamos ante un retrato desolador del vacío existencial revestido de supuesto
glamour, pero, en el fondo, inequívocamente hortera. No diré que como las
famosas bacanales del ínclito Roldán, de
las que se publicaron espeluznantes fotografías, pero por ahí se anda. Roma es parte sustancial del argumento,
porque La gran belleza es un
recorrido por una ciudad cuyo arte ubérrimo choca frontalmente con la
degradación de esas vidas vacías que se mantienen en un eterno vivir a
destiempo para tratar de apresarlo, pero, como advierte el resignado
Gambardella, ese mundo decadente acelera su propia degradación y se acerca con
pasos agigantados a la desaparición, a la muerte. Ellos, Gambardella y quienes
comparten con él el espacio asfixiante de la burbuja, son un mal sueño de la
realidad de la que parecen huir viviendo a contracorriente.
La gran
belleza es una película triste, poderosamente melancólica, ya lo hemos
dicho, pero Toni Servillo, con unos registros expresivos tan excepcionales como
carentes de artificio –viéndolo recordé a todos esos actores italianos y
españoles que actuaban sin otro método que la naturalidad cabal: Anna Magnani, Alberto
Sordi, Vittorio Gassman, Pepe Isbert, Manuel Aleixandre, Cassen…–, consigue que
interioricemos su complejo mundo de sensaciones contradictorias y que entremos
en su doble y desoladora visión, la de sí mismo y la de lo que le rodea, una
realidad de excepción fríamente disecada desde un escepticismo y una ironía que
a veces se quiebra para llegar a rozar la trascendencia de la tragedia, pero
que, en sus momentos más vibrantes y consistentes alcanza de lleno la virtud
expresiva del mejor esperpento, de lo grotesco.
Es difícil que
una película como La gran belleza, a
pesar de su ritmo calmo, su índole descriptiva y reflexiva, pueda dejar
indiferente al espectador. No niego que haya quien pueda descabezar un
sueñecito aprovechando una banda sonora excepcional y los cautivadores silencios
que favorecen la reflexión, sobre todo en los paseos nocturnos de nuestro
Virgilio particular, pero me parece imposible que haya alguien refractario a la
belleza que destilan las imágenes de la película, la emoción que depara la
actuación de Toni Servillo y el recorrido por una ciudad que respira belleza
eterna. El crítico mejor pagado de El
País –el mejor es, sin duda, Jordi Costa– reconoce que necesitó dos
visionados de la película para llegar a saborearla. Los cinéfilos no
profesionales necesitamos más de dos, como ocurre con los clásicos
intemporales, para poder seguir captando sus muchos valores. La gran belleza es cine. Solo cine. El
cine.
Excelente radiografía. La vi por azar hace varios meses (ni siquiera conocía al director) y todas las teclas que has tocado me parecen acertadas para evocarla y predisponerse a otro visionado. Yo también la intercomunicaba con Buñuel mientras duraba el disfrute sensorial y, sobre todo, con La dolce vita, auténtico y quizás insuperable catálogo de la fauna libertina retratada en el hábitat de sus vanidades más exquisitas.
ResponderEliminarSe me hace difícil añadir observaciones útiles a tu reseña. Abundante en situaciones y diálogos impagables sobre los que, ciertamente, se va agudizando el contraste entre la belleza omnipresente y «la degradación de esas vidas vacías que se mantienen en un eterno vivir a destiempo para tratar de apresarlo», creo que el principal atractivo de Gambardella para el espectador radica en esa suerte de abandono a una ambivalencia anímica en la que se concentran, por un lado, la extrañeza del recién llegado (o del que nunca salió de la última infancia que se da con el primer beso) y la afectada desenvoltura, ese magisterio casi espectral, de quien está de vuelta de todo; alguien que, como bien has dicho, flota o burbujea en las aguas revueltas de la desesperación convertido en un «árbitro de la elegancia».
Te agradezco los buenos tonos del singular apostolado estético que realizas al compartir tu mirada crítica.
Gracias por el comentario. Se me hace raro que entre nadie a comentar alguna de mis críticas, algo que también ocurre en el periódico digital, Crónica Global, donde las publico. Y eso que, por deferencia al público lector, me impuse hacer crítica de películas en cartel, salvo alguna excepción. Con posterioridad a La gran belleza, tuve la oportunidad de ver una película anterior de Sorrentino, cuya referencia no aparece en la crítica por esa circunstancia temporal, se trata de Un lugar donde quedarse, con un Sean Pen extraordinario en su papel de estrella del punk semigagá. Hace unos días, como si hubiésemos presentido la inminente muerte de Anita Eckberg, vimos, con nuestra hija, La dolce vita, y aún me parecieron más similares, por los detalles que, borrosos desde la última vez que la viera, quizas 30 años con suma facilidad, se me aparecen ahora no como un calco, pero sí con un vínculo que hermana ambas películas per in saecula saeculorum...
ResponderEliminarMe alegra sobremanera que halle eco mi pasión cinéfila.En esas tonterías de la ficha de google aparece un rasgo del autorretratado tan imbécil como Presumo de... Pues, por el horror vacui típico, anote mi carnet de cineclubista, del año 1968, es decir, que no es afición de hoy ni se acaba mañana, eso seguro...
Bienvenido a estas atrevidas páginas críticas, porque exponerse a opinar con tanto bagaje como espectador, pero tan poco como estudioso del cine, no deja de ser una osadía..