Aprendiendo
a conducir: Una valiente comedia amable, para variar, de Isabel
Coixet.
JUAN PÉREZ
Título original: Learning to Drive
Año: 2014
Duración:
105 min.
País:
Estados Unidos
Directora:
Isabel Coixet
Guión:
Sarah Kernochan
Fotografía:
Manel Ruiz
Reparto: Ben Kingsley, Patricia
Clarkson, Grace Gummer, Sarita Choudhury, Jake Weber, Samantha Bee, Daniela
Lavender, Matt Salinger, Michael Mantell
A los seguidores de la directora
Isabel Coixet les extrañará hasta lo incomprensible que una representante
clásica del cine de autor, usualmente abonada a una visión dramáticamente
pesimista de la vida y de la naturaleza humana, nos entregue una comedia
agridulce pero optimista o, como dice la propia autora: una oportunidad de hacer una película que al salir no te quieres cortar
las venas. Y soy testigo de que lo consigue plenamente. Entré sin
convencimiento y salí con el regusto complaciente que dejan las comedias bien
hechas y mejor acabadas, porque no se trata, contra lo que pueda pensarse, de
un género “fácil”, frente al drama, sino todo lo contrario: el más difícil de
los géneros, de ahí la importancia de directores como Lubitsch o Wilder, por
ejemplo, maestros consumados de ese género y cumbres de la historia del cine.
Aprendiendo a conducir se inspira en un
hecho real narrado en un reportaje periodístico, pero la directora hizo suya la
propuesta porque enseguida vio el paralelismo que había entre aquella historia
y su propia vida, tras separarse de su compañero y, estando en Los Ángeles,
tomar la decisión de aprender a conducir, una destreza que no incluye, a día de
hoy, según confesión propia, la técnica del aparcamiento. Cualquier pretexto es
bueno para, desde la vida cotidiana, desde lo que entendemos por una película
“costumbrista”, ahondar en el estudio de eso que, con pomposa solemnidad,
denominamos la “naturaleza humana”. La situación de partida es un proceso de
separación entre una crítica literaria y su marido, quien la abandona por una
escritora más joven que ella. La hija se ha ido a vivir a Vermont, siguiendo a
su pareja, para tener una intensa experiencia vital del contacto con la
naturaleza, por lo que ella, una vez separada, no puede ir a verla sin aprender
previamente a conducir, algo que abomina. Como la escena de la separación se
produce en el interior de un taxi conducido por quien está pluriempleado como
profesor de autoescuela, un indio de la secta Sij que le deja su tarjeta a la
crítica tras dejarla, deshecha emocionalmente, en su casa, enseguida se
establece el vínculo entre ambos protagonistas, quienes van a protagonizar uno
de esos choques muticulturales que, cuando es relatado desde el lado de la nacionalidad
del emigrante, da pie a productos culturales etiquetados como cine étnico,
novela étnica, etc. En este caso, el punto de vista del narrador se mantiene
equidistante y exquisitamente objetivo, por lo que cualquier juicio ha de caer
del lado del espectador, aunque la naturaleza humana del doble conflicto, el
drama de la separación de la wasp
americana y el matrimonio concertado del indio sij no implican la necesidad de
posicionamiento ideológico alguno: nos hallamos en el tenebroso, desconcertante
y contradictorio mundo de los sentimientos, por lo que todo es posible e
imposible al tiempo y nada es inexplicable. Lo hermoso de la película es la
sutileza con que la directora ha sabido reforzar la buena labor tejedora del
guion, porque, por sus escenas contadas, ambas historias van confluyendo poco a
poco hasta estrecharse en un nudo del que el desenlace dará ajustada cuenta, y
no al modo alejandrino, ciertamente.
Como
ocurre en el género de la comedia, buena parte del mérito del éxito de una
película depende de los intérpretes, porque hacer llorar lo consigue casi
cualquiera, pero hacer reír y conmover en el mismo guion, con convicción y
persuasión, no está al alcance de todos. Al estilo de aquellas parejas como
Tracy y Hepburn en Adivina quién viene
esta noche (1967) e incluso Brando y Simmons en Ellos y Ellas (1955) o Eastwood y MacLaine en Dos mulas y una mujer (1970), recordadas así a bote pronto, la
pareja formada por Ben Kingsley (tan reconocido que casi ni necesita el elogio
merecidísimo de su actuación, en la que este crítico ha visto una lejana
influencia del Peter Sellers de El
guateque (1968), donde el actor inglés representa también a un indio, pero
no sij) y Patrica Clarkson (a ella ha de
recordársela por su divertido papel en Si
la cosa funciona (2009) de Woody Allen) alcanza una química interpretativa
que consigue estupendos momentos a lo largo de toda la proyección, y no solo
por el contraste cultural entre ambos, sino por la relación que se va
estableciendo entre sus situaciones personales.
Es evidente que el argumento presenta unos giros cuya naturaleza
sorpresiva (y motora, respecto de la acción) me impide decir nada, de modo que
aquellos espectadores que tomen la buena decisión de pasar un rato estupendo
han de fiarse del buen criterio de este crítico para catar este melón
multiétnico sobre la vida y sobre el amor y, sobre todo, no tanto sobre el
aprendizaje de conducir, sino sobre el aprendizaje de conducirse, porque lo que
está en juego, al fin y al cabo, es cómo toma uno las riendas de su propia vida
para que los demás no nos gobiernen a su antojo. Por suerte, el azar siempre
aparece con el rostro del bien, y un aprendizaje básico de la vida es saber
reconocerlo y entregarse a él sin reservas, con la imprescindible humildad que
nos permita ponerlo de nuestro lado.
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