10.000
km: las limitaciones del Skype o la lucha entre el
destino individual y la vida de pareja.
Título
original: 10.000 km.
Año:
2014
Duración:
98 min.
País:
España
Director:
Carlos Marqués-Marcet
Guión:
Carlos Marqués-Marcet, Clara Roquet
Fotografía:
Dagmar Weaver-Madsen
Reparto:
Natalia Tena, David Verdaguer
De nuevo tenemos la suerte de hacer una crítica de una
ópera prima y, en este caso, además, de una cinta más que atrevida, no solo
formalmente, sino también temáticamente, porque el tema que plantea, la
prevalencia del proyecto individual de la mujer frente al del hombre o el de la
pareja, incluida la posibilidad de la descendencia deseada, es todo un clásico
de ayer, de hoy y de siempre. La película, por la que su director Carlos
Marqués-Marcet ha ganado el goya al mejor director novel, no cae abiertamente
en el subtema de la guerra de sexos, habitualmente tratada en el cine en clave
de comedia, con resultados a veces excelente, sino que aborda, desde la
seriedad e incluso el dramatismo, esa dicotomía a la que tantas mujeres se
enfrentan y que les exige tomar decisiones muchas veces dolorosas. Desde la
perspectiva formal, son muchas las innovaciones, al menos dentro de lo que es
habitual en el cine español, porque la ingeniosa historia utiliza recursos que,
hasta ahora al menos, no se habían explotado de la manera como lo hace esta
película, y quizá de ahí el reconocimiento de la Academia del cine a la
propuesta fílmica de Carlos Marqués-Marcet. La historia es muy sencilla y de
ninguna manera el hecho de conocerla arruina ninguna sorpresa a los
espectadores, porque hablamos de una película construida sobre silencios,
malentendidos, dudas, decisiones difíciles y el intento de salvar una distancia
que acabará imponiendo sus leyes a los protagonistas. No hablamos, como ya
vimos en el caso de Her (2013) de
Spike Jonze, de una relación hombre solitario-sistema operativo, sino de una
relación humana mediatizada por el uso de las nuevas tecnologías y una
explotación argumental sobre sus límites en estos tiempos en que l famosa
“movilidad exterior”, que es como definió Fátima Báñez la necesidad de emigrar
para hallar trabajo, obliga a unas difíciles relaciones de pareja a muchos
jóvenes y no tan jóvenes. El mérito de Carlos Marqués-Marcet es haber dirigido
una película profundamente humana alrededor de estas relaciones difíciles y de
haber salido con bien, en términos generales, del empeño, teniendo en cuenta la
complejidad tanto del rodaje como del mínimo pretexto argumental que ha dado
pie a la creación de la película. El hecho de que el peso de la cinta recaiga exclusivamente
en la pareja protagonista era un reto del que solo en parte podemos decir que
ha salido victorioso, porque, dejando de lado la previsibilidad de muchas
reacciones, y un cierto aburrimiento de otras, que se alargan innecesariamente
sin aportar a la trama más que la necesidad de que pase el tiempo para explicar
los cambios en la pareja, no siempre Natalia Tena –una conocida actriz, al
parecer, de la serie Juego de Tronos– y David Verdaguer están a la altura de lo
que de ellos esperan los espectadores, esto es, dejarse llevar por sus actuaciones
y vivir desde dentro su conflicto amoroso. He de reconocer que la descripción realista
de la intimidad amorosa, incluida la vertiente sexual explícita, es muy difícil
de conseguir en el cine, porque el lenguaje amoroso de una pareja tiene siempre
algo de código que solo ellos comparten y que, por lo general, suele ser no
poco ridículo o absurdo para un espectador ajeno a dicha relación. Si a esta
ausencia de empatía que este crítico ha sufrido en no pocos pasajes de la
cinta, se añade la más que seria dificultad de captar auditivamente abundantes
diálogos de la película, sobre todo en los primeros compases del brillante plano-secuencia
inicial que abre la historia y que, en cierta manera, la determina, porque
mediante un calculado juego de espacios, muy próximo al uso que hacía Rosales
del plano dividido en La soledad
(2007), el director nos sitúa en el eje del conflicto: la traición de la cual
se siente víctima el protagonista, porque su pareja ha urdido a sus espaldas un
plan para conseguir un objetivo profesional estrictamente individual y que
comportará, además, la separación física de la pareja y el abandono de los planes
de futuro inmediato, que pasaban por tener descendencia. El plano-secuencia
está muy conseguido y la naturalidad de la vida en común de la pareja tiene una
naturalidad, algo fría, con todo, que choca, sin embargo, con la frialdad mayor
que la sustituirá cuando se materialice la separación; y aquí es donde irrumpe
el recurso del Skype y los correos electrónicos para explorar hasta qué punto
es posible mantener el rescoldo de una relación aparentemente satisfactoria a
10.000 km de distancia que, no por capricho, ciertamente, es el título de la
película. El uso del ordenador como extensión de la materialidad corporal de
los personajes es, fílmicamente, todo un hallazgo, e incluso hay momento de
lograda intimidad entre los intérpretes, siendo las pantallas de ambos
ordenadores un elemento dramático en absoluto extraño en el seno de la
relación. En otras ocasiones, sin embargo, desciende mucho el interés por el
desarrollo de los hechos que marcan su relación amorosa; sobre todo en aquellos
momentos más descriptivos de la cotidianidad , del día tras día de las
actividades de ambos y, principalmente, en la morosa descripción de la
evolución de los sentimientos de ambos miembros de la pareja con el cambio a
que obliga la nueva situación; un progreso que se marca con la inserción de los
intertítulos, al estilo del cine mudo, donde se refleja la rigurosa exactitud
de los días que llevan separados, un recurso que enseguida se convierte en un
peligro, porque a medida que crece el distanciamiento empático con lo que
ocurre en la pantalla, el espectador se entretiene en llevar ese cómputo y,
como es lógico, se asusta ante la morosidad con que pasan los días para llegar
a los 365 mencionados al comienzo de la separación. Lo que sí me permitirá el
lector que frecuente esta sección del diario, justo al llegar al punto crítico
de la crítica, es decir, el desenlace de la historia que se nos escenifica, que
le ahorre una descripción pormenorizada de ese desenlace, quizás uno de los
mejores momentos de la obra, porque, aunque sin diálogo y a pesar de utilizar
un recurso demasiado tradicional en una película que se reclama innovadora, la
ingesta de alcohol para reunir valor, el espectador enseguida palpa la verdad
humana existencial que transmiten las reacciones de ambos personajes. Como
experimento, merece la pena ver la película, por más que alguien pueda no
sentirse atraído por un desarrollo demasiado plano en cuanto a la realización y
excesivamente moroso en el ritmo narrativo de una historia en la que no siempre
las interpretaciones son tan eficaces dramáticamente como en el inicio y en el
contundente final.
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