Rififi,
de Jules Dassin, un clásico inmortal del género negro.
Título
original: Du rififi chez les hommes
Año:
1955
Duración:
117 min.
País:
Francia
Director:
Jules Dassin
Guión:
Jules Dassin, René Wheeler, Auguste Le Breton
Música:
Georges Auric
Fotografía:
Philippe Agostini (B&W)
Reparto:
Jean Servais, Carl Möhner, Robert Manuel, Jules Dassin, Magali Noël, Pierre
Grasset, Robert Hossein, Janine Darcey, Marie Sabouret, Claude Sylvain.
De tanto en tanto, como ya lo anunciamos al inaugurar
esta sección de El ojos cosmológico, es mi intención ir rescatando, para los
enamorados del cine, algunas películas cuyo visionado, al margen del febril
ritmo de producción de los estrenos semanales, nos ofrezca un placer garantizado
y, en este caso concreto, de lo mejorcito de un tipo de películas que gozan del
aplauso de los aficionados: el cine negro, aunque “noir” sería la palabra
adecuada para esta película de producción francesa, dirigida por el
norteamericano Jules Dassin, nacido Julius en Connecticut, pero naturalizado europeo
poco después de abandonar su país por la delirante persecución anticomunista
del tristemente famoso senador McCarthy.
Jules Dassin no es un director que haya conquistado la fama
de autores como Welles, Hitchcock, Huston o Kubrick, pero con estos dos últimos
forma la triada de, acaso, las más famosas películas del género y,
específicamente, del subgénero del atraco perfecto: La jungla de asfalto (1950) y Atraco perfecto (1956). Así pues, esta Rififi es,
sin duda, la gran olvidada, a nivel del gran público, y la que merece, por
consiguiente, una revisión yo diría que urgente, no solo porque es un justo
tributo a su excelencia como película, sino porque no podemos olvidar el lugar
de excepción que ocupa juntamente con las de cineastas de tanto mérito como
Huston y Kubrick.
Rififi
fue la segunda película “europea” del
director, pero ha de entenderse como la culminación de una trilogía que se
inició con La Ciudad desnuda (1949), de la que enseguida hablaremos, y Noche en la Ciudad (1950), la primera película
de su exilio forzado, rodada en Londres. Las tres tienen muchos puntos en común
y además convierten a Jules Dassin en el único director que ha rodado tres
películas extraordinarias de cine negro en tres capitales fundamentales del
cine: Nueva York, Londres y París. La presencia de la ciudad va, en todas
ellas, mucho más allá de la estricta función decorativa o marco físico de la
trama. Sobre todo en la penúltima película de su etapa norteamericana, La Ciudad desnuda, una película de cine
negro de carácter experimental a medio camino entre el documental y la clásica
trama del género. Tomando como hilo conductor los pasos profesionales de una
brigada de investigación criminal, con un fantástico recurso de la voz en off
que nos narra con pelos y señales los procedimientos policiales en caso de
asesinato, y con la aparición estelar de un todopoderoso actor como Barry
Fitzgerald, a quien los espectadores recordarán en su magnífico papel de
borrachín en El hombre tranquilo
(1952) , de John Ford, Jules Dassin ofrece un retrato en blanco y negro de la
ciudad de Nueva York que habría de ser recordado como un antecedente inequívoco
del que hace ya algunos años hizo Woody Allen en Manhattan, mucho más famoso, éste, pero no más conseguido ni
interesante. Con unas cámaras constantemente rodando en exteriores, tomándole
el pulso a la vida cotidiana, La ciudad
desnuda es un auténtico experimento que respeta al tiempo las leyes del
cine documental y las de la ficción.
Centrándonos en Rififi, que es la revisión que hoy recomendamos, la verdad es que
resulta difícil hallar términos ecuánimes que huyan de la admiración
incondicional que siento por la película, una muestra perfecta del mejor cine
negro jamás rodado. La película forma parte, como ya he dicho, del subgénero
del atraco perfecto, y en esta, además, la realización del atraco, en la mitad
de la película, dividiéndola en dos mitades casi simétricas, se convierte en
uno de los momentos estelares del subgénero: 32 minutos de secuencia sin una
palabra y sin música, llenos de una tensión excepcionalmente descrita mediante
una puesta en escena maravillosa y mediante el uso de unos recursos se soberbio
ingenio, como lo demuestra el uso del paraguas como herramienta para recoger,
durante la apertura del acceso a la joyería mediante la técnica del butrón
desde el piso superior. El baile constante de primeros planos, cediendo la
iniciativa expresiva de la secuencia a la interpretación de los actores es
difícilmente olvidable. La película tiene, no obstante, un tono desesperanzador
y casi crepuscular, porque el protagonista, un magnífico Jean Servais, que sale
viejo y enfermo de la prisión, después de haber cargado él, por lo que se dice,
con culpas ajenas, para encontrarse con que su pareja le ha abandona, y de la
que se insinúa que pueda haber tenido algo que ver en su caída, porque de otra
manera es casi incomprensible que solo por celos la azote con un cinturón hasta
dejarle cruelmente marcada la espalda, una acción que sucede fuera de campo, lo
cual añade, sin duda, más dramatismo a la escena, que es lo que ocurre cuando
se nos deja imaginar en vez de mostrárnoslo. Aficionado a las timbas clandestinas,
el protagonista, Tony Le Stephanoise, acepta participar en un atraco que, al
final, él se encarga de dirigir con la solvencia de un gran profesional. Como
contrapunto que aligere un poco la tensión electrizante de la cinta, hay una
pareja de atracadores, ambos de origen italiano que permite la creación de un
tono bienhumorado al tiempo que la aparición de un erotismo salvaje en absoluto
menospreciable, por su atrevimiento en aquella época., aunque en dosis
perfectamente calculada para no distraer al espectador. Anecdóticamente, el
mismísimo Jules Dassin se encargó de interpretar el papel del técnico
reventador de cajas fuertes, un Don Juan interpretado magistralmente por el
director, con una fuerza de convicción absoluta. Mediante ese personaje, Dassin
expresó su crítica a la trágica situación creada en su país de origen por las
delaciones de la época del maccarthismo, sobre todo en una escena que de
ninguna de las maneras me permito desvelar.
La fotografía en blanco y negro de la
película, así como la visión del París de la reciente posguerra son
importantísimos alicientes para comprar esta película y reservarle, después de
haberla visto, un lugar de honor en la filmoteca particular de cada cual. Pocas
veces los códigos del género han tenido una plasmación tan poderosa como en Rififi: la lealtad, la mujer fatal, el
plan ingenioso, el azar que todo lo trastoca, la creación de atmósferas
cargadas, etc. Estamos, pues, ante una de las cimas del cine negro y bien
podemos decir que no hay en la película ni un solo plano que sea gratuito. Todo
está medido al milímetro y, sobre todo, el final, uno de los grandes finales
líricos de este género. Lamento no extenderme más en el desarrollo de la trama
y en las relaciones interindividuales que llenan la trama con gran densidad y
crudeza, pero, de ninguna manera el espectador puede sentarse a verla sabiendo
qué sucederá tras cada escena. Lo que sí puedo desvelar es que, en un ambiente
de cabaret absolutamente típico, la interpretación de una canción y una
coreografía puestas en escena con un poder visual magnífico, le permitirán
entender al espectador el significado del título.
Rififi tuvo
tanto éxito que no tardaron en aparecer imitaciones y, sobre todo parodias,
como las italianas, encabezadas, sin embargo, por una versión cómica a cargo de
Mario Monicelli, Rufufú (1958), cuyo
nivel artístico roza el del original, y en la que sin duda se inspiró José
María Forqué para rodar Atraco a las tres
(1962) muy valorada últimamente, situada a la altura de las mejores obras de
Luis García Berlanga, y cuya visión recomiendo cada vez que tengo la
oportunidad de hacerlo, como ahora.
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