La herida: Un Haneke de
barrio…
Título original: La herida
Año: 2013
Duración: 95 min.
País: España
Director: Fernando
Franco
Guión: Fernando Franco, Enric Rufas
Música: Ibon Aguirre, Ibon Rodríguez
Fotografía: Santiago Racaj
Reparto: Marian
Álvarez, Rosana Pastor, Manolo Solo, Ramón Barea, Andrés
Gertrudix, Luis Callejo, Ramón Agirre
La enfermedad mental ha sido llevada al cine
con éxito en innumerables ocasiones, de manera tal que ya es incluso pertinente
hablar de un subgénero como el bélico, el western , el thriller o la comedia,
entre otros. Es reciente, en los vertiginosos términos de la exhibición
cinematográfica, el recuerdo de una películas como La pianista, de Haneke, con la soberbia interpretación de Isabelle
Huppert; y por la vieja ley asociativa de la memoria, no menos reciente le será
al espectador el recuerdo de aquella película protoindie, como todas las suyas,
que fue A Woman Under the Influence,
de John Cassavetes, excelente actor y brillante director de películas como la
que acabo de mencionar o la emocionante A
child is waiting (ridículamente traducida aquí como Ángeles sin paraíso), que también cae dentro del subgénero, si bien
en la modalidad infantil. Dejo para el final de estas referencias introductorias
que nos ayudan a situar La herida en
su contexto una obra tan extraordinaria como Repulsión, de Polanski, porque, aunque cae de lleno en el tema del
trastorno mental, la película enseguida sigue unos derroteros que la aceran más
al género de terror.
La
herida es una película descriptiva que, casi desde la frialdad del
documental, o del docudrama, planta ante nuestros ojos temerosos un proceso
depresivo al que asistimos con la constante y desagradable sensación de estar
violando la intimidad de la protagonista, a la que por nada del mundo le haría la más mínima gracia que una cámara
recogiera tanto dolor insufrible, como lo hace, en efecto, la de Fernando
Franco, si bien con la lección bien aprendida en Haneke de la frialdad
expositiva como norma estética y como exigencia ética. Es a nosotros, los espectadores, a quienes se
transfiere la potestad del juicio, si es que, visto lo visto, aún creemos que
tenemos alguna posibilidad de ejercerla,
porque no es fácil erigirse en instancia enjuiciadora del desesperante
trastorno de la protagonista, un trastorno que a veces nos saca de nuestras
casilla, otras hace que aflore nuestra infinita capacidad de ternura y la mayor
parte del tiempo nos angustia, porque en la película entramos ya in medias res y se sostiene un clímax de
exacerbado sufrimiento a lo largo del ajustado metraje. A nuestra incomodidad
emocional contribuye la bien premiada interpretación con un Goya a la única
protagonista de la película: el hecho de la cotidianeidad del personaje, de su
vida ultracomún, de sus miedos y miserias, de sus evasiones –el sexo ocasional
y la cocaína–, de su trabajo estresante en la ambulancia que atiende
emergencias, la soledad bital de sus
mensajes lanzados por la red hacia el vacío, la incapacidad de controlarse, el
deseo de autoaniquilación y la cobardía para dar el último paso, así como la
devastadora ausencia de autoestima y la incomprensión última del posible porqué
de su comportamiento nos desasosiegan de un modo doloroso y, a menudo, difícil
de resistir.
Fernando Franco exige demasiado de
nosotros, pero en su descarga hemos de añadir que la verdad insobornable del
“caso”–en el que no hay ningún extremo argumental gratuito ni inverosímil, a
pesar de lo que se ve–, suple cualesquiera deficiencias de realización que
podamos apreciar, sobre todo la obsesión por no apartar la cámara de la protagonista,
que a algunos espectadores les puede llegar a parecer agobiante, y que logra un
efecto muy parecido al de la cámara subjetiva, sin que en la película se emplee
nunca este recurso. El seguimiento constante consigue plasmar a la perfección
la sensación de reclusa de la protagonista, encerrada en sí misma, prisionera
de un horrible sufrimiento del que es consciente pero al que no puede poner
fin. El ajustado metraje consigue que podamos soportar la película sin que
tanto sufrimiento acabe dañándonos más de lo que la tristísima historia del
personaje lo hace. Hablamos, por lo tanto, de una película de las llamadas
“duras”, de las que, como en el caso de Haneke, pueden entenderse como una
bofetada de crudo realismo al espectador. Es todo tan absolutamente normal, tan
de barrio, que la ausencia de cualquier atisbo de glamour –que sí lo hay en autores como Haneke, a pesar del fondo
tenebroso de algunas de sus historias– llena de gelidez la descripción del caso clínico,
maravillosamente interpretado por una actriz como Marian Álvarez, capaz de
expresar –inconmensurables sus miradas extraviadas en algún tétrico lugar del
yo– los complejos matices de la depresión profunda. Estoy convencido de que
será una película con profuso aprovechamiento terapéutico, porque serán muchos
los pacientes que se verán reflejados en ella como en el más fiel de los
espejos.
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