Una parodia
del fenómeno de las fans adolescentes y la nueva cultura musical de masas de
los 60: usamericana hasta la médula y más allá…
Título original: Bye Bye
Birdie
Año: 1963
Duración: 112 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George Sidney
Guion: Irving Brecher, George Sidney (Libro: Michael Stewart)
Música: (Canciones: Charles Strouse, Lee Adams) Johnny Green
Coreografía: Onna White
Fotografía: Joseph F. Biroc
Reparto: Janet Leigh, Ann-Margret, Dick Van Dyke, Bobby Rydell, Maureen
Stapleton, Jesse Pearson, Mary LaRoche, Paul Lynde, Ed Sullivan.
Después de la crisis de los
misiles del 62, este musical, con muy buen criterio, no deja pasar la
oportunidad de incluir en la trama de la obra, alterando profundamente el
original que triunfó en Broadway y en Londres, desde 1958, todo lo relativo a
la relación con la “amenaza soviética”, y lo hace a través de un discurso *caricaturizador
que sigue de cerca excelentes películas como To be or not to be, de Lubitsch,
aunque suene a sacrilegio esta referencia en relación con un musical tan alegre
y aparentemente liviano como este. El guion de la película es excelente, y los
cambios, que derivan el núcleo de la trama de Janet Leigh, aquí de morenaza
porque el papel corresponde a una Rosie que es una Rosa hispana, a la jovencísima
Ann Margret, quien aparece en su primer papel protagonista, después de dos breves
apariciones en sus dos primeras películas, permite desplazar con mayor motivo
la historia hacia el terreno de la sátira del reclutamiento de Elvis Presley y
aquel “último beso” que dio el actor a una “afortunada” de los Women's Army
Corps. En este caso, la parodia de Elvis peca casi de estrambótica, pero el
montaje de la campaña del “último beso” a una fan en directo, en el programa
de Ed Sulivan, quien participa en la película para realzar el realismo de la
situación, y en un pequeño pueblo, nos trae a la memoria muchas películas
usamericanas en las que el choque entre lo tradicional y lo “moderno” es casi
un tópico. Y parece que algunas otras hayan bebido de esta, porque en la magnífica
aparición del rockero a lomos de su moto para presentarse en el Ayuntamiento de
la pequeña población y dejar desmayadas a todas las fans que lo reciben, parece
haber bebido el dentista de La tienda de los horrores, de Frank Oz, que
interpretó magistralmente Steve Martin. Con todo, el protagonismo casi absoluto
recae en un Dick van Dyke al que catapultó a la fama su presencia en el musical
y quien debutó en el cine en la presente película, muy poco antes de alcanzar el
estrellato con Mary Poppins, de Robert Stevenson, pero Van Dyke ya llevaba mucho tiempo en el show
business , como parte de un dúo cómico inspirado en Keaton y en Stan Laurel,
y había parecido en algunos programas de TV. Aquí sencillamente lo borda y parece
ya un actor consumado, a juzgar por la desenvoltura y la eficacia cómica, una
vis que no le abandonó nunca, con que actúa a lo largo de la película. Su
papel, el de un hijo dominado por la madre que no se atreve a dar el paso de
casarse para no herir los sentimientos de su madre, y que está deseando dejar
la música -es compositor para satisfacer los sueños de su madre sobre él- para
dedicarse la química, en la que es un auténtico genio.
Toda la
película está llena de personajes secundarios eficacísimos, como la propia
madre del protagonista, estrafalaria y chantajista como ella sola, y los padres
de la protagonista, encabezados por un clásico secundario de series como Embrujada
y Los Monsters, Paul Lynde, un rostro rescatado de mi infancia
televisiva, porque uno pertenece, ¡ay!, a la primera generación que creció con
la televisión como parte del ocio familiar. Un fabricante de piensos que está
dispuesto a que su hija participe en esa charada de las fans siempre y cuando
pueda hacer publicidad ¡en el Show de Ed Sullivan, nada menos!, de su
firma comercial.
A todo esto aún
no he dicho ni una palabra de los brillantísimos números musicales que nos
revelan a la joven Ann Margret como una excelente bailarina, lo mismo que Dick
van Dyke y Janet Leigh en un número romántico en que ella se desdobla en un
espíritu alegre con quien baila su novio para afearle que se muestre tan huraña
y esquiva con él. En general, los números cumplen su cometido con una
brillantez muy propia de los grandes éxitos musicales, y es por ello por lo que
me pregunto cómo es posible que me haya pasado desapercibida esta joyita paródica
de un género, el musical, al que soy adicto. Hemos de reseñar, forzosamente, el
espléndido trabajo de coreografía a cargo de Onna White, quien se luce, sobre
todo, en el número del club de jóvenes donde destaca poderosamente Ann Margret.
El uso del Panavisión permite un ancho de imagen que se ajusta perfectamente a
las exigencias corales de muchos números, y también para planos muy nutridos en
la casa de los padres de la joven protagonista. Ello permite una transición de
la escena dialogada al número musical sin mayores complicaciones ni búsqueda de
espacios alternativos.
La película juega
con una ingenuidad básica, salpicada, cada dos por tres, por ciertas cargas de
profundidad que no acercan la obra a otros musicales «comprometidos», como Dinero
caído del cielo, de Herbert Ross, por ejemplo, pero que suponen brochazos
de humor ácido nada desdeñables.
En conjunto, la
película tiene un ritmo excelente, tanto en la alternancia de los números y la
trama como en el desarrollo progresivo de esta última, y la caricatura del fenómeno
de las fans, que aún tardaría sus buenos diez años en llegar a España, está hecha
con tanto cariño como maldad. Quien quiera disfrutar de un musical y unas actuaciones
estupendas, ya sabe, tiene una cita con un elenco encabezado por Dick van Dyke
y Ann Margret…
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