jueves, 21 de abril de 2022

La cicatriz» y «El azar», de Krzysztof Kieślowski, el genio polaco.


Título original: Blizna

Año 1976

Duración 101 min.

País:  Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Romuald Karas

Música: Stanislaw Radwan

Fotografía: Slawomir Idziak

Reparto: Franciszek Pieczka, Mariusz Dmochowski, Jerzy Stuhr, Jan Skotnicki, Stanislaw Igar, Stanislaw Michalski, Michal Tarkowski, Andrzej Skupien.

 






Título original: Przypadek (Blind Chance)

Año: 1987

Duración: 122 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski

Música: Wojciech Kilar

Fotografía:  Krzysztof Pakulski

Reparto: Boguslaw Linda, Tadeusz Lomnicki, Zbigniew Zapasiewicz, Boguslawa Pawelec, Marzena Trybala.

 

         De lo social y lo individual en la Polonia sometida al comunismo: la vía de la esperanza.

            Justo cuando nos llegan las imágenes de los bárbaros rusos devolviendo estatuas de Lenin a las calles de una ciudad invadida, se me ocurre a mí aprovecharme del fantástico fondo cinematográfico de Filmin para ver dos películas muy notables de Krzysztof Kieślowski, su debut en el largo, La cicatriz, de fortísima conciencia ecológica, mucho antes de que esta se instalara como una prioridad en la agenda política de Occidente, y El azar, en las postrimerías del comunismo polaco, once años después de la primera, cuando Kieślowski ya era dueño de un estilo y un discurso que rehuían el realismo socialista para adentrarse en la exploración de algo tan sospechoso en su primera película como la conciencia individual y su enfrentamiento con el decadente, arbitrario y autoritario estado comunista polaco. De hecho, su primera película fue prohibida y tardó varios años en exhibirse, porque eso de seguir los dictados de la propia conciencia frente a las órdenes de los mandos del Partido no era, por supuesto, el ideal artístico que entusiasmara al Poder.

         Hay en el realismo complejo del director polaco un poso de documental que aparece con la intención inequívoca de darle a la película un latido de verdad que intensifica el punto de vista desde el que se narra La cicatriz, el del Director que ha de levantar una fábrica en una región deprimida económicamente, si bien para hacerlo han de arrasar un bosque y no pocas viviendas privadas instaladas en él desde generaciones. La lucha por el progreso —además de la fábrica que dará trabajo, se construirán pisos nuevos, modernos, donde se alojarán los expropiados— implica, así mismo, una oportunidad de negocio y de medro social para las fuerzas vivas del pueblo y para el propio Director del proyecto, que habrá de ir haciendo frente a todas las trabas con las que se encuentra. Si ha aceptado el reto de «dinamizar» económicamente la zona es porque él nació en ese pueblo, aunque al aceptar el encargo ha tenido que separarse de su mujer, quien no estaba dispuesta a  dejar la ciudad para «enterrarse» en ese «lugarejo», y también de su hija, que ya tiene vida propia, lo que incluye una pareja con la que, en breve, tendrá un hijo. A todo ello renuncia en pro del bien común, por más que en el pueblo no acaben viendo con buenos ojos un proyecto faraónico que deja una «cicatriz» tan horrorosa en el territorio. A ese respecto, es un ejemplo perfecto, esta película, más allá de las ideologías, de los desastres que provoca la religión del «progreso», frente a la que no parece haber salvación posible, aunque el actual calentamiento global ha logrado colocarnos ante la perspectiva de un futuro catastrófico del que ya vamos teniendo noticia regularmente en las reacciones extremas del clima, entre otros deterioros.

         Lo llamativo de La cicatriz es haber escogido un punto de vista perteneciente a la estructura del Poder para desnudar, desde él, unas prácticas corruptas y, al tiempo, la ineficacia de una apariencia de socialismo que no gobierne de espaldas al pueblo, sino de forma horizontal. Y ahí es cuando el Director, ante la imposibilidad de llevar adelante un proyecto diseñado escrupulosamente para sacar del atraso la comunidad en que nació, comienza a replantearse el sentido de su trabajo. El plano de su encuentro con el ministro, cuando ambos suben a lo mas alto de la fábrica y ven casi a vista de pájaro al resto de la comitiva y, más abajo aún, a los obreros, es muy significativo del modo como Kieślowski le hace llegar su mensaje a los espectadores. La larga secuencia  de la fiesta de inauguración de la fábrica  es otro de esos grandes momentos de la película, porque se capta en ella el pulso real de la vida polaca en ese momento concreto de su Historia. La película, centrada en una pequeña localidad nos permite conocer, gracias a ese documentalismo básico del que parte Kieślowski, unos modos de vida que ¡después de 31 años de comunismo gobernante! Mantienen a amplias capas de la población más cerca de la miseria que del bienestar. Como toda escritura fílmica, La cicatriz también tiene diferentes niveles de lectura y la simbólica es, sin duda, la más importante. No hay, pues, desde esa instancia, nada que se resista a una interpretación que nos aleja del significante. Así es como hay que «leer» el final de la película, imagino.

En el fondo, este cine polaco bajo la dictadura comunista remite al cine que, desde La caza, de Carlos Saura, en el 66, intentaba sortear las limitaciones de la dictadura franquista, con películas que fueron construyendo un doble y triple lenguaje en el que nos avezamos no pocos espectadores, para nuestro solaz y ridículo de los agentes censores.

El azar, por su parte, aunque rodada solo cinco años después de La cicatriz, no pudo estrenarse hasta 1987, cuando las señales de colapso y ruina del comunismo daban ya señales inequívocas. La huelga con que acaba La cicatriz es ya un primer conato de lo que no tardaría en convertirse, a partir de 1980, gracias al sindicato  católico Solidaridad, nacido en los astilleros de Gdansk, en un clamor por la libertad imposible de reprimir sin cometer una matanza como las que ahora perpetra Putin, heredero de la Rusia soviética, en Ucrania, con un excusa tan peregrina como «desnazificarla» o «sentir sus fronteras amenazadas», violando toda las leyes internacionales habidas y por haber. Recordemos, ya puestos, que, sin duda, esos movimientos sociales tuvieron un impulso determinante en la elección del polaco Wojtyla como Papa de la iglesia católica en 1978.

La película, aunque de considerable extensión, tiene un interés extraordinario, porque se basa en un guion innovador y lleno de alicientes que arrancan desde las tress primeras imágenes; un grito desgarrador del protagonista, una escalofriante secuencia hospitalaria en la que se arrastra un cadáver que deja un reguero de sangre en el suelo y se atiende a otros dos heridos, y la despedida de un amigo que se va con su padre a Dinamarca. Las tres se nos ofrecen descontextualizadas, aunque la segunda es una «fijación» del personaje, cuya madre murió después de haber dado a luz gemelos, de los cuales solo sobrevive el primero, Witek, el protagonista, quien vive gracias al azar de haber sido el primero en nacer. El padre, a quien no le gustaba que su hijo fuer aun empollón, es un opositor al Régimen y cuando muere solo le deja a su hijo un mensaje: «no estás obligado a nada». A partir de ahí, Witek decide abandonar temporalmente sus estudios de medicina e irse a Warsovia, a «buscarse la vida». Tras una alocada carrera en la que tropieza con varias personas, Witek consigue coger el tren tras una sostenido persecución en el andén por el que se aleja. Será el primero de los tres intentos de coger el tren que veremos en la película, y el único en que tiene éxito. En los otros dos intentos, el protagonista seguirá en Poznan, donde ha nacido, pero de dos maneras totalmente distintas. Estamos ante una película inequívocamente política y en la que Kieślowski, valiéndose de esa ficción, nos ofrece las tres vidas que el personaje podría haber vivido según hubiera cogido o no el tren en la estación. La habitual metáfora del tren que solo pasa una ve en la vida se cumple escrupulosamente y vivimos las tres vidas para, al final de las narraciones, llegar a la conclusión de cuál escogeríamos nosotros.

En resumen, la primera vida es la del ascenso del personaje dentro del partido,  en el que le introduce un hombre a quien conoce en la estación y le ofrece su casa y sus contactos políticos para que se abra camino en el mundo de la política. El protagonista de las tres historias, Witek, es un joven muy atractivo que empatiza perfectamente con todo el mundo y que, curiosamente, no parece tener una personalidad definida, sino una predisposición natural al bien y a la justicia, pero sin sólida experiencia ideológica ni, por supuesto, rígidos esquemas de actuación o principios filosóficos y éticos. Llama la atención que el protagonista siempre esté interesado por la vida de los demás, mientras la suya propia no pasa de un devenir descontextualizada y sin asideros firmes. Por eso no acaba de entender ciertos comportamientos que atentan contra la lógica más elemental de la práctica de la libertad y del libre pensamiento, de ahí que no le parezcan «sospechosos» los intentos de oponerse a la ideología dominante, si bien ello acabará pasándole una terrible factura emocional, porque, por su relación con esos contestatarios, estos acaban siendo detenidos por la policía, su amante incluida.

La segunda vida arranca cuando, tras ser detenido por la policía en la estación, mientras corría para alcanzar el tren, es apaleado por esta y, posteriormente, puesto a disposición judicial. Condenado a trabajos forzados de carácter social, el joven vagabundo del karma acabará acercándose a la iglesia católica y al sindicato Solidaridad a través de uno de los condenados. En esa vida se reencuentra con el amigo que se había ido a Dinamarca y   con su hermana, con quien acaba manteniendo una relación adúltera, pues ella está casada.                                

En la tercera vida también pierde el tren, pero pide de nuevo el ingreso en la Facultad, acaba la carrera de médico y se casa con la compañera de profesión con quien tiene una relación amorosa antes de coger el tren para vivir la primera de sus tres vidas posibles. En esta tercera, el protagonista se dedica a su profesión y se mantiene neutral respecto de la vida política del país, aun cuando acabará teniendo que tomar partido, porque los estudiantes quieren que apoye un manifiesto contra las «purgas» académicas, a resultas de las cuales un profesor caído en desgracia lo invita a que vaya a unas jornadas médicas en París.

Las tres historias acaban en el aeropuerto, pero con tres finales muy diferentes de los que no me es lícito decir ni pío.

Kieślowski abunda en esta película en el uso de los primerísimos planos y enfoques que sorprenden por su inmediate agresiva, porque parecen abalanzarse hacia el espectador o meter a este en la distancia cortísima entre sus personajes. Sorprende su tratamiento de la sexualidad, muy esteticista y con planos muy próximos, así como el uso de una fotografía de colores apagados con contrastes de luz muy marcados. Todo ello al servicio del retrato de un personaje-explorador que va buscando un camino que seguir en la vida, sin que ninguno de los que emprende acabe de satisfacerlo del todo, y todos ellos alimentando un desengaño que solo se resuelve al final. Debería hablar de ese final, por supuesto, pero habrá de hacerlo cada espectador, porque de él, como del de La cicatriz, se derivan mensajes cuya desambiguación corresponde solo a cada espectador.

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