lunes, 25 de mayo de 2015

Una joya olvidada de David Lean: El déspota (1953)




El déspota: La desconocida grandeza de las “obras menores”. Un David Lean magistral.


Título original: Hobson's Choice
Año: 1953
Duración: 107 min.
País: Reino Unido
Director: David Lean
Guión: David Lean, Norman Spencer, Wynyard Browne (Obra: Harold Brighouse)
Música: Malcom Arnold
Fotografía: Jack Hildyard (B&W)
Reparto: Charles Laughton, John Mills, Brenda De Banzie, Daphne Anderson, Prunella Scales, Richard Wattis, Derek Blomfield, Helen Haye, John Laurie

No es difícil entender lo que significa para un crítico descubrir una obra maestra en lo que se había considerado hasta hoy como una obra menor, en este caso de un director tan reputado como David Lean, sobre la excelencia de cuya obra es difícil, desde Breve encuentro (1945) hasta Lawrence de Arabia (1962), pasando por Doctor Zhivago (1965), o esta Hobson’s Choice que nos ocupa, no coincidir. El déspota, hallado al azar en mi fantástica filmoteca de segunda mano de la calle Tallers, algo así como “El Palacio de la cinefilia”, que suena a depravación profunda…, me ha deparado una experiencia cinematográfica tan extraordinaria que no he podido por menos que ceder a la tentación de compartirla con los muchos o pocos lectores que tenga esta veterana sección de Crónica Global, porque ante la mediocridad general de la cartelera contemporánea, en la que son escasas las obras que sorprenden, emocionan o maravillan, esta película de David Lean es una lección magistral de cine, CINE con todas las mayúsculas, y cine, además, del mejor en un género, la comedia, en la que no se ha prodigado el autor, ciertamente, de ahí la rareza de la película, pero también su interés.
Basada en una obra teatral de éxito, Hobson’s Choice, del escritor Harold Brighouse, nacido en las postrimerías de la época victoriana, si bien sus obras recrean conflictos sociales que giran alrededor de la necesidad de liberación de los hiperestrictos corsés morales impuestos por aquel reinado,  David Lean, autor del guión y encargado de la producción, consigue que en ningún momento la historia recuerde su origen teatral, y ello, a pesar de los muchos interiores en que transcurre la acción, gracias a un movimiento de cámara que imprime al relato un ritmo, un tempo, que no decae en ningún momento del metraje, por más que haya momentos de remanso descriptivo en los que la cámara se mueve por los interiores como solo un esteta de la categoría de Max Ophüls, contemporáneo de Lean, era capaz de conseguir. La película, en la que se recrea el pequeño comercio minorista de una pequeña ciudad del área metropolitana de  la industrial ciudad de Manchester, cuenta la historia del dueño de una zapatería, Charles Laughton, con una interpretación a la altura de su inmensa categoría interpretativa –si bien no está de más recordar que fue también director de una joya no demasiado revisitada, La noche del cazador (1955)–, quien, tras la muerte de su mujer, dirige el negocio gracias al esfuerzo de sus tres hijas, sobre todo de la mayor, a la que da ya por soltera para vestir santos, y cuyos empleados trabajan en el sótano de la tienda, al que se accede por una trampilla que marca férreamente la frontera entre amos y esclavos, en la más impecable tradición británica. Aprovechando que una rica clienta quiere felicitar al “artesano” que le ha hecho los mejores botines que haya llevado nunca, la hija mayor urde un plan para, a espaldas de su padre, casar a sus hermanas pequeñas (a las que se niega a “dotar”) e instalarse ella por su cuenta, llevándose al artesano en cuestión, un personaje interpretado de forma excelsa por un John Mills insuperable. El costumbrismo de la trama tiene un eco inconfundible del tono satírico y amable de  La feria de las vanidades, la novela cómica por excelencia de la época victoriana, de William Thackeray, aunque no andan lejos los ecos de Los papeles del club Pickwick, de Dickens, su rival novelístico. El papel del viudo Laughton “sometedor” y “sometido” a y por sus tres hijas, francmasón y borrachín, es el antagonista eficacísimo de su “industrioso” hija mayor, quien, en una nueva versión del mito de Pigmalión, “rapta” al timorato artesano, rescatándolo socialmente de la esclavitud en que vivía y, convirtiéndolo, contra el pesar de él, en su futuro marido, se instalan por su cuenta, haciéndole la competencia al padre. Un enredo, como se ve, que plantea dos tramas, la decadencia del negocia del padre y el florecimiento del de la hija,  que permiten un desarrollo en contrapunto lleno momentos felicísimos, porque la comedia bufa del matrimonio del apocado y timorato artesano y lo que la hija mayor, una fantástica y poco reconocida Brenda de Banzie (a quien los espectadores recordaran como la mujer del cura falso en la iglesia de El hombre que sabía demasiado (1956), de Hitchcock) es capaz de construir en él con una extraordinaria habilidad psicológica en un crescendo que llega a su apoteosis al final de la película, cuando el antiguo empleado del sótano, impone al viejo amo las condiciones de su fusión comercial…
El déspota está llena de planos y de encuadres memorables, y hay una descripción del barrio manchesteriano de Salford, donde nació el dramaturgo, con un excepcional banco y negro que sobrecoge el ánimo al describir los lamentables barrios obreros donde vivía el artesano, y donde tiene lugar una memorable escena. Pero hay sobre todo un momento en la película que pertenece, una vez visto, a ese bagaje de escenas que al amante del cine le es imposible que se le borren de la memoria, como el ataque en el baño de Psicosis, la escena de los espejos de La dama de Shanghai, el Travelling inicial de Sed de Mal, o el número de la farola en Cantando bajo la lluvia, por poner ejemplos señeros. Me refiero a la escena en que Laughton sale, como cada noche, borracho del pub y advierte que la luna se refleja en un charco de la calle. Sintiéndose perseguido, porque entiende que se burla de él, se empeña en borrarla deshaciendo el hechizo al dispersar el agua con el pie. Enseguida descubre, que la luna vuelve a fijarse en él desde otro charco… Esa persecución de la luna a través de los charcos, en plena calle es una auténtica joya, pero no la única que encierra una película que, además, deja al espectador tan buen sabor de boca que propiamente es posible que quiera volverla a ver a los pocos días. ¡A disfrutarla! Y de nada.


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