lunes, 10 de marzo de 2014


La herida: Un Haneke de barrio…




Título original: La herida
Año: 2013
Duración: 95 min.
País:  España
Director: Fernando Franco
Guión: Fernando Franco, Enric Rufas
Música: Ibon Aguirre, Ibon Rodríguez
Fotografía: Santiago Racaj

                                                   

                                              
                                  
  La enfermedad mental ha sido llevada al cine con éxito en innumerables ocasiones, de manera tal que ya es incluso pertinente hablar de un subgénero como el bélico, el western , el thriller o la comedia, entre otros. Es reciente, en los vertiginosos términos de la exhibición cinematográfica, el recuerdo de una películas como La pianista, de Haneke, con la soberbia interpretación de Isabelle Huppert; y por la vieja ley asociativa de la memoria, no menos reciente le será al espectador el recuerdo de aquella película protoindie, como todas las suyas, que fue A Woman Under the Influence, de John Cassavetes, excelente actor y brillante director de películas como la que acabo de mencionar o la emocionante A child is waiting (ridículamente traducida aquí como Ángeles sin paraíso), que también cae dentro del subgénero, si bien en la modalidad infantil. Dejo para el final de estas referencias introductorias que nos ayudan a situar La herida en su contexto una obra tan extraordinaria como Repulsión, de Polanski, porque, aunque cae de lleno en el tema del trastorno mental, la película enseguida sigue unos derroteros que la aceran más al género de terror.
          La herida es una película descriptiva que, casi desde la frialdad del documental, o del docudrama, planta ante nuestros ojos temerosos un proceso depresivo al que asistimos con la constante y desagradable sensación de estar violando la intimidad de la protagonista, a la que por nada del mundo  le haría la más mínima gracia que una cámara recogiera tanto dolor insufrible, como lo hace, en efecto, la de Fernando Franco, si bien con la lección bien aprendida en Haneke de la frialdad expositiva como norma estética y como exigencia ética. Es a  nosotros, los espectadores, a quienes se transfiere la potestad del juicio, si es que, visto lo visto, aún creemos que tenemos  alguna posibilidad de ejercerla, porque no es fácil erigirse en instancia enjuiciadora del desesperante trastorno de la protagonista, un trastorno que a veces nos saca de nuestras casilla, otras hace que aflore nuestra infinita capacidad de ternura y la mayor parte del tiempo nos angustia, porque en la película entramos ya in medias res y se sostiene un clímax de exacerbado sufrimiento a lo largo del ajustado metraje. A nuestra incomodidad emocional contribuye la bien premiada interpretación con un Goya a la única protagonista de la película: el hecho de la cotidianeidad del personaje, de su vida ultracomún, de sus miedos y miserias, de sus evasiones –el sexo ocasional y la cocaína–, de su trabajo estresante en la ambulancia que atiende emergencias, la soledad bital de sus mensajes lanzados por la red hacia el vacío, la incapacidad de controlarse, el deseo de autoaniquilación y la cobardía para dar el último paso, así como la devastadora ausencia de autoestima y la incomprensión última del posible porqué de su comportamiento nos desasosiegan de un modo doloroso y, a menudo, difícil de resistir.

          Fernando Franco exige demasiado de nosotros, pero en su descarga hemos de añadir que la verdad insobornable del “caso”–en el que no hay ningún extremo argumental gratuito ni inverosímil, a pesar de lo que se ve–, suple cualesquiera deficiencias de realización que podamos apreciar, sobre todo la obsesión por no apartar la cámara de la protagonista, que a algunos espectadores les puede llegar a parecer agobiante, y que logra un efecto muy parecido al de la cámara subjetiva, sin que en la película se emplee nunca este recurso. El seguimiento constante consigue plasmar a la perfección la sensación de reclusa de la protagonista, encerrada en sí misma, prisionera de un horrible sufrimiento del que es consciente pero al que no puede poner fin. El ajustado metraje consigue que podamos soportar la película sin que tanto sufrimiento acabe dañándonos más de lo que la tristísima historia del personaje lo hace. Hablamos, por lo tanto, de una película de las llamadas “duras”, de las que, como en el caso de Haneke, pueden entenderse como una bofetada de crudo realismo al espectador. Es todo tan absolutamente normal, tan de barrio, que la ausencia de cualquier atisbo de glamour –que sí lo hay  en autores como Haneke, a pesar del fondo tenebroso de algunas de sus historias– llena de  gelidez la descripción del caso clínico, maravillosamente interpretado por una actriz como Marian Álvarez, capaz de expresar –inconmensurables sus miradas extraviadas en algún tétrico lugar del yo– los complejos matices de la depresión profunda. Estoy convencido de que será una película con profuso aprovechamiento terapéutico, porque serán muchos los pacientes que se verán reflejados en ella como en el más fiel de los espejos.  

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