Sobre el cáncer, el microcosmos familiar y el deseo en la adolescencia.
Título original: Babyteeth
Año: 2019
Duración: 120 min.
País: Australia
Dirección: Shannon Murphy
Guion: Rita Kalnejais
Música: Amanda Brown
Fotografía: Andrew Commis
Reparto: Eliza Scanlen, Toby
Wallace, Ben Mendelsohn, Essie Davis, Andrea Demetriades, Emily Barclay, Justin
Smith, Charles Grounds, Arka Das, Jack Yabsley, Priscilla Doueihy, Eugene
Gilfedder, Georgina Symes, Michelle Lotters, Zack Grech, Quentin Yung, Tyrone
Mafohla, Jaga Yap, Sora Wakaki, Edward Lau, Renee Billing.
Formada en la
escuela de las series televisivas, Shannon Murphy hizo su debut en el largo con
esta obra tan pésimamente titulada en español, cuando era bien fácil traducir
literalmente la metáfora del título original: Diente de leche, porque la
historia de la película gira en torno a una adolescente enferma de cáncer, a la
que le han de aplicar quimio, con la consiguiente caída del cabello, que tiene
una muy particular relación con sus padres, un psiquiatra y una madre medicada
para su particular trastorno mental. A mí, particularmente, el cine australiano
siempre me llama la atención por la espectacularidad de sus paisajes, un valor
en sí mismos, pero, en esta ocasión, la trama se centra en una familia a la que
llega un desconocido disruptivo a través de la hija, con quien establece una
singular relación a medio camino entre la amistad y el afecto. La diferencia de
edad entre ellos convierte la relación en algo muy delicado, porque ella es
menor, aunque no tardamos en advertir en
la joven una singular madurez, asociada, sin duda, a la perspectiva terminal de
un cáncer contra el que parece luchar en vano. El conocimiento del joven lo
hace en el andén del tren que la lleva de su casa al colegio. El joven la ayuda
cuando ella tiene una hemorragia nasal y, a partir de ese momento, él ve la
posibilidad de «explotar» esa relación, entrando en la casa de ella y robar,
sobre todo medicamentos con los que poder drogarse, porque está enganchado a
ellos, y como el padre es psiquiatra y la madre se medica, se da de bruces, sin
comerlo ni beberlo, con una farmacia a su disposición.
La película es
un retrato de cuatro caracteres muy diferentes que acaban conviviendo sin que
desaparezcan ni los recelos ni los temores, a lo que contribuye la presencia
ciertamente agresiva de un joven que, a su vez, tiene un serio drama familiar,
pues es rechazado por su madre, quien le prohíbe que vea a su hermano para que
no lo arrastre a ese inframundo de la drogadicción y la errancia, sin oficio ni
beneficio. A la joven, que brilló en su interpretación en la última versión de Mujercitas,
la de Greta Gerwig, que está más cerca de su padre que de su madre, algo bien
común en muchas familias, la idea de introducir en su casa a un joven cuya sola
presencia supone un desafío total a la nada ordenada vida de los padres le
confiere una vitalidad que choca con el deterioro físico que se va apoderando
de ella. Estamos, pues, ante un proceso de superprotección: hija única,
adolescente y afectada por un cáncer que, mediada la película, se revela que
está ya en fase terminal.
Los
ingredientes de la película parecen abonar un planteamiento orientado hacia la
tragedia, y sin duda esta está presente en todo momento en el desarrollo, pero
el guion incluye muchos momentos propios de comedia, sobre todo por el desafío al
que antes me refería y por cómo va evolucionando la relación de los padres con
el «intruso» de quien no se fían lo más mínimo, aunque, al mismo tiempo,
observan que su presencia junto a su hija parece hacer revivir a esta,
conferirle una vitalidad con la que ambos cónyuges se sienten complacidos y
aliviados, dada la carga de angustia terrible por el estado de su hija con la
que han de convivir y que tiene a la
madre adicta a los ansiolíticos.
Aunque se trata,
propiamente, de una obra de interiores, la mansión de los padres es un espacio
que habilita una multitud de planos y puesta en escena lo suficientemente ricos
como para que la narración no se nos vuelva claustrofóbica. Con todo, las «salidas»,
tanto el recorrido nocturno de ella como la salida a la playa, alivian ese
dominio de interiores que, en el caso de la fiesta a la que acuden juntos,
presenta, además, una puesta en escena muy distinta de los escenarios
anteriores, tan llamativa como estupendamente rodada.
Si el
psiquiatra tiene una tímida aventura con la vecina embarazada, la historia de
la madre y el músico que enseña violín a su hija, y que fue el acompañante de
ella cuando se dedicaba profesionalmente a la música, revela un pasado emocional
conflictivo que no parece operativo en el presente, como lo prueba una
turbadora escena introductoria de la pareja, con la mujer en el diván y el psiquiatra
atendiendo a las necesidades sexuales de ella casi como si fuera parte de la
terapia, y todo ello sin saber el espectador que son un matrimonio.
El «caos» de la
adaptación del título al castellano tiene que ver con lo que ya el lector
perspicaz habrá intuido: la difícil convivencia de unos padres que a duras
penas se entienden entre ellos y poco o nada con una hija que no soporta ni la
ultraprotección ni la compasión ni vivir esa «diferencia» terrible de la
enfermedad que no solo marca, sino que condena. A ese efecto, es casi desgarradora
la escena de la amiga del colegio que, en los lavabos, le pide a la
protagonista que le deje la peluca rubia que lleva para ver «cómo le queda»,
con una frivolidad que choca punzantemente con el drama de la afectada. Pero el
«caos» alude también a la irrupción, en ese desorden emocional de la familia,
del «intruso» a quien ha escogido su hija como depositario de su amistad, de su
afecto y, finalmente, de su amor. Y esa historia de amor, tan singular, en la
que el yonqui se mueve con la curiosa precaución de quien no quiere herir a una
adolescente- menor de edad, y no, ciertamente, por temor de los padres, sino por
sus propias convicciones éticas; esa historia de amor, digo, es uno de los
grandes ejes de la película. No desvelaré su desarrollo, porque se trata de un
proceso que incluye varios giros narrativos que han de poder sorprender al
espectador para reaccionar, después, convenientemente, frente al desenlace de
la historia.
Teniendo en
cuenta la apabullante interpretación de Eliza Scanlen y de Toby Wallace, con la
que este último ganó el premio Marcello Mastroianni en el Festival de Venecia, sería difícil que los
espectadores no disfrutaran de esta tragicomedia australiana que confirma a su
directora como una realidad, más que como una promesa.
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